Articulación de lenguaje


Karl Kraus fue desde 1899 y durante treinta y siete años el editor y redactor casi en solitario (veinticinco años)  de DIE FACKEL [La Antorcha], una revista vienesa de referencia en la gran cultura centroeuropea que tenía por designio «hacer frente a los fanáticos de club y a los idealistas de fracción». Y en la medida en que Viena se convirtió en los primeros años del Siglo XXX en «el laboratorio del Apocalipsis», su obra de crítica cultural se ha convertido en un referente para el diagnóstico de la modernidad. Kraus no es un si mismo un autor especialmente original, depende demasiado de Schopenhauer y del humorismo vienés de su época, pero vivíó un momento decisivo: el final de un mundo. Más incluso que el final de una monarquía centenaria y un poco cursi, o incluso más allá del agotamiento dramático del Estado que acogía la mayor diversidad cultural de Europa, lo que sucedíó con el hundimiento del Imperio de Austria-Hungría fue el ocaso de una idea de civilización. Kraus, exponente máximo de lo que ha denominado ‘literatura de cafetería’ vienesa [Kaffeehausliteratur], es testimonio (desencajado por excesivamente lúcido e incluso por cínico) de una situación cultural compleja, en la que la presión de la información y el espectáculo han forjado una sociedad nueva, donde la prisa y las masas, el aburrimiento y la vulgaridad han creado un nuevo tipo de miseria propia de la modernidad, que se caracteriza por el saber inútil y la incomprensión generalizada. Donde además las formas tradicionales de la literatura ya no son aptas para explicar lo que (nos) pasa.         

Además de su valor literario y documental para la historia de las ideas, Kraus es imprescindible también para entender la preocupación de Wittgenstein por el lenguaje y la de Canetti por las masas, y muy especialmente para observar desde el mismo interior el proceso de descomposición nihilista de la cultura europea. En su obra, lenguaje y silencio se necesitan mutuamente porque el ruido excesivo de la época de las masas ha convertido la palabra en algo que incluso puede llegar a sobrar.   

¿Qué hace Kraus como crítico cultural en la modernidad? «En una época en que Austria amenaza con sucumbir por aburrimiento agudo», básicamente le debemos cuatro cosas por las que merece agradecimiento (casi) eterno: darse cuenta de la profunda verdad que encierra todo lenguaje (y de la necesidad de que el lenguaje se troque en silencio para no ser tópico)
, atacar a los periodistas (el nuevo tipo de intelectual banal de la modernidad), observar la incapacidad de la «gran época» que nos ha tocado vivir para digerir los cambios culturales sin sucumbir ante ellos y defender la paz vienesa en un mundo donde las guerras parecían de opereta pero mataban de verdad. Y lo hace, además con un humor desencantado y a la vez muy digno, muy específicamente centroeuropeo, cuya virtud central consiste en no pretender herir a los demás sino en procurarse lucidez a uno mismo. Lo suyo es una defensa a ultranza del culturalismo. Porque «… entre una urna y un orinal existe una diferencia y (…) es en esta diferencia donde la cultura tiene su espacio».  

Si el recurso al metalenguaje en nuestra época es tópico, es decir, si se usa un lenguaje lleno de sobreentendidos y lugares comunes, es porque la época, ella misma, vive por ellos. Vive de palabras gastadas. Kraus fue de los primeros en darse cuenta, con Nietzsche o en paralelo a él, de la manera como vivimos prisioneros en la cárcel del lenguaje. Siendo «… uno más entre aquellos epígonos/ que en la antigua casa de la lengua han vivido», tuvo la suficiente inteligencia para comprender que «la plomiza seriedad de los tópicos» enmascaraba de la peor manera posible un mundo en que las ideas simplemente se habían esfumado, convertidas en citas esperables o en comentario marginal. 

Este poder de construcción del lenguaje, degradado ya en su tiempo (y hoy todavía mucho más) en máquina de fabricación de tópicos, Kraus lo conoce y lo administra mediante la ironía, porque «a su exorbitante manera», por decirlo con Steiner, Kraus sabe que «ni el drama poético, ni el realista, ni la novela pueden enfrentarse». Estamos en la época de la confusión, de la incapacidad más brutal para entender el significado de lo que (nos) pasa. Para describir «esta gran época» (nótese el uso irónico de la expresión), sólo valen el collage y el periodismo, sumo creador de tópicos. Sumergido en su sátira al periodismo como constructor de tópicos, Karl Kraus no ha sido capaz de entender conceptualmente su tiempo (es decir, no lo ha analizado desde el punto de vista de las estructuras), pero sí ha logrado retratarlo (por la vía de las anécdotas y del análisis de los comportamientos individuales) con una rara profundidad y una ironía brutal. Las gentes que en la Europa Central leían a Karl Kraus habían leído también a Goethe (él mismo lo leía en la radio de la época), a Ibsen y a Shakespeare (traducido por el propio Kraus como en un acto de resistencia en el año terrible de 1933). Por eso podían entender la diferencia entre la seriedad y lo banal. Periodista, en cambio es quien resulta incapaz de comprender los matices. Periodista es quien usa el lenguaje como un juego y lo disocia respecto al valor de verdad. Ante una sociedad indecente que clama contra la indecencia sólo cuando se trata de cuestiones sexuales («indecente  es cuando hay otro allí»); la prensa, «la prensa como alcahueta», es mucho más destructiva que cualquier otra institución nihilista (que el Ejército o la Iglesia, por ejemplo). Y resulta tanto peor cuanto que actúa con perfecta buena conciencia. Kraus está contra la prensa por una cuestión de decencia pública: «Lo decente en este sentido es proteger a las alcahuetas frente a la competencia basura que han encontrado en los editores de periódicos, los cuales se dedican al oficio con mucho menos riesgo». La creación de la opinión pública, nuevo Dios de la modernidad, exige alimentar sus prejuicios con cualquier pretexto: «Sin duda no se necesitan motivos para escribir el nombre de uno en la pared de un retrete, pero al fin y al cabo se necesita algún pretexto para introducirlo en la ‘Neue Freie Presse’». Todo vale para convertirlo en carnaza periodística y para alimentar a base de tópicos a las clases medias. Aunque sea al precio de cegarlas. Hoy, el éxito del periodismo es tan evidente que ni tan siquiera nos sorprende su denuncia. Tal vez por eso el anciano Elías Canetti constataba en sus ‘Apuntes’ de 1973, recordaba: «Las lecturas públicas de Karl Kraus: un culto a Shiva en Viena. Para ello hace falta pathos y frenesí, que hoy generan gran malestar». 

Karl Kraus también es el inventor de la sociología del lenguaje en sentido amplio. Comprendíó que la palabra desprovista de sentido, usada banalmente, anuncia una crisis social profunda. Lo suyo es «el miedo a la erosión del logos», por decirlo con George Steiner. Cuando la palabra es intercambiable y absurda, la sociedad que la usa también lo es. De ahí, la profunda relación que describe entre un uso incorrecto (periodístico, banal) del lenguaje y la manipulación de la justicia, que no se toman en serio ni sus supuestos adalides: «Cuando uno ve actuar a los anarquistas de la legalidad, los lanzadores de bombas aparecen bajo una luz más favorable». De hecho, el moralismo periodístico (basado en provocar escándalo) necesita fomentar la inmoralidad para subsistir. «La sociedad burguesa consiste en dos tipos de hombres: los que dicen que en algún lugar se ha desarrollado un antro de corrupción y los que lamentan haberse enterado tarde de las señas». Unos y otros se necesitan mutuamente.

Kraus despeja la incógnita de la crisis moral de la vieja Austria, «un país en el que –contrariamente a lo que ocurría en aquel Imperio de Carlos V– nunca sale el sol», a partir de la crisis del lenguaje. Por eso sus ataques son ‘ad personam’ (pues son muy concretamente las personas quienes pervierten el lenguaje), y por eso mismo su prosa tiene un punto histriónico que lo hace difícil de leer, especialmente para quien no esté muy al tanto de la historia de Centroeuropa a finales del Siglo XIX y a inicios del 20. Pero su convicción de que «hay que calcular las pérdidas causadas por el progreso y llamadas triunfos», es tan o más valida al cabo de cien años que en su propia época. La sospecha de que «los profetas son los bufones y los bufones los profetas», a parte de repetirse en cualquier momento de crisis económica, tiene mucho de observación válida en cualquier momento imperial, cuando los bufones del liberalismo son, de hecho, sus profetas. Hoy, como ayer, «hacemos circular el tráfico mundial por carriles cerebrales de vía estrecha» y de ahí que un punto de cinismo ‘à la Kraus’ sea muy necesario pese a su punto de arbitrariedad y pese a su indisimulable antisemitismo. Porque también hoy «política es participar en algo sin saber para qué». 

Si nos reconocemos de manera evidente en Karl Kraus es que en gran parte las mismas causas producen los mismos efectos. También la sociedad actual sufre de retórica porque «su cuerpo está embadurnado de ética y su cerebro es una cámara oscura empecinada con tinta de imprenta». La cultura ha convertido la realidad en un ente abstracto, incomprensible. «Allí donde antaño los enhiestos árboles alzaban al cielo la gratitud de la tierra se apilan ahora las ediciones dominicales». Y creemos vivir «en esta gran época» porque somos ciegos a su miseria. El progreso como «decorado cambiante» sigue cegándonos con su luz y nos impide ser lúcidos. 

Así, el hecho de que nos reconozcamos en Kraus sin duda está vinculado a una afinidad de humor. Porque, para decirlo con uno de los aforismos del mismo Kraus que tanto gustaban a José María Valverde, y que muchos compartimos aunque nos parezca cruel: «La vida es un esfuerzo digno de mejor causa».   

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