El Declive del Imperio Español en el Siglo XVII: Validos y Expulsión de los Moriscos


Crisis y Decadencia del Imperio Español en el Siglo XVII

Los Validos

A partir de 1598, el gobierno español comenzó a alejarse del sistema de gobierno personal practicado por Felipe II y a superar las restricciones que existían para que se llevara a la práctica. En gran parte, el impulso hacia el cambio procedió de la propia administración. Pero Felipe III, a causa de su incapacidad, fue responsable del cambio más trascendental de todos: la creación de un cargo muy próximo al de ministro principal. El hecho de que no hubiera título para ese cargo, de que el ministro al que eligió fuera su amigo más íntimo, el Duque de Lerma, y de que el nombramiento de este último iniciara una línea permanente de validos, o favoritos, cuyo mérito principal era su amistad personal con el rey, ha deslustrado el proceso a los ojos de los historiadores posteriores y oscurecido aquellos elementos presentes en él que constituían una auténtica novedad institucional.

Es cierto que el nombramiento de validos fue, en parte, el sistema mediante el cual los últimos Austrias, huérfanos del talento y de la voluntad necesarios para el gobierno personal, trataban de desentenderse de los problemas de gobierno. Pero era algo más que eso. En primer lugar, era una forma de adaptarse a las circunstancias, pues la carga que suponía gobernar España y su vasto imperio era ya demasiado pesada como para que pudiera soportarla un solo hombre. En cuanto que mero problema administrativo, dado que la documentación aumentaba inexorablemente día tras día, era más de lo que se podía esperar que resolviera un ejecutivo unipersonal. Había llegado el momento de que el rey compartiera su carga y delegara una parte del poder.

El ascenso del valido no sólo reflejaba la ineptitud del rey y el desarrollo de la administración, sino también las ambiciones de la nobleza. En la nueva función desempeñada por Lerma y por sus sucesores puede verse, tal vez, una cierta reacción de la alta nobleza contra la figura del secretario, que se interponía entre aquélla y el rey en el reinado de Felipe II. En este sentido, la aparición del valido significó el intento aristocrático, si no de conseguir el control, al menos de monopolizar la corona, y el resultado fue una victoria política de los grandes sobre los hidalgos y la pequeña nobleza.

Durante el gobierno del Duque de Lerma, la administración experimentó un caos debido a la venta de cargos y dignidades y a la colocación en los puestos claves de familiares y clientes del duque (nepotismo). Felipe IV, con Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde Duque de Olivares (1587-1645), alcanzó el poder tras ser gentilhombre del príncipe de Asturias. Hombre inteligente, trabajador y enérgico, intentó llevar a cabo una serie de reformas exteriores e interiores que le enfrentaron a la nobleza, al clero y a los territorios de la periferia.

La Expulsión de los Moriscos

La Tregua de Amberes se firmó el 9 de abril de 1609. Ese mismo día, Felipe III tomó otra decisión: la expulsión de los moriscos de España. Los estadistas españoles de la época basaban sus decisiones en el cálculo y no en el accidente, y la política española nunca fue más calculadora que en 1609. Por fin, la situación internacional era propicia para una medida que se consideraba necesaria desde el punto de vista de la seguridad nacional. La distensión alcanzada gracias a la paz con Inglaterra en 1604 y con las Provincias Unidas en 1609 permitió a España concentrar sus fuerzas terrestres y marítimas en el Mediterráneo para garantizar la seguridad de la operación contra los moriscos.

En un período de empeoramiento del nivel de vida —los años 1604-1605 contemplaron una pronunciada recesión cíclica en el comercio de las Indias después de un largo período de expansión— no cabía esperar sino que se hiciera más agudo el resentimiento de las masas contra una minoría próspera. No hay que pensar que el gobierno español actuó siguiendo directamente los sentimientos de la opinión pública, pero su decisión reflejaba el malestar general, y también el estado de ánimo de los dirigentes de Castilla. Expulsar a los moriscos suponía liberar a España de un grupo al que desde hacía tiempo se consideraba como un enemigo nacional y, simultáneamente, asestar un golpe a favor de la ortodoxia religiosa, reforzando el poder y el prestigio castellanos. Para un gobierno que buscaba victorias sin grandes gastos, el factor psicológico no dejaba de tener importancia.

El problema fundamental que planteaban los moriscos era el de integración. Los moriscos seguían siendo un mundo aparte, con su propia lengua y religión, y una forma de vida que se basaba en la ley islámica. En Aragón y en Valencia, en donde descendían de aquellos a quienes se había impuesto la conversión forzosa, constituían un auténtico enclave del Islam en España, que se resistía a la cristianización y a la hispanización, con sus propios líderes y su clase dirigente, sus ricos y sus pobres, todos ellos inmunes a la integración. Y dado que su patria espiritual estaba fuera de España, se sospechaba que ocurría lo mismo respecto a su lealtad política.

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