El Signo de la Cruz en las Empuñaduras de las Espadas
Cuando Cristóbal Colón decidió atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecumene, había aceptado el desafío de las leyendas. Tempestades terribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscaras de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos. Solo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del juicio final arrasaran el mundo, según creían los hombres del siglo XV, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambiguas proyecciones hacia África y Oriente.
América no solo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacía largo tiempo, el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada de Japón.
España vivía el tiempo de la Reconquista. 1492 no fue solo el año del descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias grandiosas. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años, y la guerra de la Reconquista había agotado el tesoro real. Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de La Española.
Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de la conquista, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo.
Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos. A los indígenas les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo y se cortaban. Mientras tanto el Almirante buscaba oro y vio que algunos de los indígenas traían un pedazo colgado en un agujero que tenían en la nariz y por señas pudo entender que yendo al sur o volviendo a la isla por el sur, había un rey que habitaba allí que tenía grandes vasos de ello y tenía mucho oro. En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de China cuando entró en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal. Con despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1502: «Cuando descubrí las Indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especias».
Una sola bolsa de pimienta valía, en el medievo, más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra. Las tierras vírgenes, densas selvas y peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, y en la audacia.
Nació el mito de El Dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco.
El espejismo del “cerro que manaba plata” se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí. Había sí oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España en 1519 la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al Inca Atahualpa antes de estrangularlo.
Retornaban los Dioses con las Armas Secretas
A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí, la conquista se extendió, en oleadas, como una marea furiosa. Las bulas del Papa habían hecho una apostólica concesión del África a la corona de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las tierras “desconocidas”: América había sido donada a la reina Isabel.
El Tratado de Tordesillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal ocupar territorios más allá de la línea divisora trazada por el Papa, y en 1530 Martim Afonso de Sousa fundó las primeras poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición de Hernando de Magallanes que habían unido por primera vez ambos océanos.
Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la edad de piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda.
Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro: «Por todas partes vienen envueltos sus cuerpos, solamente aparecen sus caras. Tenían caras blancas como si fueran cal. Tienen el cabello amarillento aunque algunos lo tenían negro». Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. El dios Quetzalcóatl había venido por el este y por el oeste se había ido: era blanco y barbudo.
Como Unos Puercos Hambrientos Ansían el Oro
A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste, avanzaban los implacables y escasos conquistadores de América. Lo contaron las voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envió nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanzó rumbo al valle de México. Los enviados regalaron a los españoles collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles estaban deleitándose. Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlan, la reconquistó en 1521. La ciudad, devastada, incendiada y cubierta de cadáveres, cayó.
Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre Guatemala «y eran tantos los indios que mataron, que se hizo un río con su sangre, que viene a ser el Olimtepeque».
Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en oro y plata que pesaba más de veinte mil marcos de plata fina y 326.000 escudos de oro finísimos. Después se lanzó sobre Cuzco.
Esplendores del Potosí: El Ciclo de la Plata
En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Potosí contaba con 120.000 habitantes según el censo de 1573. Solo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre las cenizas y ya tenía la misma cantidad de habitantes que Londres y superaba a Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650 se hizo un nuevo censo que adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes.
La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj Orcko, el cerro hermoso, y por fin lo pudo ver cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya.
En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española.
Fluyó la riqueza. El emperador Carlos V dio prontas señales de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial.
España Tenía la Vaca, Pero Otros Tomaban la Leche
Entre 1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí, en la actual Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México; el proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible la explotación de plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo periodo. El rush de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A mediados del siglo XVII la plata abarcaba más del 99 por ciento de las exportaciones minerales de América hispánica. Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata.
La Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado casi todos los cargamentos de plata a los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles. También los impuestos recaudados dentro de España corrían en gran medida esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del total de las rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de los títulos de deuda.
Carlos V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección comprada, solo había pasado en España dieciséis de los cuarenta años de su reinado.
Sucesivos tratados comerciales, firmados a partir de las derrotas militares de los españoles en Europa, otorgaron concesiones que estimularon el tráfico marítimo entre el puerto de Cádiz, que desplazó a Sevilla, y los puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos. Cada año entre ochocientas y mil naves descargaban en España los productos industrializados por otros.
A mediados del siglo XVI se había llegado al colmo de autorizar la importación de tejidos extranjeros al mismo tiempo que se prohibía toda exportación de paños castellanos que no fueran a América.
El siglo XVII fue la época del pícaro, el hambre y las epidemias. Era infinita la cantidad de mendigos españoles, pero ello no impedía que también los mendigos extranjeros afluyeran desde todos los rincones de Europa. Los Borbones dieron a la nación una apariencia más moderna pero a fines del siglo XVII el clero español tenía nada menos que doscientos mil miembros y el resto de la población improductiva no detenía su aplastante desarrollo, a expensas del subdesarrollo del país.
La Distribución de Funciones Entre el Caballo y el Jinete
El saqueo, interno y externo, fue el medio más importante para la acumulación primitiva de capitales; desde la Edad Media, hizo posible la aparición de una nueva etapa histórica en la evolución económica mundial.
Las colonias americanas habían sido descubiertas, conquistadas y colonizadas dentro del proceso de la expansión del capital comercial. Ni España ni Portugal recibieron los beneficios del arrollador avance del mercantilismo capitalista, aunque fueron sus colonias las que, en medida substancial, proporcionaron el oro y la plata que nutrieron esa expansión.
Europa necesitaba oro y plata. Los medios de pago en circulación se multiplicaban sin cesar y era preciso alimentar los movimientos del capitalismo a la hora del parto: los burgueses se apoderaban de las ciudades y fundaban bancos, producían e intercambiaban mercancías, conquistaban mercados nuevos.
Pero no todo el excedente se evadía hacia Europa. La economía colonial también financiaba el despilfarro de los mercaderes, los dueños de las minas y los grandes propietarios de tierras, quienes se repartían el usufructo de la mano de obra indígena y negra bajo la mirada celosa y omnipotente de la Corona y su principal asociada, la Iglesia.
Ruinas del Potosí: El Ocaso de la Plata
Analizando la naturaleza de las relaciones a lo largo de la historia de América Latina como una cadena de subordinaciones sucesivas, Potosí brinda el ejemplo más claro de esta caída hacia el vacío. Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México, vivieron su auge posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el Cerro Rico de Potosí fue, de un modo u otro, el motor de la economía chilena, que le proporcionaba trigo, carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías de Córdoba y Tucumán.
Aquella sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, solo dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios.
En sus épocas de auge, al promediar el siglo XVII, la ciudad había congregado a muchos pintores y artesanos españoles o criollos e imagineros indígenas que imprimieron su sello al arte colonial americano.
Estas iglesias desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están viniendo abajo, aplastadas por los años.
Sin embargo, nada pudo hacer el Señor de la Vera Cruz contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la plata había sido interpretada como castigo divino por las atrocidades y los pecados de los mineros.
Junto con Potosí cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima agradable, que antes se había llamado Charcas, La Plata y Chuquisaca sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que emanaba de las vetas del rico Cerro de Potosí.
Sucre cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos de Triunfo, y dicen que con las joyas de su Virgen se podría pagar toda la gigantesca deuda externa de Bolivia.
En Potosí y en Sucre solo quedaron vivos los fantasmas de la riqueza muerta. En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglo-chilenos agotaron, durante el siglo pasado, vetas de plata de más de dos metros de ancho, con una altísima ley; ahora sólo restan las ruinas humeantes de polvo.
Los capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el viejo dicho: «Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero».
El Derramamiento de la Sangre y de las Lágrimas: Y Sin Embargo, el Papa Había Resuelto que los Indios Tenían Alma
En 1581, Felipe II había afirmado, ante la ausencia de Guadalajara, que ya un tercio de los indígenas de América habían sido aniquilados, y que los que aún vivían se veían obligados a pagar los tributos por los muertos. El monarca dijo, además, que los indios eran comprados y vendidos.
Aquella violenta marea de codicia, horror y bravura no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo: las investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino una población que oscila entre los 25 y 30 millones, y se estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina; América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de habitantes.
Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas, y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo trabajo extenuante sustentaba al reino.
En tres centurias, el Cerro Rico de Potosí quemó, según Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al centro minero.
En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos de aquella época estableciendo la igualdad de derechos de los indios y los españoles para explotar las minas y prohibiendo expresamente que se lesionaran los derechos de los nativos.
A fines del siglo XVIII, Concolorcorvo, por cuyas venas corría sangre indígena, renegaba así de los suyos: «No negamos que las minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo que tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje en que viven».
La “mita” era una máquina de triturar indios. El empleo del mercurio para la extracción de la plata por amalgama envenenaba tanto o más que los gases tóxicos en el vientre de la tierra.
No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo se convertía en un acto de caridad o una razón de fe.
En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía que los indios eran de ascendencia judía, porque al igual que los judíos «eran perezosos, no creen en los milagros de Jesucristo y no están agradecidos a los españoles por todo el bien que les han hecho».
A los conquistadores y colonizadores se les “encomendaban” indígenas para que los catequizaran.
La Nostalgia Peleadora de Túpac Amaru
Cuando los españoles irrumpieron en América, estaban en su apogeo el imperio teocrático de los incas, que extendían su poder sobre lo que hoy llamamos Perú, Bolivia, Ecuador, y abarcaban parte de Colombia y de Chile y llegaban al norte de Argentina y la selva brasileña.
Estas sociedades han dejado numerosos testimonios de su grandeza, a pesar de todo el largo tiempo de las devastaciones: monumentos religiosos que nada envidian a las pirámides egipcias.
La Conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones. Peores consecuencias que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación de una economía minera.
También habían sido asombrosas las respuestas aztecas al desafío de la naturaleza.
Los indígenas eran, como dice Darcy Ribeiro, el combustible del sistema productivo colonial. La esperanza del renacimiento de la dignidad perdida alumbraría numerosas sublevaciones indígenas. En 1780, Túpac Amaru II puso sitio al Cuzco.
Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores incas, encabezó el movimiento mesiánico y revolucionario de mayor envergadura.
Túpac Amaru II fue sometido a suplicio, junto con su esposa, sus hijos y sus principales partidarios, en la plaza del Huacaypata, en el Cuzco. Le cortaron la lengua.
En 1802, otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco, recibió la visita de Humboldt.
Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de la derrota fueron los mexicanos Hidalgo y Morelos.
La Semana Santa de los Indios Termina sin Resurrección
Hasta la Revolución de 1952, que devolvió a los indios bolivianos el pisoteado derecho a la dignidad, los pongos comían las sobras de la comida del perro, a cuyo costado dormían, y se hincaban para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca.
Los turistas adoraban fotografiar a los indígenas del altiplano vestidos con sus ropas típicas. Pero ignoraban que la actual vestimenta indígena fue impuesta por Carlos III a fines del siglo XVIII.
Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante.
No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas que viven aislados en el fondo de las selvas.
La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto a la leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el escenario de un nuevo sueño americano.
La sociedad indígena de nuestros días no existe en el vacío, fuera del marco general de la economía latinoamericana.
La expropiación de los indígenas ha resultado, y resulta, simétrica al desprecio racial, que a su vez se alimenta de la objetiva degradación de las civilizaciones rotas por la conquista.
Villa Rica de Ouro Preto: La Potosí de Oro
Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el suelo de Brasil había negado los metales, tenazmente, a sus propietarios portugueses.
Los bandeirantes de la región de São Paulo habían atravesado la vasta zona entre la Serra da Mantiqueira y la cabecera del río São Francisco, y habían advertido que los lechos y los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles.
A lo largo del siglo XVIII, la producción brasileña del codiciado mineral superó el volumen total del oro que España había extraído de sus colonias durante los dos siglos anteriores.
Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero ciclo del azúcar en el nordeste, pero la “edad de oro” de Minas Gerais trasladó al sur el eje económico y político del país y convirtió a Río de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a partir de 1763.
Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas por la vida pecaminosa en Ouro Preto, Sabará, São João d’El-Rei, Ribeirão do Carmo y todo el turbulento distrito minero. Las fortunas se hacían y se deshacían en un abrir y cerrar de ojos.
Proliferaban, de todos modos, las hermosas iglesias construidas y decoradas en el original estilo barroco característico de la región. Minas Gerais atraía a los mejores artesanos de la época.
Los mineros despreciaban el cultivo de la tierra y la región padeció epidemias de hambre en plena prosperidad, hacia 1700 y 1713: los millonarios tuvieron que comer gatos, perros, ratas, hormigas y gavilanes.
Los esclavos se llamaban “piezas de Indias” cuando eran medidos, pesados y embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la travesía del océano se convertían, ya en Brasil, “en las manos y los pies” del amo blanco.
A mediados del siglo XVIII, ya muchos de los mineros se habían trasladado a la Serra do Frio en busca de diamantes.
Contribución del Oro de Brasil al Progreso de Inglaterra
El oro había empezado a fluir en el preciso momento en que Portugal firmaba el Tratado de Methuen, en 1703, con Inglaterra. Esta fue la coronación de una larga serie de privilegios conseguidos por los comerciantes británicos en Portugal.
Inglaterra y Holanda, campeonas del contrabando de oro y los esclavos, que amasaron grandes fortunas en el tráfico ilegal de carne negra, atrapaban por medios ilícitos, según se estima, más de la mitad del metal que correspondía al impuesto del “quinto real” que debía recibir, de Brasil, la corona portuguesa.
Nada quedó, en suelo brasileño, del impulso dinámico del oro, salvo los templos y las obras de arte. A fines del siglo XVIII, aunque todavía no se habían agotado los diamantes, el país estaba postrado.
Solo la explosión de talento había quedado como recuerdo del vértigo del oro, por no mencionar los agujeros de las excavaciones y las pequeñas ciudades abandonadas. Portugal no pudo, tampoco, rescatar otra fuerza creadora que no fuera la revolución estática.
La leyenda asegura que en la iglesia de Nossa Senhora das Mercês e Misericórdia, de Minas Gerais, los mineros muertos celebran todavía misa en las frías noches de lluvia. Cuando el sacerdote se vuelve, alzando las manos desde el altar mayor, se le ven los huesos de la cara.