Desde la Edad Media el régimen más común de propiedad de la tierra fue la amortización; vinculados a una persona jurídica, los bienes amortizados se detentaban por sus propietarios en régimen de posesión, lo que permitía disfrutar de su usufructo, pero no cabía la posibilidad de cambiarlos o venderlos. Esta situación se ratificó en España con las Leyes de Toro de 1505 en las que se instituyó el mayorazgo para evitar la pérdida de poder económico de la nobleza por el fraccionamiento de sus bienes derivado de herencias o ventas. Fueran propiedades señoriales, eclesiásticas o municipales y procedieran de uno u otro origen, lo cierto es que los grupos privilegiados se hicieron con unas grandes propiedades que les facilitaron la vida como rentistas y el mantenimiento de su posición socioeconómica dominante, aunque esta masa patrimonial de bienes amortizados quedó fuera del circuito económico del mercado puesto que, al estar jurídicamente vinculados, no se podían poner en venta.
Las doctrinas fisiocráticas de la Ilustración criticaron este régimen de propiedad por considerarlo poco racional y un lastre para la modernización de las explotaciones, tanto más por ser sus beneficiarios “manos muertas E es decir, personas e instituciones exentas del pago de impuestos. Además lamentaban que los campesinos no pudieran adquirir la propiedad de las tierras que cultivaban, limitándose en el mejor de los casos a ser arrendatarios que debían afrontar no sólo elevadas rentas, sino también una excesiva presión fiscal. El remedio para la situación pasaría porque el Estado arbitrara los mecanismos precisos para hacerse con las tierras amortizadas y ponerlas posteriormente en venta, planteamiento que los liberales decimonónicos compartirían entendíéndolo como un elemento clave para la desaparición del Antiguo Régimen y para la generación de una riqueza que permitiría el saneamiento de la Hacienda Pública a través de la recaudación fiscal. Para ellos el único modo de hacer del campo una fuente de ingresos para la Hacienda nacional y un elemento dinamizador de la ya atisbada revolución industrial era una reconversión del mundo agrario que pasaba por una modificación de la estructura de la propiedad, haciendo que los propietarios de las tierras aplicaran sobre ellas criterios “empresariales Eque aumentaran la productividad y generaran la riqueza suficiente para incrementar la demanda de productos industriales y, vía impuestos, llenar las arcas del Estado. Desde estos planteamientos, el liberalismo acometíó las desamortizaciones, estructuradas siempre en dos pasos sucesivos: a) la nacionalización, con o sin indemnización, de los bienes de “manos muertas» b) la venta de estos bienes a propietarios individuales.
Las grandes desamortizaciones decimonónicas tuvieron importantes antecedentes en España, que parten desde la Real Provisión del conde de Aranda en 1766, que permitíó el arrendamiento de tierras de propiedad municipal a los vecinos más necesitados, medida que no ofrecíó grandes resultados y que además, al tratarse de alquileres, no puede considerarse como una verdadera desamortización, consideración que tampoco merecen las reformas impulsadas por el intendente Olavide poniendo en el mercado tierras procedentes sobre todo de las propiedades confiscadas a la Compañía de Jesús tras su expulsión en 1767. De hecho, el primer proceso de nuestra historia que podemos considerar como desamortizador en sentido estricto será la denominada desamortización de Godoy, entendida como solución a los problemas crónicos de la Hacienda española durante el reinado de Carlos IV y aplicada una vez fracasadas otras iniciativas, como la emisión de deuda pública a través de “vales reales E así en 1798 se promulgó una Real Orden que afectó a bienes de distintas instituciones vinculadas a la Iglesia, como Cofradías, Casas de Misericordia u Obras Pías. Aplicada durante diez años hasta su paralización por Fernando VII en 1808, acabó suponiendo, según cálculos de Richard Herr, la confiscación y venta de una sexta parte de los bienes de la Iglesia española. Ya durante la Guerra de la Independencia tanto las autoridades francesas como los liberales gaditanos aprobaron diversas medidas desamortizadoras, entre las que sobresalen, de un lado, las confiscaciones que siguieron al Decreto firmado por José Bonaparte en 1809 para la abolición de las Órdenes religiosas masculinas, y de otro las incautaciones promovidas por Canga Argüelles para la venta en pública subasta de los bienes confiscados a conventos y suprimidos durante la contienda, la Compañía de Jesús, la Inquisición
o las Órdenes Militares, sumándose además otros requisados a los afrancesados o parte de los baldíos municipales. De todos modos, ambos procesos se paralizaron con el retorno de “El Deseado Ey la promulgación de los Decretos de Valencia en 1814. Por último, precedente inmediato de las desamortizaciones isabelinas serán las disposiciones promulgadas en este sentido durante el Trienio Liberal y recogidas en Decretos promulgados en Octubre de 1820 que, esencialmente, supónían la aplicación de medidas aprobadas en su momento por las Cortes de Cádiz; lógicamente, la restauración del absolutismo en 1823 supuso la paralización de estas confiscaciones y ventas.
Fallecido Fernando VII en 1833, distintas causas hacen que el proceso desamortizador alcance sus mayores proporciones; entre éstas destacamos la necesidad que tiene la regente María Cristina de conseguir fondos para afrontar la guerra contra los carlistas, la favorabilidad a cualquier medida antieclesiástica de muchos españoles que rechazaban el apoyo de buena parte de la Iglesia a Carlos Mª Isidro y la presión de los compradores de propiedades desamortizadas durante el Trienio que exigían la restitución de las mismas, puesto que les habían sido arrebatadas, lo que consiguieron en 1835 durante el gobierno del conde de Toreno.
– La desamortización de Mendizábal.
El progresista Juan Álvarez de Mendizábal, impulsado por sus ideas reformistas y ante las necesidades económicas del Estado, será responsable de la denominada desamortización eclesiástica de 1836. En el Preámbulo del texto legal que la desarrolló se recogen sus principales objetivos socioeconómicos, financieros y políticos, entre los que podemos destacar los siguientes: acabar con el poder económico de los privilegiados para terminar con la sociedad estamental, permitir a los campesinos el acceso a la propiedad, aumentar la superficie de cultivo aplicando criterios que aumentaran la productividad, conseguir fondos que permitieran el sostenimiento de la guerra y el pago de la deuda pública que debía afrontar el gobierno y la creación de una nueva clase de propietarios afecta a la ideología liberal.
El proceso comenzó con el Decreto de 11-X-1835 que ordenó la exclaustración general de los conventos y la disolución de todas las Órdenes religiosas, con excepción de las dedicadas a la enseñanza y la asistencia hospitalaria; tras ello los bienes y rentas de estas Órdenes suprimidas quedarían afectados por el Decreto de 19-II-1836 que dictaba su expropiación por parte del Estado. Convertidas en bienes nacionales, estas propiedades eclesiásticas fueron vendidas en subasta pública, asignándose al mejor postor. Los lotes subastados sobrepasaron las posibilidades económicas de los pequeños propietarios y, por supuesto, del campesinado; por esto la gran mayoría de las tierras las compraron nobles o burgueses adinerados, por lo que aquel teórico objetivo de permitir el acceso a la propiedad a la gran masa de campesinos nunca se consiguió. De todos modos esta desamortización de Mendizábal fue especialmente importante, primero por su volumen, en segundo lugar por la rapidez con que se realizó y, sobre todo, porque significó la irreversibilidad del proceso de cambio en la estructura de la propiedad que se desarrolló a todo lo largo del Ochocientos, proceso al que contribuyó también en esos mismos años la Ley de desvinculación del patrimonio de la nobleza de 1837, que, desvinculando las tierras de sus propietarios, permitía su reparto o su venta. La desamortización mendizabalista continuó aplicándose incluso durante la Regencia de Espartero, en la que se pretendíó extenderla al clero secular, aunque con el acceso al trono de Isabel II los nuevos gobernantes moderados la detuvieron en un intento de recuperación de las buenas relaciones con la Iglesia que acabaría plasmándose posteriormente en el Concordato de Bravo Murillo.
– La desamortización de Madoz.
Durante el bienio esparterista -1854/1856- los progresistas de nuevo en el poder reanudarán la política desamortizadora impulsada por el ministro de Hacienda Pascual Madoz en 1855. Un Decreto de 3-V-1855 establecía la venta de toda clase de propiedades rústicas y urbanas pertenecientes al Estado, a la Iglesia, los bienes de propios, baldíos y comunes de los Municipios y, en general, todos los bienes que permanecieran amortizados, esta vez con indemnización, además de los que se habían expropiado a los Borbones carlistas. Tradicionalmente se ha llamado a ésta de Madoz desamortización “civil» por comparación con la “eclesiástica» de 1836; esto se debe a la venta en esta oportunidad de los propios y comunes municipales, si bien puede considerarse una denominación inexacta, pues fueron también muchos los bienes de la Iglesia que se pusieron en venta, especialmente del clero secular. Esta desamortización estuvo vigente, salvo el período entre Octubre de 1856 y 1858, hasta su derogación en 1924 y las cantidades recaudadas se emplearon en cubrir el déficit presupuestario del Estado, amortizar la deuda, realizar importantes obras públicas y reparar templos católicos.
CONSECUENCIAS
Económicas:
– El ingreso de más de 14.000 millones de reales en la Hacienda Pública.
– El acrecentamiento de la concentración de tierras en pocas manos, pues muchos de los grandes propietarios, dueños de las antiguas tierras vinculadas, aprovecharon las subastas para incrementar sus patrimonios.
– El incremento de la superficie cultivada y de la producción agraria
– Como aspecto negativo, cierta deforestación ante la tala indiscriminada de árboles para aumentar las tierras de labor u obtener un beneficio con la venta de la madera.
Sociales:
– Aunque no se formó una amplia clase media agraria, se sustituyó la estructura del Antiguo Régimen por otra capitalista.
– La expropiación de los bienes de propios, baldíos y comunes empobrecíó a los Ayuntamientos, al tiempo que la privatización de las tierras comunales afectó muy negativamente a la economía.
– El desmantelamiento casi por completo del poder económico de la Iglesia, cuya pérdida de recursos se acentuaría con otras medidas, como la supresión del diezmo en 1837.
– La exclaustración de miles de religiosos, iniciada por la Real Orden de 25-VII-1835 y la modificación del paisaje urbano por la desaparición de numerosos establecimientos eclesiásticos.
Políticas:
– Los beneficiados por las desamortizaciones se convirtieron en una masa de incondicionales a la causa liberal, aunque en el polo opuesto se encuentran quienes se mostraban más afines a la Iglesia, que rechazaban un proceso que directamente la perjudicaba.
– La escalada de tensiones entre la misma Iglesia y el Estado liberal.
En resumen, si uno de los grandes objetivos de la desamortización fue la creación de una nueva clase de pequeños y medianos propietarios rurales adeptos al régimen liberal, esto no se consiguió, desaprovechándose la ocasión de crear una clase media agraria. En ese sentido, fracasó como intento de reforma puesto que hizo más mísera la condición del campesinado. No fue ajena a esta situación Andalucía, donde se consolidó el latifundismo, quedando las grandes propiedades en manos de personas que poco hicieron para remediar los problemas de su campesinado.