Consolidación del Poder Real y Crisis en la España de los Siglos XV al XVII


La Consolidación del Poder Real en la Época de los Reyes Católicos

Un territorio unido no era suficiente. Los monarcas coincidían también en la necesidad de imponer su autoridad a la nobleza y a parte del clero que durante la Baja Edad Media se habían levantado repetidamente contra el poder real. Primero vencieron por las armas a la nobleza y a los grandes señores eclesiásticos (Toro, 1476) e impusieron su autoridad. Después, recuperaron parte del patrimonio real en manos de los señores, aunque aceptaron garantizar a la aristocracia y a la Iglesia su poder e influencia a cambio de su sumisión política. Así consolidaron los privilegios jurisdiccionales (señoríos) de nobles y eclesiásticos, o su poder dentro de la Mesta. Por otro lado, las Leyes de Toro (1505) generalizaron la institución del mayorazgo que vinculaba las tierras a los grandes títulos nobiliarios.

Dominados la nobleza y el clero, los monarcas organizaron una serie de instituciones eficaces para afirmar la autoridad real. Crearon un ejército permanente en el que la nobleza, apartada de la política, conservó cargos y prerrogativas. Para reforzar su política exterior, también crearon un cuerpo permanente que atendía los asuntos diplomáticos. Otra figura importante en este progresivo aumento del poder real en Castilla fue la de los corregidores. Eran los delegados del poder real en villas y ciudades, presidían los ayuntamientos y tenían funciones judiciales y de orden público. También se creó la Santa Hermandad (1476), con atribuciones policiales, judiciales y de recaudación de impuestos.

Asimismo, los Reyes Católicos reorganizaron el Consejo Real, apartando a la gran nobleza e introduciendo letrados y secretarios procedentes de la baja nobleza y de la burguesía. Tanto este Consejo como otros que se fueron creando cobraron cada vez más importancia, mientras que en las Cortes, sobre todo en Castilla, perdían protagonismo y casi únicamente se reunían cuando los reyes necesitaban más recursos financieros o cuando tenían que confirmar al nuevo rey.

La Administración de Justicia y la Corona de Aragón

Por último, se reorganizó la Audiencia de Valladolid y se crearon otras nuevas, en Sevilla y Galicia, para la administración de justicia. En la Corona de Aragón se mantuvieron las instituciones tradicionales, así como el mayor peso político de las Cortes. Ahora bien, se instituyó el cargo de lugarteniente, y posteriormente virrey, un representante de los monarcas que ejercía plenamente la autoridad real. Igualmente, en Aragón continuó vigente la figura del Justicia Mayor, cuya misión era ejercer de árbitro entre el rey y sus súbditos. En Cataluña y Valencia siguieron funcionando sus propias instituciones judiciales.

Los reyes se desplazaban de manera prácticamente continua por el territorio para impartir justicia y reforzar su autoridad, sin que establecieran una capital fija de los reinos.

Los Austrias Menores y la Figura del Valido

Tras la muerte de Felipe II, en 1598, se sucedieron tres reinados cuyos monarcas renunciaron expresamente a ejercer personalmente las tareas de gobierno, que pasaron a manos de ministros omnipotentes, los validos o privados. Muchos de ellos utilizaron el poder en su propio beneficio, y aumentaron el nivel de corrupción e ineficacia de la administración de la Corona. Felipe III (1598-1621) tuvo un breve y, en general, pacífico reinado, aunque bajo su mandato se produjo la expulsión definitiva de los moriscos. Las tareas de gobierno quedaron en manos de su valido, el duque de Lerma.

El Reinado de Felipe IV y el Conde-duque de Olivares

La parte central del siglo XVII estuvo ocupada por Felipe IV (1621-1665), en cuya época se sucedieron las mayores dificultades para el mantenimiento del Imperio. El monarca dejó el poder en manos del más conocido y poderoso de los validos, Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, cuyo gobierno se caracterizó por el autoritarismo y la centralización. Pretendió integrar a todos los reinos en un solo Estado común, con las mismas leyes e instituciones; siguiendo el modelo castellano que permitía un mayor poder real. Su intento fracasó, y originó enfrentamientos y graves revueltas internas.

El Reinado de Carlos II: «El Hechizado»

La dinastía de los Austrias concluyó con el reinado de Carlos II (1665-1700), un monarca enfermizo e incapaz, conocido como «El Hechizado», que murió sin descendencia. En su largo y complicado reinado se sucedieron los validos: en su minoría de edad, siendo regente su madre, la reina Mariana, ejerció el cargo el padre jesuita Nithard, que fue sustituido por un plebeyo, Francisco de Valenzuela y, posteriormente, por Juan José de Austria, hijo natural del anterior rey, Felipe IV.

La Guerra de los Treinta Años y sus Consecuencias

La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) fue un conflicto de signo religioso, al enfrentar a protestantes y católicos, pero también significó una pugna política contra el dominio en Europa de los Habsburgo austriacos y españoles. Se inició con la rebelión protestante de Bohemia, en el Imperio de los Habsburgo austriacos. España acudió en auxilio del Imperio, y los protestantes fueron apoyados por las Provincias Unidas del norte, Dinamarca, Suecia y Francia. A pesar de algunas victorias iniciales (Breda, 1626), muy pronto se sucedieron las derrotas de los tercios españoles (Rocroi, 1643).

La Paz de Westfalia y la Paz de los Pirineos

Los contendientes, agotados por la larga guerra, pactaron la Paz de Westfalia (1648), donde se aceptó el principio de que los intereses de los Estados y su propia religión prevalecerían sobre el Imperio romano-germánico. En 1650, España reconoció la independencia del territorio norte de los Países Bajos, que pasó a llamarse Provincias Unidas de Holanda, gobernadas por la casa de Orange. La guerra con Francia continuó y no acabaría hasta la Paz de los Pirineos (1659), en la que la monarquía española cedió territorios que tenía al norte de los Pirineos (Rosellón y la Cerdaña), haciéndose patente la hegemonía francesa en Europa y el declive de la monarquía hispánica.

Rebeliones Internas: Cataluña y Portugal

La guerra consumió enormes recursos y depauperó a Castilla. El conde-duque de Olivares pretendió una mayor centralización y fortalecimiento de la monarquía y una contribución equitativa al esfuerzo exterior de la Corona, tanto en hombres de armas como en impuestos (Unión de Armas). Pero sus exigencias acabaron provocando el levantamiento de Cataluña y Portugal en 1640. En Portugal se proclamó rey al duque de Braganza y la rebelión, que duró hasta 1652, significó la definitiva independencia de Portugal de la Corona española.

La Revuelta de Cataluña y el Corpus de Sangre

La revuelta en Cataluña se originó cuando Olivares, en plena Guerra de los Treinta Años, abrió un frente militar contra los franceses en los Pirineos, obligando a los catalanes a alojar las tropas y a contribuir al gasto militar, a lo que reiteradamente se habían negado. Los soldados reales cometieron desmanes en Cataluña, lo que provocó la rebelión que culminó con la entrada de los segadores armados en Barcelona durante el Corpus de Sangre (7 de junio de 1640). La revuelta se generalizó en Cataluña, que tuvo el apoyo de Francia, y el conflicto duró más de diez años. Finalizó en 1652 con la rendición de Barcelona al ejército real, que estaba al mando de Juan José de Austria.

Crisis Social y Económica del Siglo XVII

El siglo XVII se caracterizó en toda Europa por una fuerte crisis social y económica: pestes, malas cosechas, guerras, parálisis del comercio y de la industria. En los territorios hispánicos esta crisis fue todavía más profunda y originó la pérdida de la hegemonía política europea. En primer lugar, la población disminuyó, pasando de ocho millones de habitantes en 1600, a siete en 1700. Las causas de este descenso hay que buscarlas en el flujo migratorio al nuevo continente, en las bajas ocasionadas por las continuas guerras, en la expulsión de los moriscos y en el conjunto de epidemias que asolaron el país entre 1601 y 1685.

Declive Económico y Bancarrota del Estado

En el terreno económico, la agricultura empeoró su ya precaria situación. El hambre, la guerra y las epidemias comportaron la despoblación de las tierras, mientras aumentaban los impuestos. También la Mesta vio cómo se reducía el número de cabezas de ganado, por la falta de pastos y por la destrucción provocada por las guerras peninsulares (Portugal, Cataluña). Asimismo, la industria y el comercio padecieron una profunda depresión. La tradicional competencia de los productos extranjeros se agravó ahora con la pérdida de territorios en Europa, y por tanto de mercados, con el incremento de los impuestos y la pérdida de poder adquisitivo de una población cada vez más arruinada.

La situación de las finanzas públicas no permitía mejorar el panorama. Los gastos aumentaban, tanto por una corte que despilfarraba cada vez más, como por las necesidades de las constantes guerras. Ni el aumento de los impuestos, ni las devaluaciones de la moneda, ni la constante emisión de deuda pública pudieron salvar al Estado de la práctica bancarrota. Además, el recurso a la plata y el oro americanos fue cada vez más difícil, al agotarse parte de las minas y descender drásticamente la llegada de metales preciosos.

Fue en ese momento cuando se evidenció que el mantenimiento de una mentalidad aristocrática había imposibilitado rentabilizar la riqueza proveniente de América. En vez de estimular las actividades productivas, esos bienes fueron dedicados a pagar las empresas imperiales de la monarquía y a consolidar un modelo social nobiliario en el que los capitales se dedicaban a la compra de tierras, casas o gastos suntuarios. Sólo los territorios periféricos, especialmente los de la Corona de Aragón, marginados de la aventura americana y de las cargas imperiales, sufrieron la crisis con menor intensidad.

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