Borrico Jeremías


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Adaptación del cuento popular de la India

Érase una vez un comerciante de la India que se ganaba la vida vendiendo aceitunas en la gran ciudad. El trayecto desde su pueblo hasta el mercado era largo, así que todas las mañañás colocaba la mercancía sobre el lomo de su inseparable asno de pelo gris, y cuando estaba listo partían juntos hacia su destino.

Gracias a que el burro era fuerte, veloz y gozaba de muy buena salud, los sacos llegaban siempre en perfecto estado al puesto de venta. El mercader apreciaba el esfuerzo diario del animal y estaba orgulloso de lo bien que trabajaba,  pero a decir verdad había una cosa de él que le fastidiaba un montón: ¡comía mucho más que cualquier otro de su misma especie! La razón era que como cargaba tanto peso gastaba mucha energía, y al gastar mucha energía necesitaba reponer fuerzas continuamente.  El hombre, buena persona pero muy tacaño, solía lamentarse ante el resto de los comerciantes de lo caro que resultaba alimentarlo ocho veces al día.

– Yo no sé cuánto zampan vuestros asnos, pero desde luego este come más que un elefante… ¡Está engordando muchísimo y cada vez me cuesta más mantenerlo!

Una noche se puso a repasar los beneficios del mes y comprobó que no le salían las cuentas. Enfadado, se echó las manos a la cabeza y empezó a maldecir.

– ¡Este burro tragón es mi ruina! Engulle tanto que la mitad de lo que gano se va en comprar sacos de alfalfa para saciar su apetito. ¡Esto no puede seguir así!

Absolutamente decidido a encontrar una solución, cerró los ojos y se puso a meditar.

– Ahora que lo pienso  todos los días paso por delante de una finca donde crece la alfalfa a porrillo y…  ¡Claro, cómo no se me ha ocurrido antes!… ¡Puedo llevar allí a mi  borrico glotón y dejar que se atiborre sin gastarme ni una sola moneda!

El plan era bastante bueno, pero…

– El único inconveniente es que el terreno tiene dueño. Si cuelo al burro y el capataz  encargado de vigilar las tierras lo ve llamará a los guardias y… ¡Oh, no, me acusarán de invadir una propiedad privada y acabaré encerrado en la cárcel como un vulgar ladronzuelo!

Para lograr su propósito sin correr riesgos debía perfeccionar la maniobra.

– ¡Ya sé qué hacer! Compraré una piel de león, se la pondré al burro por encima, y después lo soltaré dentro de la finca. El capataz pensará que se trata de una fiera salvaje y no se atreverá a hacerle nada. ¡Ju, ju, ju!

Creyendo que había diseñado un plan magistral se puso manos a la obra, y en pocas horas consiguió un hermoso y anaranjado pelaje de león que colocó sobre el animal como si fuera un enorme manto.

– A ver, déjame que te vea bien…

Se alejó de él para observarlo desde distintos ángulos. ¡Quería asegurarse que daba el pego!

– Visto de cerca se nota que es un borrico disfrazado, pero a distancia parece tal cual el rey de la selva. ¡Es genial, genial, genial!

Cuando se convencíó de que el éxito estaba asegurado lo llevó a la finca y lo metíó dentro del cercado, bien lejos de la entrada para que comiera tranquilo y a su antojo. Él, mientras tanto, se ocultó tras un árbol para no ser descubierto.

Cinco minutos  más tarde aparecíó el capataz y todo salíó según lo previsto: en cuanto el hombre descubríó que un peligroso león se paseaba por sus dominios se puso a chillar como un loco y escapó huyendo muerto de miedo. Al comerciante se le escapó una risita.

– ¡Je je je! ¡Se ha tragado la patraña!…  ¡Sí señor, soy un tipo listo!

En vista del triunfo al día siguiente repitió la operación.  El burro, ataviado con la piel de león, volvíó a infiltrarse en la finca para ponerse morado de alfalfa y también de nuevo, en plena degustación, aparecíó el capataz. Sobra decir que al ver al temible león campando a sus anchas en sus tierras puso pies en polvorosa, completamente aterrorizado. El comerciante, oculto entre la maleza, se partía de la risa.

– ¡Ja, ja, ja!… ¡Ay, qué divertido!… ¡El muy torpe no se ha dado cuenta de que esa fiera es más falsa que una moneda de cuero! Si supiera que tan solo es un pobre asno incapaz de hacerle daño a una mosca… ¡Ja, ja, ja!

La escena se repitió una y otra vez durante una semana, pero el octavo día la cosa cambió: sí, el capataz volvíó a correr como si no hubiera un mañana, pero en vez de ir a esconderse a su casa decidíó actuar con valentía y pedir ayuda a sus vecinos. En menos que canta un gallo reuníó a más de treinta hombres y mujeres  que, armados con palos de escoba, estuvieron de acuerdo en ir a dar un escarmiento a la pavorosa fiera. Él, por supuesto, se puso al frente de la comitiva.

– ¡Ese león tiene los días contados!… ¡Le obligaremos a irse! ¡Vamos, amigos!

Atravesaron el campo en fila india y enseguida llegaron a la finca. Al detenerse junto a la valla  comprobaron con sus propios ojos que se trataba de un león de patas larguísimas y altura descomunal.  Para qué mentir: ¡todos sintieron auténtico pavor y deseos de tirar la toalla!

– Os advertí que se trataba de una bestia gigantesca, pero tenemos que echarla de aquí como sea. Estos días ha estado en las tierras a mi cargo,  pero mañana podría invadir las vuestras para comerse el pasto, o lo que es peor, atacar al ganado. Aparquemos el miedo y acabemos con este peligroso ser. ¡Unidos venceremos!

Los vecinos, entendiendo que tenía  toda la razón, levantaron los palos a modo de espadas y, como si fueran parte de un pequeño ejército, se prepararon para el asalto. En ese mismo  momento el asno escuchó voces,  levantó la cabeza, y vio que una tropa armada hasta las cejas le miraba amenazante. Ante semejante visión, tuvo tres reacciones en cadena: la primera, quedarse petrificado; la segunda, poner cara de pánico; la tercera, empezar  a gritar como loco.

¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa!

Los vecinos se callaron de golpe y se miraron desconcertados.

¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa!

Sí, habían escuchado bien: no eran rugidos… ¡eran rebuznos! Como te puedes imaginar se quedaron atónitos, pero la gran sorpresa se produjo cuando de repente, el animal echó a correr en dirección contraria y la piel de león cayó sobre la hierba seca. El capataz, alucinado, gritó:

– ¡El león era un borrico!… ¡Un simple e inofensivo borrico!

¡¿Un borrico?! Los miembros del grupo lanzaron los palos de escoba al aire y se tiraron al suelo muertos de risa. De todos, el que más carcajadas soltaba era el capataz.

– ¡Un borrico!… ¡Ja, ja, ja! Esto sí que es un final feliz… ¡y divertido!

Sí, ciertamente fue un final  feliz y divertido para los vecinos, pero no para el comerciante que, desde su escondite, vio impotente cómo el burro corría despavorido, saltaba la valla y desaparecía para siempre por culpa de su avaricia

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