El sentido práctico de Bourdieu: Estructuras y habitus


Bourdieu, Pierre

EL SENTIDO PRÁCTICO
Taurus, Madrid, 1993.

Estructuras, habitus, prácticas

El objetivismo construye lo social como un espectáculo ofrecido a un observador que toma «un punto de vista» sobre la acción y que, trasladando al objeto los principios de su relación con él, actúa como si este estuviera destinado únicamente para el conocimiento y todas las interacciones se redujesen en él a intercambios simbólicos. Este punto de vista se toma en las posiciones elevadas de la estructura social, desde donde la sociedad se da como representación —en el sentido de la filosofía idealista, pero también de la pintura y el teatro— y las prácticas solo son papeles teatrales, ejecuciones de partituras o aplicaciones de planes.

La teoría de la práctica, en tanto que práctica, recuerda, en contra del materialismo positivista, que los objetos de conocimiento son construidos y no pasivamente registrados, y, contra el idealismo intelectualista, que el principio de esta construcción es el sistema de disposiciones estructuradas y estructurantes constituido en la práctica y orientado hacia funciones prácticas. Se puede, en efecto, con el Marx de las «Tesis sobre Feuerbach», abandonar el punto de vista soberano a partir del cual el idealismo objetivista ordena el mundo, sin dejar de lado, por ello, «el aspecto activo» de la aprehensión del mundo, reduciendo el conocimiento a un registro: para hacerlo, basta con situarse en «la actividad real como tal», es decir, en la relación práctica con el mundo; esta presencia pre-ocupada y activa en el mundo, por donde el mundo impone su presencia, con sus urgencias, sus cosas por hacer o decir y sus cosas hechas para ser dichas, que domina directamente los gestos o las palabras sin desarrollarse nunca como un espectáculo.

Se trata de eludir el realismo de la estructura al cual el objetivismo, momento necesario de la ruptura con la experiencia primera y de la construcción de las relaciones objetivas, conduce necesariamente cuando hipostasía esas relaciones tratándolas como realidades ya constituidas fuera de la historia del individuo y del grupo, sin caer, no obstante, en el subjetivismo, totalmente incapaz de dar cuenta de la necesidad de lo social: por todo ello, es necesario volver a la práctica, lugar de la dialéctica del opus operatum y el modus operandi, de los productos objetivados y los productos incorporados de la práctica histórica, de las estructuras y los habitus.

Condicionamientos y habitus

Los condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia producen habitus, sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines y el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos, objetivamente «reguladas» y «regulares» sin ser el producto de la obediencia a reglas, y, a la vez que todo esto, colectivamente orquestadas sin ser producto de la acción organizadora de un director de orquesta.

La explicitación de los presupuestos

La explicitación de los presupuestos implícitos a la construcción objetivista se ha retrasado, paradójicamente, por los esfuerzos de aquellos que, en lingüística y en antropología, han intentado «corregir» el modelo estructuralista apelando al «contexto» o a la «situación» para explicar las variaciones, excepciones y accidentes (en lugar de convertirlos, como hacen los estructuralistas, en meras variantes absorbidas en la estructura), y que se han ahorrado así un cuestionamiento radical del modo de pensamiento objetivista, cuando no han recaído sin más en la libre elección, sin ataduras ni raíces, de un sujeto puro.

Así, el método llamado situational analysis, que consiste en «observar a las personas en diferentes situaciones sociales» a fin de determinar «cómo los individuos pueden hacer elecciones en los límites de una estructura particular (Cf. Gluckmann, M., «Ethnographic data in British social anthropology», en Sociological Review IX (1), marzo 1965, págs. 5-17; y también Van Velsen, J., The Politics of Kinship. A Study in Social Manipulation among the Lakeside Tonga. Manchester, Manchester University Press, 1964, reedición 1971) queda encerrado en la disyuntiva de la regla y la excepción, que Leach (a menudo invocado por los partidarios de este método) expresa con toda claridad: «Postulo que los sistemas estructurales en los que todas las vías de acción social están estrechamente institucionalizadas son imposibles. En todos los sistemas viables debe haber una zona donde el individuo sea libre para adoptar sus decisiones de forma que pueda manipular el sistema en su propio beneficio» (Leach, E., «On certain unconsidered aspects of double descent systems», en Man, LXII, 1962, pág. 133).

(Versión en castellano que utilizo es traducción de Antonio Desmonts, Helena Valenti y Erika Bornay, en Dumont, L., (ed.), Introducción a dos teorías de la Antropología Social. Barcelona, Anagrama, 1975. (N. del T.)).

Respuestas del habitus

Aunque no se excluye de ningún modo que las respuestas del habitus vayan acompañadas de un cálculo estratégico que trata de realizar conscientemente la operación que el habitus realiza de otro modo, a saber, una estimación de las probabilidades suponiendo la transformación del efecto pasado en el objetivo anticipado, esas respuestas se definen en primer lugar fuera de todo cálculo, en relación con potencialidades objetivas, inmediatamente inscritas en el presente, cosas por hacer o no hacer, decir o no decir, en relación con un porvenir probable que, al contrario del futuro como «posibilidad absoluta» (absolute Möglichkeit), en el sentido de Hegel (o Sartre), proyectado por el puro proyecto de una «libertad negativa», se propone con una urgencia y una pretensión de existencia que excluye la deliberación.

Para la práctica, los estímulos no existen en su verdad objetiva de detonantes condicionales y convencionales: solo actúan a condición de reencontrar a los agentes ya condicionados para reconocerlos.

El mundo práctico, que se constituye en la relación con el habitus como sistema de estructuras cognitivas y motivacionales, es un mundo de fines ya realizados, modos de empleo o caminos a seguir, y de objetos dotados de un «carácter teleológico permanente», como dice Husserl, útiles o instituciones: pues las regularidades propias de una condición arbitraria (en el sentido de Saussure o Mauss) tienden a aparecer como necesarias, naturales incluso, debido a que están en el orden de los principios (schèmes) de percepción y apreciación a través de los que son aprehendidas.

Si se observa regularmente una correlación muy estrecha entre las probabilidades objetivas científicamente construidas (por ejemplo, las oportunidades de acceso a tal o cual bien) y las esperanzas subjetivas (las «motivaciones» y las «necesidades»), no es porque los agentes ajusten conscientemente sus aspiraciones a una evaluación exacta de sus probabilidades de éxito, a la manera de un jugador que regulara su juego en función de una información perfecta de sus probabilidades de victoria.

En realidad, dado que las disposiciones duraderamente inculcadas por las posibilidades e imposibilidades, libertades y necesidades, facilidades y prohibiciones que están inscritas en las condiciones objetivas (y que la ciencia aprehende a través de regularidades estadísticas como probabilidades objetivamente ligadas a un grupo o clase) engendran disposiciones objetivamente compatibles con esas condiciones y, en cierto modo, preadaptadas a sus exigencias; las prácticas más improbables se encuentran excluidas sin examen alguno, a título de lo impensable, por esa especie de sumisión inmediata al orden que inclina a hacer de la necesidad virtud, es decir, a rehusar lo rehusado y querer lo inevitable.

Las mismas condiciones de la producción del habitus, necesidad hecha virtud, hacen que las anticipaciones que produce tiendan a ignorar la restricción a la que está subordinada la validez de todo cálculo de probabilidades, a saber, que las condiciones de la experiencia no hayan sido modificadas: a diferencia de las estimaciones científicas [savantes], que se corrigen después de cada experiencia según rigurosas reglas de cálculo, las anticipaciones del habitus, especie de hipótesis prácticas fundadas sobre la experiencia pasada, conceden un peso desmesurado a las primeras experiencias: son, en efecto, las estructuras características de una clase determinada de condiciones de existencia que, a través de la necesidad económica y social que hacen pesar sobre el universo relativamente autónomo de la economía doméstica y las relaciones familiares, o mejor, a través de las manifestaciones propiamente familiares de esta necesidad externa (forma de la división del trabajo entre sexos, universo de objetos, modos de consumos, relación entre parientes, etc.) producen las estructuras del habitus que están en el principio de la percepción y apreciación de toda experiencia posterior.

Producto de la historia, el habitus produce prácticas, individuales y colectivas, produce, pues, historia conforme a los principios [schémes] engendrados por la historia: asegura la presencia activa de las experiencias pasadas que, depositadas en cada organismo bajo la forma de principios [schémes] de percepción, pensamiento y acción, tienden, con mayor seguridad que todas las reglas formales y normas explícitas, a garantizar la conformidad de las prácticas y su constancia a través del tiempo.

Pasado que sobrevive en la actualidad y que tiende a perpetuarse en el porvenir actualizándose en las prácticas estructuradas según sus principios, ley interior a través de la cual se ejerce continuamente la ley de necesidades externas irreductibles a las constricciones inmediatas de la coyuntura, el sistema de las disposiciones está en el principio de la continuidad y la regularidad que el objetivismo, sin poder explicarlas, otorga a las prácticas sociales, y también de las transformaciones reguladas de las que no pueden dar cuenta ni los determinismos extrínsecos e instantáneos de un sociologismo mecanicista ni la determinación puramente interior, pero igualmente puntual del subjetivismo espontaneísta.

Escapando de la disyuntiva de las fuerzas inscritas en el estado anterior del sistema, en el exterior de los cuerpos, y las fuerzas interiores, motivaciones surgidas instantáneamente de la libre decisión, las disposiciones interiores, interiorización de la exterioridad, permiten a las fuerzas exteriores ejercerse, pero según la lógica específica de los organismos en los que están incorporadas.

Reproducción de relaciones de dominación

En las formaciones sociales donde la reproducción de las relaciones de dominación (y del capital económico y cultural) no está asegurada por mecanismos objetivos, el trabajo incesante necesario para mantener las relaciones de dependencia personal estaría condenado de antemano al fracaso, si no pudiera contar con la constancia de los habitus socialmente constituidos y reforzados sin cesar por las sanciones individuales o colectivas: en este caso, el orden social descansa fundamentalmente sobre el orden que reina en los cerebros y en los habitus: es decir, el organismo, en cuanto apropiado por el grupo y acorde de antemano con las exigencias del grupo, funciona como materialización de la memoria colectiva, reproduciendo en los sucesores las adquisiciones de los antepasados.

La tendencia del grupo a perseverar en su ser, que se encuentra así asegurada, funciona a un nivel mucho más profundo que las «tradiciones familiares», en las que la permanencia supone la existencia de guardianes y de una fidelidad conscientemente mantenida, y que tiene, por ello, una rigidez desconocida para las estrategias del habitus, capaz éste de inventar, en presencia de nuevas situaciones, medios nuevos de cumplir las antiguas funciones; más profundo también que las estructuras conscientes mediante las cuales los agentes pretenden actuar expresamente sobre su porvenir, y hacerlo a imagen del pasado, como son las disposiciones testamentarias o las mismas normas explícitas, simples llamadas al orden, es decir, a lo probable, cuya eficacia redoblan.

Es decir, de manera duradera, sistemática y no mecánica: sistema adquirido de principios [schémes] generadores, el habitus hace posible la producción libre de todos los pensamientos, todas las percepciones y acciones inscritos dentro de los límites que marcan las condiciones particulares de su producción, y solo éstas. A través de él, la estructura que lo produce gobierna la práctica, no por la vía de un determinismo mecánico, sino a través de las constricciones y límites originariamente asignados a sus invenciones.

Capacidad de generación infinita y, por tanto, estrictamente limitada, el habitus solo es difícil de concebir si permanecemos encerrados en las disyuntivas tradicionales, que aspira a superar, del determinismo y la libertad, del condicionamiento y la creatividad, de la consciencia y el inconsciente o del individuo y la sociedad.

Debido a que el habitus es una capacidad infinita de engendrar en total libertad (controlada) productos —pensamientos, percepciones, expresiones, acciones— que tienen siempre como límites las condiciones de su producción, histórica y socialmente situadas, la libertad condicionada y condicional que asegura está tan alejada de una creación de imprevisible novedad como de una simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales.

Nada es más engañoso que la ilusión retrospectiva que hace aparecer el conjunto de huellas de una vida, como son las obras de un artista o los acontecimientos de una biografía, como si se tratara de la realización de una esencia que las precediera: del mismo modo que la verdad de un estilo artístico no se encuentra en germen en una inspiración original, sino que se define y redefine continuamente en la dialéctica entre la intención de objetivación y la intención ya objetivada, asimismo es mediante la confrontación entre cuestiones que solo existen por y para un espíritu dotado de ciertos principios [schémes] y soluciones obtenidas por la aplicación de dichos principios [schémes], pero capaces de transformarlos, como se constituye esta unidad de sentido que, posteriormente, puede parecer previa a los actos y obras anunciadores de la significación final, transformando retroactivamente los diferentes momentos de la serie temporal en simples bosquejos preparatorios.

Si la génesis del sistema de las obras o las prácticas engendradas por el mismo habitus (o por habitus homólogos como los que constituyen la unidad de estilo de vida de un grupo o de una clase) no puede ser descrita como desarrollo autónomo de una esencia única y siempre idéntica a sí misma, ni como creación continua de novedades, es porque se lleva a cabo en y por la confrontación a la vez necesaria e imprevisible, del habitus con el acontecimiento, acontecimiento que solo puede ejercer una incitación pertinente sobre el habitus si este lo arranca de la contingencia del accidente y lo constituye como problema, aplicándole los principios mismos de su solución; es así como el habitus, igual que todo arte de inventar, permite producir un número infinito de prácticas, relativamente imprevisibles (como lo son las situaciones correspondientes), pero limitadas en su diversidad.

En suma, siendo el producto de una clase determinada de regularidades objetivas, el habitus tiende a engendrar todas las conductas «razonables» o de «sentido común» posibles dentro de los límites de estas regularidades, y solo de éstas, y que tienen todas las posibilidades de ser sancionadas positivamente porque están objetivamente ajustadas a la lógica característica de un determinado campo del que anticipan el porvenir objetivo: tiende también, al mismo tiempo, a excluir «sin violencia, sin método, sin argumentos» todas las «locuras» («esto no es para nosotros»), es decir, todas las conductas destinadas a ser negativamente sancionadas porque son incompatibles con las condiciones objetivas.

Dado que tienden a reproducir las regularidades inmanentes a las condiciones en las que ha sido producido su principio generador, ajustándose al mismo tiempo a las exigencias inscritas como potencialidad objetiva en la situación tal como la definen las estructuras cognitivas y motivacionales constitutivas del habitus, las prácticas no se pueden deducir de las condiciones presentes que pueden parecer haberlas suscitado, ni de las condiciones pasadas que han producido el habitus, principio duradero de su producción. Solo es posible explicarlas, pues, si se relacionan las condiciones sociales en las que se ha constituido el habitus que las ha engendrado, y las condiciones sociales en las cuales se manifiestan: es decir, si se relacionan, mediante el trabajo científico, estos dos estados de lo social, relación que el habitus efectúa ocultándola en y por la práctica.

El «inconsciente», que permite ahorrarse esta operación, no es más que el olvido de la historia que la misma historia produce, realizando las estructuras objetivas que engendra en esas cuasi-naturalezas que son los habitus.

Historia incorporada, naturalizada, y por ello, olvidada como tal historia, el habitus es la presencia activa de todo el pasado del que es producto: es lo que proporciona a las prácticas su independencia relativa en relación a las determinaciones exteriores del presente inmediato. Esta autonomía es la del pasado ya hecho y activo que, funcionando como capital acumulado, produce historia a partir de la historia y asegura así la permanencia en el cambio que hace al agente individual como mundo en el mundo.

Espontaneidad sin consciencia ni voluntad, el habitus se opone por igual a la necesidad mecánica y a la libertad reflexiva, a las cosas sin historia de las teorías mecanicistas y a los sujetos «sin inercia» de las teorías racionalistas.

A la visión dualista que solo quiere conocer el acto de consciencia transparente a sí mismo o la cosa determinada desde el exterior, es necesario oponer, pues, la lógica real de la acción que confronta dos objetivaciones de la historia, la objetivación en los cuerpos y la objetivación en las instituciones, o, lo que viene a ser lo mismo, dos estados del capital objetivado e incorporado, mediante los cuales se instaura una distancia respecto a la necesidad y sus urgencias.

Lógica de la que podemos ver una forma paradigmática en la dialéctica de las disposiciones expresivas y los medios de expresión institucionalizados (instrumentos morfológicos, sintácticos, léxicos, géneros literarios, etc.) que se observa, por ejemplo, en la invención sin intención de la improvisación regulada.

Desbordado sin cesar por sus propias palabras, con las cuales mantiene una relación de «portador» y de «ser portado», como dice Nicolai Hartmann, el virtuoso descubre en su discurso los resortes de su discurso, que progresa a la manera de un tren que transportara sus propios raíles.

Dicho de otro modo, producido según un modus operandi que no es conscientemente dominado, el discurso encierra una «intención objetiva», como dice la escolástica, que va más allá de las intenciones conscientes de su autor aparente y que no cesa de ofrecer nuevos estímulos al modus operandi del que es producto, funcionando así como una especie de «autómata espiritual». Si la improvisación oral evidencia su imprevisibilidad y su necesidad retrospectiva, es porque el hallazgo que actualiza recursos desde hace mucho tiempo ocultos supone un habitus que domina tan perfectamente los medios de expresión objetivamente disponibles que está dominado por ellos, hasta el punto de afirmar su libertad respecto de ellos realizando las más raras posibilidades que necesariamente implican.

La dialéctica del sentido de la lengua y las «palabras de la tribu» es un caso particular y particularmente significativo de la dialéctica entre los habitus y las instituciones, es decir, entre dos modos de objetivación de la historia pasada, en la que se engendra continuamente una historia destinada a aparecer, del mismo modo que la improvisación oral, inaudita e inevitable a la vez.

Principio generador dotado duraderamente de improvisaciones reguladas, el habitus como sentido práctico realiza la reactivación del sentido objetivado en las instituciones: producto del trabajo de inculcación y apropiación necesario para que esos productos de la historia colectiva que son las estructuras objetivas consigan reproducirse bajo la forma de disposiciones duraderas y ajustadas que son condición de su funcionamiento; el habitus, que se constituye a lo largo de una historia particular imponiendo su lógica particular a la incorporación, y por el que los agentes participan de la historia objetivada en las instituciones, es lo que permite habitar las instituciones, apropiárselas prácticamente y, de este modo, mantenerlas activas, vivas, vigorosas, arrancarlas continuamente del estado de letra muerta, de lengua muerta, hacer revivir el sentido que se encuentra depositado en ellas, pero imponiéndoles las revisiones y transformaciones que son la contrapartida y condición de la reactivación.

Mejor dicho, es aquello a través de lo cual la institución encuentra su plena realización: la virtud de la incorporación, que aprovecha la capacidad del cuerpo para tomar en serio la magia performativa de lo social, es lo que hace que el rey, el banquero, el cura sean la monarquía hereditaria, el capitalismo financiero o la Iglesia hechos hombre. La propiedad se apropia de su propietario: encarnándose bajo la forma de una estructura generadora de prácticas perfectamente conformes a su lógica y a sus exigencias.

Si es legítimo decir, con Marx, que «el beneficiario del mayorazgo, el primogénito, pertenece a la tierra», que «ella lo hereda» o que las «personas» de los capitalistas son la «personificación» del capital, es porque el proceso puramente social y cuasi-mágico de socialización, inaugurado por el acto de marcaje que instituye a un individuo como primogénito, heredero, sucesor, cristiano o simplemente como hombre (por oposición a mujer), con todos los privilegios y todas las obligaciones correlativas, y prolongado, reforzado, confirmado por los tratamientos sociales adecuados para transformar la diferencia institucional en distinción natural, produce efectos bien reales ya que inscritos duraderamente en el cuerpo y en la creencia.

La institución, aunque se tratara de economía, no está completa ni es completamente viable más que si se objetiva duraderamente no solo en las cosas, es decir, en la lógica, trascendente a los agentes singulares, de un campo particular, sino además en los cuerpos, es decir, en las disposiciones duraderas para reconocer y efectuar las exigencias inmanentes a ese campo.

Es en la medida, y solo en esta medida, en que los habitus son la incorporación de la misma historia —o, más exactamente, de la misma historia objetivada en habitus y estructuras— que las prácticas por ellos engendradas son mutuamente comprensibles e inmediatamente ajustadas a las estructuras, objetivamente concertadas y dotadas de un sentido objetivo a la vez unitario y sistemático, trascendente a las intenciones subjetivas y a los proyectos conscientes, individuales o colectivos.

Uno de los efectos fundamentales del acuerdo entre el sentido práctico y el sentido objetivado es la producción de un mundo de sentido común, cuya evidencia inmediata es redoblada por la objetividad que asegura el consenso sobre el sentido de las prácticas y del mundo, es decir, la armonización de las experiencias y el refuerzo continuo que cada una de ellas recibe de la expresión individual o colectiva (en la fiesta, por ejemplo), improvisada o programada (lugares comunes, dichos) de experiencias semejantes o idénticas.

La homogeneidad objetiva de los habitus de grupo o de clase que resulta de la homogeneidad de las condiciones de existencia, es lo que hace que las prácticas y las obras sean inmediatamente inteligibles y previsibles, percibidas, pues, como evidentes: el habitus permite ahorrarse la intención, no solo en la producción, también en el desciframiento de las prácticas y obras.

Automáticas e impersonales, significantes sin intención de significar, las prácticas ordinarias se prestan a una comprensión no menos automática e impersonal: la recuperación de la intención objetiva que expresan no exige de ninguna manera la «reactivación» de la intención «vivida» de aquel que las lleva a cabo, o la «transferencia intencional con el otro» tan querida por los fenomenólogos y los defensores de una concepción «participativa» de la historia o la sociología, ni siquiera la interrogación tácita o explícita («¿qué quieres decir?») sobre las intenciones de los otros.

La «comunicación de las consciencias» supone la comunidad de «inconscientes» (es decir, de competencias lingüísticas y culturales). El desciframiento de la intención objetiva de las prácticas y de las obras no tiene nada que ver con la «reproducción» (nachbildung, como dice el primer Dilthey) de las experiencias vividas y la reconstitución, inútil e incierta, de las singularidades personales de una «intención» que no está realmente en su principio.

La homogeneización objetiva de los habitus de grupo o de clase que resulta de la homogeneidad de las condiciones de existencia, es lo que hace que las prácticas puedan estar objetivamente concertadas sin cálculo estratégico alguno ni referencia consciente a una norma, y mutuamente ajustadas sin interacción directa alguna y, a fortiori, sin concertación explícita —obedeciendo la forma de la interacción misma a las estructuras objetivas que han producido las disposiciones de los agentes en interacción y que les asignan todavía, a través de ellas, sus posiciones relativas en la interacción y fuera de ella.

«Figuraos —dice Leibniz— dos relojes perfectamente sincronizados. Puede hacerse esto de tres maneras. La primera consiste en una influencia mutua; la segunda, ponerles un hábil obrero que los corrija y los ponga de acuerdo en todo momento: la tercera, fabricar los dos péndulos con tal arte y exactitud que pueda asegurarse el acuerdo mutuo por siempre.»

Mientras se ignore el verdadero principio de esta orquestación sin director de orquesta que confiere regularidad, unidad y sistematicidad a las prácticas, sin organización, espontánea o impuesta, de los proyectos individuales, nos condenamos al artificialismo ingenuo que no reconoce otro principio unificador que la concertación consciente: si las prácticas de los miembros del mismo grupo o, en una sociedad diferenciada, de la misma clase, están siempre más y mejor concertadas de lo que saben y quieren los agentes, es porque, como dice Leibniz, «no siguiendo más que sus propias leyes», cada uno «se pone de acuerdo con el otro». El habitus no es más que esa ley inmanente, lex insita inscrita en los cuerpos por idénticas historias, que es la condición no solo de la concertación de las prácticas sino, además, de las prácticas de concertación.

En efecto, las rectificaciones y ajustes conscientemente efectuados por los mismos agentes suponen el dominio de un código común, y las empresas de movilización colectiva no pueden tener éxito sin un mínimo de concordancia entre los habitus de los agentes movilizadores.

La relación objetiva de la relación entre los individuos reunidos o sus grupos de pertenencia —es decir, las distancias y las jerarquías— a la estructura coyuntural de su interacción en una situación y un grupo particulares, se explica todo lo que sucede en una interacción experimental por las características experimentalmente controladas de la situación, como la posición relativa en el espacio de los participantes o la naturaleza de los canales utilizados.

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