La Construcción del Estado Liberal (1834-1874)
Entre 1834 y 1874 se produce un proceso imparable de cambios políticos, económicos y sociales. España se incorpora a la nueva realidad, mientras en Europa occidental se consolidaban los logros de la Revolución Francesa a través de los procesos revolucionarios de 1820, 1830 y 1848. Al acabar el reinado de Isabel II y bajo la hegemonía de la burguesía, clase social dominante, se había instaurado definitivamente el liberalismo político, y se habían sentado las bases del capitalismo liberal y de la sociedad burguesa o clasista.
A la muerte de Fernando VII se inició una guerra civil, que comenzó siendo un conflicto dinástico pero que en realidad fue un enfrentamiento ideológico entre los defensores del Antiguo Régimen (carlistas) y los partidarios del cambio (liberales), que acabó con la derrota definitiva del carlismo.
El liberalismo se había escindido en dos tendencias: los moderados defendían la construcción de un estado centralizado, en el que la monarquía era una institución clave (protagonismo de la Corona); el poder debía estar controlado por los “más capacitados”, dejando al margen a gran parte de la población. El sufragio censitario determinaba los límites de la participación política. El modelo progresista planteaba un programa más reformista (aunque no democrático) basado en principios tales como la descentralización, el menor protagonismo de la Corona, un sufragio menos restringido, etc.
Durante las regencias de María Cristina (1834-1840) y Espartero (1840-1843) y a lo largo del reinado personal de Isabel II (1844-1868) se impuso la tendencia moderada que gobernó bajo la vigencia de la Constitución de 1845 y desplazó a los progresistas del poder, salvo en el bienio (1854-1856). O’Donnell, pero sobre todo Narváez, serán los apoyos de una reina que fue perdiendo crédito.
En la década de los 60 era patente la imposibilidad del moderantismo de responder a las demandas sociales y de participación política de la población. La corrupción, el favoritismo y el malestar generado por una fuerte crisis financiera y de subsistencia (escasez de cereales, alza de precios, hambre, etc.) desembocó en la firma del Pacto de Ostende (1867) en el que las fuerzas de la oposición defendían la destrucción de lo existente y la construcción de un orden nuevo: la revolución de septiembre de 1868, “La Gloriosa”, provocaba la caída de la dinastía borbónica y ponía las esperanzas en la construcción de un régimen democrático, contrapuesto al rígido moderantismo. Se quería poner fin al régimen de los generales y dar paso al triunfo de la sociedad civil. En los años que siguieron no se pudieron conseguir estos objetivos y la gran inestabilidad política desembocó en el Sexenio Revolucionario, lo que propició la restauración borbónica en el hijo de la reina destronada y cuyo artífice fue Cánovas del Castillo.
La Implantación del Capitalismo en España
A la vez que se instauraba definitivamente el liberalismo político, se ponían las bases del capitalismo, sistema económico de la burguesía, uno de cuyos fundamentos básicos es la propiedad privada, medio imprescindible para alcanzar la felicidad. El estado debía garantizar el derecho a la propiedad y proporcionar la libertad necesaria para poder ejercerlo.
Esto supuso el comienzo de una tarea desamortizadora que, aunque había comenzado en el siglo XVIII, llega a su punto culminante en este periodo, por la desamortización por antonomasia de Mendizábal a partir de 1836, fundamentalmente eclesiástica, y la General de Madoz de 1855. La desamortización fue una pieza clave de la Revolución Liberal Burguesa. La nacionalización y posterior venta en subasta de las tierras desamortizadas significó la entrada en el mercado, como propiedad libre, de muchas fincas que hasta ese momento estaban fuera de él sin que se pudieran comprar, ni vender. La tierra se convertía en una mercancía libre, y cambiaba el régimen de propiedad. Desaparecía la propiedad vinculada y se generalizaba la propiedad capitalista (privada).
La desamortización proporciona al estado grandes sumas de dinero, y la eliminación de buena parte de la deuda pública. Pero el cambio en el régimen de propiedad no significó una transformación total de la estructura de la propiedad agraria. La burguesía será la mayor beneficiaria y la iglesia la gran perjudicada junto con los campesinos más humildes.
Inicios de la Industrialización
El cambio de propiedad permitía iniciar el camino de la industrialización. A partir de los años 40 y hasta la década de los 70 entraron capitales y técnicas del extranjero (Francia y Gran Bretaña) y también se produjo la inversión de la nueva burguesía española. La industria textil catalana experimentó un gran desarrollo junto con una incipiente siderurgia andaluza (altos hornos en Málaga y Marbella) y la cuenca minera asturiana.
La expansión del ferrocarril debía ser el indicador más amplio del grado de industrialización. La ley de ferrocarriles de 1855 eliminó los aranceles a las importaciones de material ferroviario, y concedió facilidades a las compañías favoreciendo la entrada de material extranjero. La red ferroviaria se construyó con rapidez pero se había comenzado demasiado tarde, lo que colocó a España en una posición de desventaja.
Consolidación de la Sociedad de Clases
Todo ese proceso de cambios políticos y económicos llevaría al definitivo asentamiento de la sociedad clasista, que iba a sustituir a la estamental del Antiguo Régimen. La igualdad de todos y su aspiración a la felicidad por medio de la riqueza, iría conformando un nuevo esquema social donde cada persona asciende o desciende según sus propios méritos al estar suprimidos los privilegios que habían impedido la movilidad social.
Conclusión: El proceso hacia la construcción de una España liberal fue lento y frágil, debido entre otros motivos a la inestabilidad del periodo y a la fuerte resistencia de los privilegiados ante una débil burguesía. La España del último cuarto del siglo XIX mostraba un claro atraso con relación a los otros países desarrollados de Europa occidental. A pesar de ello, el Antiguo Régimen que habían empezado a cuestionar los diputados de Cádiz en 1812 quedaba definitivamente enterrado.
El Sistema Político de la Restauración (1875-1923)
Tras fracasar el intento de construir un estado democrático (Sexenio Revolucionario 1868-1874), España inicia una nueva etapa histórica, la Restauración borbónica, en la persona de Alfonso XII, hijo de la reina destronada.
El modelo político y social del régimen se caracterizó por un extremado conservadurismo: una reducida oligarquía controlaba los resortes del poder; pero una serie de factores (movimiento obrero, nacionalismos, etc.) ya entrado el siglo XX darían al traste con un sistema basado en la corrupción y el caciquismo.
El Manifiesto de Sandhurst y la Constitución de 1876
La revolución de 1868 constituyó un gran fracaso y los años posteriores fueron de una gran inestabilidad política. Cánovas, artífice del cambio, redacta un manifiesto que el príncipe Alfonso dirige a la nación el 1 de diciembre de 1874 desde la academia militar de Sandhurst en el que afirmaba que la única solución para los problemas de España estaba en el restablecimiento de la monarquía tradicional. Poco después el general Martínez Campos proclamaba en Sagunto rey a Alfonso XII.
Una de las primeras medidas fue convocar Cortes que elaboraran una Constitución. El proyecto constitucional pretendía ser flexible para dar cabida a los distintos programas liberales y para poner fin al vaivén constitucional de épocas anteriores. Para poder colocar a la monarquía por encima de los partidos políticos, Cánovas apeló a la existencia de una “constitución interna” que debía ser el fundamento de todo texto escrito, es decir, a la existencia de unas instituciones fundamentales: monarquía y Cortes.
La nueva Constitución fue aprobada en 1876 en un tiempo breve y con pocos debates si se exceptúan las relaciones con la cuestión religiosa. Para contentar a todos se llegó a una fórmula ecléctica: se declara como religión oficial la católica, pero se permite la libertad de cultos. España es una monarquía constitucional en la que el rey, que tenía el poder ejecutivo, compartía el legislativo con las Cortes. La declaración “amplia” de derechos era más teórica que real. Este texto se iba a mantener en vigor hasta 1931 y se convertía en el marco jurídico del nuevo sistema.
El Turnismo y la Manipulación Electoral
Para dotarlo de estabilidad y siguiendo el modelo inglés, dos partidos oficiales se turnarían pacíficamente en el poder aceptando la legalidad constitucional. Serían partidos que nada tendrían que ver con los partidos de masas, oligárquicos, que formarían la clase política del país: El propio Cánovas se convierte en el jefe del partido conservador, compuesto por terratenientes y burgueses; el partido liberal-fusionista formado por los viejos progresistas, fundamentalmente, tendría como jefe a Sagasta. El turno no se institucionalizaría hasta 1885 (Pacto del Pardo).
Para que se cumpliera con precisión y se asegurara una evolución pacífica, se hizo necesaria la manipulación electoral. Los candidatos oficiales (encasillado) tenían prácticamente la elección ganada antes de que se realizara. Una red que tenía como centro a los políticos de Madrid se articulaba con los poderes provinciales (gobernadores civiles) y llegaba al medio rural controlada por los caciques, miembros de una élite local que ejercían una gran influencia. Cuando el pacto se convertía en algo imposible o inseguro se acudía al pucherazo, que consistía en la aplicación de coacciones, violencia, comprar votos, etc. El sistema nacía enfermo.
El Desastre del 98 y la Crisis del Sistema
A finales del siglo XIX y principios del XX la situación de España era preocupante. El Desastre del 98 había dejado al descubierto las causas de su debilidad interna: continuaba siendo un país agrario, con grandes contrastes sociales y con una escasa infraestructura industrial. Desde el punto de vista político, con la desaparición de los líderes carismáticos, los grandes partidos se van fragmentando apareciendo en ellos políticos de segunda fila que luchan por el poder (clientelismo).
A pesar de los intentos regeneracionistas de Maura y Canalejas, las insuficiencias y contradicciones del sistema eran manifiestas, agravándose con la evolución de la guerra de Marruecos que sería el detonante de la primera crisis del reinado de Alfonso XIII: la Semana Trágica de Barcelona, cuya chispa fue la decisión de Maura, entonces presidente de gobierno, de enviar a Melilla desde el puerto de Barcelona a reservistas para hacer frente a los ataques de los marroquíes a los trabajadores españoles empleados en la construcción del ferrocarril del Rif. A la huelga general siguió la declaración del Estado en guerra. La represión feroz se tradujo en una fuerte oposición al gobierno y Maura se vio obligado a dimitir.
En los años siguientes, una serie de gobiernos de gestión, sin programas concretos fueron a la deriva, incapaces de controlar la situación. Las consecuencias negativas de la Primera Guerra Mundial, a pesar de la neutralidad de España, que aumentaban las diferencias económicas y sociales y por tanto el descontento de las clases bajas, desembocaron en la crisis de 1917, más grave que la anterior y que mostró la evidencia de la descomposición del régimen: Las Juntas de Defensa, la Asamblea de Parlamentarios y la Huelga General son los protagonistas del nuevo descontento. A partir de este año los problemas se agudizaron. La situación política fue reconducida por unos gobiernos de concentración breves e incapaces; el auge del movimiento obrero y la conflictividad social se unieron a los fracasos coloniales (desastre de Annual 1921). El sistema era inviable.
Ante esta situación el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, dio un golpe de estado el 13 de septiembre de 1923 que el rey apoyó encargándole la tarea de formar un gobierno. Aunque no pretendió en principio establecer un régimen definitivo, el sistema implantado por Cánovas quedaba herido de muerte. La dictadura se prolongó siete años y después se proclamó la República.