Siete escritos de diversa extensión
se han englobado en lo que el mismo Aristóteles, al final de la Ética Nicomaquea, llamó «filosofía de
las cosas humanas»: la Ética Eudemia,
la Ética Nicomaquea, Magna Moralia, Sobre virtudes y vicios, Política,
Económicos y Retórica. Podría añadirse la Constitución de Atenas, reconstruida a finales del
s. XIX sobre fragmentos papirológicos.
De las tres «éticas», la
mayoría de los estudiosos consideran anterior y menos madura la Ética Eudemia, al tiempo que rechazan la
autenticidad de Magna Moralia,
probablemente obra de un discípulo que la habría redactado a partir de las
otras dos (y acaso también sobre la base de una tercera fuente), ya muerto su
maestro. Por su parte, la Ética
Nicomaquea expresa, según el parecer prácticamente unánime de los
especialistas, la visión más madura del filósofo en ese campo. Comenzada probablemente
poco después de abandonar Aristóteles Atenas, a la muerte de Platón (348 a. C.), y concluida tras
su regreso a esa ciudad, en el 335
a. C., sus concepciones podrían remontarse a las reflexiones
juveniles en este campo del diálogo exotérico Protréptico, siendo la Ética
Eudemia reflejo de una etapa media, que conduciría a la culminación de la Ética Nicomaquea, resultado de una
revisión de la anterior con conservación de tres de sus libros (4, 5, y 6,
correspondientes a 5, 6 y 7 de la
Nicomaquea). En
esta secuencia, se reflejaría un progresivo distanciamiento del platonismo y
una profundización en la comprensión de la materia ética y en la depuración de
los medios conceptuales para su análisis.
Por otra parte, la unidad
compositiva refleja estos avatares. Si bien cabe ver en la Ética Nicomaquea un texto en líneas generales unitario, no todas
sus secciones parecen haber estado previstas en lo que habría sido el plan
compositivo inicial. Es claro que el libro primero está concebido como una
introducción general a una obra extensa, y que, a lo largo de su desarrollo,
Aristóteles tiene en mente lo que ha de exponer en los libros II, III y IV
acerca de las virtudes éticas, y quizá aun en el VI acerca de las dianoéticas,
pero acaso no en lo que expone en el libro V sobre la justicia, si bien con el
segmento formado por los capítulos 6-8 del libro X, se reanuda y completa el
plan inicial en torno al tema de la felicidad. En cuanto a las restantes
secciones, dan la impresión de ser textos autónomos agregados con posterioridad
(así, el libro VII, sobre la continencia, o los libros VIII y IX, sobre la
amistad, o los dos tratados independientes sobre el placer expuestos al final
del libro VII y comienzo del X), si bien no amenazan la coherencia conceptual
del conjunto ni oscurecen el hilo argumental básico, todo él atribuido con
seguridad a Aristóteles, por mucho que el trabajo de compilación haya podido
estar a cargo de una mano posterior.
El hilo conductor asemeja un
ascenso: sigue una progresión a lo largo de las virtudes morales y dianoéticas
(libros II-IX), hacia el objeto final de la ética, definido en el libro I y
estudiado en el libro X: la vida buena. Por la identificación de la vida buena
con la acción virtuosa, elogiada sólo cuando ha sido querida, el plan requiere un
tratamiento de la voluntariedad y el libre albedrío, como el que se acomete en
los primeros capítulos del libro III. Esta progresión dota a la obra de una
estructura circular: el último libro vuelve sobre el primero, concluyendo el
pensamiento con la determinación del fin de la ética. La terminación recobra,
así, el inicio, que resulta fundado en ella: la felicidad es el principio
rector que constituye la finalidad de todas las actividades y el sentido de la
existencia humana, fin último que es formalmente el mismo de la Política
―verdadera continuación de los libros de Ética―, de ahí la conveniencia de
integrar la justicia en el conjunto de los libros de ética.
Esta es, pues, la materia o
argumento de la Ética Nicomaquea:
tratar de la felicidad del hombre, en qué consiste y por qué medios se alcanza;
y porque los medios son los hábitos de virtud, mediante los que fácilmente los
hombres se ejercitan en buenos actos, por esto trata de las virtudes. Hasta que
se cierre la obra en el libro X, donde se trata del placer, la felicidad y la
contemplación como sede de la más perfecta felicidad, la Ética a Nicómaco tendrá aún que demorarse en distinguir dos géneros
de virtudes: unas morales, de las cuales trata en los libros tercero, cuarto y
quinto, y otras del entendimiento, de las cuales propone tratar en el sexto
libro, al que pertenece nuestro pasaje.
Declaradas ya las virtudes morales
tocantes a la voluntad, en ese libro sexto se emprende el estudio de las virtudes
del entendimiento. Primero, exponiendo qué es recta razón, cuántas son las
partes del alma y qué virtudes corresponden a cada una (caps. 1-2). En nuestros
capítulos 3-5 va pasando por las virtudes dianoéticas de ciencia, arte y prudencia.
A partir de ahí, se procede al estudio de las otras dos: intelecto (cap. 6) y
sabiduría (cap. 7). Tras de esto, se exponen las partes de la prudencia (cap.
8), para concentrarse los capítulos 9, 10 y 11, respectivamente, en la
distinción entre la deliberación, el juicio y el discernimiento. Termina el
libro VI considerando la aportación de sabiduría y prudencia a la felicidad
(cap. 12) y declarando la diferencia entre bondad natural y adquirida, así como
su relación con la prudencia (cap. 13).
4.2. Contextualización
del pensamiento del autor en la historia de la filosofía y/o en la época
Las condiciones sociopolíticas en la Grecia del siglo V a. C. habían
hecho que políticos y filósofos se propusieran revitalizar las polis mediante
un nuevo enfoque en la educación de
sus ciudadanos. Habían surgido con esta intención escuelas que intentaban mantener
la herencia sofística, como la de
Isócrates en Atenas, donde la enseñanza giraba en torno a la retórica, con la
esperanza de formar individuos selectos que fuesen capaces de controlar la Asamblea de los
ciudadanos y, de esta manera, la elección de los que gobernarían la polis. Pero
también se habían desarrollado escuelas de raíz socrática que fundamentaban sus enseñanzas más en la reflexión
filosófica que en la praxis política cotidiana. Entre ellas destacarían la Academia platónica, el
Liceo fundado por Aristóteles y las escuelas cínica y cirenaica, conocidas como
escuelas socráticas menores. Estas escuelas se ligan a la exigencia socrática de fundamentación
moral de la vida de la polis que en la segunda mitad del siglo V parecía
haberse hecho indispensable en la medida en que la tradición no proporcionaba
ya una guía cierta y admitida por todos en el terreno ético y político, hecho
que se refleja también, aunque con otro signo, en el relativismo y en el
convencionalismo que sostuvieron los sofistas.
Aunque toda la vida filosófica de la
época giró alrededor de estas escuelas, su protagonista más destacado había de
ser Aristóteles, ya entrado el siglo
IV, en un entorno político y cultural que se venía fraguando desde que Macedonia
―que no era una ciudad-estado (pólis),
sino un reino bien unido y fuerte― alcanzara una posición predominante en
Grecia. Filipo II había subido
al trono de Macedonia en el año 356
a. C. Aprovechó la falta de acuerdo entre las polis
griegas para imponer su dominio sobre ellas con miras a lograr la unidad entre
los griegos y vencer a los persas. Atenas y otras polis declararon la guerra a
Macedonia, pero fueron derrotadas y sometidas a una paz bajo duras condiciones.
El elemento decisivo sería, no obstante, asesinado Filipo en el 336, su hijo
sucesor al trono: Alejandro Magno (356-323 a. C.).
Siendo aún joven Alejandro, su padre
había encargado su educación a Aristóteles que, desplazándose
a la corte real en
Pella para desempeñar esta tarea, lo tuvo como discípulo
durante siete años.
Es posible que Aristóteles aprobara la idea de Filipo de unir las polis griegas
para poder dominar a los persas. Sin embargo, Alejandro proyectaba un imperio
que, en la práctica, las hacía desaparecer y desplazaba a Alejandría
la capital cultural. No
lo sigue en esto Aristóteles, para quien la mejor organización política continuaba
siendo la polis. Con él, la filosofía seguirá irradiándose desde Atenas,
alcanzando una extensión y profundidad que pocas veces después se ha igualado. En
concreto, la aportación de Aristóteles al ámbito moral le merecerá ser tenido
por creador de la ética como disciplina filosófica, si
bien su reflexión en ese dominio no representa un comienzo absoluto: él mismo
considera que fue Sócrates quien dio comienzo al pensamiento ético reflexivo y
metódico (Metafísica I, 6).
Dentro del quehacer ético de
Aristóteles, la Ética a Nicómaco se
sitúa en ese momento en que, como consecuencia de las conquistas de Alejandro,
se aproximaba un cambio profundo del mundo griego y, con ello, de la manera de
concebirse la filosofía. En el texto no parece adivinarse, sin embargo, ningún
indicio que anuncie ese cambio, antes bien, en sus concepciones éticas resuena
la forma de ver clásica, donde no se concibe el bien particular separado del
bien del conjunto de la polis y las leyes parecen ofrecer a los ciudadanos un
criterio moral y formativo claro. Sin embargo, aunque se haya dicho a veces que
las concepciones éticas de Aristóteles son mero sentido común ateniense revestido
de atuendo filosófico por la aparente aceptación ocasional de posturas
contemporáneas incuestionadas, él sostuvo, como antes Sócrates y Platón, que
ciertos aspectos de la moralidad ateniense eran erróneos, de lo que había que
extraer consecuencias para la praxis.
Pero, aunque Aristóteles supiera
aislar y recoger los motivos socráticos y platónicos para reunirlos de manera orgánica
y tratarlos en una disciplina autónoma y diferenciada, su recepción de ambos
planteamientos en la Ética Nicomaquea
no fue mecánica ni acrítica. En ella, Aristóteles se enfrenta con el intelectualismo socrático, que sobrevaloraba la eficacia de la razón en la conducta
del hombre, con menosprecio del influjo de intereses y pasiones. Para ello, distingue Aristóteles entre virtudes
intelectuales y morales y subraya la incidencia en la acción del apetito y el
afecto. El hombre no se aparta del
bien necesariamente por ignorancia, como dice Sócrates, sino que a veces decide
voluntariamente subordinar el bien superior a otros inferiores, de donde se
sigue que para que obre bien es preciso, no sólo que la razón esté bien
dispuesta por el hábito de la virtud intelectual, sino que esté bien dispuesta
asimismo la facultad apetitiva mediante el hábito de la virtud moral. También supera Aristóteles la versión platónica del intelectualismo, según
la cual puede haber virtud moral sin rectitud intencional en el sujeto,
bastando que lo que quiere esté conforme con la recta razón. Esta conformidad
no existiría, para Aristóteles, sin que el sujeto de la virtud moral fuese
prudente
La
prudencia se establece, pues, como norma última de la virtud ética, esto es, la
«recta razón» (orthòs lógos) encarnada
en el prudente. Con ello, Aristóteles ha abierto un nuevo orden de racionalidad
práctica que, por una parte, elude la apelación platónica a una Idea o
arquetipo del Bien cimentador la ética, pues no posee la noción de bien unidad
conceptual, estando afectada por una multivocidad comparable a la de la noción
de ser. Pero, por otra parte, protege a
la razón práctica de que el multivocismo y el «inmanentismo» la echen
en brazos del relativismo sofístico.