El actual mundo es cambiante y nada permanece. Lo que ayer era dado por supuesto hoy es falso. Nada es lo que era porque el cambio es un acontecimiento constante; y siempre ha sido así, todo siempre ha cambiado. Lo que hoy en día sucede es que el cambio c


El actual mundo es cambiante y nada permanece. Lo que ayer era dado por supuesto hoy es falso. Nada es lo que era porque el cambio es un acontecimiento constante; y siempre ha sido así, todo siempre ha cambiado. Lo que hoy en día sucede es que el cambio contrasta y nos apercibimos de él. El fenómeno de la precipitación se hace evidente al no tener la misma forma que el concepto que lo padece (el sujeto); la forma del cambio es más rápida que la de la mente y caben más grados de cambio de los que se pueden percibir.
Todos estamos sujetos al fenómeno de la precipitación en una distancia mínima con la forma de su concepto. El mínimo de la representación es el sujeto. Ya sea usted, su amante, su jefe, yo mismo, o su padre, todos somos sujetos, sujetos de una representación precipitada.
Todos hemos experimentado cómo un leve ruido constante se hace consciente al desaparecer. Buenos ejemplos de ello son el sonido de la lavadora o el aspirador. Vivimos entre ruido y no nos damos cuenta. Cuando el ruido cesa nos damos cuenta de que era molesto porque anteriormente era una molestia sorda. Sin lugar a dudas que si alguien hubiese dicho “¡qué pesadez de ruido!” todos compartiríamos la misma molestia. Somos así, ineptos para la filosofía; sólo hay filosofía cuando algo se hace primero a la mente. Es por ello que el sociólogo primero va al ritmo de lo que es primero al ser del tiempo social, lo que condiciona primeramente su concepto.
Los conceptos sociológicos son vacíos si no tienen como primera referencia lo que se da primeramente a la mente que los piensa. Cuando acuden a sus trabajos, ponen la televisión, van al cine, pagan sus facturas o van a comer con sus familias o amigos forman parte de un colectivo psicológico que está formalizado alrededor de un concepto solidario.
La sociología del trabajo comprende un horario, un sistema de retribución, unas metodologías, etc., etc.; las cadenas de televisión se ajustan al público objetivo de sus anunciantes preferentes y lo casan con el posicionamiento estratégico de la cadena, emiten ciertos programas a ciertas horas, etc.; se va al cine a ver las películas de mayor éxito o las que más gustan a determinado colectivo, las que cuentan con ciertas estrellas y ciertos premios, etc.; las facturas se pagan por medio de un recibo bancario en determinada fecha del mes que condiciona el presupuesto familiar; y comen con amigos y familiares en un ritual que se celebra en determinados sitios con determinados protocolos. El objeto común de todo ello es que están condicionados por una forma que hace común su experiencia psíquica: trabajan, ven la televisión, van a cine, pagan, y se reúnen con familiares y amigos.
Si las empresas cierran no hay trabajo al que ir, si no tienen televisión no pueden verla, si no hay estrenos no van al cine, si no tienen teléfono no pagan la factura, y si no conocen a nadie no se reúnen con nadie. No hay concepto solidario sin una psicología que sea común a algo.
Todos nos reconocemos por la mañana en el espejo al peinarnos porque todos nos miramos por la mañana en espejos después de ducharnos para ir peinados. Los espejos y los peinados son mucho más importantes para el sociólogo que las individualidades que se miran en espejos para peinarse; la individualidad es un grado incierto sociológicamente. Sólo hay individuo en la comunidad que lo hace posible.
El individuo es sociológicamente un malentendido de sociólogos con vocación de periodistas. Sólo roba quien tiene algo que robar, pega quien tiene a quién pegar, es infiel quien tiene con quién ser infiel.
El consejo de Sócrates, que diferenciaba al hombre del animal, sobre que nadie se indigna moralmente con un animal sólo dice lo poco que Sócrates pensó sobre la condición moral del hombre y la lógica de su padecer. El hombre se indigna con el mundo con una moral en principio indiscriminada, sin cara, desde sí mismo y con la forma del otro; se reconoce y coge forma en la cara del otro. El hombre, sin el otro, es un encarcelado sin salida. Todos somos irritables, y no hay forma más expresiva de la irritación que la cara del otro. Uno mismo, en este sentido, es una variedad de uno mismo desde la lógica de ser otro. Estrictamente, no hay uno mismo; uno mismo es el encarcelado.
La responsabilidad del individuo, ser uno con su representación, es filosóficamente una injusticia. No hay individuo que no sea psicológico, y la psicología no tiene forma por sí, por la propia pscología. El individuo es parte de un concepto, y la psicología es un grado de diferentes individuos. Pongan en un continuo a muchos individuos y verán hacia dónde van todos: van de unos a otros, y nadie va solo.
Hay en este sentido una teoría esencialmente individualista popularizada por el gran filósofo Friedrich Nietzsche que hace un mundo del individuo, de sí a sí como objeto de creación, un simismo de devenir eterno (ahistórico). Es, quizás, su idea más conocida: la doctrina del superhombre, una teoría excitante habitualmente enseñada como si se tratase de un héroe de la Marvel, como spider-man o Hulk (la sociología del cómic es más una sociología de la cultura y el arte que una sociología del conocimiento). El superhombre no es un héroe sino un mártir de la superación de uno mismo, un ocaso forzado por un nuevo día. Superhombre debiera ser traducido al castellano por hombre superior y no por superhombre. A pesar de que el pensador italiano Gianni Vattimo propuso traducir superhombre (Übermensch) por ultrahombre, desde una interpretación fenomenológica como la mía preferimos hombre superior, hombre que supera
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