Se venden cachorros
Un tendero estaba clavando sobre la puerta de su tienda un letrero que decía \»Se venden cachorros\». Letreros como ese tienen una atracción especial para los niños pequeños y efectivamente, un niño aparecíó bajo el letrero del tendero.
– ¿Cuánto cuestan los cachorros? -preguntó. -Entre treinta y cincuenta dólares- respondíó el tendero.
El niño metíó la mano en su bolsillo y sacó un poco de cambio, -tengo dos dólares con treinta y siete centavos- dijo -¿puedo verlos, por favor? El tendero sonrió y silbó, y de la caseta de los perros salíó \»Dama\», que corríó por el pasillo de la tienda seguida de cinco pequeñitas, diminutas bolas de pelo. Un cachorro se estaba demorando considerablemente. El niño inmediatamente distinguíó al cachorro rezagado: ¡era cojo!.
– ¿Qué le pasa a ese perrito?- preguntó. El tendero le explicó que el veterinario había examinado al cachorro y había descubierto que le faltaba una cavidad de la cadera y que cojearía por siempre. Estaría lisiado toda su vida. El niño se entusiasmó.
– Ese es el cachorro que quiero comprar -dijo. -No, tú no quieres comprar ese perrito. Si realmente lo quieres, te lo voy a regalar -dijo el tendero.
El niño se enfadó mucho. Miró al tendero directo a los ojos, y moviendo el dedo replicó: -No quiero que me lo regale. Ese perrito vale exactamente tanto como los otros perros y voy a pagar su precio completo. De hecho, ahorita le voy a dar $ 2,37 dólares y luego 50 centavos al mes hasta terminar de pagarlo. El tendero replicó: -Realmente no quieres comprar este perrito. Nunca va a poder correr , brincar ni jugar contigo como los otros cachorritos.
Al oír esto, el niño se agachó y se enrolló la pierna del pantalón para mostrar una pierna izquierda gravemente torcida, lisiada, sostenida por un gran aparato ortopédico de metal. Miró al tendero y suavemente le respondíó: -Bueno, pues yo tampoco corro tan bien que digamos, y el cachorrito va a necesitar a alguien que lo entienda.
Piensa: ¿Habrá veces que pienso como el tendero?
El ex-campanero
Un hombre humilde, sin ninguna formación, trabajaba en la iglesia de una pequeña ciudad del interior de Brasil. Su trabajo consistía en tocar la campana cuando señalaba el Padre. Pero un día cambiaron las cosas: el Obispo decidíó que todos los funcionarios de las parroquias de su obispado tenían que tener, como mínimo, estudios primarios. De esta manera pensaba estimular la educación pública. Pero para nuestro viejo campanero, analfabeto y demasiado mayor para empezar de nuevo, aquello significó el fin de su trabajo. Recibíó una pequeña indemnización, los agradecimientos de turno y una carta en la que se le comunicaba que había terminado su actividad en la iglesia. A la mañana siguiente, no teniendo nada que hacer, se sentó en un banco de la plaza para liarse un cigarro de mezcla. Les pidió prestado un poco a dos amigos que se encontraban allí, pero todos estaban con el mismo problema: había que ir a la ciudad vecina para comprar tabaco.
– Tienes tiempo de sobra -dijo uno de los amigos-. Tú vas a comprar tabaco y nosotros te pagamos una comisión. El ex-campanero empezó a realizar esa tarea regularmente. Con el tiempo vio que faltaban muchas otras cosas de la ciudad y comenzó a traer encendedores, periódicos y demás, hasta que se vio obligado a abrir una tienda, ya que cada vez le encargaban más cosas. La tienda prosperó, el hombre amplió su negocio y se convirtió en uno de los empresarios más respetados de la regíón. Trabajaba con mucho dinero y un buen día se le hizo necesario abrir una cuenta bancaria. El gerente lo recibíó con los brazos abiertos, el viejo sacó una bolsa llena de dinero en billetes de mucho valor. El gerente rellenó su ficha y finalmente le pidió al viejo que firmara.
– Lo siento -dijo éste-. No sé escribir. El gerente se quedó asombrado:
– ¿Entonces cómo consiguió todo esto siendo analfabeto?
– Lo conseguí con esfuerzo y dedicación.
-¡Enhorabuena! ¡Y todo sin haber ido jamás a la escuela! ¡Piense hasta dónde hubiera llegado si hubiera podido estudiar!
El viejo sonrió:
– Puedo imaginármelo muy bien. Si hubiera estudiado, todavía estaría dando las campanadas en aquella pequeña iglesia que usted puede ver desde la ventana.
El cucharón de plata
Federico vivía en un apartamento con Karla (su mejor amiga y compañera de oficina). Ante los ojos de las familias de Federico y Karla, ellos sólo compartían el apartamento y sus gastos. Jamás, nadie, podría comprobar lo contrario. Una noche Federico invita a su madre a cenar en su apartamento de soltero. Durante la cena la madre no pudo quitar su atención de lo hermosa que era Karla, la compañera de apartamento de su hijo.
Durante mucho tiempo ella había tenido sospechas de que su hijo tenía relación con Karla y al verla, la sospecha no pudo sino acrecentarse. En el transcurso de la velada, mientras veía el modo en que los dos se comportaban, se preguntó si se estarían acostando.
Leyendo el pensamiento de su madre, Federico le dijo: \»Mamá, sé lo que estás pensando, pero te aseguro que Karla y yo sólo somos compañeros de apartamento\».
Aproximadamente una semana después, Karla le comentó a Federico que desde el día en que su madre vino a cenar no encontraba el cucharón grande de plata para servir la sopa. Federico respondíó que, conociendo a su madre, dudaba que ella se lo hubiese llevado, pero que le escribiría una nota y la dejaría en un lugar visible en la casa de su madre, en la puerta del refrigerador. Que se sentó y escribíó:
\»Querida mamá: no estoy diciendo que tú tomaras el cucharón de plata de servir la sopa, pero tampoco estoy diciendo que no lo hicieras, el hecho es que éste ha desaparecido desde que tú viniste a cenar a mi apartamento. Con todo cariño, Federico\».
Unos días más tarde, sobre su escritorio, Federico encontró una nota de su madre que decía:
\»Querido hijo: no estoy diciendo que te acuestas con Karla pero tampoco estoy diciendo que no lo haces, pero el hecho es que si Karla se acostara en su propia cama ya habría encontrado el cucharón de plata de servir la sopa, puesto que yo lo dejé bajo sus sábanas. Con todo cariño, tú mamá\».
Mi paquete de galletas
Una noche estaba una mujer en un aeropuerto esperando varias horas antes de que partiera su próximo vuelo. Mientras esperaba compró un libro y un paquete de galletas para pasar el tiempo.
Buscó un asiento y se sentó a esperar. Estaba muy absorta leyendo su libro, cuando de repente notó que el joven que se había sentado a su lado estiraba la mano, con mucha frescura agarraba despreocupadamente del paquete de galletas que estaba entre ellos y comenzaba a comérselas, una a una. No queriendo hacer una escena ella trató de ignorarlo.
Un poco molesta la señora comía las galletas y miraba el reloj, mientras que el joven ladrón de galletas, sin vergüenza casi también se las estaba acabando.
La señora se empezó a irritar más y pensó para sí misma:
\»Si no fuese yo tan buena y educada, ya le hubiera dejado un moretón en el ojo a este atrevido\»
Cada vez que ella comía una galleta, él también comía otra. El diálogo de sus miradas continuó y cuando sólo quedaba una, se preguntó que haría él.
Con suavidad y con una sonrisa nerviosa, el joven alargó la mano, tomó la última galleta, la partíó en dos y le ofrecíó una mitad a la señora mientras él comía la otra mitad.
Ella tomó la media galleta bruscamente de su mano y pensó:
¡Qué hombre más insolente! ¡Qué mal educado! ¡Ni siquiera me dió las gracias!
\»Nunca antes había conocido a alguien tan fresco…\»
Suspiró con ansias cuando su vuelo fue anunciado. Tomó sus maletas y se dirigíó a la puerta de embarque rehúsándose a mirar en dirección donde estaba sentado aquel ladrón ingrato.
Después de haber abordado el avión y estar sentada confortablemente, buscó otra vez su libro que ya casi había terminado de leer.
Al buscar su libro dentro su bolsa se quedó totalmente sorprendida cuando encontró su paquete de galletas casi intacto.
\»Si mis galletas están aquí, ella pensó muy apesumbrada, las otras eran suyas, y él trató de compartirlas conmigo.\»
Demasiado tarde para pedirle disculpas al joven, se dió cuenta con mucho pesar, que ella había sido la insolente, la mal educada, la ladrona y no él.
¿Cuantas veces en nuestras vidas, hemos sabido con certeza que algo era de cierta forma, solo para luego descubrir que lo que creíamos era la verdad. . . No lo era?
Cuántas veces la desconfianza instigada en nosotros hace que juzguemos injustamente a otras personas con ideas preconcebidas, muchas veces alejadas de la realidad.
Por eso, pensemos muy bien antes de juzgar a otros. Demos siempre el beneficio de la duda antes de pensar mal de los demás.