Cuatro Corazones con Freno y Marcha Atrás: Un Viaje a la Inmortalidad


MARTA VAQUERO, 4º

TELÓN

ACTO SEGUNDO

Un claro de selva en una isla desierta del Océano Pacífico. En la izquierda se ve un lanchón volcado, con la quilla mirando al cielo, que se pierde en la lateral. En el lanchón hay abiertas dos ventanas y una puerta. Y en lo alto de la quilla, una chimenea. Todos estos detalles quieren decir que el lanchón sirve de casa habitable a los ciudadanos que pueblan la isla. En el fondo, bosque. Y en la derecha, árboles, que constituyen la salida de dicho lateral. Por detrás y por delante del lanchón, en la izquierda, otras dos salidas. A ambos lados de la puerta del lanchón, bancos hechos toscamente con maderas de cajones de embalar. Y en la derecha, un tronco de árbol y una mesa con libros, varios útiles de laboratorio, frascos, tubos de ensayo, etc. Delante del lanchón, un poco hacia la izquierda, una tosca cocina de piedras y, suspendido sobre ella, sujeto de unas estacas, un caldero. Junto a la cocina, cacharros, cazos, espumaderas, etc. En la izquierda, pegado al lanchón, un grueso árbol, con abundante ramaje. Clavado en el tronco, un espejo, y colgados de las ramas del árbol, por medio de cuerdecitas, diferentes utensilios de tocador, peines, cepillos de cabeza y de dientes, brochas de afeitar, máquinas Gillettes, estuches de Cutex, tijeras, etc. Entre el árbol y el lanchón, una hamaca tendida. Colgados también a la puerta del lanchón, armas blancas y de fuego y dos o tres «boumerangs». En el costado del lanchón, un reloj de sol, toscamente construido, pero que no señala hora alguna, porque no luce el sol. Encima de la puerta del lanchón, un letrero que dice: «Residencia de Náufragos Voluntarios». Es en las primeras horas de la mañana, y, como se ha dicho, sesenta años más tarde de la época en que se desarrolló el primer acto. Al levantarse el telón, en escena, Bremón y Ricardo. Bremón representa ocho o diez años menos que en el acto anterior y tiene un aire más fuerte y saludable. Ricardo está igual que en el otro acto, pero tostado del sol; ambos visten pantalón corto y polainas y chaqueta de cuero o «sweater». Bremón se halla sentado en el tronco del árbol de la derecha, con los codos apoyados en la mesa, leyendo un libro. Ricardo está tumbado en la izquierda, en el suelo, durmiendo. Hay una pausa, durante la cual Bremón no levanta los ojos de la lectura. Al cabo de la pausa se oye el canto de un gallo, que suena en la parte alta del lanchón, un poco hacia la izquierda. El canto del gallo se repite dos veces, y a la segunda vez se abre la puerta del lanchón y aparece Emiliano. También Emiliano está algo más joven que en el primer acto. Viste un traje de verdadero Robinsón, hecho con pieles de animales, porque es el único del grupo de habitantes del lanchón que está viviendo la novela del naufragio y recreándose en ella. Avanza en el momento en que el gallo canta por tercera vez. Consulta el reloj de sol y hace un gesto de contrariedad.

EMPIEZA LA ACCIÓN

EMILIANO . — Ese gallo va retrasado. (Coge uno de los fusiles del lanchón, se lo echa a la cara y dispara. Cae en escena un gallo muerto.)

BREMÓN . — ¿Qué pasa? ¿Qué haces?

(Ricardo gruñe y se vuelve del otro lado.)

EMILIANO . — Parar el reloj, doctor, que no hay manera de hacer carrera de él; y después que me he pasado dos años amaestrándole para que dé las horas cuando las señale el reloj de sol que usted fabricó, resulta que el día que amanece nublado y nos falla el reloj de sol, nos falla el gallo. Y ya estoy harto…

BREMÓN . — (Consultando un reloj de bolsillo muy antiguo.) Son las nueve y media.

EMILIANO . — ¿Ya?

BREMÓN . — Se me han ido las horas en un vuelo.

EMILIANO . — Otra noche que se ha pasado usted en claro, dándole que te pego al cerebro…

BREMÓN . — Y ¿qué voy a hacer, Emiliano?

EMILIANO . — ¿Se le ha ocurrido a usted alguna otra de esas cosas fenomenales que se saca usted de debajo del pelo y que…?

BREMÓN . — ¿Quién sabe, Emiliano? ¿Quién sabe?

EMILIANO . — Me da usted miedo, porque como tiene usted más talento que Matías López… Con su permiso, voy a encender fuego para calentar agua y poder desplumar el reloj. (Cogiendo el gallo.) No digo que va a ser un almuerzo de los que den la hora, porque ya ha visto usted lo mal que la daba. Pero un arroz con gallo muerto siempre es una solución. Y como si yo no hiciera de ama de casa aquí ni se almorzaría, ni se comería, ni se viviría… (Deja al gallo sobre la cocina y, cogiendo dos pedazos de madera y unos hierbajos, se sienta a frotar las maderas par hacer fuego.) Es decir, se viviría, por aquello de que no podemos morirnos; pero lo que es porque nadie tenga ganas de vivir…

BREMÓN . — Tan verdad es eso, que muchas veces he pensado que, de todos nosotros, el único capacitado para la inmortalidad eres tú, Emiliano.

EMILIANO . — Pues ya ve usted: si no ando listo, no tomo las sales aquel día… ¿Se acuerda usted?

BREMÓN . — Sesenta años hace…

EMILIANO . — ¿Sesenta años?… Sí, claro; si yo el viernes cumplí los ciento tres… ¡Y pensar que todavía no me ha salido la muela del juicio!…

BREMÓN . — ¿Quién sabe los siglos que tardará aún en salirte?

EMILIANO . — Por más que le doy vueltas a la cabeza, no acabo de hacerme a la idea de cuántos años puede uno vivir no muriéndose nunca.

BREMÓN . — Se puede vivir eternamente; pero la eternidad se escapa al cálculo.

EMILIANO . — Lo único malo es que, sabiendo que no va uno a morirse nunca, siente uno el terror de no tener el dinero suficiente para vivir siempre, y por eso nos hemos hecho tan roñicas…

BREMÓN . — Y tan egoístas.

EMILIANO . — Es verdad; pero da un gusto… No me explico la desesperación de ustedes, porque a mí esto de haber cumplido el viernes los ciento tres y notarme aún más joven que cuando era cartero, me pone alegrísimo. Y haber conservado las mismas botas…

BREMÓN . — ¿Las mismas botas?

EMILIANO . — (Alargando un pie.) FíJesé: las que llevaba aquella tarde. Se me ocurríó untarlas con las escurriduras del agua de sales que quedaban en los vasitos, y desde entonces, ni medias suelas… (Bremón se ríe.) ¡La primera vez que le veo a usted reír desde la guerra de los boers, señor Bremón!

BREMÓN . — ¡Hombre, no! Acuérdate de que me reí dos veces en el verano del setenta, cuando la guerra francoprusiana…

EMILIANO . — ¿La francoprusiana? ¡Ah!… Sí. Bueno, es que ha conocido uno una de guerras… ¿Cuántas guerras habremos conocido nosotros, señor Bremón?

BREMÓN . — Contando esta última grande de mil novecientos catorce, y sin contar las de los Balcanes, quince, y contando las de los Balcanes, noventa y nueve.

EMILIANO . — Y cuando había guerra siempre decían que era la última. ¿Verdad, usted?

BREMÓN . — Sí; pero nosotros no nos lo creíamos.

EMILIANO . — ¡Hombre, claro! ¡Como que a nosotros no hay quien nos la dé! Hemos visto mucho.

RICARDO . — (Incorporándose de mal humor.) Bueno, ya está bien. ¡Ya está bien!

EMILIANO . — ¿Eh?

BREMÓN . — ¿Qué hay, Ricardo?

RICARDO . — Primero, tiros; luego, charla… Ya ni dormir le dejáis a uno… Ni dormir, que es tanto como olvidar que se vive… Y que es lo único que uno puede hacer a gusto. ¡Maldita sea mi suerte!… ¡Y maldito sea el día que consentimos lo que consentimos! ¡Que no le valiera a uno más que…! (Coge la manta y, con la manta arrastrando, inicia el mutis tercera derecha.)

BREMÓN . — ¿Adónde vas?

RICARDO . — A la orilla del pantano otra vez… A ver si quiere Dios y los mosquitos que sea hoy el día en que… ¡Maldita sea, hombre!… (Se va.)

BREMÓN . — ¿Lo ves? Como yo no lo remedie…, aquí va a acabar ocurriendo una catástrofe.

EMILIANO . — Vamos, doctor, no sea usted pesimista.

(Por la puerta del lanchón sale Valentina, igual de aspecto físico que en el acto anterior, vestida también con traje de campo y con el mismo aire de persona harta de la vida que tenía Ricardo. Mira con absoluta indiferencia a Emiliano y a Bremón e inicia el mutis por la izquierda.)

BREMÓN . — Buenos días, Valentina.

EMILIANO . — Buenos días.

VALENTINA . — (Glacial.) Hola. (Se queda mirando a los dos con lástima y hay una pausa embarazosa.)

EMILIANO . — Aquí, encendiendo lumbre para el almuerzo.

VALENTINA . — También tiene usted ganas de entretenerse en tonterías…

EMILIANO . — Si me dicen a mí alguna vez que almorzar podía considerarse como una tontería…

BREMÓN . — ¿Te levantas ahora?

VALENTINA . — Sí, y me voy al claro de palmeras de ahí al lado a echarme un rato…

BREMÓN . — ¿No te encuentras más animada?

VALENTINA . — ¿Es que hay algún motivo para animarse?

BREMÓN . — No, claro; pero…

VALENTINA . — Que ha amanecido un día más. Y ¿qué significa para nosotros un día más? Un día más de bostezar, de vegetar, de mirarnos unos a otros a las caras… ¡Si fuera un día menos!… En fin: no tengo ganas de conversación. (Se va primera izquierda.)

BREMÓN . — ¿Te das cuenta? Está igual que él… E igual que todos, menos tú…

EMILIANO . — ¡Quién los ha visto y quién los ve a esta pareja! Me parece que los tengo delante el día que se casaron, meses después de tomarnos las sales: tan felices y contentos. Fue un martes del año sesenta y dos. El niño que llevó la cola murió luego de fiscal del Supremo. ¿Se acuerda usted? ¿Uno con barba blanca y chaleco gris?

BREMÓN . — Me acuerdo, Emiliano, me acuerdo. Y me acuerdo como si fuera ayer del nacimiento de los hijos de Valentina y Ricardo… EMILIANO . — Elisa y Federico. ¡Qué viejos estaban ya el día que nos despedimos de ellos para retirarnos a la isla!…

BREMÓN . — Pues cuenta: Elisa tiene ahora cuarenta y seis, y Federico, cincuenta y uno.

EMILIANO . — Entonces, ¿la hija…?

BREMÓN . — ¿La nieta de Ricardo y Valentina?

EMILIANO . — Eso es… Margarita; andará ya cerca de los veinte años, ¿no, doctor?

BREMÓN . — Ha cumplido ahora los dieciocho, porque nacíó en mil novecientos dos…

EMILIANO . — ¡Cómo se pasa el tiempo!

BREMÓN . — En su última carta recibida aquí le decía a sus abuelos que tiene relaciones formales para casarse.

EMILIANO . — Y la cuestión es que al principio todo fue bien.

BREMÓN . — Sí, los primeros treinta años, sí; cada cual cumplíó sus sueños. Pero todas nuestras amistades se nos morían de vejez.

EMILIANO . — Yo eché una vez la cuenta, y hemos asistido a tres mil doscientos entierros, doctor… ¡Lo que me tengo reído!…

BREMÓN . — Pero no me negarás que es para deprimir a cualquiera. Todo el mundo pensaba de diferente manera que nosotros; al principio sólo estábamos de acuerdo con los viejos, y más tarde, ni con los viejos siquiera, porque ya pertenecían a otra generación, y hasta los viejos resultaban para nosotros demasiado jóvenes. Las ciudades se nos hacían inhabitables…

EMILIANO . — Dígamelo usted a mí, que últimamente, para poder cruzar cada calle, tomaba un taxi.

BREMÓN . — Y gracias a que ideé yo esto de retirarnos a una isla desierta…

EMILIANO . — Que nos costó lo nuestro, porque es que no queda ya una isla desierta ni para criar un galápago. Treinta y dos anuncios puse en «La Correspondencia de España», diciendo: «Isla desierta para un apuro, necesítase.» Y como si no…

BREMÓN . — Y menos mal que descubrimos esta pequeña colonia norteamericana, en la que no hay fieras ni salvajes…

EMILIANO . — No. Fieras no hay en la isla. Yo la he recorrido de largo a largo y de ancho a ancho, y no he visto fieras. Cocodrilos, leones, tigres, sí hay. Pero fieras, lo que se dice fieras, ni una. Ahora, salvajes…

BREMÓN . — ¿Qué?

EMILIANO . — Anteayer descubrí una cosa que no he querido decir a nadie…

BREMÓN . — ¿ Cómo ?

EMILIANO . — Ahora que no nos oyen los demás, a usted sí quiero comunicárselo, porque, aunque científico, usted es todo un hombre, doctor…

BREMÓN . — ¡Emiliano, me alarmas!

EMILIANO . — Anteayer, señor Bremón, al salir del lanchón por la mañana, igual que hoy, y dirigirme a los corrales, a ver si había puesto huevo la avestruza, porque ya sabe usted que el día que la avestruza pone huevos tenemos ya tortilla para todo el mes…

BREMÓN . — ¿Qué? Acaba…

EMILIANO . — Pues que al lado de la empalizada de los corrales, en el suelo, descubrí la huella de un pie humano…

BREMÓN . — ¿De un pie humano?

EMILIANO . — Sí, señor. Un pie desnudo, grande: un cuarenta y tres, horma ancha, que no correspondía ni a usted, ni a Ricardo, ni a mí; pero que, además, como le digo, era un pie desnudo. Las huellas se alejaban hacia el Norte… Las seguí por espacio de una hora, y me condujeron hasta el lago, y al llegar perdí las huellas y el reloj, que llevaba en este bolsillo (El de pecho.) al inclinarme sobre el agua. Un reloj que me regaló mi madre el día que se casó doña Isabel Segunda y que andaba cada vez mejor, porque también le unté con las escurriduras de las sales.

BREMÓN . — Bueno, pero ¿las huellas?

EMILIANO . — Pues de las huellas no he descubierto más; pero ya es bastante, porque demuestra que la isla no está desierta, doctor.

BREMÓN . — Claro, claro…

EMILIANO . — Y que el habitante misterioso va descalzo; así que es un salvaje o una naturista…

BREMÓN . — ¡Un salvaje, Emiliano, un salvaje! Estoy seguro, porque nosotros llevamos cinco años movíéndonos en la isla con entera libertad y él ha tenido que oír alguna vez nuestras voces y tiros, y ver el humo de la cocina… Si fuese un náufrago, habría venido aquí, al oírnos. Pero cuando nos rehuye, es que es un pobre salvaje que nos tiene miedo…

EMILIANO . — (Que frota con verdadera furia los dos pedazos de madera.) ¡Calle!

BREMÓN . — ¿Qué pasa?

EMILIANO . — Calle…, calle…, calle… ¡Ya!.., Ya… (De las maderas brota una pequeña llama que se acaba en seguida.) ¡Maldita sea!… Pero ¿usted ve esto? Cinco años queriendo encender fuego por el procedimiento de frotar dos maderas, y las dos únicas veces que, después de sudar a chorros, he logrado hacer llama, me la apaga el sudor… Lo que si no fuera porque tenemos cerillas en abundancia… (Saca una caja de cerillas, prende la cocina y pone el caldero.)

BREMÓN . — Te están fallando todos los procedimientos de los Robinsones, Emiliano.

EMILIANO . — Sí, señor. Lo único que me ha salido bien fue una vez que me puse a averiguar la hora que era al mediodía y me resultó que las doce y media. Pero cuando he querido saber la velocidad del viento, el total no me dio más que muchísima; y si es el problema de la cocina…

BREMÓN . — Pues, hombre, yo te traje un manual de culinaria, que…

EMILIANO . — Usted me trajo un manual de culinaria, pero para ciudades, no para islas desiertas. Todas las recetas empiezan igual: «Se coge un conejo…» «Se coge una perdiz…» Pero lo que no dice es cómo hay que cogerlos, que es lo grande.

BREMÓN . — Cazándolos.

EMILIANO . — Sí… Pero hay que saber cazarlos. Cinco años he tardado yo en aprender a manejar el «boumerang».

BREMÓN . — ¿El «boumerang»?

EMILIANO . — ¡Claro!… El arma de Robinsón. (Va a la fachada de la casa y coge dos «boumerangs».) ¿No ha oído usted hablar del «boumerang», que se tira desde lejos, hiere la caza y vuelve solo al sitio desde donde se tiró? BREMÓN . — Sí, pero no había visto ninguno.

EMILIANO . — Estos me los he hecho yo. Seiscientos catorce he perdido; pero ahora domino ya el manejo, y no me falla.

BREMÓN . — ¿Y vuelve al sitio desde donde se tiró?

EMILIANO . — ¿Que si vuelve? FíJesé. (Tira el «boumerang» hacia la derecha. Una pausa; gira sobre los talones y queda esperándolo por la izquierda.) Verá, ya está al llegar…. Ahora vendrá… No pierda ojo… Parece que tarda… BREMÓN . — Yo creo que no viene.

EMILIANO . — Lo habré tirado flojo. Atienda usted a este otro. (Tira el segundo «boumerang» con toda su alma hacia la izquierda. Otra pausa, y ambos giran, esperándolo llegar por la derecha.) Este sí que viene, verá usted… FíJesé. No tardaremos en verlo… (Por el, lado contrario, es decir, por la izquierda entra un «boumerang» y le arrea en la cabeza a Bremón.)

BREMÓN . — ¡Ay!… (Cae al suelo.) EMILIANO . — (Recogiendo a Bremón.) ¡Doctor!… ¡Doctor!… ¿Qué es eso?

BREMÓN . — Un «boumerangazo», Emiliano.

EMILIANO . — Pero ¿de dónde?

BREMÓN . — De allí. (La izquierda.)

EMILIANO . — ¡Arrea!… Entonces es el primero. Pues cuando llegue el segundo que lo he tirado con toda mi alma, al que lo pesque lo divide. ¡Doctor!… ¡Vaya!… Se ha privado del zurrido. ¡Hortensia!… ¡Valentina!… ¡Ricardooo!… Nada; no hacen caso. Claro; como no les interesa nada de este mundo y saben que nos pase lo que nos pase, no nos pasa nada… Les diré que se ha muerto, para que se animen… ¡Socorrooooo!… ¡El doctor, muerto!… ¡Muertooo! ¡Muertooo!… ¡Muertooo! ¡Fetén! (Por el lanchón, Hortensia escapada.)

HORTENSIA . — ¿Eh? Emiliano, ¿qué dices?

EMILIANO . — ¡Muertooo!… (Por la izquierda, a todo correr, Valentina.)

VALENTINA . — ¿Qué es eso de muerto?

EMILIANO . — No está más que atontado, pero algo tenía que decir para que vinieran ustedes a echarme una mano… HORTENSIA . — ¡Ah! Vamos… VALENTINA . — Pues no tiene ninguna gracia la broma. (Por la izquierda, ansiosamente, Ricardo.)

RICARDO . — ¿Muerto? ¿Que está muerto?

HORTENSIA . — Desmayado, y gracias; no te hagas ilusiones…

EMILIANO . — Estábamos aquí hablando, yo tiré dos «boumerangs» para demostrarle que vuelven al sitio, y uno de ellos le ha dado un zurrido tremendo. Ahora que les advierto a ustedes que tengan cuidado, porque el segundo «boumerang» no ha vuelto todavía, y cuando llegue, al que le coja de lleno…

HORTENSIA . — ¡Bah!…

VALENTINA . — Bueno…

RICARDO . — «Boumerangs»… (Los tres hacen gestos despectivos e indiferentes. Hortensia se sienta en uno de los bancos de la fachada del lanchón. Valentina se tumba en la hamaca, y Ricardo se sienta donde lo estaba al empezar el acto, a jugar distraídamente con dos piedrecillas.)

EMILIANO . — No sé a qué viene esa indiferencia, porque no podemos morirnos de viejos, pero de un trastazo en la nuca…, yo creo que si se lo arrean a uno bien… (Los tres se levantan muy contentos y esperanzados.)

HORTENSIA . — Pues es verdad… V

ALENTINA . — Es verdad…

RICARDO . — ¡Caray, si fuera posible! (Rodean a Bremón, a quien Emiliano ha tendido en el tronco del árbol y a quien espurrean la cara con el agua del caldero.) ¿Se habrá muerto? HORTENSIA . — ¡Dios mío, si se hubiera muerto!…

VALENTINA . — ¡¡Si resultase que podemos morirnos! RICARDO . — ¡Qué alegría!… VALENTINA . — ¡Qué dicha!…

EMILIANO . — ¡Ya abre los ojos!… (Desilusión en los tres.)

HORTENSIA y VALENTINA . — (Al mismo tiempo.) ¡Abre los ojos!…

RICARDO . — ¡Bah!… Ya abre los ojos…

BREMÓN . — ¿Dónde estoy?

VALENTINA . — Y dice: «¿Dónde estoy?»

RICARDO . — Hasta dice: «¿Dónde estoy?»

EMILIANO . — Era un desmayo. ¿Se siente usted mejor?

BREMÓN . — Si, hijo. Gracias. Ya estoy bien. (Se levanta.)

VALENTINA . — Nada…

HORTENSIA . — Nada… (Se sientan de nuevo las dos.)

RICARDO . — Pero quizá si el golpe hubiera sido más fuerte… (Aparte, a Emiliano.) ¿Y por dónde dices que tiene que llegar ese otro «boumerang» que no ha vuelto aún?

EMILIANO . — ¿El «boumerang» de las diez y cuarto? Por ahí. (Señala a la derecha.)

RICARDO . — Lo esperaré, a ver si tengo la dicha de que me dé entre los dos ojos. (Se cruza de brazos, de frente a la derecha, y queda inmóvil.)

BREMÓN . — Ricardo…

RICARDO . — Déjame. Por lo menos, no me digas nada, y déjame. ¿Hay paludismo en los trópicos?

BREMÓN . — Sí, claro.

RICARDO . — Y si un hombre se pasa una noche tumbado en el borde de un pantano de una isla tropical, ¿no tiene muchas probabilidades de despertarse palúdico perdido a la mañana siguiente?

BREMÓN . — Muchas probabilidades, Ricardo.

RICARDO . — Pues no una, dieciséis noches llevo pasadas ya tumbado al borde del pantano, rodeado de nubes de mosquitos de veintiocho especies diferente, y en las dieciséis noches he engordado cuatro kilos…

BREMÓN . — No sabes cómo lo lamento; pero…

RICARDO . — Con lamentarlo no haces que me muera, Bremón; así es que déjame, porque para nosotros no queda ya más solución que el suicidio…

HORTENSIA . — El suicidio…

EMILIANO . — ¿El suicidio?

VALENTINA . — ¿El suicidio, Ricardo?

BREMÓN . — ¿El suicidio?

RICARDO . — El suicidio, Bremón, y si no lo he llevado a cabo es porque me contienen mis ideas religiosas; pero no puedo aguantar la vida sin fin, ni tú tampoco, ni ninguno, fuera de Emiliano, y eso porque es muy bruto…

EMILIANO . — Hombre, bruto…

RICARDO . — …Que, si no, sería tan desgraciado como nosotros.

HORTENSIA : No se acostumbra uno a la afrenta, ni al duro hierro, ni al cruel palo. Por más que el alma se violenta, no se acostumbra uno a lo malo. BREMÓN . — Eso es verdad, porque yo no puedo acostumbrarme a tus versos. HORTENSIA . — En otro tiempo me los pedías…

BREMÓN . — Pero una eternidad poética es insufrible, Hortensia. Llevas escritos treinta y dos tomos.

EMILIANO . — Y tiene tiempo por delante para llegar a los seis mil.

HORTENSIA . — Es lo único que me hace olvidar a ratos la amargura a que nos has precipitado. Gracias a eso, no he caído del todo en la desesperación de Ricardo y Valentina.

BREMÓN . — Desesperación que ellos debían sentir menos que ninguno, puesto que tienen algo bien digno de interés: sus hijos, sus…

VALENTINA . — (Dando un paso, endurecida.) ¡Cállese! Le he dicho otras veces que no nos hable de ellos… ¿Por qué récordárnoslos? A usted le consta que la vida entre los seres queridos, que es la base de la felicidad, resulta insoportable para los que estamos condenados a vivir siempre y a no envejecer nunca…, y con su maldito descubrimiento ha logrado usted que tener hijos, en vez de ser una dicha, sea un tormento atroz. ¿Cómo se atreve a hablarnos de ellos?

RICARDO . — ¿Ni cómo te atreves a hablarnos de nada? Se ama la vida porque se sabe que va a concluir; pero cuando se sabe que no va a concluir, se la odia. Por eso la odiamos. La vida, que es movimiento constante para nosotros, se ha parado indefinidamente, y en lugar de correr como un río, se ha estancado como un charco. Somos corazones con freno; a fuerza de saber que ellos latirán siempre, tenemos la impresión de que no laten ya. En realidad, es como si no tuviéramos corazón. Somos unos absurdos en pie. El ser más despreciable del mundo es más feliz que cualquiera de nosotros.

HORTENSIA . — Y no pudimos resistir la vida civilizada ni el contacto con unos semejantes que no tenían con nosotros nada de semejante; creíamos que en una isla desierta la existencia se nos haría más tolerable…, y ya ves…

RICARDO . — ¿Qué hacemos ahora, agotado este último recurso?

BREMÓN . — (Sombríamente, como un eco.) ¿Que qué hacemos?

RICARDO . — Claro; tú eres el que tienes que decirlo… Tú fuiste el culpable de que llegáramos a esta situación… ¿Quién más que tú tiene que resolverla?

VALENTINA . — Naturalmente…

HORTENSIA . — Tú y sólo tú, Ceferino. BREMÓN . — Yo no obligué a ninguno a tomar las sales…

VALENTINA . — Sólo hubiera faltado eso… Pero destruyó usted en nosotros toda posibilidad de paz.

HORTENSIA . — Y de dicha.

RICARDO . — Y debías haber sospechado adónde podías conducirnos… (Han acorralado a Bremón con las palabras y la actitud. Emiliano, que se había sentado a pelar el gallo, metíéndolo previamente en el agua hirviendo, avanza y se interna entre ellos, defendiendo al doctor.)

EMILIANO . — Bueno. ¡Esto se ha acabado!

HORTENSIA , VALENTINA y RICARDO . — ¿Eh?

EMILIANO . — Que se han terminado las quejas y los gritos. (Tremolando el gallo a medio desplumar.) Que aquí nadie levanta el gallo más que yo… Y ustedes no me acogotan a este hombre porque a mí no me da la gana, y porque sería injusto… Porque el doctor… (Dentro suena un tiro. Emiliano se calla.)

HORTENSIA y VALENTINA . — (A un tiempo.) ¿Qué es eso?

BREMÓN . — Un tiro…

EMILIANO . — ¿Un tiro?

RICARDO . — Y ha sonado muy cerca…

HORTENSIA . — Se oyen voces… (Miran hacia la derecha.)

BREMÓN . — Alguien nos busca…

RICARDO . — Por aquí… Por aquí…

EMILIANO . — Son marineros… Americanos…

BREMÓN . — ¿Americanos?

(Por la derecha aparecen, en efecto, Oliver Meighan y dos Marineros americanos, armados de fusiles. Meighan es un hombre de unos cincuenta años, seco, amable, dominante, pero ceremonioso.)

MEIGHAN . — ¿La colonia de náufragos voluntarios de la isla Stanley?

BREMÓN . — Esta es, caballero.

MEIGHAN . — ¿Nos hallamos entonces, efectivamente, ante el doctor Ceferino Bremón y sus compañeros de retiro? BREMÓN . — Sí, señor; el doctor Bremón soy yo.

MEIGHAN . — (Inclínándose.) Es para mí un placer inexpresable conocerle… Señoras… Caballeros… (Se inclina.)

EMILIANO . — Lo que se dice un tío fino.

MEIGHAN . — Señores, por delegación mía, los cuarenta y ocho Estados de la Uníón les saludan. BREMÓN . — Cuarenta y ocho veces agradecidos, caballeros; pero no comprendemos la causa de…

MEIGHAN . — Van a comprenderla. Pero, siéntense, siéntense…

EMILIANO . — De lo más fino.

MEIGHAN . — Soy Oliver Meighan, del Ministerio de Colonias. Como ya sabrán, esta isla es una colonia norteamericana; ustedes la disfrutan a sus anchas y mi país me envía a decirles que se siente orgulloso y honrado de tenerlos instalados en ella…

BREMÓN . — Señor Meighan…

RICARDO . — Caballero…

HORTENSIA . — No sabíamos cómo agradecer. EMILIANO . — El colmo de la finura…

MEIGHAN . — Pero que, naturalmente, eso hay que pagarlo…

TODOS . — ¿Cómo? ¿Que hay que pagarlo? MEIGHAN . — Creo que hablo bien el castellano. No obstante, aquí traigo un diccionario.

BREMÓN . — No, no; si lo hemos entendido.

EMILIANO . — Sí; lo hemos entendido, ¿verdad?

RICARDO , VALENTINA y HORTENSIA . — (Al mismo tiempo.) Lo hemos entendido.

BREMÓN . — Pero, vamos, que nos extraña…

MEIGHAN . — ¿Les extraña? Sin embargo, de todos los sitios que uno habita se paga el alquiler… Ustedes llevan aquí cinco años: el precio al año es de seiscientos dólares por persona.

RICARDO . — Muy caro…

EMILIANO . — Carísimo…

MEIGHAN . — Además, consumen productos naturales: leña, fruta, caza… En fin, el total de su deuda es de nueve mil trescientos dólares, y les hacemos un precio de saldo.

EMILIANO . — Pues no dice que es de saldo…

RICARDO . — Un precio imposible…

EMILIANO . — Un abuso…

HORTENSIA . — Carísimo…

VALENTINA . — Carísimo…

BREMÓN . — Sí. Realmente algo inaceptable. Nosotros, por razones especiales, tenemos que mirar mucho lo que gastamos… Nos preocupa el porvenir, que es largo…

EMILIANO . — ¡Ahí le duele!… ¡Ahí le duele!… ¡Lo largo que es el porvenir! …

MEIGHAN . — ¡Bah!… A cambio de vivir a gusto, debe olvidarse un poco el porvenir… Después de todo, el día menos pensado se muere uno…

RICARDO . — ¡Qué se va a morir uno, hombre!…

BREMÓN . — ¡ Qué se va uno a morir!…

HORTENSIA y VALENTINA . — (A un tiempo.) ¡Morirse ! EMILIANO . — Sí, sí… Se morirá usted… Este no sabe que a nosotros nos hacen la autopsia y crecemos…

MEIGHAN . — La isla no es cara. Sólo este hermoso golpe de vista que ofrece el bosque desde aquí, vale, mal pagado, trescientos dólares.

EMILIANO . — El golpe de vista del bosque no vale ni dos reales, hombre. Como ese bosque, todos los que usted quiera se los dejo yo mirar por diecinueve pesetas uno por otro. MEIGHAN . — Pero no me irán a negar que las playas…

BREMÓN . — Perdone usted, señor Meighan, pero las playas sí que son una birria.

EMILIANO . — Todas llenas de arena. ¡Un asco, hombre! ¡Un asco de isla! MEIGHAN . — No estoy de acuerdo con ustedes, pero veo con placer su desdén por esta colonia.

TODOS . — ¿Eh?

MEIGHAN . — Porque la misión que me trae es doble, y luego de cobrarles el alquiler de estos cinco años, las órdenes que traigo son las de desalojar la isla…

BREMÓN . — ¿Desalojar la isla?

TODOS . — ¿Desalojar la isla?

EMILIANO . — ¡Echarnos!

MEIGHAN . — Justamente: para explotar estos terrenos. A los americanos, caballeros, nos sobran energías, y como además de sobrarnos energías, nos sobran hombres sin trabajo, a los que también les sobran energías, de aquí el que empleemos nuestras energías en emplear a nuestros hombres sin trabajo.

EMILIANO . — Es una conducta muy enérgica.

BREMÓN . — ¿Y cómo van ustedes a explotar esta isla de Stanley que está tan lejos del mundo habitado y que no produce nada de importancia?

MEIGHAN . — Haremos de ella un lugar pintoresco, con vistas al turismo. Anunciaremos que es la auténtica isla donde naufragó Robinsón Crusoe. Construiremos la casa de él en ruinas y mataremos a los primeros turistas que acudan…

BREMÓN y EMILIANO . — (Al mismo tiempo.) ¿Eh? MEIGHAN . — Para excitar la curiosidad universal, amigo mío, y que el mundo acuda en masa a visitar la isla…

EMILIANO . — Es un procedimiento como para patentarlo. MEIGHAN . — Y por el momento, señores, lo que espero es el pago del alquiler. Yo he venido a cobrar, y cobraré… (Sale un «boumerang» por la derecha, y le da a Meighan, que casi se desmaya.) ¡Oh!… TODOS . — ¿Eh? BREMÓN . — Señor Meighan… EMILIANO . — ¡Ya ha cobrado!… ¡El «boumerang», el «boumerang»… De las diez y cuarto! ¡Ja, ja! ¡Lo ha hecho polvo!… ¡Ja, ja, ja! (Todos le rodean.) BREMÓN . — No ha sido nada. No ha sido nada, señor Meighan. Un «boumerang» que hemos tirado hace un rato y que al volver inesperadamente… MEIGHAN . — Lo que ha ocurrido me lo explicarán ustedes a bordo, y el pago del alquiler espero recibirlo allí también… BREMÓN . — Sí, señor Meighan, ahí vamos.

EMILIANO . — Yo no le dejo a usted solo, doctor MEIGHAN . — ¡Y mucho cuidado con lo que se hace! (Mutis por la derecha de Meighan, Emiliano, el Doctor y los Marineros.) VALENTINA . — ¡No nos faltaba más que esto!…

HORTENSIA . — ¡Está visto: no podemos ya vivir ni en una isla desierta!… (Se va por la izquierda. Quedan solos Valentina y Ricardo.)

VALENTINA . — ¡A Europa!

RICARDO . — ¡A Europa!

VALENTINA . — Otra vez a la civilización con todos los sufrimientos que la civilización reserva.

RICARDO . — Y ni el paludismo, ni el «boumerang», ni nada le mata a uno… VALENTINA . — No pienses más en conseguir la terminación de nuestros sufrimientos a costa de un pecado mortal. Es preciso tener valor y resistir hasta el fin… RICARDO . — Hasta el fin… ¿Hasta qué fin? Si para nosotros el fin no existe… VALENTINA . — Si hubiéramos podido presumir que íbamos a llegar a esto… RICARDO . — Sí; si hubiéramos podido presumirlo… VALENTINA . — (Acercándose a él y apoyándose en su hombro.) Pero nos queríamos mucho…

RICARDO . — ¡Mucho!… VALENTINA . — ¿Y qué enamorados no hubieran recibido con júbilo una cosa que les permitía prolongar el amor años y años, infinitamente? ¿No recuerdas la emoción y la alegría con que aquella tarde, al tomarnos las sales, me dijiste: «¡Es la primera vez que un enamorado puede preguntar con razón si le van a querer siempre!» RICARDO . — Sí. Me acuerdo. Pero para la Humanidad, hasta la palabra «siempre» tiene un sentido limitado, y sólo para nosotros tiene sentido exacto la palabra «siempre»… ¡Y es horrible! VALENTINA . — ¡Horrible!… Pensar que hubo un día en que nos regocijaba la idea de que, gracias a la inmortalidad, conoceríamos nietos, bisnietos, e hijos de bisnietos y nietos de bisnietos!… ¡Y, ya ves, ni la vejez de los hijos hemos podido resistir! Porque todos los padres, al envejecer y degenerar con los años, sienten el goce de contemplar la juventud arrogante de sus hijos, y nosotros hemos asistido a la decadencia y a la degeneración de los nuestros, mientras nosotros conservábamos una juventud que les correspondía a ellos. Y era como si se la robásemos.

RICARDO . — Nuestra juventud, Valentina, no es más que exterior. Aunque no se envejezca, se envejece. Y ya tengo noventa y tres años y tú ochenta y ocho. Y por mucho que queramos olvidarla, la verdad es que en nuestras almas, casi centenarias, ya no hay deseos, ni ilusiones, ni ensueños; ya no hay más que esa cosa helada que es la senectud.

VALENTINA . — Sin embargo, yo… Hay días que recobro los ánimos y pienso en que, si hiciéramos un esfuerzo sobre nosotros mismos, quizá lográramos vernos mutuamente de otra manera.

RICARDO . — ¿De otra manera?

VALENTINA . — Como antes… Como entonces…

RICARDO . — (Rompiendo a reír.) Como entonces… Con dos hijos ya viejos… Con una nieta que no tardará en casarse… Y con casi un siglo en el alma… ¿Así crees que podemos llegar a vernos como antes? (Vuelve a reír.) Valentina, eres una vieja loca.

VALENTINA . — Ricardo…

RICARDO . — Pues, claro, Valentina… No pienses más en eso. A mí el amor me parece ya una cosa grotesca, y a ti, aunque a veces lo dudes, también.

VALENTINA . — (Desesperada.) Pero la vida así es un infierno…

RICARDO . — Claro que lo es… ¿Te enteras ahora? (Dentro, en la izquierda, se oye gritar angustiosamente a Hortensia.)

HORTENSIA . — ¡Ah!… ¡Ay!… ¡Socorro!… ¡Socorro!…

VALENTINA y RICARDO . — (Al mismo tiempo.) ¿Eh?

VALENTINA . — ¿Qué pasa?

RICARDO . — Es Hortensia… (Por la izquierda aparece Heliodoro. Es un anciano viejísimo, que va completamente desnudo, a excepción de un pequeño taparrabos, y que está curtidísimo por una constante vida al sol. Es el salvaje cuyas huellas ha descubierto Emiliano. Heliodoro es de raza blanca, pero lleva en la isla setenta años y ha olvidado la lengua nativa, y sólo emite sonidos inarticulados. Una cabellera alborotadísima, absolutamente blanca, le cubre la cabeza y le cae, en greñas por todos lados; y la cara la tiene invadida por unas barbas que, en su parte delantera, le llegan cerca de las rodillas. Heliodoro aparece por la segunda izquierda, como si viniera huyendo asustado de los gritos de Hortensia. Al verle, Valentina lanza un chillido de horror.)

VALENTINA . — ¡Ay!…

RICARDO . — ¿Eh? VALENTINA . — ¡Aaaaaay!… (Ante el chillido de Valentina, Heliodoro se asusta de nuevo, y dando un brinco, cruza la escena y desaparece vertiginosamente por la derecha. Valentina, aterrada, se refugia en los brazos de Ricardo.) ¿Has visto? ¿Has visto? RICARDO . — ¡Un salvaje!… ¡Hay un salvaje en la isla!… ¡ Espera! ¡No te muevas! (Se suelta de ella e inicia el mutis por la derecha.)

VALENTINA . — ¡Ricardo!…

RICARDO . — ¡He visto por dónde se ha ido! ¡Estáte quieta aquí… (Se va por el segundo término derecha.)

VALENTINA . — ¡No te vayas!… ¡No me dejes sola!… ¡Oye!… (Por el segundo término izquierda aparece Hortensia, todavía no repuesta del susto que le ha dado Heliodoro.) HORTENSIA . — ¡Valentina! VALENTINA . — ¡Hortensia!… (Se echan en brazos una de otra.)

HORTENSIA . — ¡Un salvaje!… ¡Era un salvaje!…

VALENTINA . — ¡Un salvaje, sí!

HORTENSIA . — ¿Le habéis visto?

VALENTINA . — Pasó por aquí mismo, y al gritar yo, huyó por ahí. Ricardo va detrás. HORTENSIA . — ¡Dios mío!… ¡He creído morirme del susto!… ¡Al cruzar la plazoleta de los cocoteros!… Pero ¿dices que huyó cuando tú gritaste? VALENTINA . — Sí.

HORTENSIA . — Sería porque se asustaría de Ricardo. Porque yo me lo topé así de pronto y, en cuanto conseguí que me saliera la voz de la garganta, grite, y él, entonces, se me acercó…

VALENTINA . — ¡Jesús!… ¿Se te acercó?

HORTENSIA . — Sí. Se me acercó; pero sin dar ninguna muestra de fiereza; más bien con un gesto seductor…

VALENTINA . — ¿Con un gesto seductor?… ¿Será un sátiro salvaje, Hortensia?

HORTENSIA . — No sé; pero eso me aterró todavía más y empecé a pedir socorro, y al oírme pedir socorro, fue cuando huyó en esta dirección…

VALENTINA . — Sí, sí…

HORTENSIA . — ¡Dios me perdone, Valentina; no le he visto más que un instante, pero…

VALENTINA . — Pero ¿qué?

HORTENSIA . — Que yo juraría que esos ojos de loco no me son desconocidos completamente.

VALENTINA . — ¡Qué cosas tienes, Hortensia!

 HORTENSIA . — Claro que ha conocido una tanta gente en ciento un años de vida… (Dentro, en la derecha, suenan voces.) ¿Oyes? EMILIANO . — (Dentro.) ¡Sujételo por este lado, doctor!

 RICARDO . — (Dentro.) ¡Duro con él!

EMILIANO . — (Dentro.) A ver si lo cogemos vivo..

BREMÓN . — (Dentro.) ¡Cuidado!

EMILIANO . — (Dentro.) Por aquí, por aquí.

BREMÓN . — (Dentro.) ¡Ahí va! ¡Ahí va! ¡Ahí va! ¡Ahí va!

EMILIANO . — (Dentro.) ¡Ya es mío!…

RICARDO y BREMÓN . — (Al mismo tiempo. Dentro.) Ya es nuestro, ya es nuestro…

VALENTINA . — (Mirando por la derecha.) Son Emiliano y el doctor, que volvían…, y míralos… Han cazado al salvaje, ayudados por Ricardo… Ya vienen, ya vienen…

HORTENSIA . — ¡Pobrecillo!… ¡Cómo lo traen!…

VALENTINA . — Ya están aquí. (Por la derecha, Emiliano, Bremón y Ricardo y Heliodoro. Los tres primeros traen a Heliodoro, cogido por las axilas y las corvas, en volandas, de manera que el salvaje no toca el suelo y lo único que le arrastra por tierra son las barbas.)

EMILIANO . — Doctor, recójale las barbas, que se las voy pisando…

RICARDO . — Trae, le haremos un nudo, que estará más cómodo. (Heliodoro se debate indignado.) ¡Caray, qué genio tiene!…

BREMÓN . — Soltadle, dejadle tranquilo, no le forcemos a nada. Tened en cuenta que está acostumbrado a la libertad más absoluta…

RICARDO . — Y cuidado, no se nos largue. (Entre Emiliano y él le colocan en el tronco del árbol. Le rodean todos contemplándole.)

EMILIANO . — A ver qué hace, a ver qué hace… HELIODORO . — Atajú… Atajú… Agatula… Nitacaual…… Au Atajú…

EMILIANO . — Vaya bronca que me está echando. BREMÓN . — Eso es que no le gusta que se le toque la barba. Igual le pasaba a un catedrático de Química amigo mío. EMILIANO . — ¿Ve usted, doctor, cómo era verdad mi descubrimiento de las huellas del pie? HELIODORO . — Cataxca butla… Nitacaual… EMILIANO . — Y pensar que a lo mejor nos está diciendo que se llama Pepe… (A Heliodoro.) «Parlez-vous français?» BREMÓN . — «Do you speak english? Sprechen sie Deutsch?» RICARDO . — «Parlate italiano?» (Nuevo silencio.) EMILIANO . — «Fabla vostra escelenza ao lingua de Camoens?» TODOS . — (Desalentados.) ¡Nada! RICARDO . — No es francés, n¡ inglés, ni alemán, ni portugués, ni italiano… EMILIANO . — A ver si es que es idiota… BREMÓN . — Mi impresión personal es que, a causa de una larguísima existencia en plena soledad, ha olvidado por completo el idioma nativo, que será uno de los que acaba de escuchar. Probablemente se trata de un náufrago arrojado a estas playas, hace Dios sabe cuántos años; por el aspecto, es viejísimo. RICARDO . — ¿Qué años crees tú que pueda tener? BREMÓN . — Muchísimos. Se ve que la vida al aire libre le ha fortalecido, pero no me extrañaría nada que tuviera incluso cerca del siglo… HORTENSIA . — (Nerviosísima.) ¡¡ No es posible!! Sería demasiada casualidad… ¡Dios mío, qué horrible idea me ha asaltado! BREMÓN . — ¡Una idea! ¿Tú? HORTENSIA . — Sin saber por qué… ¡Qué horror!… Acabo de pensar, Ceferino, en…, en mi marido…, desaparecido en un naufragio hace setenta años, ¿no recuerdas? BREMÓN . — Pero eso es una locura. VALENTINA . — Un disparate… RICARDO . — No puede ser. HORTENSIA . — Pero ¿y si lo fuera? No quiero pensar… BREMÓN . — Vamos, mujer… HORTENSIA . — Déjame, Ceferino; debo hacer una prueba. Mi conciencia me obliga a ello… Aunque si fuera cierto, esto abriría nuevamente un abismo entre tú y yo… Déjame… (Se acerca a Heliodoro, que la sonríe en el acto.) VALENTINA . — ¡La sonríe amablemente! BREMÓN . — ¡La sonríe! EMILIANO . — Si la sonríe amablemente, no es su marido. HELIODORO . — Atajú… VALENTINA . — Y la dice «Atajú»… EMILIANO . — Bueno: eso también me lo ha dicho a mí antes. BREMÓN . — Acércate más y pronuncia lentamente su nombre. HORTENSIA . — (Obedeciendo a Bremón.) ¡Heliodoro! HELIODORO . — (Mirándola como sugestionado y hablando lentamente y sin expresión.) ¡Hor-ten-siaaa!

HORTENSIA . — ¡Aaaaaa!… ¡Es él!… ¡Es él!… (Huye.)

BREMÓN . — ¡Hortensia! (Acude a ella.) VALENTINA . — ¡Virgen Santísima!… BREMÓN . — ¡Válgame Dios!… EMILIANO . — (A Heliodoro, que lo contempla todo indiferente.) Bueno, rico, pues ya la has armado… HELIODORO . — Atajú… EMILIANO . — Sí, sí; atajú, pero la has armado… HELIODORO . — Hortensia… Hortensia… (Va hacia ella.) HORTENSIA . — No, no. ¡No quiero verle!… BREMÓN . — Que no se acerque, Emiliano. Que no se acerque a ella, porque no respondo de mí. HORTENSIA . — Ceferino… (Entre Emiliano y Ricardo sujetan a Heliodoro.) EMILIANO . — ¡Quieto, hombre! Qué perra ha cogido de pronto. Claro que vivir setenta años separado de la parienta es motivo para tener ganas de dedicarle un parrafillo; pero… Pero a usted, doctor, tiene que dolerle. BREMÓN . — Llévatelo… Donde yo no lo vea… Donde no sepa que existe. EMILIANO . — Sí, señor. Vamos a amarrarle a un cocotero, Ricardo. RICARDO . — Vamos. Echa aquí una mano, Valentina. EMILIANO . — Anda, Heliodoro, hijo; ven con nosotros. Vamos ahí, a partir cocos… HELIODORO . — ¿Cocos? EMILIANO . — Sí, hijo, sí; y si te quedas aquí, el coco partido puede que sea el tuyo. (Se lo llevan por la derecha. Bremón se ha sentado desesperado en el tronco del árbol. Hortensia, que ha quedado a solas con él, se le acerca.) HORTENSIA . — ¡Ceferino!… BREMÓN . — Déjame… HORTENSIA . — ¿Celos, Ceferino?… Cuando no hay rival ninguno, juzgamos inoportuno sentir celos, es verdad… Mas cuando hay rivalidad, niños, jóvenes y abuelos, todo el mundo siente celos… ¡Mira que es casualidad!… BREMÓN . — ¡Exacto y hermosísimo! HORTENSIA . — ¿Eh? ¿Qué dices? BREMÓN . — No sé. La aparición de este desgraciado y el comprobar que es tu marido me ha perturbado de un modo… Quizá él simboliza el obstáculo que le es necesario al ser humano para despertarle el deseo. HORTENSIA . — ¿Es posible? ¿Es posible? ¡Dios mío!… Entonces casi vamos a tener que agradecerle el que no muriera en su naufragio. BREMÓN . — No. Porque yo había encontrado la solución de nuestros tormentos… La había encontrado… Y era maravillosa… HORTENSIA . — ¿Qué? BREMÓN . — Óyeme, Hortensia. Hace un rato, cuando Emiliano me defendía contra vuestros reproches, he estado a punto de descubriros el éxito de mis nuevos trabajos, y deciros: «Dejad ya de sufrir, porque, si yo quiero, volveremos todos a ser mortales como antes, sólo que en mejores condiciones que antes…» HORTENSIA . — ¿Eh ? BREMÓN . — He estado a punto de gritaros: «Yo puedo devolveros el gusto de la vida que hemos perdido. He estado a punto de descubriros el prodigio más grande que ha concebido la mente humana: un prodigio todavía mejor que el de la inmortalidad…» HORTENSIA . — ¡Ceferino! BREMÓN . — Pero aparecíó Heliodoro, tu marido… Y resolví callar, porque la única manera de quitarlo de en medio definitivamente es seguir siendo inmortales hasta que se muera él. HORTENSIA . — Pero ¿es que has descubierto una cosa para…? BREMÓN . — Sí. Para morirnos… Pero después de una vida de felicidad quintaesenciada…, de dicha inenarrable…, de goce infinito…

HORTENSIA . — ¡Ceferino! BREMÓN . — ¡Calla, calla, que vienen! No les digas nada.

HORTENSIA . — ¡Dios mío!… ¡Dios mío de mi alma!… (Da muestras de gran agitación. Por el primero derecha, aparecen Valentina y Ricardo contemplando el paisaje.) RICARDO . — ¡Cinco años viviendo en ella y es la primera vez que nos damos cuenta de que la isla es preciosa! VALENTINA . — Es verdad, Ricardo. RICARDO . — Y tenía razón Meighan de que el golpe de vista que ofrece desde aquí el bosque… ¿Eh? VALENTINA . — Realmente, estupendo. RICARDO . — ¡Es magnífico!… VALENTINA . — ¡Magnífico!… (Por la derecha aparece Emiliano, y se inclina agradecido, como si los piropos fueran para él.) EMILIANO . — ¡Gracias, Ricardo! ¡Gracias, Valentina! RICARDO . — Nos estamos refiriendo al bosque, idiota. BREMÓN . — Al bosque y a la isla, Emiliano; que ahora les encanta porque saben que tienen que abandonarla. EMILIANO . — ¡Como que parece mentira que se les tome tanta ley a unos cuantos cocoteros y a veintiocho familias de mosquitos diferentes! RICARDO . — (Volvíéndose hacia Bremón.) Justamente… Como nos encantaría la vida misma si no fuera… Por lo que es; y por quién es… EMILIANO . — ¿Ya empezamos? ¡He dicho que no consiento reproches para el doctor! HORTENSIA . — Y ahora menos que nunca. BREMÓN . — ¡Silencio, Hortensia! HORTENSIA . — ¡No quiero callarme!… Todos hemos sido injustos contigo, y no me callaré… Ceferino ha descubierto una cosa que neutraliza el efecto de las antiguas sales… VALENTINA , EMILIANO y RICARDO . — ¿Eh? HORTENSIA . — Y que nos va a hacer vivir años de felicidad indecible. VALENTINA . — ¡Doctor!… RICARDO . — Habla, Ceferino. EMILIANO . — Este tigre de la ciencia me da miedo. BREMÓN . — ¿No os habéis amotinado varias veces contra mí porque os sentís incapaces de soportar la vida eterna? Pues lo que yo iba a proponeros es… La muerte a plazo fijo. RICARDO y VALENTINA . — La muerte a plazo fijo… EMILIANO . — ¡Caray, qué proposición! BREMÓN . — Iba a proponeros el volver a ser jóvenes de veras, y serlo cada día más, y al fin…, morirnos de niños. RICARDO , VALENTINA y HORTENSIA . — ¿Cómo? EMILIANO . — ¿Morirse de niños? Se me va la cabeza… BREMÓN . — ¿Pensáis que estoy loco, igual que en mil ochocientos sesenta? (Cogiendo unos tubitos de ensayo de sobre la mesa.) Y, sin embargo… ¿veis estos tubitos de ensayo? Pues contienen un alcaloide…, el del «alga frigidaris». Como todos los alcaloides, la «frigidalina» tiene un poder agresivo extremado y va más allá de las antiguas sales. Esto no sólo conserva los tejidos, sino que los rejuvenece de tal manera, que quien lo tome, cada año tendrá un año menos, hasta llegar a la juventud, luego a la adolescencia, después a la infancia, y, por último, a la desaparición, a la muerte… EMILIANO . — ¿Y nos moriríamos con el chupete? BREMÓN . — De niños; pero después de haber vivido años deliciosos; en plena y verdadera juventud y con el acicate de la muerte segura, que nos daría un ansia constante de aspirar a todo y de disfrutar de todo… RICARDO . — Y ya no seríamos corazones frenados. EMILIANO . — Ahora serían ustedes corazones con marcha atrás. VALENTINA . — Cinco corazones con freno y marcha atrás. EMILIANO . — No. Cuatro, porque ustedes harán lo que quieran, pero yo esta vez no me tomo el menjurje. TODOS . — ¿Qué? EMILIANO . — Que no. Porque conviene que uno de nosotros siga siendo inmortal para que cuide a los demás cuando sean pequeñitos. Verán lo bien que les doy yo a ustedes el biberón… RICARDO . — Ceferino, ¿estás seguro de todo eso? BREMÓN . — Sí. Lo he comprobado también en los bichos del corral, como hice con las sales. Y el poder del alcaloide es tan intenso, que los animales a los que no he dado previamente las sales, al darles el alcaloide vuelven a la infancia al instante. RICARDO . — Pero ¿nosotros volveríamos a la niñez gradualmente? BREMÓN . — Año por año viviríamos, en sentido inverso, toda nuestra vida anterior. VALENTINA y HORTENSIA . — ¡Jesús!… (Emiliano coge un tubo de ensayo y hace mutis por la derecha.)

RICARDO . — Pues yo me lo tomo… (Cogiendo otro tubo.)

BREMÓN . — ¡Ricardo!

RICARDO . — Me lo tomo… (A Valentina.) Y tú también. Y Hortensia… Todos…

BREMÓN . — Hortensia y yo, no. Necesitamos seguir siendo inmortales para dar lugar a que se muera Heliodoro.

HORTENSIA . — Pero, Ceferino… Si Heliodoro no puede vivir ya más de dos o tres años… Si tiene ciento tres, sin sales…

RICARDO . — Naturalmente; ¿qué más os da? (Quedan hablando aparte. Por la derecha, Emiliano con el tubo vacío.)

EMILIANO . — Ya está… BREMÓN . — ¿Que ya está? ¿Te lo has tomado tú, Emiliano? EMILIANO . — Se lo he empujado a don Heliodoro.

TODOS . — ¿Cómo?

EMILIANO . — ¿No ha dicho usted que dándoselo a quien no haya ingerido antes las sales ese alguien vuelve a la niñez al momento? Pues se lo he sacudido a Atajú para que se vuelva niño, y deje de ser un obstáculo para ustedes. Está aquí mismo jugando al gua… Fíjense…

TODOS . — ¿Qué? (Avanza hacia la derecha y saca al niño de siete u ocho años en que se ha convenido Heliodoro, y que va vestido igual que él.)

HELIODORO . — Atajú…

TODOS . — (Retrocediendo con un grito de horror.) ¡Oh!…

TELÓN

ACTO TERCERO

Habitación saloncito en casa de los hijos de Ricardo y Valentina. Un lujoso bienestar se advierte en los menores detalles y un Modernismo de buen tono lo preside todo. Ancha puerta en el último término de la derecha, haciendo chaflán con el foro, que permite ver un forillo de vestíbulo. En el foro izquierda, un gran ventanal con forillo de casas de ciudad moderna. Otra puerta en la derecha y otra más en la izquierda, segundo y primer término, respectivamente. Muebles modernos. Un tresillo entre el ventanal y la puerta del primero izquierda, y unos sillones y una mesita en el primero derecha, cerca de la puerta del segundo término de dicho lado. Lámparas, etc. Colgada de la pared, una panoplia con algunas de las armas que aparecieron a la puerta del lanchón en el acto anterior; el traje de pieles de Emiliano, dos o tres «boumerangs», un cuchillo, un hacha y unas sanda- lias de cuero. Son las cuatro de la tarde, poco más o menos, de un buen día de primavera. Al levantarse el telón, en escena Emiliano, Elisa, Margarita y Florencia. Elisa, la hija de Ricardo y Valentina, es una señora de unos sesenta años, muy nerviosa y provista de una desorganización mental que hace difícilísimo todo diálogo con ella. Margarita, su hija, y nieta, por tanto, de Valentina y Ricardo, es una guapa mujer de unos treinta años. Y en cuanto a Florencia, se trata de una doncella. Emiliano está desconocido, de bien vestido y arreglado, y sigue representando, inalterable, la edad que representa en el acto anterior. Elisa, sentada en el diván, llora perdidamente, inútilmente consolada por Margarita y Emiliano. Florencia, en pie, aguarda con una taza de tila en una bandejita. EMPIEZA LA ACCIÓN

EMILIANO . — ¡Ánimo, Elisa! MARGARITA . — Vamos, mamá, tranquilízate. ELISA . — ¿Cómo quieres que me tranquilice, hija mía? ¿Cómo quieres que me tranquilice, si nos van a matar a disgustos? ¿Qué día es hoy? ¿Viernes?

EMILIANO . — No. Martes. ELISA . — (Volvíéndose a ellos, más llorosa que nunca.) ¡Ah! Martes… ¿Veis cómo tengo yo razón cuando digo que los sábados son para mí días de mala suerte?

EMILIANO . — (Aparte.) ¡Anda, morena! FLORENCIA . — Tómese la señora esta tila… (Brindándole la taza.) ELISA . — ¿Cómo se toma la tila?

MARGARITA . — Bebida, mamá.

ELISA . — ¡Ay Dios del alma, qué cruz!… ¡Qué cruz!… Pero ¿qué he hecho yo para merecer a la vejez este castigo? Y el cuadro aquel… (Señalando.) ponlo derecho, Emiliano, que ya sabes que no puedo aguantar nada torcido, hombre…

EMILIANO . — En seguida. (Obedece.) Este es fácil. Lo malo fue ayer, en el salón, que se empeñó en ver derecha la fotografía de la torre de Pisa.

ELISA . — ¡Virgen del Carmen…, qué desgracias más grandes! (A Florencia.) ¿Qué has dicho que es esto?

FLORENCIA . — Tila, señora.

ELISA . — ¿Para beber?

MARGARITA . — Sí, claro, mamá; para beber.

EMILIANO . — (Aparte.) ¡Pobre señora! Está hecha un barullo. MARGARITA . — Anda, tómatela… (Doña Elisa se la toma a sorbitos.) EMILIANO . — (A Florencia.) Pero bueno, ¿qué es lo que ha ocurrido? FLORENCIA . — Lo de siempre, por no variar, don Emiliano. Que, como de costumbre, la señorita Valentina y el señorito Ricardo han vuelto a dormir al amanecer, y borrachos perdidos. MARGARITA . — Y acompañados de mi marido, que sigue de compañero suyo de juergas; como de costumbre también. ELISA . — Y si fuera eso sólo lo que han hecho… MARGARITA . — ¿No es eso sólo, mamá? ELISA . — No, hija, no. Hoy han hecho otra cosa peor; se han atrevido a más… Hoy se han atrevido a lo más terrible… ¡A lo más terrible!… ¡Estos padres nos van a quitar la vida! FLORENCIA . — (A Elisa.) ¿Padres, señora? MARGARITA . — (A Florencia, de muy mal aire.) Quiere decir nietos, mujer… FLORENCIA . — Es que los llama padres muchas veces, señorita. EMILIANO . — Porque ya sabes que está cada día más… (Se barrena una sien con el índice.) ELISA . — (Siempre llorosa.) Y todavía papá y tu marido (A Margarita.) son hombres, y a los hombres se les disculpan muchas cosas, pero que mamá lleve la vida que lleva… FLORENCIA . — (A Emiliano y Margarita.) ¿Ven ustedes cómo le llama madre a la señorita Valentina? MARGARITA . — (Cortándola bruscamente.) Bueno, Florencia, ya está bien… Llévate la taza y anda a tus quehaceres. FLORENCIA . — Sí, señorita. (Coge la taza y se va por el foro.) MARGARITA . — (Espiando el mutis de Florencia. A Elisa, con apuro.) ¡Por lo que más quieras, mamá; ten prudencia y fíjate en lo que hablas y en quién está delante cuando hablas!… ELISA . — ¿Eh? MARGARITA . — Has estado metiendo la pata, descubriendo la verdadera personalidad de los abuelos. ELISA . — ¿Yo? Pero ¿tú oyes, Emiliano? EMILIANO . — Sí. Y es verdad. ELISA . — ¿Que es verdad? EMILIANO . — Sí. Delante de la doncella has llamado mamá a Valentina. MARGARITA . — Y papá al abuelo Ricardo. ELISA . — ¿Pues qué tengo que llamarlos? EMILIANO . — (Aparte.) ¡Anda con Dios! MARGARITA . — Tienes que llamarlos nietos, como siempre, para justificar su juventud y despistar a la gente… ELISA . — Claro… Y a todo el mundo, desde que vinieron a España y empezaron a rejuvenecerse, los he presentado como mis nietos… MARGARITA . — Pero delante de la doncella, ahora, los has llamado padres. ELISA . — Como que son mis padres realmente… MARGARITA . — Sí, pero ya sabes que tienes que ocultarlo. ELISA . — ¿Y no llevo yo años enteros ocultándolo? MARGARITA . — Pero ahora… EMILIANO . — (Interrumpíéndola, aparte.) Déjala, que es inútil, ELISA . — En fin, hija, que descanses. Buenas noches, Emiliano. Voy a acostarme. (Inicia el mutis por la izquierda.) MARGARITA . — ¿A acostarse? Pero si son las cuatro de la tarde, mamá. ELISA . — ¡Toma!… Por algo me extrañaba a mí no tener sueño… Entonces voy a ver si han traído los periódicos de la noche. (Se va por el foro.) EMILIANO . — (Contemplándola en el mutis.) Para que vayas viendo. MARGARITA . — ¡Pobre mamá! Está imposible. El mejor día lo descubre todo; y si se supiese la verdad, dice el doctor Bremón que por averiguar el secreto de su descubrimiento, habría hasta motines y disturbios. EMILIANO . — ¡Hombre, calcula, con el asco que la Humanidad le tiene a la muerte! El día que se sepa que yo, con esta cara, tengo ciento diecinueve años, que el doctor y Hortensia, que pasan por dos recién casados, han cumplido los ciento quince y los ciento treinta, y que Ricardo y Valentina, que son dos chavales juerguistas, andan rondando los ciento cinco y los ciento diez… Pues imagínate el cisco mundial… Los conflictos internacionales de la actualidad serían «sinfonías tontas». ¡Que tendría que intervenir Ginebra, sencillamente! MARGARITA . — Por eso está así la pobre mamá. EMILIANO . — Por miedo a que intervenga Ginebra, claro.

MARGARITA . — Por la inmortalidad de ustedes, y, sobre todo, por la inmortalidad de los abuelos, que la han desequilibrado por completo. EMILIANO . — Sí. Se conoce que la buena señora no ha podido hacerse a la idea de envejecer ella y de que sus padres sigan siendo jóvenes. En realidad, cualquier cerebro se resentiría un poco al tener que aceptar eso, y como, por lo visto, el cerebro de Elisa nunca ha sido una cosa del otro jueves… MARGARITA . — ¡Emiliano, que es mi madre!… EMILIANO . — Perdona, pero con este lío de hacer pasar a unos por otros, no se da uno cuenta de con quién habla… MARGARITA . — Y en los últimos años yo creo que mamá se ha puesto todavía peor. EMILIANO . — Sí, y también se explica; porque como desde que volvimos de la isla sus padres no sólo se conservan jóvenes, sino que cada año tienen uno menos, pues, por muchas explicaciones científicas que se le den, la pobre cada día lo comprende peor, y cada vez se chala más. Y esto no es nada: porque ahora la buena señora sólo tiene que digerir lo de que sus padres son dos muchachitos alocados; pero dentro de diez años, por ejemplo, cuando tenga que despedirlos todas las mañañás para que ellos vayan al colegio… MARGARITA . — ¡Terrible, Emiliano! EMILIANO . — Y el día que tenga que asistir al desbautizo de los dos. MARGARITA . — ¡Calle, por Dios! EMILIANO . — Y cuando, de aquí a quince o dieciocho años, si vive, se encuentre con que tiene que darles polvo de talco a sus padres… MARGARITA . — ¡Jesús! EMILIANO . — Le espera un porvenir mental de espanto. MARGARITA . — A todos nos espera un porvenir terrible, incluso a mí. EMILIANO . — ¿A ti? MARGARITA . — Si resulta cierto lo que sospecho de mi marido, Emiliano. EMILIANO . — ¿Eh? MARGARITA . — No lo quiero pensar; pero esto de que Fernando no se separe ni a sol ni a sombra de los abuelos, especialmente de la abuela… Fernando ha sido siempre un hombre muy serio, pero extremadamente apasionado… EMILIANO . — ¡Caramba!… No irás a sospechar que Fernando ande detrás de Valentina… Sería demasiado inverosímil: ¡un marido enamorado de la abuela de su mujer!… MARGARITA . — ¿Inverosímil, cuando la abuela representa diecisiete años y está diez veces más atractiva que yo? EMILIANO . — Sí. Eso es verdad. MARGARITA . — Hombre, ¡muchas gracias! EMILIANO . — Perdona. No sabía lo que decía… MARGARITA . — Es mucho más grave de lo que parece, Emiliano. EMILIANO . — Sí. Si resulta verdad, es una hecatombe. MARGARITA . — Y como mamá ha dicho antes que hoy han hecho algo más que irse de juerga… EMILIANO . — Bueno, pues a ver si nos enteramos de lo que han hecho… Federico . — (Dentro, gritando, indignado.) ¡No lo aguanto!… ¡No lo aguanto más!… MARGARITA . — Ahí viene el tío Federico. Él nos lo dirá. (Por la derecha entra Federico, hermano de Elisa, y el otro hijo, por tanto, de Ricardo y Valentina. Es un caballero de más de sesenta años, fuerte y robusto aún y con una gran vitalidad. Viene desesperado. Le sigue tímidamente Fernando, el marido de Margarita, que tiene treinta años largos.) Fernando . — Pero hombre, Federico… Federico . — No me digas nada, porque tú eres tan culpable como ellos, o más. Porque si tú no los acompañaras en su vida de francachela, ni les rieses las gracias, mi padre y mi madre no seguirían ese camino de perdición… Porque mis padres, en el fondo, son buenos, y lo que los estropea son las malas compañías… (Por el foro entra Elisa, sin acordarse ya de nada y muy extrañada de la actitud de Federico, por tanto.) ELISA . — Pero ¿qué pasa? ¿Qué ocurre? EMILIANO . — (Aparte.) Esta ya no se acuerda de nada… ELISA . — ¿A qué vienen esas voces, Federico? Federico . — ¿Y tú me lo preguntas, hermana? ¿Y hasta te has puesto enferma al descubrir la nueva fechoría de los papás? ELISA . — ¡Ay Jesús del alma, es verdad! (Se sienta.) MARGARITA . — Pero ¿qué es lo que…? Federico . — Después de haber despilfarrado en dos o tres años lo que les dejó de herencia su tío Roberto, y eso que no lo cobraron hasta cumplir los noventa años, ahora quieren dejarnos a nosotros también en la calle. ¿Dónde están esos dos? MARGARITA . — ¿Los abuelos? Levantándose, tío Federico.

Federico . — ¡Levantándose a las cuatro de la tarde!… ¡Buen ejemplo el que nos dan a los hijos!… Por fortuna, uno no necesita ya ejemplo de los padres. (Se pasea desesperado) Emiliano: vaya usted a decirles que cuando estén listos que se presenten. EMILIANO . — Voy. (Se va por la izquierda.) Fernando . — Y en lo de anoche te aseguro que yo no he intervenido para nada… Federico . — No sé si has intervenido o no, pero que los estás estropeando es indudable. Porque mis padres antes no eran así. Fernando . — Porque antes eran mayores y más aplomados y ahora han entrado en la edad de divertirse… ELISA . — Eso también es cierto, Federico; piensa que si nuestros padres se divierten, después de todo están en la edad… Federico . — (A Fernando.) Justamente, y por eso tú, que debías tener el juicio que a ellos empieza a faltarles, te crees en la obligación de secundarlos abandonando de paso a tu mujer. ELISA . — A esta pobre hija, que es una santa… MARGARITA . — Este asunto pienso resolverlo por mí misma, tío. Ya hablaremos Fernando y yo. Fernando . — No tengo nada que hablar. (Por la izquierda vuelve a entrar Emiliano.) EMILIANO . — (A Federico.) Que bueno, Federico, que ahora vienen. Federico . — ¿Cómo los ha encontrado usted? EMILIANO . — Pues me ha parecido verlos… Un poquillo preocupados… Federico . — Ya pueden… Después de lo que se han atrevido a hacer… MARGARITA . — Pero ¿qué ha sido lo que han hecho, tío Federico? Federico . — ¿Que qué ha sido? Que me han quitado nueve mil pesetas de la caja… ¡Eso es lo que ha sido! MARGARITA . — ¡Dios mío! EMILIANO . — ¡Arrea! ELISA . — Y en billetes pequeños, que abultan más. Federico . — A eso conduce la vida ociosa y el no pensar más que en divertirse, y en coches de marca, y en «cabarets»… Se empieza por quitarle el dinero al hijo… EMILIANO . — Al padre. Federico . — Al hijo, porque me lo han quitado a mí. EMILIANO . — Digo que se suele empezar por quitarle el dinero al padre… Federico . — ¡Ah!… Sí…, claro… Eso es lo frecuente, y lo terrible en nuestro caso. Porque cuando son los hijos los que le quitan el dinero al padre, el padre mete en Santa Rita a sus hijos. Pero ¿y yo? ¿Cómo meto en Santa Rita a mis padres? EMILIANO . — Sí, claro; no lo tolerarían los otros padres. Federico . — ¿Los padres de quién? EMILIANO . — Los padres de Santa Rita. Los frailes, vamos… ELISA . — ¡Estás loco, Federico! ¡Nuestros padres en un reformatorio!… ¡Hasta ahí podíamos llegar!… Federico . — Ya sé que no es posible; pero tampoco se puede seguir así… ¿Qué haría usted en mi caso, Emiliano, usted, que es un hombre de experiencia y de años?… EMILIANO . — Ciento diecinueve, Federico. Federico . — ¿Usted qué haría, en mi lugar, con mi padre? EMILIANO . — ¿Por qué no le obligas a sentar plaza? ELISA . — ¡Jesús! Federico . — Es un poco fuerte… Realmente es un poco fuerte, Emiliano. (Por el foro, Florencia, anunciando.) FLORENCIA . — El doctor Bremón y su señora. EMILIANO . — ¡Hombre!… ELISA . — (Levantándose.) Me encanta que venga el doctor; tengo que pedirle opinión para forrar unos sillones. MARGARITA . — Pero, ¡mamá!… (Va hacia el foro, por donde entran Bremón y Hortensia. Florencia se vuelve a ir al instante. Bremón está espléndido de joven, de elegante y de mundano; representa unos treinta años. Hortensia, elegantísima también, está hecha una muchacha de veinticinco abriles.) ELISA . — ¡Querido doctor! BREMÓN . — Señora. ELISA . — ¡Hortensia! BREMÓN . — Amigo don Federico… EMILIANO . — Don Ceferino… Dichosos los ojos… BREMÓN . — Emilia

HORTENSIA . — ¿Qué tal, Margarita? MARGARITA . — (A Hortensia, en el diván, en uníón de Elisa.) Usted, Hortensia, cada día más joven… Y no es cortesía… HORTENSIA . — No, claro. En nosotros lo de estar cada día más joven es una realidad. El martes pasado, precisamente, fue mi descumpleaños. ELISA . — Y ¿cuántos ha descumplido usted? HORTENSIA . — ¿Cuántos años he descumplido, Ceferino? BREMÓN . — Veinticinco, chatita. Y yo los primeros que descumpla serán los treinta. ELISA . — ¡Qué suerte tienen ustedes de descumplir tantos! ¡Cuando pienso yo que mis pobres padres han descumplido ya los dieciocho y los dieciséis, y que dentro de poco entrarán en la infancia!… HORTENSIA . — ¡Vamos, Elisa, deseche usted esas ideas fúnebres! ELISA . — ¡No saben ustedes cómo me trastorna todo esto!… HORTENSIA . — Claro… BREMÓN . — Es natural… Pero piensa que esto que a ti te trastorna, pequeña, constituye la felicidad nuestra y, sobre todo, la de tus padres. Federico . — ¿Son ustedes felices realmente? BREMÓN . — (Volvíéndose a Hortensia.) ¿Oyes, chata? ¿Que si somos felices? HORTENSIA . — ¡Huy, que si somos felices!… BREMÓN . — Pero ¿ustedes no se dan cuenta de lo que es volver a vivir la juventud y ver que el pelo le va saliendo a uno… A la velocidad con que se cayó… Y que se le va volviendo a uno de su color primitivo? HORTENSIA . — Y que el cuerpo se pone cada día más firme, hasta que llega un día en que una no necesita faja. EMILIANO . — Y notarse con más salud cada vez, que el doctor tenía un final de úlcera de estómago y se le quitó el jueves… TODOS . — ¿Es verdad? BREMÓN . — Palabra, palabra. Y una muela que tenía picada se me despicó ayer. HORTENSIA . — Y ver resucitar las ilusiones de amor… BREMÓN . — E ir olvidando todo lo que se aprendíó… Federico . — ¡Cómo! ¿Olvidan ustedes? BREMÓN . — Claro. ¿No ves que vivimos para atrás? Pues cada día que pasa sabemos menos. Yo, de mi carrera, ya estoy en el cuarto año. Y encantado de llegar al preparatorio, porque la felicidad está en la ignorancia, en la juventud, en las pasiones… ¡Sobre todo en las pasiones!… (Levantándose y yendo hacia Hortensia.) ¡Hortensia mía!… HORTENSIA . — ¡Ceferino! BREMÓN . — ¡Perdonad; pero hace tanto rato que no le doy un beso!… (La besa.) Y como, además, sabemos que esta dicha de ahora no es eterna, que tenemos los años contados, pues cada minuto perdido se clava en el alma. (Transición.) ¡Claro que también la dicha de nuestro amor tiene nubes! MARGARITA . — ¿Nubes? HORTENSIA . — Vamos, Ceferino, no empieces… Federico . — Pues ¿qué ocurre? HORTENSIA . — Los celos, que no le dejan vivir. ELISA . — ¡Huy, qué gracioso!… ¡Tiene celos!… ¡Igual que mi difunto antes de morirse! BREMÓN . — Sabes que no son celos, Hortensia, que son realidades. Porque el teniente de Ingenieros que ronda los balcones… Y el abogado del Estado del entresuelo… Y aquel equilibrista del circo que… HORTENSIA . — Bueno, Ceferino, bueno. BREMÓN . — Coquetea con todo bicho viviente; ésta es la verdad. ¡Y como está tan joven y tan guapa, y lo único que no se le ha olvidado es la experiencia de ciento quince años de coqueta…, me trae de cabeza! MARGARITA . — Sí; por lo visto, las mujeres que gozan de esa mezcla de vejez y de juventud son de un atractivo irresistible. EMILIANO . — (Aparte, a Fernando.) ¡Por ahí tiran con bala, Fernandito! BREMÓN . — Ahora que, por mi parte, esto se ha acabado. El martes, que seremos ricos, nos vamos al extranjero; a un país donde Hortensia no entienda el idioma. Federico . — ¿Que el martes serán ustedes ricos, doctor? BREMÓN . — Sí; y Emiliano también. Y Ricardo. Y Valentina. EMILIANO . — ¿Eh? ¿Yo rico? Doctor, no juegue usted con el corazón de los puntos… Explíquese… BREMÓN . — Por eso ha sido el venir: porque, a fin de esta semana, vencen los seguros de vida que nos hicimos en mil ochocientos sesenta, cuando nos tomamos las sales. EMILIANO . — ¡¡Arrea!! ¡Pues es verdad! Federico . — ¿Y les corresponden…? BREMÓN . — Un millón de pesetas a cada uno. L os OTROS . — ¿Un millón?

BREMÓN . — Me ha telefoneado el director de la Compañía de Seguros y le he citado aquí, para que estemos todos juntos cuando venga. EMILIANO . — Pero… ¿Y nos pagará? Porque yo no creo ni en las compañías de seguros ni en las píldoras Pink. BREMÓN . — Ellos se resisten a creer que vivamos, y pensarán que somos unos suplantadores; pero cuando les demostremos que nosotros somos nosotros, no tendrán más remedio que pagar. EMILIANO . — Menos mal; porque con esto de no morirse uno nunca, siempre se está alcanzado de dinero. Federico . — Lo celebro de veras por mis padres, doctor; porque teniendo dinero otra vez, podrán seguir su vida sin quitarme a mí nada de la caja. BREMÓN . — ¿Cómo? Pero ¿es que le han quitado a usted…? Federico . — Sí, señor. Esa ha sido su última trastada. BREMÓN . — ¡Vamos!… ¡Qué muchachos estos!… ¡Qué muchachos!… EMILIANO . — (Que está en la izquierda con Fernando.) Aquí vienen los chavales, Federico. Fernando . — Yo no quiero presenciar el disgusto. (Va hacia la derecha.) MARGARITA . — Haces bien. Yo tampoco. Y así hablaremos dos palabras tú y yo. Con permiso… (Se va detrás de Fernando, por la derecha.) ELISA . — ¡Por Dios, Federico!… ¡No les regáñes mucho!… ¡Piensa que, al fin y al cabo, son nuestros padres! ¡Ay, todo esto es superior a mis fuerzas! (Vuelve a su llanto.) HORTENSIA . — (Consolándola) Doña Elisa… (Por la izquierda aparecen, primero, Valentina, y, luego, Ricardo.) VALENTINA . — (Tímidamente.) ¿Se puede? ELISA . — Angelitos… Preguntan si pueden… Federico . — Adelante… (Entran Valentina y Ricardo. Parecen, efectivamente, dos muchachitos de dieciséis y dieciocho años, respectivamente. Se detienen en la puerta.) VALENTINA . — Buenas tardes a todos… RICARDO . — Buenas tardes. HORTENSIA . — Valentina querida (Va con Bremón hacia ellos.) VALENTINA . — ¡Hortensia! RICARDO . — ¡Hola, Ceferino! BREMÓN . — ¡Hola, chaval! VALENTINA . — ¡Qué guapa y qué joven estás! HORTENSIA . — ¡Sí; puedes hablar tú, que eres una niña! ELISA . — ¡La verdad es, Federico, que da gusto verlos!… ¡Qué soles de padres!… Federico . — Sí; muy ricos son los dos. ¡Muy ricos!… (Valentina y Ricardo cesan en su conversación con Bremón y Hortensia al oír la última frase de Federico.) EMILIANO . — (Aparte, a Valentina y Ricardo, por Federico.) ¡Está que muerde! Y como estrenó el mes pasado dentadura postiza, anda con ojo. (Bremón y, Hortensia, prudentemente, vuelven a sus puestos anteriores.) Federico . — ¿Qué? Satisfechos de vuestra hazaña, ¿eh? RICARDO . — Te aseguro, hijo mío… Federico . — Sí, ya sé lo que vas a decirme, papá; disculpas y mentiras y promesas de que no volverá a ocurrir; pero estamos hartos…, ¡estamos ya hartos!… ELISA . — ¡Federico, por Dios! Federico . — ¡Y lo que hicisteis ayer colma la medida!… ¡Habéis derrochado lo vuestro y ahora habéis llegado a lo más que pueden llegar unos padres!… ¡A lo más vergonzoso y a lo…! VALENTINA . — Bueno, hijo mío; ya está bien. Federico . — ¿Qué? VALENTINA . — Que ya está bien, hijo mío. Que, por mi parte, no estoy dispuesta a permitir que nos gritéis, porque nunca os lo aguanté yo, y no voy a aguantarlo ahora al cabo de los años. (A Ricardo.) Tú siempre has tenido el defecto de ser demasiado blando con los hijos, y ya ves el resultado: que nos falten al respeto. RICARDO . — Sí; tienes razón. Federico . — (A punto de estallar.) Pero… VALENTINA . — No hay pero que valga, Chichín. Suponiendo que nosotros hiciésemos algo malo, que no hacemos más que lo propio de nuestra edad, deber de hijos es disculpar a los padres, no acusarlos. Federico . — (Compungido.) Pero, ¡mamá!

RICARDO . — (Recobrando su dignidad de padre.) Eso es… Y si hemos distraído una cantidad de la caja, a nadie tenemos que dar cuentas, porque somos los padres y, como padres, dueños de todo. Federico . — (Compungido.) Pero, ¡papá! RICARDO . — ¡Y ya te estás callando!… VALENTINA . — Chichín, ni una palabra más. Toma ejemplo de Chichita, que es bastante más dócil que tú… Federico . — Bueno, muy bien… Es todo lo que me quedaba que oír; a mis años… EMILIANO . — ¡Y al mes de estrenar la dentadura! VALENTINA . — Más años tenemos nosotros… RICARDO . — ¿Se habrá visto arrapiezo semejante? EMILIANO . — Dale un par de azotes, Ricardo. Federico . — ¡Y encima eso!… ¡Y encima eso!… ¡Tener que aguantar eso!… (Se va echando chispas por la izquierda.) ELISA . — ¡Válgame Dios! ¡Esta situación me vuelve tarumba, Emiliano! EMILIANO . — ¡Y a cualquiera, hija; a cualquiera! ELISA . — (En el mutis, hablando para sí.) Y luego se extrañan de que diga una cosa por otra y de que tome una la sopa con tenedor. (Se va por la derecha.) EMILIANO . — (Refiriéndose a los que se han ido.) Bueno; los tenéis hechos polvo, ¿eh? Y yo creo que llevan razón ellos. RICARDO . — Todos llevamos razón, Emiliano. Ellos son viejos y piensan y sienten como viejos; pero ése no es motivo para que quieran sacrificarnos a nosotros en plena juventud feliz, que se nos va de las manos por días… BREMÓN . — ¡Ahí le duele, que hay que aprovechar cada hora! VALENTINA . — ¿Cada hora? Cada minuto… Cada segundo hay que aprovecharlo y estrujarlo, y consumirlo en reír y en disfrutar del sol, del aire y de la luz que lleva uno dentro. Y en quererse… (Se abraza a Ricardo.) BREMÓN . — En quererse. Está dicho. (Se abraza a Hortensia.) Tú, Emiliano, no puedes comprendernos… EMILIANO . — No, señor. Para mí, morirse es un error. BREMÓN . — ¡Qué va a serlo! L os TRES . — ¡Qué va! BREMÓN . — Morirse es un acierto estupendo… Morirse es vivir… Cuando se ha sabido aprovechar la vida, morirse es vivir. De igual modo que cuando no se ha sabido aprovechar la vida, vivir es morirse. RICARDO . — Entonces, viva la vida; pero viva también la muerte. BREMÓN . — Eso, eso… TODOS . — ¡Vivaaa! BREMÓN . — No te envidiamos tu inmortalidad, Emiliano. ¿Qué vas a ver con los tiempos que corren en Europa? ¿Jaleos políticos? EMILIANO . — Pues no crea usted que no estoy interesado en eso. Lo único que me chincha es pensar que pueda llegar el reparto…, porque como he sido cartero… (Por el foro aparece Florencia con una bandeja y una tarjeta en ella.) FLORENCIA . — Doctor… BREMÓN . — ¿Qué hay? FLORENCIA . — Este caballero, que dice que el señor le ha citado aquí para un asunto importante. BREMÓN . — ¡Ah! Será el director de la Compañía de Seguros… Que pase. (Florencia se va de nuevo.) Es verdad, que no os lo he dicho. En esta semana vencen los seguros que nos hicimos el año sesenta. RICARDO . — Yo creí que no vencían hasta Junio… BREMÓN . — En Junio seremos todos ricos. VALENTINA . — Ricos… RICARDO . — Ricos… BREMÓN . — (Leyendo la tarjeta.) Justo… Él es… «Bienvenido Corujedo, director de…» EMILIANO . — ¿Corujedo? Pero oiga usted; ¿no se llamaba también Corujedo el agente aquel que nos firmó las pólizas? BREMÓN . — Pues es verdad. HORTENSIA . — ¿Será el mismo? BREMÓN . — ¡Cómo va a ser el mismo, si hace de eso setenta y cinco años! EMILIANO . — ¿A ver si ha habido algún otro que ha inventado sales de usted? BREMÓN . — No diga simplezas. Lo que puede ocurrir es que sea hijo o nieto de aquel Corujedo, que el negocio de los seguros haya pasado de padres a hijos… VALENTINA . — Sí, claro… RICARDO . — Eso será. (Por el foro, Florencia.) FLORENCIA . — Pase usted, caballero.

(En el foro aparece Corujedo. Es un hombre de treinta años, parecidísimo al Corujedo del primer acto; muy bien vestido. Florencia se va. Los personajes que están en escena miran fijamente a Corujedo.) BREMÓN . — Sí, justo… Eso es… Pariente del otro. RICARDO . — No hay más que verle. HORTENSIA . — Basta verle. VALENTINA . — La misma cara. EMILIANO . — Idéntica… Idéntica… CORUJEDO . — (Un poco extrañado.) Buenas tardes. BREMÓN . — Y la misma voz. HORTENSIA . — La misma… (Contemplándole de cerca.) EMILIANO . — ¿A ver? Y las mismas narices… BREMÓN . — No, perdona, Emiliano; pero las narices las tiene este señor menos puntiagudas. CORUJEDO . — ¿Eh? EMILIANO . — ¡Qué va!… Míreselas usted así, de perfil.. Tan apinochadas como las del otro. (Le da la vuelta a Corujedo como si fuera un mueble.) BREMÓN . — (Examinándole.) ¡Pchs!… De perfil, sí; pero… Bájele la cabeza. (Emiliano le baja la cabeza.) Ahora súbasela… (Emiliano se la sube.) Sí, sí. Son las mismas narices. CORUJEDO . — ¿Y puede saberse a qué narices viene esto? BREMÓN . — Perdone usted, señor Corujedo… No sé cómo decirle que disculpe nuestra actitud, pero nos ha sorprendido tanto el verle… CORUJEDO . — No, no, no… Si todo ocurre porque tiene que ocurrir. Si está bien. BREMÓN . — ¿Eh? CORUJEDO . — Lo que quiero yo saber, por ser de capital importancia, es a quién se referían ahora ustedes cuando hablaban de mis narices. BREMÓN . — Nos referíamos al agente que en mil ochocientos sesenta contrató nuestros seguros… CORUJEDO . — Al agen… EMILIANO . — Y que también se llamaba Corujedo: Elías Corujedo. CORUJEDO . — ¡Mi madre! EMILIANO . — ¿Veis cómo os decía yo que eran parientes? Era su madre. VALENTINA . — Pero ¿cómo iba a ser su madre, Emiliano? CORUJEDO . — ¡Mi abuelo! EMILIANO . — Su abuelo. Era su abuelo. CORUJEDO . — Pero, entonces…, pero, entonces, ¿es verdad? TODOS . — ¿Qué? CORUJEDO . — (Pasándose la mano por la frente, como el que se ve obligado a creer lo increíble.) ¿Entonces ustedes son los que contrataron los seguros con mi abuelo: Ceferino Bremón, de ciento treinta años, y Hortensia Álvarez, de ciento quince? EMILIANO . — Se vuelve loco, claro. CORUJEDO . — Y Emiliano Menéndez, de ciento diecinueve. EMILIANO . — Servidor. BREMÓN . — Y Ricardo Cifuentes, de ciento diez, y Valentina Díaz, de ciento cinco… (Corujedo hace una leve pausa, mirándoles alternativamente, y de pronto da un salto corriendo a todo correr por el foro.) RICARDO . — Que se va… EMILIANO . — Loco perdido, claro. RICARDO y VALENTINA . — (Al mismo tiempo.) ¡Corujedo! HORTENSIA . — Señor Corujedo… (Salen corriendo todos detrás de él.) BREMÓN . — ¡Que no salga a la calle! Que lo va a contar. EMILIANO . — Descuide usted, doctor, que yo le agarro. (Mutis de todos por el foro, corriendo a todo correr. Por la derecha aparecen Margarita, víctima visible de un terrible disgusto, y Fernando, también con muestras de hallarse viviendo una fuerte crisis.) Fernando . — Te callarás… No se lo dirás a nadie. MARGARITA . — Ahora mismo se lo digo a todos para que tomen cartas en el asunto. ¡Infame!… ¡Pero qué digo infame: imbécil y gracias!… Eso es lo que tú eres: ¡un imbécil! Fernando . — Margarita. MARGARITA . — Cualquier otra infidelidad te la habría pasado, porque te he querido, y cuando se quiere, se perdonan las cosas… ¡Pero hacerme de menos con… Mi abuela!… ¡Saber que estás enamorado de mi abuela!… ¡¡De mi abuela!!…

Fernando . — ¿Por qué ese tono despectivo de «mi abuela, mi abuela»? ¡A ver si es que no está estupenda tu abuela! MARGARITA . — Fernando… Fernando . — ¿Tengo yo la culpa de vivir en una casa donde todos rezumáis tristeza, los hijos y la nieta, y en la que los únicos que son alegres y optimistas son los abuelos? ¿Que me siento atraído por la abuela? Naturalmente… ¡Y mi lástima es no haber conocido a la bisabuela, porque dicen que Valentina es su vivo retrato!… MARGARITA . — Eso faltaba. Fernando . — Y si me gusta tu abuela, en último término, échate la culpa a ti misma, que no tienes la gracia de ella, y su seducción y frescura. MARGARITA . — Frescura…, esa es la palabra. Fernando . — No la ofendas. Que ni ella tiene la culpa de lo que pasa por mí, ni está enterada siquiera. MARGARITA . — Pero va a estarlo muy pronto… Y ahora mismo lo sabrán mamá y el tío. Fernando . — ¡Margarita! MARGARITA . — No me importa el escándalo… No me importa descubrirlo todo… Pero esto no lo aguanto… Yo haré que te tengas que ver las caras con el abuelo. (Se va, furiosa, por la izquierda.) Fernando . — ¡Con el abuelo!… ¡Me va a obligar a pegarme con el abuelo!… ¡Con lo joven que está!… ¡¡Margarita!! (Se va, detrás de ella, por la izquierda. Por el foro vuelven a entrar Corujedo, Bremón, Ricardo, Emiliano, Valentina y Hortensia. Vienen ya hablando tranquilamente. Corujedo, en el centro del grupo, oyendo las explicaciones que le dan.) CORUJEDO . — Pero, señores, si parece un sueño. BREMÓN . — Un sueño que es una realidad rotunda, señor Corujedo. VALENTINA . — Cinco realidades. HORTENSIA . — Eso es… Cinco realidades: una por persona. EMILIANO . — En fin: ¿ve usted esa panoplia? Pues ahí tiene usted el traje y las armas que usaba yo en la isla. Y eso son unas botas que usé más de sesenta años, porque las unté con las sales, y que luego se me ocurríó también untarlas con el alcaloide de la juventud, y ya ve usted: se me han convertido en sandalias… (Todos ríen.) CORUJEDO . — ¡Es maravilloso…! (A Bremón.) ¡Y usted, doctor, el científico más grande del mundo! BREMÓN . — Lo fui, lo fui… Pero ahora ya no sé una palabra de nada… Estoy hecho un berzotas… EMILIANO . — Entonces, señor Corujedo, ¿nos pagarán ustedes los seguros? Porque yo tengo desde niño cierta escama financiera. CORUJEDO . — Los casos de ustedes no tienen precedente, y lo natural sería ir a un pleito; pero tampoco tienen precedentes los descubrimientos del doctor Bremón, y ¿qué menor premio se merecen que esos cinco millones?… BREMÓN , RICARDO , VALENTINA y HORTENSIA . — (Al mismo tiempo.) ¡Corujedo! CORUJEDO . — Después de todo, al obrar así, la Compañía de Seguros que dirijo no hace más que adelantarse al homenaje mundial de que pronto será usted objeto, doctor. BREMÓN . — ¡No, eso no, por Dios! Le suplico, amigo mío, la reserva más absoluta acerca de… CORUJEDO . — Pero ¿cree usted que eso puede ocultarse? Se enterarán mis socios. Correrá la noticia… BREMÓN . — ¿Y si nos vamos todos de incógnito a vivir en el extranjero? CORUJEDO . — Eso podría ser una solución. De todo hablaremos más despacio; yo, por el momento, con el permiso de ustedes… (Inicia el mutis. Dentro se oye gritar a Federico.) Federico . — ¡¡Ahora mismo!! Esto hay que resolverlo ahora mismo. CORUJEDO . — ¿Qué es eso? RICARDO . — Nada. Mi hijo, que tiene un genio imposible. (Van haciendo mutis Emiliano, Bremón, Corujedo y Ricardo, hablando, por el foro. En ese instante, por la izquierda, entran Federico, que está fuera de sí; Margarita, Fernando y Elisa, hecha cisco otra vez, le siguen.) Federico . — ¡El colmo!… ¡El colmo!… ¡¡Papá!! RICARDO . — ¿Qué? MARGARITA . — Tío. Fernando . — Federico… ELISA . — ¡Federico, por la Virgen!… Federico . — ¡¡Mamá!! VALENTINA . — ¿Qué pasa? Federico . — ¿Qué pasa? ¿Quieres saber lo que pasa? Fernando . — Federico, calla. Federico . — No me callo. Pasa, que mi sobrino, el marido de tu nieta, está enamorado de ti… Eso pasa. VALENTINA . — ¿Eh? RICARDO . — ¿Cómo? Federico . — A eso han conducido vuestras locuras… A que esta casa sea Sodoma y Gomorra…

ELISA . — De ésta…, de ésta me chiflo. (Cae en el diván.) MARGARITA . — ¡Mamá! RICARDO . — Pero ¿qué estás diciendo? ¿Qué estupidez es ésa? Fernando . — No es ninguna estupidez… RICARDO , VALENTINA y HORTENSIA . — ¿Eh? (En este momento, por el foro, entran Emiliano y Bremón, que vuelven de despedir a Corujedo.) Fernando . — Ya me he hartado de fingir… Estoy enamorado de Valentina. Sí, ¿y qué? EMILIANO . — ¡Arrea! BREMÓN . — ¡Fernando! Fernando . — ¡Estoy enamorado de ella como un loco! Sí. ¿Y qué? RICARDO . — Pero ¿cómo que y qué? ¡Pues que te parto el alma ahora mismo! (Avanza hacia él.) VALENTINA . — ¡Ricardo!… TODOS . — ¡Ricardo!… (Le sujetan.) ELISA . — ¡Aaaaay!… MARGARITA . — ¡Mamá!… ¡No te chifles, por Dios! HORTENSIA . — ¡Elisa!… VALENTINA . — ¡Hija mía, lleváosla!… ¡Lleváosla, que no oiga esto! Federico . — ¡Pobre hermana! Ven. ELISA . — ¡Ay!… ¡Estos padres!… ¡Estos padres!… (Se la llevan, por la izquierda, entre Federico, Hortensia y Margarita.) Fernando . — ¡Suéltenle!… ¡Suéltenle!… ¡Si no me da miedo!… RICARDO . — ¿Que no te doy miedo?… ¡Maldita sea! EMILIANO . — ¡Ya podrás, Fernando! ¡Atreverte con un hombre que tiene ciento diez años!… VALENTINA . — ¡Quieto, Ricardo!… ¡Y tú, cállate, mocoso! Fernando . — ¿Mocoso? VALENTINA . — ¡Mocoso, sí!… (Hortensia vuelve a salir por la izquierda.) La que tiene que arreglar esta cuestión soy yo, y la voy a arreglar con dos palabras. Te he llamado mocoso porque no tienes más que treinta años, y yo ciento cinco, y para mí eres un mocoso. Pero piensa, además, que cada año que pasa tengo uno menos, y apréndete de memoria — y no lo olvides — que cuando tú tengas treinta y cinco años, yo tendré once, y cuando tú tengas cuarenta, yo tendré seis. Fernando . — ¿Que cuando yo tenga cuarenta, ella tendrá seis? Hortensia… (La abraza.) HORTENSIA . — ¡Claro, hombre! La abuela es muy joven para ti. BREMÓN . — ¡Eh!… Tú… Pollito. (Le quita de los brazos a Hortensia.) EMILIANO . — (A Fernando.) ¡Abráceme usted a mí, que soy soltero! VALENTINA . — ¡Ay! (Vacila, como si se marease.) RICARDO . — ¡Valentina!… BREMÓN . — ¿Qué te pasa? HORTENSIA . — ¡Valentina!… (Va hacia ella.) VALENTINA . — Nada; no es nada. Lo esperaba. (Le habla aparte a Hortensia.) RICARDO . — ¿Que lo esperabas? HORTENSIA . — Pero ¿es que?… VALENTINA . — Sí, Hortensia. RICARDO . — ¿Qué dices? ¿Qué dices? (La abraza, emocionado.) EMILIANO . — (A Fernando.) Mi querido Romeo: Julieta va a tener un heredero… Renuncie usted a ella definitivamente. Fernando . — ¡Un hijo!… ¡Un hijo, ella! (Se va destrozadísimo por primera izquierda.) BREMÓN . — ¡Un hijo!… ¡Juventud redonda!… HORTENSIA . — ¡Vuestra felicidad completa!… VALENTINA . — (Ocultando el rostro.) ¡Pobrecito!… ¡Pobrecito!… RICARDO . — ¡Valentina!… HORTENSIA . — ¿Pero lloras?

VALENTINA . — ¿Qué quieres que haga? ¡Pobrecito hijo mío!… ¿Quién le atenderá? ¿Quién velará por él? EMILIANO . — ¡Hombre, yo, que soy el niñero vitalicio! VALENTINA . — Pronto me echa el Destino a la cara mis palabras de antes: cuando mi hijo tenga dos años, yo tendré quince; cuando él tenga cuatro, yo tendré trece… Luego seremos niños los dos… ¡Cómo nos querremos!… ¡Qué amor y qué dichas infinitas habrá en nuestros juegos!… Pero él seguirá creciendo, y yo, y yo… ¡Oh, qué horror!… ¡Qué horror! (Se abraza a Ricardo y hay un silencio impresionante.) BREMÓN . — ¡Quién sabe!… ¡Hay que confiar en las fuerzas de la vida! VALENTINA y RICARDO . — (Al mismo tiempo.) ¿Eh? EMILIANO . — ¡Mi madre! ¿A que se le ha ocurrido otra cosa aún? BREMÓN . — No es que quiera alentaros… Pero yo… Lo único que no veo claro en mis experiencias, es el final. Cuando éste convirtió en niño al marido de Hortensia, yo me propuse estudiar el fenómeno en él; pero como tuvimos la mala pata de que muriera de tos ferina a los dos años…, sigo sin saber qué será de nosotros. Nos haremos niños, llegaremos a tener nada más que un mes, y luego, quince días después, sólo unas horas de vida, y al fin, ya únicamente nos quedarán unos minutos… Pero en la Naturaleza no muere nada; ¿y quién sabe si al cumplir el último segundo de vida, no empezaremos a cumplir el primero otra vez? (Todos, al oírle, parecen revivir y vuelven a la alegría.) RICARDO y VALENTINA . — (Al mismo tiempo.) ¡Bremón!… HORTENSIA . — ¡Ceferino!… EMILIANO . — Y volverán ustedes a vivir… Me la estaba oliendo. Yo les esperaré a pie firme, con el hijo de Valentina, que ya irá a la Universidad, y usted, doctor, volverá a estudiar la carrera de Medicina. BREMÓN . — ¿Medicina? ¿Y si descubro alguna otra sal? EMILIANO . — Eso, no… Entonces, se dedicará usted al fútbol. HORTENSIA . — Y yo seré su árbitro. EMILIANO . — Y le pitaremos todos. (Gran alegría. Por la izquierda, Federico.) Federico . — ¡Mamá!… ¿Un hermanito? ¿Un hermanito? VALENTINA . — O una hermanita, sí. EMILIANO . — O un hermanito y una hermanita a un tiempo, que se dan casos. VALENTINA . — Pero, por Dios, no le digáis nada a Elisa, que si sabe esto es cuando se trastorna del todo. ELISA . — (Dentro.) ¡Ja, ja, ja! BREMÓN . — Ya está. Ya se lo han dicho. RICARDO . — ¡Chalada! EMILIANO . — Voy a telefonear al manicomio. (Por la izquierda aparece Elisa.) ELISA . — (Haciendo esfuerzos por no reír, pero sin conseguirlo.) Si no estoy loca, si no estoy loca… Si me río de que…, ¡ja, ja!…, de que si a vosotros, que sois mis padres, tengo que llamaros nietos, ¡ja, ja, ja!…, que ¿cómo tendré que llamar al que nazca?

Telón

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