El primer lunes del mes de Abril de 1625, el burgo de Meung, donde nacíó el autor del Román de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle.
Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género.
Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo.
Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español.
De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de Abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.
Un joven…, pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a Don Quijote a los dieciocho años, un Don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un Don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste.
los músculos maxilares enormente desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma;
demasiado grande para ser un adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho le-guas diarias.
Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutíó sobre su caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D’Artagnan (así se llamaba el Don Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por buen caballero que fuese, semejante montura;
también él había lanzado un fuerte suspiro al aceptar el regalo que le había hecho el señor D’Artagnan pa-dre.
-Hijo mío -había dicho el gentilhombre gascón en ese puro patois de Béam del que jamás había podido desembarazarse Enrique IV-, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre, tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que debe llevaros a amarlo.
En la corte -continuó el señor D’Artagnan padre-, si es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años.
Por vos y por los vuestros (por los vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada salvo del señor cardenal y del rey.
No tengo, hijo mío, más que quince escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír.
Vuestra madre añadirá la receta de cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar cualquier herida que no alcance el corazón.
Sólo tengo una cosa que añadir, y es un ejemplo que os propongo, no el mío porque yo nunca he aparecido por la corte y sólo hice las guerras de religión como voluntario;
me refiero al señor de Tréville, que fue antaño vecino mío, y que tuvo el honor siendo niño de jugar con nuestro rey Luis XIII, a quien Dios conserve.
tras la muerte del difunto rey hasta la mayoría del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete veces;
Y pese a los edictos, las ordenanzas y los arrestos, vedle capitán de los mosqueteros, es decir, jefe de una legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien el señor cardenal teme, precisamente él que, como todos saben, no teme a nada.
Con esto, el señor D’Artagnan padre ciñó a su hijo su propia espada, lo besó tiernamente en ambas mejillas y le dio su bendición.
Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa receta cuyo empleo los consejos que acabamos de referir debían hacer bastante frecuente.
Los adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el otro, no porque el señor D’Artagnan no amara a su hijo, que era su único vás-tago, sino porque el señor D’Artagnan era hombre, y hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la emoción, mientras que la señora D’Artagnan era mujer y, además, madre.
Lloró en abundancia y, digámoslo en alabanza del señor D’Artagnan hijo, por más esfuerzo que él hizo por aguantar sereno como debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y derramó muchas lágrimas de las que a duras penas consiguió ocultar la mitad.
El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes paternos y que estaban compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville;
Con semejante vademécum, D’Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta del héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de historiador nos han obligado a trazar su retrato.
Don Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos: D’Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación.
De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde Tarbes hasta Meung y que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias;
Y no es que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los rostros de los que pasaban;
pero como encima de la jaca tintineaba una espada de tamaño respetable y encima de esa espada brillaba un ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como las máscaras antiguas.
Pero aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc Meunier sin que nadie, hostelero, mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D’Artagnan divisó en una ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y altivo gesto aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos personas que parecían escucharle con deferencia.
El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el narrador, se echaban a reír a cada instante.
Como media sonrisa bastaba para despertar la irascibilidad del joven, fácilmente se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa hilaridad.
Clavó su mirada altiva sobre el extraño y reconocíó un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado;
iba vestido con un jubón y calzas violetas con agujetas de igual color, sin más adorno que las cuchilladas habituales por las que pasaba la camisa.
Aquellas calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como vestidos de viaje largo tiempo encerrados en un baúl.
D’Artagnan hizo todas estas observaciones con la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un sentimiento instintivo que le decía que aquel desconocido debía tener gran influencia sobre su vida futura.
Y como en el momento en que D’Artagnan fijaba su mirada en el gentilhombre de jubón violeta, el gentilhombre hacía respecto a la jaca bearnesa una de sus más sabias y más profundas demostraciones, sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó, contra su costumbre, vagar visiblemente, si es que se puede hablar así, una pálida sonrisa sobre su rostro.
Por eso, lleno de tal convicción, hundíó su boina hasta los ojos y, tratando de copiar algunos aires de corte que había sorprendido en Gascuña entre los señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición de su espada y la otra apoyada en la cadera.
Desgraciadamente, a medida que avanzaba, la cólera le enceguecía más y más, y en vez del discurso digno y altivo que había preparado para formular su provocación, sólo halló en la punta de su lengua una personalidad grosera que acompañó con un gesto furioso.
El gentilhombre volvíó lentamente los ojos de la montura al caballero, como si hubiera necesitado cierto tiempo para comprender que era a él a quien se dirigían tan extraños reproches;
luego, cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se fruncíó ligeramente y tras una larga pausa, con un acento de ironía y de insolencia imposible de describir, respondíó a D’Artagnan:
-exclamó el joven exasperado por aquella mezcla de insolencia y de buenas maneras, de conveniencias y de desdenes.
El desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa y, apartándose de la ventana, salíó lentamente de la hostería para venir a plantarse a dos pasos de D’Artagnan frente al caballo.
Su actitud tranquila y su fisonomía burlona habían redoblado la hilaridad de aquellos con quienes hablaba y que se habían quedado en la ventana.
-Decididamente este caballo es, o mejor, fue en su juventud botón de oro –
dijo el desconocido continuando las investigaciones comenzadas y dirigíéndose a sus oyentes de la ventana, sin aparentar en modo alguno notar la exasperación de D’Artagnan, que sin embargo estaba de pie entre él y ellos-;
-Señor -prosiguió el desconocido-, no río muy a menudo, como vos mismo podéis ver por el aspecto de mi rostro;
Pues bien, es muy justo -y girando sobre sus talones se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal, bajo la que D’Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente ensillado.
Pero D’Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la insolencia de burlarse de él.
Acababa de terminar cuando D’Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez.
El desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia.
Pero en el mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D’Artagnan a bastonazos, patadas y empellones.
Lo cual fue una diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D’Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel que cumplíó con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:
-gritaba D’Artagnan mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.
Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.
El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos cuidados.
En cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la ventana y miraba con cierta impaciencia a todo aquel gentío cuya permanencia allí parecía causarle viva contrariedad.
-dijo volvíéndose al ruido de la puerta que se abríó y dirigíéndose al hostelero que venía a informarse sobre su salud.
-Sí, completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo quien os prequnta qué ha pasado con nuestro joven.
Durante su desvanecimiento lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y en su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al desmayarse que, si tal cosa le hubiera ocurrido en París, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os arrepentiréis más tarde.
-Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa de este insulto a su protegido.»
Veamos, querido hostelero: mientras vuestro joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese bolso.
El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no observó la expresión que sus palabras habían dado a la fisonomía del desconocido.
Este se apartó del reborde de la ventana sobre el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y fruncíó el ceño como hombre inquieto.
En conciencia, no puedo matarlo, y sin embargo -añadió con una expresión fríamente amenazadora-, sin embargo, me molesta.
-Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada principal, completamente aparejado para partir.
Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo que echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había encontrado a D’Artagnan dueño por fin de sus sentidos.
Entonces, tratando de hacerle comprender que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a buscar querella a un gran señor -porque, en opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran señor-, le convencíó para que, pese a su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino.
D’Artagnan, medio aturdido, sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por el hostelero, comenzó a bajar;
pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su provocador que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada por dos gruesos caballos normandos.
Su interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la portezuela, era una mujer de veinte a veintidós años.
Era una persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en bucles sobre sus hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de alabastro.
-Es ese insolente muchachito el que castiga a los otros -exclamó-, y espero que esta vez aquel a quien debe castigar no escapará como la primera.
-Pensad -dijo milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su espada-, pensad que el menor retraso puede perderlo todo.
Y saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre su caballo, mientras el cochero de la carroza azotaba vigorosamente a su tiro.
-vociferó el hostelero, cuyo afecto a su viajero se trocaba en profundo desdén al ver que se alejaba sin saldar sus cuentas.
-Paga, bribón -gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los pies del hostelero dos o tres monedas de plata, y se puso a galopar tras su señor.
cuando sus oídos le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de sangre pasó por sus ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:
-En efecto, es muy cobarde -murmuró el hostelero aproximándose a D’Artagnan, y tratando mediante esta adulación de reconciliarse con el obre muchacho, como la garza de la fábula con su limaco nocturno.
-Es igual -dijo el hostelero-, pierdo dos, pero me queda éste, al que estoy seguro de conservar por lo menos algunos días.
Ya se sabe que once escudos constituían precisamente la suma que quedaba en la bolsa de D’Artagnan.
El hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo por día;
Al día siguiente, a las cinco de la mañana, D’Artagnan se levantó, bajó él mismo a la cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista no ha llegado hasta nosotros, vino, aceite, romero, y, con la receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo con el que ungíó sus numerosas heridas, renovando él mismo sus vendas y no queriendo admitir la ayuda de ningún médico.
Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá también gracias a la ausencia de todo doctor, D’Artagnan se encontró de pie aquella misma noche, y casi curado al día siguiente.
Pero en el momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel vino, único gasto del amo que había guardado dieta absoluta mientras que, por el contrario, el caballo amarillo, al decir del hostelero al menos, había comido tres veces más de lo que razonablemente se hubiera podido suponer por su talla, D’Artagnan no encontró en su bolso más que su pequeña bolsa de terciopelo raído así como los once escudos que conténía;
El joven comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia, volviendo y revolviendo veinte veces sus bolsos y bolsillos, buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando su bolso;
pero cuando se hubo convencido de que la carta era inencontrable, entró en un tercer acceso de rabia que a punto estuvo de provocarle un nuevo consumo de vino y de aceite aromatizados;
todo en el establecimiento si no encontraban su carta, el hostelero había cogido ya un chuzo, su mujer un mango de escoba, y sus criados los mismos bastones que habían servido la víspera.
y es que, como ya lo hemos dicho, su espada se había roto en dos trozos durante la primera refriega, cosa que él había olvidado por completo.
Y de ello resultó que cuando D’Artagnan quiso desenvainar, se encontró armado pura y simplemente con un trozo de espada de ocho o diez pulgadas más o menos, que el hostelero había encasquetado cuidadosamente en la vaina.
En cuanto al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para hacerse una aguja mechera.
Sin embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a nuestro fogoso joven, si el huésped no hubiera pensado que la reclamación que le dirigía su viajero era perfectamente justa.
Después del rey y del señor cardenal, el señor de Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares a incluso por los burgueses.
pero su nombre a él nunca le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la eminencia gris, como se llamaba al familiar del cardenal!
Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer hacer otro tanto con su mango de escoba y a sus servidores con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta perdida.
-Bonos contra la tesorería particular de Su Majestad -respondíó D’Artagnan que, contando con entrar en el servicio del rey gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo aventurada sin mentir.
Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil lo contuvo.
Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se daba a todos los diablos al no encontrar nada.
-respondíó D’Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la importancia completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que pudiera provocar la codicia.
cuando yo le anuncié que Vuestra Señoría era el protegido del señor de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese ilustre gentilhombre, parecíó muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó inmediatamente a la cocina donde sabía que estaba vuestro jubón.
Luego sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al hostelero, que lo acompañó, sombrero en mano, hasta la puerta, y subíó a su caballo amarillo, que le condujo sin otro accidente hasta la puerta Saint-Antoine, en París, donde su propietario lo vendíó por tres escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que D’Artagnan lo había agotado hasta el exceso durante la última etapa.
Además, el chalán a quien D’Artagnan lo cedíó por las nueve libras susodichas no ocultó al joven que sólo le daba aquella exorbitante suma debido a la originalidad de su color.
D’Artagnan entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño paquete bajo el brazo, y caminó hasta encontrar una habitación de alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos.
Tan pronto como hubo gastado su último denario, D’Artagnan tomó posesión de su alojamiento, pasó el resto de la jornada cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que su madre había descosido de un jubón casi nuevo del señor D’Artagnan padre, y que le había dado a escondidas;
palacio del señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux-Colombier, es decir, precisamente en las cercanías del cuarto apalabrado por D’Artagnan, circunstancia que le parecíó de feliz augurio para el éxito de su viaje.
Tras ello, contento por la forma en que se había conducido en Meung sin remordimientos por el pasado, confiando en el presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió con el sueño del valiente.
Aquel sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las nueve de la mañana, hora en que se levantó para dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del reino según la estimación paterna.
El señor de Troisville, como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo en París, había empezado en realidad como D’Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiemto que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry recibe en realidad.
Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro.
El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta de dinero contante y sonante -cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el ingenio-, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición de París, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis.
Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa.
Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él.
Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello dejaba de ser afecto.
era una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry.
Cuando hubo visto la formidable elite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de Francia también había querido tener su guardia.
Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales selec-cionar para su servicio, en todas las provincias de Francia a incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus estocadas.
y al tiempo que se pronunciaban en voz alta contra los duelos y contra las riñas, los excitaban por lo bajo a llegar a las manos, y concebían un auténtico pesar o una alegría inmoderada por la derrota o la victoria de los suyos.
Tréville había captado el lado débil de su amo, y gracias a esta habilidad debía el largo y constante favor de un rey que no ha dejado reputación de haber sido muy fiel a sus amistades.
Hacía desfilar a sus mosqueteros entre el cardenal Armand Duplessis con un aire burlón que erizaba de cólera el mostacho gris de Su Eminencia.
Tréville entendía admirablemente bien la guerra de aquella época, en la que, cuando no se vivía a expensas del enemigo, se vivía a expensas de sus compatriotas: sus soldados formaban una legión de jaraneros, indisciplinada para cualquier otro que no fuera él.
Desaliñados, borrachos, despellejados, los mosqueteros del rey, o mejor los del señor de Tréville, se desparramaban por las tabernas, por los paseos, por los juegos públicos, gritando fuerte y retorcíéndose los mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con placer a los guardias del señor cardenal cuando los encontraban;
Por eso el señor de Tréville era alabado en todos los tonos, cantado en todas las gamas por aquellos hombres que le adoraban y que, bandidos todos como eran, temblaban ante él como escolares ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra y prestos a hacerse matar para lavar el menor reproche.
El señor de Tréville había usado esta palanca poderosa en favor del rey en primer lugar y de los amigos del rey, y luego en favor de él mismo y sus amigos.
Por lo demás, en ninguna de las Memorias de esa época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentilhombre haya sido acusado, ni siquiera por sus enemigos -y los tenía tanto entre las gentes de pluma como entre las gentes de espada- en ninguna parte se ve, decimos, que ese digno gentilhombre haya sido acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces.
Con un raro ingenio para la intriga, que lo hacía émulo de los mayores intrigantes había permanecido honesto.
Es más, a pesar de las grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos que fatigan, se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de los más finos lechuguinos, en uno de los más alambicados habladores ampulosos de su época;
pero su padre, sol pluribus impar, dejó su esplendor personal a cada uno de sus favoritos, su valor individual a cada uno de sus cortesanos.
El patio de su palacio, situado en la calle del Vieux-Colombier, se parecía a un campamento, y esto desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en invierno.
De cincuenta a sesenta mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo.
A lo largo de aquellas grandes escalinatas, sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización construiría una casa entera, subían y bajaban solicitantes de París que corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de provincia ávidos para ser enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a traer al señor de Tréville los mensajes de sus amos.
Allí había murmullo desde la mañana a la noche, mientras el señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta antecámara, recibía las visitas, escuchaba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón del Louvre, no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de hombres y de armas.
El día en que D’Artagnan se presentó, la asamblea era imponente, sobre todo para un provinciano que llegaba de su provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que sobre todo en esa época los compatriotas de D’Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar fácilmente.
En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza, en-clavijada por largos clavos de cabeza cuadrangular, se caía en medio de una tropa de gentes de espada que se cruzaban en el patio interpelándose, peleándose y jugando entre sí.
Para abrirse paso en medio de todas aquellas olas impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella mujer.
Fue, pues, por entre ese tropel y ese desorden por donde nuestro joven avanzó con el corazón palpitante, ajustando su largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano en el borde de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano apurado que quiere mostrar aplomo.
pero comprendía que se volvían para mirarlo y, por primera vez en su vida, D’Artagnan, que hasta aquel día había tenido una buena opinión de sí mismo, se sintió ridículo.
en los primeros escalones había cuatro mosqueteros que se divertían en el ejercicio siguiente, mientras diez o doce camaradas suyos esperaban en el rellano a que les tocara la vez para ocupar plaza en la partida.
Uno de ellos, situado en el escalón superior, con la espada desnuda en la mano, impedía o al menos se esforzaba por impedir que los otros tres subieran.
pero pronto advirtió por ciertos rasguños que todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con cada uno de aquellos rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores reían como locos.
la condición consistía en que a cada golpe el tocado abandonara la partida, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador.
En cinco minutos, tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro en la oreja, por el defensor del escalón, que no fue tocado -destreza que le valíó, según las condiciones pactadas, tres turnos de favor.
en su provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan rápidamente los cascos, había visto algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos cuatro jugadores le parecíó la más rara de todas las que hasta entonces había oído, incluso en Gascuña.
Se creyó transportado a ese país de gigantes al que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y sin embargo no había llegado al final: quedaban el rellano y la antecámara.
temible a las criadas a incluso alguna vez a las dueñas, no había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la mitad de aquellas maravillas amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los nombres más conocidos y los detalles menos velados.
Pero si su amor por las buenas costumbres fue sorprendido en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara.
Allí, para gran sorpresa suya, D’Artagnan oía criticar en voz alta la política que hacía temblar a Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes había llevado al castigo por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado por el señor D’Artagnan padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se metían con sus piernas zambas y con su espalda encorvada;
unos cantaban villancicos sobre la señora D’Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Combalet, su nieta, mientras otros preparaban partidas contra los pajes y los guardias del cardenal-duque, cosas todas que parecían a D’Artagnan monstruosas imposibilidades.
Sin embargo, cuando el nombre del rey intervénía a veces de improviso en medio de todas aquellas rechiflas cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un momento todas aquellas bocas burlonas;
miraban con vacilación en torno, y parecían temer la indiscreción del tabique del gabinete del señor de Tréville;
pero pronto una alusión volvía a llevar la conversación a Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz sobre todas sus acciones.
-Desde luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y colgadas -pensó D’Artagnan con terror-, y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los he escuchado y oído seré tenido por cómplice suyo.
¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado respetar al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes paganos?
sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo ávidamente sus cinco sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las recomendaciones paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus instintos a celebrar más que a censurar las cosas inauditas que allí pasaban.
Sin embargo, como era absolutamente extraño el montón de cortesanos del señor de Tréville, y era la primera vez que se le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que deseaba.
A esta pregunta, D’Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota, y rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por él al señor de Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometíó en tono protector transmitir en tiempo y lugar.
En el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran estatura, de rostro altanero y una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención general.
No llevaba, por de pronto, la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en aquella época de libertad menor pero de mayor independencia, sino una casaca azul celeste, un tanto ajada y raída, y sobre ese vestido un tahalí magnífico, con bordados de oro, que relucía como las escamas de que el agua se cubre a plena luz del día.
Una capa larga de terciopelo carmesí caía con gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido tahalí, del que colgaba un gigantesco estoque.
Este mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo instante, se quejaba de estar constipado y tosía de vez en cuando con afectación.
Por eso se había puesto la capa, según decía a los que le rodeaban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura retorcíéndose desdeñosamente su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí bordado, y D’Artagnan más que ningún otro.
-No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mismo, y con mis propios dineros -respondíó aquel al que acababan de designar con el nombre de Porthos.
-Sí, como yo he comprado -dijo otro mosquetero- esta bolsa nueva con lo que mi amante puso en la vieja.
Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le interrogaba y que acababa de designarle con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un melocotón en otoño;
sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y transparente.
Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba mucho, reía sin estrépito mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona, parecía tener el mayor cuidado.
El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja;
con la ayuda de ese espía y gracias a esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chaláis, con el estúpido pretexto de que ha querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina.
Nadie sabía una palabra de este enigma, vos nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido, qué delicioso abad habríais hecho!
-Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada debajo del uniforme, prosiguió un mosquetero.
-Dicen que el señor de Buckingham está en Francia -prosiguió Aramis con una risa burlona que daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.
-Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis -interrumpíó Porthos-, y vuestra manía de ser ingenioso os lleva siempre más allá de los límites;
¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es conocida vuestra discreción.
Porthos, sois pretencioso como Narciso, os lo aviso -respondíó Aramis-, sabéis que odio la moral, salvo cuando la hace Athos.
Ante este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y en medio del silencio general el joven gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud y entró donde el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a punto al fin de aquella extravagante querella.
sin embargo, saludó cortésmente al joven, que se inclínó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento bearnés le récordó a la vez su juventud y su regíón, doble recuerdo que hace sonreír al hombre en todas las edades.
Pero acordándose casi al punto de la antecá-mara y haciendo a D’Artagnan un gesto con la mano, como para pedirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorríó todos los tonos intermedios entre el acento imperativo y el acento irritado:
Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron franqueado el umbral.
Su continente, aunque no estuviera completamente tranquilo, excitó sin embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de D’Artagnan, que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado de todos sus rayos.
Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando el murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Tréville hubo recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada:
-Pero espero que haréis el honor de decírnoslo -añadió Aramis en su tono más cortés y con la más graciosa reverencia.
-Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con una mezcla de buen vino.
-Sí, sí -continuó el señor de Tréville animándose-, sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi honor, es cierto que los mosqueteros juegan un triste papel en la corte.
El señor cardenal contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de ocelote), se habían retrasado en la calle Férou, en una taberna, y que una ronda de sus guardias (creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores.
Y vos, Porthos, veamos, ¿tenéis un tahalí de oro tan bello sólo para colgar en él una espada de paja?
-Temen que sea la viruela, señor -respondíó Porthos, queriendo terciar con una frase en la conversación-, y sería molesto porque a buen seguro le estropearía el rostro.
Señores mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los malos lugares, que se busca querella en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas.
No quiero, en fin, que se dé motivos de risa a los guardias del señor cardenal, que son gentes valientes, tranquilas, diestras, que nunca se ponen en situación de ser arrestadas, y que, por otro lado, no se dejarían detener…, estoy seguro.
De buena gana habrían estrangulado al señor de Tréville, si en el fondo de todo aquello no hubieran sentido que era el gran amor que les tenía lo que le hacía hablar así.
Golpeaban el suelo con el pie, se mordían los labios hasta hacerse sangre y apretaban con toda su fuerza la guarnición de su espada.
Fuera se había oído llamar, como ya hemos dicho, a Athos, Porthos y Aramis, y se había adivinado, por el tono de la voz del señor de Tréville, que estaba completamente encolerizado.
Diez cabezas curiosas se habían apoyado en los tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta no perdían sílaba de cuanto se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras insultantes del capitán a toda la población de la antecámara.
-continuó el señor de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero cortando sus palabras y hundíéndolas una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus oyentes-.
presento mi dimisión de capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre los guardias del cardenal, y si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!’
D’Artagnan buscaba una tapicería tras la cual esconderse, y sentía un deseo desmesurado de meterse debajo de la mesa.
-Bueno, mi capitán -dijo Porthos, fuera de sí-, la verdad es que éramos seis contra seis, pero fuimos cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo de sacar nuestras espadas, dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido gravemente, no valía mucho más.
En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron tranquilamente en el campo de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo.
El gran Pompeyo perdíó la de Farsalia, y el rey Francisco I, que según lo que he oído decir valía tanto como él, perdíó sin embargo la de Pavía.
-Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su propia espada -dijo Aramis- porque la mía se rompíó en el primer encuentro…
-Pero, por favor, señor -continuó Aramis, que, al ver a su cap¡tán aplacarse, se atrevía a aventurar un ruego-, por favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería para desesperarse que llegara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado que después de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, sería de temer…
En el mismo instante, la cortina se alzó y una cabeza noble y hermosa, pero horriblemente pálida, aparecíó bajo los flecos:
-Me habéis mandado llamar, señor -dijo Athos al señor de Tréville con una voz debilitada pero perfectamente calma-, me habéis llamado por lo que me han dicho mis compañeros, y me apresuro a ponerme a vuestras órdenes;
Y con estas palabras, el mosquetero, con firmeza irreprochable, ceñido como de costumbre, entró con paso firme en el gabinete.
-Estaba diciéndoles a estos señores -añadió-, que prohíbo a mis mosqueteros exponer su vida sin necesidad, porque las personas valientes son muy caras al rey, y el rey sabe que sus mosqueteros son las personas más valientes de la tierra.
Y sin esperar a que el recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de afecto, al señor de Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin darse cuenta de que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba escapar un gesto de dolor y palidecía aún más, cosa que habría podido creerse imposible.
La puerta había quedado entrearbierta, tanta sensación había causado la llegada de Athos, cuya herida, pese al secreto guardado, era conocida de todos.
Un murmullo de satisfacción acogíó las últimas palabras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el entusiasmo, aparecieron por las aberturas de la tapicería.
Iba sin duda el señor de Tréville a reprimir con vivas palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta, cuando de pronto sintió la mano de Athos crisparse en la suya, y dirigiendo los ojos hacia él se dio cuenta de que iba a desvanecerse.
En el mismo instante, Athos, que había reunido todas sus fuerzas para luchar contra el dolor, vencido al fin por él, cayó al suelo como si estuviese muerto.
A los gritos del señor de Tréville todo el mundo se precipitó en su gabinete sin que él pensara en cerrar la puerta a nadie, afánándose todos en torno del herido.
Pero todo aquel afán hubiera sido inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo;
atravesó la multitud, se acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo aquel ruido y todo aquel movimiento le molestaba mucho, pidió como primera medida y como la más urgente que el mosquetero fuera llevado a una habitación vecina.
Entonces el gabinete del señor de Tréville, aquel lugar ordinariamente tan respetado, se convirtió por un momento en una sucursal de la antecámara.
Todos disertaban, peroraban, hablaban en voz alta, jurando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos los diablos.
el cirujano declaraba que el estado del mosquetero nada tenía que pudiese inquietar a sus amigos, habiendo sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de sangre.
Luego el señor de Tréville hizo un gesto con la mano y todos se retiraron excepto D’Artagnan, que no olvidaba que tenía audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había permanecido en el mismo sitio.
Cuando todo el mundo hubo salidoy la puerta fue cerrada, el señor de Tréville se volvíó y se encontró solo con el joven.
D’Artagnan entonces dio su nombre, y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe todos sus recuerdos del presente y del pasado, se puso al corriente de la situación.
-Perdón -le dijo sonriente-, perdón, querido compatriota, pero os había olvidado por completo.
Un capitán no es nada más que un padre de familia cargado con una responsabilidad mayor que un padre de familia normal.
Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se las había con un imbécil y, yendo derecho al grano, cambiando de conversación, dijo:
-Señor -dijo D’Artagnan-, al dejar Tarbes y venir hacia aquí, me propónía pediros, en recuerdo de esa amistad cuya memoria no habéis perdido, una casaca de mosquetero;
pero después de cuanto he visto desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante sería enorme, y tiemblo de no merecerlo.
Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha previsto este caso, y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes de la prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un servicio de dos años en algún otro regimiento menos favorecido que el nuestro.
Se sentía aún más deseoso de endosarse el uniforme de mosquetero desde que había tan grandes dificultades en obtenerlo.
-Pero -prosiguió Tréville fijando sobre su compatriota una mirada tan penetrante que se hubiera dicho que quería leer hasta el fondo de su corazón-, pero por vuestro padre, antiguo compañero mío como os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven.
Nuestros cadetes de Béarn no son por regla general ricos, y dudo de que las cosas hayan cambiado mucho de cara desde mi salida de la provincia.
yo vine a París con cuatro escudos en mi bolsillo, y me hubiera batido con cualquiera que me hubiera dicho que no me hallaba en situación de comprar el Louvre.
gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con cuatro escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la suya.
haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme para decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos.
-¡Desgraciadamente, señor -dijo- veo la falta que hoy me hace la carta de recomendación que mi padre me había entregado para vos!
-En efecto -respondíó el señor de Tréville-, me sorprende que hayáis emprendido tan largo viaje sin ese viático obligado, único recurso de nosotros los bearneses.
Y contó toda la escena de Meung, describíó al gentilhombre desconocido en sus menores detalles, todo ello con un calor y una verdad que encantaron al señor de Tréville.
No pudo impedirse por tanto sonreír con satisfacción visible, pero aquella sonrisa se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a la aventura de Meung.
-El le entregaba una caja, le decía que aquella caja conténía sus instrucciones, y le recomendaba no abrirla hasta Londres.
Aquel gran odio que manifestaba tan altivamente el joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante poco verosímil, le había robado la carta de su padre, aquel odio ¿no ocultaba alguna perfidia?
Ese presunto D’Artagnan ¿no sería un emisario del cardenal que trataba de introducirse en su casa, y que le habían puesto al lado para sorprender su confianza y para perderlo más tarde, como mil veces se había hecho?
Sólo se tranquilizó a medias por el aspecto de aquellá fisonomía chispeante de ingenio astuto y de humildad afectada.
Veamos, probémosle.» -Amigo mío -le dijo lentamente- quiero, como a hijo de mi viejo amigo (porque tengo por verdadera la historia de esa carta perdida), quiero -dijo-, para reparar la frialdad que habéis notado ante todo en mi recibimiento, descubriros los secretos de nuestra política.
El rey y el cardenal son los mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más que para engañar a los imbéciles.
No pretendo que un compatriota, un buen caballero, un muchacho valiente, hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos y caiga como un necio en la trampa, al modo de tantos otros que se han perdido por ello.
Pensad que yo soy adicto a estos dos amos todopoderosos, y que nunca mis diligencias serias tendrán otro fin que el servicio del rey y del señor cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha producido.
Ahora, joven, regulad vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien por amigos, bien por propio instinto, alguna de esas enemistades contra el cardenal semejante a las que vemos manifes-tarse en los gentileshombres, decidme adiós y despidámonos.
«Si el cardenal me ha despachado a este joven zorro, a buen seguro, él, que sabe hasta qué punto lo execro, no habrá dejado de decir a su espía que el mejor medio de hacerme la corte es echar pestes de él;
así, pese a mis protestas, el astuto compadre va a responderme con toda seguridad que siente horror por Su Eminencia.»
Mi padre me ha recomendado no aguantar nada salvo del rey, del señor cardenal y de vos, a quienes tiene por los tres primeros de Francia.
-Tengo, pues, la mayor veneración por el señor cardenal -continuó-, y el más profundo respeto por sus actos.
-Sois un joven honesto, pero en este momento no puedo hacer nada por vos más que lo que os he ofrecido hace un instante.
Más tarde, al poder requerirme a todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis probablemente lo que deseáis obtener.
El señor de Tréville sonrió ante esa fanfarronada y, dejando a su joven compatriota en el vano de la ventana, donde se encontraba y donde habían hablado juntos, fue a sentarse a una mesa y se puso a escribir la carta de recomendación prometida.
Durante ese tiempo, D’Artagnan, que no tenía nada mejor que hacer, se puso a batir una marcha contra los cristales, mirando a los mosqueteros que se iban uno tras otro, y siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían al volver la calle.
El señor de Tréville, después de haber escrito la carta, la selló y, levantándose, se acercó al joven para dársela;
pero en el momento mismo en que D’Artagnan extendía la mano para recibirla, el señor de Tréville quedó completamante estupefacto al ver a su protegido dar un salto, enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete gritando:
D’Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una puerta de excusado;
¿Creéis que porque habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos habla?
-A fe mía -replicó D’Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su alojamiento-, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme».
Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa.
D’Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en seco.
-Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien coma tras vos y quien os corte las orejas a la camera.
Y se puso a comer como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.
Cuando iba a pasar, el viento sacudíó en la amplia capa de Porthos, y D’Artagnan vino a dar precisamente en la capa.
Sin duda, Porthos tenía razones para no abandonar aquella parte esencial de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sosténía, tiró de él, de tal suerte que D’Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica la resistencia del obstinado Porthos.
D’Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó su camino por el doblez.
pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los dos hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.
¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de oro por delante y de simple búfalo por detrás.
-Perdonadme -dijo D’Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante-, pero tengo mucha prisa, como detrás de uno, y…
lo cierto es que dejándose llevar por su cólera dijo: -Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así en los mosqueteros.
Sin embargo, aquella carrera le resultó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor inundaba su frente su corazón se enfriaba.
eran abundantes y nefastos: eran las once de la mañana apenas, y la mañana le había traído ya el disfavor del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en que D’Artagnan lo había abandonado.
Además, había pescado dos buenos duelos con dos hombres capaces de matar, cada uno, tres D’Artagnan;
en fin, con dos mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba tanto que los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás hombres.
Sin embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el corazón del hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por supuesto, a aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las reprimendas siguientes:
Ese valiente y desgraciado Athos estaba herido justamente en el hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco.
Y a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si aquella risa aislada, y sin motivo a ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún viandante.
No se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos debajo de la capa para ver lo que no hay.
¡Vamos, D’Artagnan, amigo mío -continuó, hablándole a sí mismo con toda la confianza que creía deberse- si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el futuro de una cortesía perfecta.
D’Artagnan, mientras caminaba monologando, había llegado a unos pocos pasos del palacio D’Aiguillon y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente con tres gentileshombres de la guardia del rey.
pero como no olvidaba que había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Trévi-lle se había irritado tanto por la mañana, y como un testigo de los reproches que los mosqueteros habían recibido no le resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo.
D’Artagnan, entregado por entero a sus planes de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro jóvenes haciéndoles un gran saludo acompañado de la más graciosa sonrisa.
pero no era todavía lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una situación falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con personas que apenas conoce y en una conversación que no le afecta.
Buscaba por tanto en su interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había dejado caer su pañuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima;
le parecíó llegado el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste por retenerlo, y le dijo devolvíéndoselo:
En efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una corona y armas en una de sus esquinas.
Encima dirás, discreto Aramis, que estás a mal con la señora de Bois-Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus pañuelos.
Aramis lanzó a D’Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que acaba de ganarse un enemigo mortal;
-Os equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía de devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el mío, en mi bolsillo.
A estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina batista, aunque la batista fuera cara en aquella época, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con una sola inicial, la de su propietario.
Esta vez, D’Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pero los amigos de Aramis no se dejaron convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigíéndose al joven mosquetero con seriedad afectada, dijo:
-Y os habéis equivocado, querido señor -respondíó fríamente Aramis, poco sensible a la reparación.
Al cabo de un instante la conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después de haberse estrechado cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y Aramis por el suyo.
-Este es el momento de hacer las paces con ese hombre galante -se dijo para sí D’Artagnan, que se había mantenido algo al margen durante toda la última parte de aquella conversación.
Permitidme haceros observar que no habéis obrado en esta circunstancia como un hombre galante debe hacerlo.
-Supongo, señor, que no sois un imbécil, y que sabéis bien, aunque lleguéis de Gascuña, que no se pisan sin motivo los pañuelos de bolsillo.
-Señor, os equivocáis tratando de humillarme -dijo D’Artagnan, en quien el carácter peleón comenzaba a hablar más alto que las resoluciones pacíficas-.
Soy de Gascuña, cierto, y puesto que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones son poco sufridos;
de suerte que cuando se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están convencidos de que ya han hecho más de la mitad de lo que debían hacer.
A Dios gracias no soy un espadachín, y siendo sólo mosquetero por ínterin, sólo me bato cuando me veo obligado, y siempre con gran repugnancia;
Pero yo aprecio mucho mi cabeza, dado que creo que va bastante correctamente sobre mis hombros.
Quiero mataros, estad tranquilo, pero mataros dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí donde no podáis jactaros de vuestra muerte ante nadie.
-La prudencia, señor, es una virtud bastante inútil para los mosqueteros, lo sé, pero indispensable a las gentes de Iglesia;
Los dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se alejó remontando la calle que subía al Luxemburgo, mientras D’Artagnan, viendo que la hora avanzaba, tomaba el camino de los Carmelitas Descalzos, diciendo para sí:
Por otra parte tenía la intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad, por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un asunto de este género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado: vencido, duplica el triunfo de su antagonista;
Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector ha debido observar ya que D’Artagnan no era un hombre ordinario.
Por eso, aun repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar.
Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos, cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho.
Se prometía meter miedo a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a todo el mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo;
por último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro, como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza de la que estaba tan orgulloso.
Además había en D’Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló, pues, más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.
Cuando D’Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce.
Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca.
-Señor -dijo Athos-, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos dos amigos aún no han llegado.
-Yo no tengo padrinos, señor -dijo D’Artagnan-, porque, llegado ayer mismo a París, no conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.
-prosiguió Athos hablando a medias para sí mismo, a medias para D’Artagnan-, vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!
-Señor -dijo D’Artagnan inclínándose de nuevo-, sois realmente de una cortesía por la que no os puedo quedar más reconocido.
-Tengo un bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me viene de mi madre, y que yo mismo he probado.
-Pues que estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo os curará y al cabo de los tres días, cuando estéis curado, señor, sera para mí siempre un gran honor ser vuestro hombre.
D’Artagnan dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin atentar en modo alguno contra su valor.
Estamos en la época del señor cardenal, y de aquí a tres días se sabría, por muy guardado que esté el secreto se sabría, digo, que debemos batirnos, y se opondrían a nuestro combate…
-Si tenéis prisa, señor -dijo D’Artagnan a Athos con la misma simplicidad con que un instante antes le había propuesto posponer el duelo tres días-, si tenéis prisa y os place despacharme en seguida, no os preocupéis, os lo ruego.
-Es esa una frase que me agrada -dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza a D’Artagnan-, no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un hombre valiente.
Señor, me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos el uno al otro, tendré más tarde verdadero placer en vuestra conversación.
-A fe mía -dijo D’Artagnan-, que estáis bien llamados, señores, y mi aventura, si tiene alguna resonancia, probará al menos que vuestra uníón no está fundada en el contraste.
-Yo me bato por causa de teología -respondíó Aramis haciendo al mismo tiempo una señal a D’Artagnan con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.
A la palabra «excusas», una nube pasó por la frente de Athos, una sonrisa altanera se deslizó por los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de Aramis.
-No me comprendéis, señores -dijo D’Artagnan alzando la cabeza, en la que en aquel momento jugaba un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas-: os pido excusas en caso de que no pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho a matarme primero, lo cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y hace casi nula la vuestra, señor Aramis.
La sangre había subido a la cabeza de D’Artagnan, y en aquel momento habría sacado su espada contra todos los mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra Athos, Porthos y Aramis.
El sol estaba en su cenit y el emplazamiento escogido para ser teatro del duelo estaba expuesto a todos sus ardores.
-Hace mucho calor -dijo Athos sacando a su vez la espada-, y sin embargo no podría quitarme mi jubón, porque todavía hace un momento he sentido que mi herida sangraba, y temo molestar al señor mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.
-Cierto, señor -dijo D’Artagnan-, y sacada por otro o por mí, os aseguro que siempre veré con pesar la sangre de un caballero tan valiente;
Por lo que a mí se refiere, encuentro las cosas que esos señores se dicen muy bien dichas y a todas luces dignas de dos gentileshombres.
Pero apenas habían resonado los dos aceros al tocarse cuando una cuadrilla de guardias de Su Eminencia, mandada por el señor de Jussac, aparecíó por la esquina del convento.
-Sois muy generosos, señores guardias -dijo Athos lleno de rencor, porque Jussac era uno de los agresores de la antevíspera-.
-Señor -dijo Aramis parodiando a Jussac-, con gran placer obedeceríamos vuestra graciosa invitación, si ello dependiese de nosotros;
seremos batidos y tendremos que morir aquí, porque juro que no volveré a aparecer vencido ante el capitán.
Este solo momento bastó a D’Artagnan para tomar una decisión: era uno de esos momentos que deciden la vida de un hombre, había que elegir entre el rey y el cardenal;
Batirse, es decir, desobedecer la ley, es decir, arriesgar la cabeza, es decir, hacerse de un solo golpe enemigo de un ministro más poderoso que el rey mismo, eso es lo que vislumbró el joven y, digámoslo en alabanza suya, no dudó un segundo.
-Apartaos, joven -gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de su rostro había adivinado el designio de D’Artagnan-.
-No seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño -prosiguió Athos-, y no por eso dejarán de decir que éramos cuatro hombres.
-Señores, ponedme a prueba -dijo-, y os juro por mi honor que no quiero marcharme de aquí si somos vencidos.
-Vamos a tener el honor de cargar contra vos -respondíó Aramis, alzando con una mano su sombrero y sacando su espada con la otra.
El corazón del joven gascón batía hasta romperle el pecho, no de miedo, a Dios gracias, del que no conocía siquiera la sombra, sino de emulación;
se batía como un tigre furioso, dando vueltas diez veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su terreno.
sin embargo, pasaba todos los apuros del mundo defendíéndose contra un adversario que, ágil y saltarín, se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados a la vez, y precavíéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su epidermis.
Furioso de ser tenido en jaque por aquel al que había mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer errores.
pero éste paró primero, y mientras Jussac se ponía en pie, deslizándose como una serpiente bajo su acero, le pasó su espada a través del cuerpo.
Biscarat y Porthos acababan de hacer un golpe doble: Porthos había recibido una estocada atravesándole el brazo, y Biscarat atravesándole el muslo.
Athos, herido de nuevo por Cahusac, palidecía a ojos vistas, pero no retrocedía un ápice: se había limitado a cambiar de mano su espada, y se batía con la izquierda.
Cahusac corríó hacia aquel de los guardias que había matado Aramis, se apoderó de su acero y quiso volver a D’Artagnan;
pero en su camino se encontró con Athos, que durante aquella pausa de un instante que le había procurado D’Artagnan había recuperado el aliento y que, por temor a que D’Artagnan le matase a su enemigo, quería volver a empezar el combate.
En ese mismo instante, Aramis apoyaba su espada contra el pecho de su adversario derribado, y le forzaba a pedir merced.
Quedaban Porthos y Biscarat: Porthos hacía mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué hora podía ser, y le felicitaba por la compañía que acababa de obtener su hermano en el regimiento de Navarra;
hizo oídos sordos y se contentó con reír, y entre dos quites, encontrando tiempo para dibujar con la punta de su espada un lugar en el suelo, dijo parodiando un versículo de la Biblia:
Y dando un salto hacia atrás, rompíó la espada sobre su rodilla para no entregarla, arrojó los trozos por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo cardenalista.
D’Artagnan hizo otro tanto, y luego, ayudado por Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del convento a Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido herido.
Luego hicieron sonar la campana y llevando cuatro de las cinco espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor de Tréville.
Se les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la calle, y agrupando tras sí a todos los mosqueteros que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una marcha triunfal.
-Si todavía no soy mosquetero -dijo a sus nuevos amigos al franquear la puerta del palacio del señor de Tréville-, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerrado con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel momento.
no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el servicio de Vuestra Majestad.
Pero, qué queréis, los guardias del señor cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven obligados a defenderse.
En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la señorita de Chemerault, a quien he prometido una abadía.
En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado, no era difícil encontrar un pretexto para hacer -perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesamos, lo desconocemos- para hacer el Carlomagno.
El rey se levantó, pues, al cabo de un instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su ganancia, dijo:
Tres de mis mejores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón;
tres de mis mejores soldados, digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excur-sión con un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana.
La excursión iba a tener lugar en SaintGermain, según creo, y se habían citado en los Carmelitas Descalzos, cuando fue perturbada por el señor de Jussac y los señores Cahusac, Biscarat y otros dos guardias que ciertamente no venían allí en tan numerosa compañía sin mala intención contra los edictos.
-No los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra Majestad apreciar qué pueden ir a hacer cuatro hombres armados a un lugar tan desierto como lo están los alrededores del convento de los Carmelitas.
-Entonces, cuando vieron a mis mosqueteros, cambiaron de idea y olvidaron su odio particular por el odio de cuerpo;
-Sí, Tréville, sí -dijo el rey melancólicamente-, y es muy triste, creedme, ver de este modo dos partidos en Francia, dos cabezas en la realeza;
Ya sabéis cuán difícil de conocer es la verdad, y a menos de estar dotado de ese instinto admirable que ha hecho llamar a Luis XIII el Justo…
-Y tenéis razón, Tréville, pero no estaban solos vuestros mosqueteros, ¿no había con ellos un niño?
-Sí, Sire, y un hombre herido, de suerte que tres mosqueteros del rey, uno de ellos herido, y un niño no solamente se han enfrentado a cinco de los más terribles guardias del cardenal, sino que aun han derribado a cuatro por tierra.
el hijo de un hombre que hizo con el rey vuestro padre, de gloriosa memoria, la guerra partidaria.
-Sire -prosiguió Tréville-, como os he dicho, el señor D’Artagnan es casi un niño, y como no tiene el honor de ser mosquetero, estaba vestido de paisano;
los guardias del señor cardenal, reconociendo su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron a retirarse antes de atacar.
-Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es una riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el señor D’Artagnan
Pero como era ya mucho para él haber obtenido que aquel niño se revolviese contra su maestro, saludó respetuosamen al rey, y con su licencia se despidió de él.
Aquella misma tarde los tres mosqueteros fueron advertidos del honor que se les había concedido.
pero D’Artagnan, con su imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños dorados.
Como la cita con el rey no era hasta las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a la pelota a un garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo.
Athos invitó a D’Artagn a seguirlos, y pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha jugado, éste aceptó, sin saber qué hacer de su tiempo desde las nueve de la mañana que apenas eran hasta las doce.
Pero al primer movimiento que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendíó que su herida era demasiado reciente aún para permitirle semejante ejercicio.
D’Artagnan se quedó, pues, solo, y como declaró que era demasiado torpe para sostener un partido en regla, continuaron enviando solamente pelotas sin contar los tantos.
Pero una de aquellas pelotas, lanzada por el puño hercúleo de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D’Artagnan que pensó que, si en lugar de pasarle de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría probablemente perdido, dado que le hubiera sido del todo imposible presentarse ante el rey.
Y como, según su imaginación gascona, de aquella audiencia dependía todo su porvenir, saludó cortésmente a Porthos y Aramis, declarando que no proseguirla la partida sino cuando estuviera en situación de hacerles frente, y se volvíó para situarse junto a la soga y en la galería.
Por desgracia para D’Artagnan, entre los espectadores se encontraba un guardia de Su Eminencia, el cual, todo enardecido aun por la derrota de sus compañeros, y llegado la víspera solamente, se había prometido aprovechar la primera ocasión de vengarla.
-No es sorprendente que ese joven tenga miedo de una pelota, es sin duda un aprendiz de mosquetero.
-Y como lo que habéis dicho está demasiado claro para que vuestras palabras necesiten una explicación -respondíó D’Artagnan en voz baja-, os ruego que me sigáis.
porque era uno de esos que figuraba la mayoría de las veces en las riñas cotidianas que todos los edictos del rey y del cardenal no habían podido reprimir.
Porthos y Aramis estaban tan ocupados con su partido y Athos los miraba con tanta atención que no vieron siquiera salir a su joven compañero, que, como había dicho al guardia de Su Eminencia, se detuvo en la puerta;
Como D’Artagnan no tenía tiempo que perder, dado que la audiencia del rey estaba fijada para las doce, echó una ojeada en torno suyo y, viendo que la calle estaba desierta, dijo a su adversario:
-A fe mía que, aunque os llaméis Bernajoux, es una suerte para vos tener que habérosla sólo con un aprendiz de mosquetero;
-Pero -dijo aquel a quien D’Artagnan provocaba de ese modo- me parece que el lugar está bastante mal escogido, y que estaríam mejor detrás de la abadía de Saint-Germain o en el Pré-aux-Clercs.
En el mismo instante su espada brilló en su mano y lanzó sobre su adversario al que, gracias a su gran juventud, espera intimidar.
Pero D’Artagnan había hecho la víspera su aprendizaje, y recién salido de su victoria, todo henchido de su futuro favor, había resuelto no retroceder un paso;
por eso los dos aceros se encontraron metidos hasta las guardas, y como D’Artagnan se manténía firme en su puesto fue su adversario el que dio un paso en retirada.
Pero D Artagnan aprovechó el momento en que, en ese movimiento, el acero de Bernajoux se desviaba de la línea, libró, se lanzó a fondo y tocó a su adversa en el hombro.
Sin embargo, como no caía, como no se declaraba vencido, sino que sólo se iba acercando hacia el palacio del señor de la Trémouille a cuyo servicio tenía un pariente, D’Artagnan, ignorando él mismo la gravedad de la última herida que su adversario había recibido, le acosaba vivamente, y sin duda lo iba a rematar de una tercera estocada cuando, habiéndose ex-tendido el rumor que se alzaba en la calle hasta el juego de pelota, dos de los amigos del guardia, que le habtan otdo intercambiar algunas palabras con D’Artagnan y que le habían visto salir a raíz de aquellas palabras, se precipitaron espada en mano fuera del garito y cayeron sobre el vencedor.
Pero al momento Athos, Porthos y Aramis aparecieron a su vez, y en el momento en que los guardias atacaban a su joven camarada, los forzaron a volverse.
y como los guardias eran sólo dos contra cuatro, se pusieron a gritar: «¡A nosotros, palacio de la Trémouille!» A estos gritos, todos los que había en el palacio salieron, abalazándose sobre los cuatro compañeros que por su parte se pusieron a gritar: «iA nosotros, mosqueteros!
Por eso los guardias de otras compañías distintas a las que pertenecían al duque Rojo, como lo había llamado Aramis, por lo general tomaban partido en esta clase de querellas por los mosqueteros del rey.
De tres guardias de la compañía del señor Des Essarts que pasaban, dos vinieron, pues, en ayuda de los cuatro compañeros, mientras el otro corría al palacio del señor de Tréville, gritando: «iA nosotros, mosqueteros, a nosotros!».
Como de costumbre, el palacio del señor de Tréville estaba lleno de soldados de esa arma, que acudieron en socorro de sus camaradas.
La refriega se hizo general, pero la fuerza estaba del lado de los mosqueteros: los guardias del cardenal y las gentes del señor de La Trémouille se retiraron al palacio, cuyas puertas cerraron justo a tiempo para impedir que sus enemigos hicieran irrupción a la vez que ellos.
La agitación llegaba a su colmo entre los mosqueteros y sus aliados, y se deliberaba ya si, para castigar la insolencia que habían tenido los criados del señor de La Trémouille de hacer una salida contra los mosqueteros del rey, no se prendería fuego a su palacio.
La proposición había sido hecha y acogida con entusiasmo cuando afortunadamente sonaron las once;
D’Artagnan y sus compañeros se acordaron de su audiencia y, como habrían sentido que se diera un golpe tan hermoso sin ellos, consiguieron calmar los ánimos.
por otro lado, aquellos que debían ser mirados como cabecillas de la empresa habían abandonado hacía un instante el grupo y se encaminaban hacia el palacio del señor de Tréville, que los esperaba, al corriente ya de esta algarada.
-Deprisa, al Louvre -dijo-, al Louvre sin perder un instante, y tratemos de ver al rey antes de que sea prevenido por el cardenal;
pero, para gran asombro del capitán de los mosqueteros, le anunciaron que el rey habla ido a montería del ciervo en el bosque de
El señor de Tréville se hizo repetir dos veces aquella nueva, y a cada vez sus compañeros vieron su rostro ensombrecerse.
Ha sido el montero mayor el que ha venido a anunciarle esta mañana que la pasada noche habían apartado un ciervo para él.
Al principio respondíó que no iría, luego no ha sabido resistir al placer que le propónía esa caza, y después de comer ha partido.
-Lo más probable -respondíó el ayuda de cámara-, porque esta mañana he visto los caballos de carroza de Su Eminencia, he preguntado dónde iba, y me han contestado: «A Saint-Germain».
El aviso era demasiado razonable y sobre todo venía de un hombre que conocía demasiado bien al rey para que los cuatro jóvenes trataran de discutirlo.
Al entrar en su palacio, el señor de Tréville pensó que había que tomar la delantera quejándose el primero.
Envió a uno de sus criados a casa del señor de La Trémouille con una carta en la que rogaba echar fuera de su casa al guardia del señor cardenal, y reprender a su gentes por la audacia que habían tenido de hacer una salida contra los mosqueteros.
Pero el señor de La Trémouille, ya prevenido por su escudero, del que, como se sabe, Bernajoux era pariente, le hizo responder que no correspondía ni al señor de Tréville ni a sus mosqueteros quejarse, sino más bien al contrario, a él, contra cuyas gentes habían cargado los mosqueteros y cuyo palacio habían querido quemar.
Como el debate entre estos dos señores habría podido durar largo tiempo, porque cada uno debía, naturalmente, mantenerse en sus trece, al señor de Tréville se le ocurríó un expediente que tenía por meta acabar con todo, y era ir a buscar él mismo al señor de La Trémouille.
Los dos eran personas de ánimo y de honor, y como el señor de La Trémouille, protestante y que sólo veía rara vez al rey, no era de ningún partido, no llevaba por lo general a sus relaciones sociales prevención alguna.
-Señor -dijo el señor de Tréville-, ambos creemos tener motivo de queja uno del otro, y yo mismo he venido para que juntos saquemos este asunto a la luz.
-De buen grado -respondíó el señor de La Trémouille-, pero os prevengo que estoy bien informado, y toda la culpa es de vuestros mosqueteros.
-Sois un hombre demasiado justo y demasiado razonable, señor -dijo el señor de Tréville-, para no aceptar la propuesta que voy a haceros.
Además de la estocada que ha recibido en el brazo y que no es nada peligrosa, ha pescado otra que le ha atravesado el pulmón, al punto de que el médico dice tristes cosas.
Este, al ver entrar a estos dos nobles señores que venían a visitarlo, trató de levantarse en el lecho, pero estaba demasiado débil y, agotado por el esfuerzo que había hecho, volvíó a caer casi sin conocimiento.
Entonces el señor de Tréville, no queriendo que se le pudiese acusar de haber influenciado al enfermo, invitó al señor de La Trémouille a interrogarle él mismo.
deseó a Bernajoux una pronta convalecencia, se despidió del señor de La Trémouille, volvíó a su palacio e hizo avisar a los cuatro amigos que les esperaba a cenar.
felicitaciones, que Athos, Porthos y Aramis le dejaron no sólo como buenos amigos sino como hombres que habían tenido con bastante frecuencia su vez para dejarle a él la suya.
pero como la hora de la audiencia concedida por Su Majestad había pasado, en lugar de solicitar la entrada por la escalera pequeña, se plantó con los cuatro hombres en la antecámara.
Nuestros jóvenes hacía apenas media hora que esperaban, mezclados con el gentío de los cortesanos, cuando todas las puertas se abrieron y se anunció a Su Majestad.
iba vestido con el traje de caza, lleno de polvo aún, con botas altas y con la fusta en la mano.
Esta disposición, por visible que fuera en Su Majestad, no impidió a los cortesanos alinearse a su paso: en las antecámaras reales más vale ser visto con mirada irritada que no ser visto en absoluto.
Los tres mosqueteros no titubearon pues y dieron un paso hacia adelante, mientras que D’Artagnan por el contrario permanecíó oculto tras ellos;
pero aunque el rey conocía personalmente a Athos, Porthos y Aramis, pasó ante ellos sin mirarlos, sin hablarles y como si jamás los hubiera visto.
En cuanto al señor de Tréville, cuando los ojos del rey se detuvieron un instante sobre él, sostuvo aquella mirada con tanta firmeza que fue el rey quien apartó la vista;
-Las cosas van mal -dijo Athos sonriendo-, y todavía no nos harán caballeros de la orden esta vez.
-Esperad aquí diez minutos -dijo el señor de Tréville-, y si al cabo de diez minutos no me veis salir, regresad a mi palacio, porque será inútil que me esperéis más tiempo.
Los cuatro jóvenes esperaron diez minutos, un cuarto de hora, veinte minutos;
El señor de Tréville había entrado osadamente en el gabinete del rey, y había encontrado a Su Majestad de muy mal humor, sentado en un sillón y golpeando sus botas con el mango de su fusta, cosa que no le había impedido pedirle con la mayor flema noticias de su salud.
En efecto, era la peor enfermedad de Luis XIII, quien a menudo tomaba a uno de sus cortesanos, lo atraía a una ventana y le decía: Señor tal, aburrámonos juntos.
Lanzamos un ciervo de diez años, lo corremos durante seis horas, y cuando está a punto de ser cogido, cuando Saint-Simón pone ya la trompa en su boca para hacer sonar el alalí, icrac!, toda la jauría se deja engañar y se lanza sobre un cervato.
había comprendido que todas sus lamentaciones no eran más que un prefacio, una especie de excitación para alentarse a sí mismo, y que era a donde había llegado por fin a donde quería venir.
¿Para eso es para lo que os he nombrado capitán de mis mosqueteros, para que asesinen a un hombre, amotinen todo un barrio y quieran incendiar París sin que vos digáis una palabra?
Pero por lo demás –continuó el rey-, sin duda me apresuro a acusaros, sin duda los perturbadores están en prisión y vos venís a anunciarme que se ha hecho justicia.
¿No iréis a decirme que esos tres malditos mosqueteros, Athos, Porthos y Aramis y vuestro cadete de Béarn no se han arrojado como furias sobre el pobre Bernajoux y no lo han maltratado de tal forma que es probable que esté a punto de fallecer?
tiempo de guerra, dado que es un nido de hugonotes, pero que en tiempo de paz es un ejemplo molesto.
-Su majestad quiere hablar de Dios, sin duda -dijo el señor de Tréville-, porque no conozco más que a Dios que esté por encima de Su Majestad.
digo que se ha apresurado a acusar a los mosqueteros de Vuestra Majestad, para con los que es injusto, y que no ha ido a sacar sus informes de buena fuente.
-Que Vuestra Majestad le haga venir, le interrogue pero por sí misma, frente a frente, sin testigos, y que yo vea a Vuestra Majestad tan pronto como haya recibido al duque.
-Si mis mosqueteros son culpables, Sire, los culpables serán puestos en manos de Vuestra Majestad, que ordenará de ellos lo que le plazca.
había hecho avisar aquella misma noche a sus tres mosqueteros y a su compañero para que se encontrasen en su casa a las seis y media de la mañana.
Los llevó con él sin afirmarles nada, sin prometerles nada, y sin ocultarles que el favor de ellos y el suyo propio estaba en manos del azar.
Al llegar a la antecámara particular del rey, el señor de Tréville encontró a La Chesnaye, quien le informó de que no habían encontrado al duque de La Trémouille la noche de la víspera en su palacio, que había regresado demasiado tarde para presentarse en el Louvre, que acababa de llegar y que estaba en aquel momento con el rey.
Esta circunstancia plugo mucho al señor de Tréville, que así estuvo seguro de que ninguna sugerencia extraña se deslizaría entre la deposición de La Trémouille y él.
En efecto, apenas habían transcurrido diez minutos cuando la puerta del gabinete se abríó y el señor de Tréville vio salir al duque de La Trémouille, el cual vino a él y le dijo:
Le he dicho la verdad, es decir, que la culpa era de mis gentes, y que yo estaba dispuesto a presentaros mis excusas.
-Señor duque -dijo el señor de Tréville-, estaba tan lleno de confianza en vuestra lealtad que no quise junto a Su Majestad otro defensor que vos mismo.
Veo que no me había equivocado, y os agradezco que haya todavía en Francia un hombre de quien se puede decir sin engañarse lo que yo he dicho de vos.
pero que Vuestra Majestad esté seguro de que no suelen ser los más adictos, y no lo digo por el señor de Tréville, aquellos que ve a todas horas del día.
En el momento en que abría la puerta, los tres mosqueteros y D’Artagnan, conducidos por La Chesnaye, aparecían en lo alto de la escalera.
A esta marcha, Su Eminencia se verá obligado a renovar su compañía dentro de tres semanas, y yo a hacer aplicar los edictos en todo rigor.
-Sin contar -dijo Athos-, que si no me hubiera sacado de las manos de Biscarat, a buen seguro no habría tenido yo el honor de hacer en este momento mi más humilde reverencia a Vuestra Majestad.
-Sire, debo decir que aún no se han encontrado minas de oro en sus montañas, aunque el Señor les deba de sobra ese milagro en recompensa por la forma en que apoyaron las pretensiones del rey vuestro padre.
-Lo cual quiere decir que son los gascones los que me han hecho rey a mí mismo, dado que yo soy el hijo de mi padre, ¿no es así, Tréville?
D’Artagnan contó la aventura de la víspera en todos sus detalles: cómo no habiendo podido dormir de la alegría que experimentaba por ver a Su Majestad, había llegado al alojamiento de sus amigos tres horas antes de la audiencia;
cómo habían ido juntos al garito, y cómo por el temor que había manifestado de recibir un pelotazo en la cara, había sido objeto de la burla de Bernajoux, que había estado a punto de pagar aquella burla con la pérdida de la vida, y el señor de La Trémouille, que en nada se había mezclado, con la pérdida de su palacio.
pues, las cuarenta pistolas en su bolso sin andarse con melindres y agradecíéndoselo mucho por el contrario a Su Majestad.
Tréville -añadió el rey a media voz mientras los otros se retiraban-, como no tenéis plaza en los mosqueteros y como, además, para entrar en ese cuerpo hemos decidido que había que hacer un noviciado, colocad a ese joven en la compañía de los guardias del señor Des Essarts, vuestro cuñado.
Y el rey saludó con la mano a Tréville, que salíó y vino a reunirse con sus mosqueteros, a los que encontró repartiendo con D’Artagnan las cuarenta pistolas.
Y el cardenal, como había dicho Su Majestad, se puso efectivamente furioso, tan furioso que durante ocho días abandonó el juego del rey, lo cual no impedía al rey ponerle la cara más encantadora del mundo, y todas las veces que lo encontraba preguntarle con su voz más acariciadora:
Cuando D’Artagnan estuvo fuera del Louvre y hubo consultado a sus amigos sobre el empleo que debía hacer de su parte de las cuarenta pistolas, Athos le aconsejó que encargase una buena comida en la Pomme de Pin, Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que se echase una amante conveniente.
Era un picardo al que el glorioso mosquetero había contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la Tournelle, mientras hacía círculos al escupir en el agua.
Porthos había pretendido que tal ocupación era prueba de una organización reflexiva y contemplativa, y lo había llevado sin más recomendación.
La gran cara de aquel gentilhombre, a cuya cuenta se creyó contratado, había seducido a Planchet -tal era el nombre del picardo-;
hubo en él una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un cofrade llamado Mosquetón y cuando Porthos le hubo manifestado que la situación de su casa, aunque grande, no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al servicio de D’Artagnan.
Sin embargo, cuando asistíó a la comida que daba su amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro de su bolsillo, creyó labrada su fortuna y agradecíó al cielo haber caído en posesión de semejante Creso;
Athos, por su parte, tenía un criado que había hecho ingresar a su servicio de una forma muy particular, y que se llamaba Grimaud.
Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con sus compañeros Athos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo, pero jamás le habían oído reír.
Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo siempre lo que querían decir, nada más: nada de adornos, nada de florituras, nada de arabescos.
Aunque Athos apenas tuviera treinta años y fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu, nadie le conocía amantes.
Sólo que no impedía que se hablase de ellas delante de él, aunque fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se mezclaba más que con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era completamente desagradable.
para no ir contra sus costumbres había habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios.
A veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su persona un gran apego y por su genio una gran veneración, creía haber entendido perfectamente lo que deseaba, se apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario.
Porthos, como se habrá podido ver, tenía un carácter completamente opuesto al de Athos: no sólo hablaba mucho, sino que hablaba a voz en grito;
hablaba de todo salvo de ciencias, alegando a este respecto el odio inveterado que desde su infancia tenía, según decía, a los sabios.
Tenía menos estilo que Athos, y el sentimiento de su inferioridad a este respecto a menudo le había hecho, desde el comienzo de su relación, injusto con ese gentilhombre, al que se había esforzado por superar con sus espléndidos trajes.
de mosquetero y sólo por su forma de echar atrás la cabeza y dar un paso, Athos ocupaba en el mismo instante el sitio que le era debido y relegaba al fastuoso Porthos a segunda fila.
Porthos se consolaba llenando la antecámara del señor de Tréville y los cuerpos de guardia del Louvre con el estruendo de sus aventuras galantes, de las que Athos no hablaba nunca;
y por el momento, tras haber pasado de la nobleza de ropa a la nobleza de espada, de la fontanera a la baronesa, no había para Porthos otra cosa que una princesa extranjera que le quería una_ enormidad.
Mosquetón era un normando a quien su amo había cambiado el pacífico nombre de Boniface por el infinitamente más sonoro y belicoso de Mosquetón.
no exigía más que dos horas diarias para consagrarlas a una industria que debía bastarle a satisfacer sus demás necesidades.
Hacía cortar para Mosquetón jubones de sus vestidos viejos y de sus capas de repuesto, y gracias a un sastre muy inteligente que le ponía sus pingajos como nuevos dándoles la vuelta, y de cuya mujer se sospechaba que quería hacer descender a Porthos de sus costumbres aristocráticas, Mosquetón hacía muy buena figura detrás de su amo.
En cuanto a Aramis, cuyo carácter creemos haber expuesto suficientemente -carácter que, por lo demás, como el de sus compañeros, podremos seguir en su desarrollo-, su lacayo se llamaba Bazin.
Debido a la esperanza que su amo tenía de recibir un día las órdenes, iba vestido siempre de negro, como debe estarlo el servidor de un ecle-siástico.
Era un hombre del Berry, de treinta y cinco a cuarenta años, dulce, apacible, regordete, que ocupaba los ocios que su amo le dejaba leyendo obras pías, haciendo si acaso para dos una cena de pocos platos pero excelente.
Ahora que conocemos, aunque no sea más que superficialmente, a amos y criados, pasemos a las viviendas ocupadas por cada uno de ellos.
su alojamiento se compónía de dos pequeñas habitaciones, muy decentemente amuebladas, en una casa adornada, cuya hospedera aún joven y realmente todavía bella le ponía inútilmente ojos de cordera.
Algunos retazos de un gran esplendor pasado se manifestaba aquí y allá en las paredes de este modesto alojamiento: era, por ejemplo, una espada, ricamente damasquinada, que remontaba por la forma a los tiempos de Francisco I y cuya empuñadura solamente, incrustada de piedras preciosas, podía valer doscientas pistolas y que sin embargo, en sus momentos de mayor penuria, Athos no había consentido nunca en empeñar ni en vender.
Athos, sin decir nada, vació sus bolsillos, amontonó todas sus joyas: bolsas, cordones y cadenas de oro, y ofrecíó todo a Porthos;
pero en cuanto a la espada, le dijo, estaba empotrada en su sitio y sólo debía dejarlo cuando su amo abandonara su alojamiento.
Además de su espada, había también un retrato que representaba a un señor de los tiempos de Enrique III, vestido con la mayor elegancia, y que llevaba la encomienda del Santo Espíritu, y este retrato tenía con Athos ciertos parecidos de líneas, ciertas similitudes de familia que indicaban que aquel gran señor, caballero de órdenes del rey, era su antepasado.
Finalmente, un cofre de magnífica orfebrería, con las mismas armas que la espada y el retrato, hacía un juego de chimenea que se daba de patadas espantosamente con el resto de los adornos.
Pero cierto día lo había abierto delante de Porthos, y Porthos había podido asegurarse de que el cofre no conténía más que cartas y papeles: cartas de amor y papeles de familia sin duda.
Cada vez que pasaba con un amigo por delante de sus ventanas, en una de las cuales Mosquetón estaba siempre vestido con gran librea, Porthos alzaba la cabeza y la mano y decía: ¡He ahí mi mansión!
Pero jamás se le encontraba en casa, jamás invitaba a nadie a subir, y nadie podía hacerse una idea de lo que aquella suntuosa apariencia encerraba de riquezas reales.
En cuanto a Aramis, habitaba un pequeño piso compuesto por un gabinete un comedor y un dormitorio, dormitorio que, situado como el resto del alojamiento en la planta baja, daba a un pequeño jardín lozano, verde, umbroso a impenetrable a los ojos del vecindario.
D’Artagnan, que era muy curioso por naturaleza, como lo son por lo demás las personas que tienen el genio de la intriga, hizo cuantos esfuerzos pudo por saber lo que eran realmente Athos, Porthos y Aramis;
porque bajo esos nombres de guerra, cada uno de los jóvenes ocultaba sus nombres de gentilhombre, Athos sobre todo, que olía a gran señor a la legua.
Se decía que había tenido grandes fracasos en sus aventuras amorosas, y que una horrible traición había envenenado para siempre la vida de aquel hombre galante.
En cuanto a Porthos, a excepción de su verdadero nombre, que sólo el señor de Tréville sabía, así como el de sus dos camaradas, su vida era fácil de conocer.
Lo único que hubiera podido despistar al investigador habría sido creerse todo lo bueno que él mismo decía de sí.
En cuanto a Aramis, pese a su aire de no tener ningún secreto, era – muchacho todo adobado en misterios, que respondía poco a las preguntas que se le hacían sobre los otros, y eludía aquellas que se le hacían sobre él.
Un día, D’Artagnan, después de haberle interrogado largo tiempo sobre Porthos y haberse enterado del rumor que corría sobre las aventuras galantes del mosquetero con una princesa, quiso saber a qué atenerse sobre las aventuras de su interlocutor.
-Y vos, querido compañero -le dijo-, ¿vos qué habláis de las baronesas, de las condesas y de las princesas de los demás?
Pero, mi querido señor D’Artagnan, creed que, si las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no habría habido confesor más discreto que yo.
pero, en fin, me parece que vos mismo tenéis bastante familiaridad con los escudos de armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor de vuestro conocimiento.
-Mosquetero por ínterin, querido, como dice el cardenal, mosquetero contra mi gusto, pero hombre de iglesia en el corazón, creedme.
Tomó, pues, la decisión de creer para el presente todo cuanto se decía de su pasado, esperando revelaciones más serias y más amplias del porvenir.
Sin embargo, jamás pedía prestado un céntimo a sus amigos, aunque su bolsa estuviera sin cesar a su servicio;
y cuando había apostado sobre su palabra, siempre hacía despertar a su acreedor a la seis de la mañana para pagarle su deuda de la víspera.
si perdía, desaparecía por completo durante algunos días, al cabo de los cuales reaparecía con el rostro descolorido y mal gesto, pero con dinero en sus bolsillos.
A veces, en medio de una comida, cuando todos con la incitación del vino y el calor de la conversación, creían que había aún para dos o tres horas de permanencia en la mesa, Aramis miraba a su reloj, se levantaba con una graciosa sonrisa y se despedía de la compañía para ir, decía él, a consultar a un casuista con el que tenía cita.
Entonces Athos sonreía con aquella encantadora sonrisa melancólica que tan bien sentaba a su noble figura, y Porthos bebía jurando que Aramis no sería nunca más que un cura de aldea.
recibía treinta sous diarios, y durante un mes venía al alojamiento alegre como un pinzón y afable con su amo.
Cuando el viento de la adversidad comenzó a soplar sobre la pareja de la calle des Fossayeurs, es decir, cuándo las cuarenta pistolas del rey Luis XIII fueron comidas o casi, comenzó con quejas que Athos encontró nauseabundas Porthos indecentes y Aramis ridículas.
Porthos quería que antes lo apaleara, y Aramis pretendíó que un amo no debía oír más que los cumplidos que se hacen de él.
a vos, Porthos, que lleváis un tren magnífico y que sois un Dios para vuestro criado Mosquetón, y a vos finalmente, Aramis, que siempre distraído por vuestros estudios teológicos, inspiráis un profundo respeto a vuestro servidor Bazin, hombre dulce y religioso;
pero yo, que no tengo ni consistencia ni recursos, yo, que no soy mosquetero ni siquiera guardia, yo, ¿qué haré yo para inspirar cariño, temor o respeto a Planchet?
D’Artagnan reflexiónó y se decidíó por vapulear a Planchet provisionalmente, cosa que fue ejecutada con la conciencia que D’Artagnan ponía en todo;
Tu fortuna está, pues, hecha si te quedas a mi lado, y yo soy demasiado buen amo para privarte de tu fortuna concedíéndote el despido que me pides.
Esta manera de actuar infundíó en los mosqueteros mucho respeto hacia la política de D’Artagnan, Planchet quedó igualmente admirado y no habló más de irse.
D’Artagnan, que no tenía ningún hábito, puesto que llegaba de su provincia y caía en medio de un mundo totalmente nuevo para él, tomó por eso los hábitos de sus amigos.
Se levantaban hacia las ocho en invierno, hacia las seis en verano, y se iban a recibir órdenes y a ver cómo iban los asuntos del señor de Tréville.
D’Artagnan, aunque no fuese mosquetero, hacía el servicio con una puntualidad conmovedora: estaba siempre de guardia, porque siempre hacía compañía a aquel de sus tres amigos que montaba la suya.
el señor de Tréville, que le había apreciado a la primera ojeada y que le tenía verdadero afecto, no cesaba de recomendarlo al rey.
La amistad que unía a aquellos cuatro hombres, y la necesidad de verse tres o cuatro veces por día, bien para un duelo, bien para asuntos, bien por placer, les hacían correr sin cesar a unos tras otros como sombras;
Un buen día, el rey ordenó al señor caballero Des Essarts tomar a D’Artagnan como cadete en su compáñía de guardias.
D’Artagnan endosó suspirando aquel uniforme que hubiera querido trocar, al precio de diez años de su existencia, por la casaca de mosquetero.
Pero el señor de Tréville prometíó aquel favor tras un noviciado de dos años, noviciado que podía ser abreviado por otra parte si se le presentaba a D’Artagnan ocasión de hacer algún servicio al rey o de acometer alguna acción brillante.
La compañía del señor caballero Des Essarts tomó así cuatro hombres en lugar de uno el día en que tomó a D’Artagnan.
Sin embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este mundo, después de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro compañeros habían caído en apuros.
por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena gana, y que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logrado procurarse algunas pistolas.
pero aquellos adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros que tenían muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía siquiera.
Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o diez pistolas que Porthos jugó.
Entonces los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus lacayos correr las calles y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera todas las cenas que pudieron encontrar;
porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia.
Era un hombre que, como se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.
En cuanto a D’Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un cura de su regíón, y una cena en casa de un corneta de los guardias.
Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a casa del corneta, que hizo maravillas;
D’Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener mas que una comida y media -porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida- que ofrecer a sus compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis.
completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente.
Reflexiónó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes, emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima y bromas más o menos ingeniosas.
En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro puntos cardinales o volvíéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese.
El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que buscaba Arquímedes, se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta.
Que de la frase, «D’Artagnan despertó a Planchet», el lector no vaya a suponer que era de noche o que aún no había llegado el día.
Planchet, dos horas antes, había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondíó con el refrán: «Quien duerme come».
pero el burgués declaró a D’Artagnan que por ser importante y confidencial lo que tenía que decirle deseaba permanecer a solas con él.
Hubo un momento de silencio durante el cual los dos hombres se miraron para establecer un conocimiento previo, tras lo cual D’Artagnan se inclínó en señal de que escuchaba.
-He oído hablar del señor D’Artagnan como de un joven muy valiente -dijo el burgués-, y esa reputación de que goza con motivo me ha decidido a confiarle un secreto.
Hace casi tres años que me hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote, porque el señor de La Porte el portamantas de la reina, es su padrino y la protege…
-Pero permitid que os diga, señor -prosiguió el burgués-, que estoy convencido de que en todo esto hay menos amor que política.
-dijo D Artagnan, que quiso aparentar ante su burgués que estaba al corriente de los asuntos de la corte.
Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su Majestad para que nuestra pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por el rey, espiada como está por el cardenal, traicionada como es por todos.
-Pardiez, claro que la sé -respondíó D’Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que quería aparentar estar al corriente.
-Es conocida su adhesión a la reina, y se la quiere alejar de su ama, o intimidarla por estar al tanto de los secretos de Su Majestad, o seducirla para servirse de ella como espía.
-Por supuesto, es un señor de gran estatura, pelo negro, tez morena, mirada penetrante, dientes blancos y una cicatriz en la sien.
Y además dientes blancos, mirada penetrante, tez morena, pelo negro y gran estatura.
Y como desde hace tres meses estáis en mi casa, y como, distraído sin duda por vuestras importantes ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo, no os he atormentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi delicadeza.
Creed que estoy plenamente agradecido por semejante proceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en algo…
-Os creo, señor, os creo, y como iba diciéndoos, palabra de Bonacieux, tengo confianza en vos.
-Al veros rodeado sin cesar de mosqueteros de aspecto magnífico y reconocer que esos mosqueteros eran los del señor de Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había pensado que vos y vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina, estaríais encantados de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.
-Contando además con que, mientras me hagáis el honor de permanecer en mi casa, no os hablaré nunca de vuestro alquiler futuro…
-Y añadid a eso, si fuera necesario, que cuento con ofreceros una cincuentena de pistolas si, contra toda probabilidad, os hallarais en apuros en este momento.
he amontonado algo así como dos o tres mil escudos de renta en el comercio de la mercería, y sobre todo colocado al unos fondos en el último viaje del célebre navegante Jean Mocquet de suerte que, como comprenderéis, señor…
-En la calle, frente a vuestras ventanas, en el hueco de aquella puerta: un hombre embozado en una capa.
D’Artagnan había contado más de una vez a sus amigos su aventura con el desconocido, así como la aparición de la bella viajera a la que aquel hombre había parecido confiar una misiva tan importante.
Un gentilhombre, según él -y, por la descripción que D’Artagnan había hecho del desconocido, no podía ser más que un gentilhombre-, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella bajeza, de robar una carta.
Porthos no había visto en todo aquello más que una cita amorosa dada por una dama a un caballero o por un caballero a una dama, y que había venido a turbar la presencia de D’Artagnan y de su caballo amarillo.
Comprendieron, pues por algunas palabras escapadas a D’Artagnan, de qué asunto se trataba, y como pensaron que después de haber cogido a su hombre o haberlo perdido de vista, D’Artagnan terminaría por volver a subir a su casa, prosiguieron su camino.
Cuando entraron en la habitación de D’Artagnan, la habitación estaba vacía: el casero, temiendo las secuelas del encuentro que sin duda iba a tener lugar entre el joven y el desconocido, había juzgado, debido a la exposición que él mismo había hecho de su carácter, que era prudente poner pies en polvorosa.
D’Artagnan había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba;
luego, por fin, había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado;
pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses completamente deshabitada.
Mientras D’Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D’Artagnan encontró la reuníón al completo.
-dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D’Artagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado por la cólera
-En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.
-Planchet -dijo D’Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación-, bajad a casa de mi casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de Beaugency: es el que prefiero.
-Siempre he dicho que D’Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro -dijo Athos, quien, después de haber emitido esta opinión, a la que D’Artagnan respondíó con un saludo, cayó al punto en su silencio acostumbrado.
-Sí -dijo Aramis–, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos.
Y entonces contó a sus amigos palabra por palabra lo que acababa de ocurrir entre él y su huésped, y cómo el hombre que había raptado a la mujer del digno casero era el mismo con el que había tenido que disputar en la hostería del Franc Meunier.
-Vuestro asunto no es malo -dijo Athos después de haber degustado el vino como experto a indicado con un signo de cabeza que lo encontraba bueno-, y se podrá sacar de ese buen hombre de cincuenta a sesenta pistolas.
Ahora queda por saber si cincuenta o sesenta pistolas valen la pena de arriesgar cuatro cabezas.
-Pero prestad atención -exclamó D’Artagnan-, hay una mujer en este asunto, una mujer raptada, una mujer a la que sin duda se amenaza, a la que quizá se tortura, y todo ello porque es fiel a su ama.
-Tened cuidado, D’Artagnan, tened cuidado -dijo Aramis-, os acaloráis demasiado, en mi opinión, por la suerte de la señora Bonacieux.
-No me inquieto por la señora Bonacieux -exclamó D’Artagnan-, sino por la reina, a quien el rey abandona, a quien el cardenal persigue y que ve caer, una tras otra, las cabezas de todos sus amigos.
-España es su patria -respondíó D’Artagnan-, y es muy lógico que ame a los españoles, que son hijos de la misma tierra que ella.
Estaba yo en el Louvre el día en que esparcíó sus perlas, y, ipardiez!, yo cogí dos que vendí por diez pistolas la pieza.
-Tan bien como vosotros, señores, porque yo era uno de aquellos a los que se detuvo en el jardín de Amiens, donde me había introducido el señor de Putange, el caballerizo de la reina.
-Lo cual no me impediría -dijo D’Artagnan-, si supiera dónde está el duque de Buckingham, cogerle por la mano y conducirle junto a la reina, aunque no fuera más que para hacer rabiar al señor cardenal;
porque nuestro verdadero, nuestro único, nuestro eterno enemigo, señores, es el cardenal, y si pudiéramos encontrar un medio de jugarle alguna pasada cruel, confieso que comprometería de buen grado micabeza.
-Y el mercero, D’Artagnan -prosiguió Athos-, ¿os ha dicho que la reina pensaba que se había hecho venir a Buckingham con un falso aviso?
-Y ahora estoy convencido -dijo D’Artagnan-, de que el rapto de esa mujer de la reina está relacionado con los acontecimientos de que hablamos, y quizá con la presencia de Buckingham en París.
-Ayer me encontraba yo en casa de un sabio doctor en teología al que consulto a veces por mis estudios…
Aramis parecíó hacer un esfuerzo sobre sí mismo, como un hombre que, en plena corriente de mentira, se ve detener por un obstáculo imprevisto;
pero los ojos de sus tres compañeros estaban fijos en él, sus orejas esperaban abiertas, no había medio de retroceder.
-Porthos -prosiguió Aramis-, ya os he hecho notar más de una vez que sois muy indiscreto, y que eso os perjudica con las mujeres.
-De pronto, un hombre alto, moreno, con ademanes de gentilhombre…, vaya, de la clase del vuestro, D’Artagnan.
-continuó Aramis- se acercó a mí, acompañado por cinco o seis hombres que le seguían diez pasos atrás, y con el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame», continuó dirigíéndose a la dama a la que yo llevaba del brazo…
-«Haced el favor de subir en esa carroza, y eso sin tratar de poner la menor resistencia, sin hacer el menor ruido.» – Os había tomado por Buckingham!
-Me cabe en la cabeza incluso -dijo Athos- que el espía se haya dejado engañar por el porte;
-Es inútil -dijo D’Artagnan- porque creo que, si no nos paga, quedaremos suficientemente pagados por otro lado.
En aquel momento, un ruido precipitado resonó en la escalera, la puerta se abríó con estrépito y el malhadado
-Un momento -exclamó D’Artagnan haciéndoles señas de que devolviesen a la vaina sus espadas medio sacadas-;
En aquel momento, los cuatro guardias aparecieron a la puerta de la antecámara, y al ver a cuatro mosqueteros en pie y con la espada en el costado, dudaron seguir adelante.
-Entrad, señores, entrad -gritó D’Artagnan-, aquí estáis en mi casa, y todos nosotros somos fieles servidores del rey y del señor cardenal.
-No podemos salvaros más que estando libres -respondíó rápidamente y en voz baja D’Artagnan-, y si hiciéramos ademán de defenderos, se nos detendría con vos.
-Adelante, señores, adelante -dijo en voz alts D’Artagnan-, no tengo ningún motivo para defender al señor.
-Silencio sobre mí, silencio sobre mis amigos, silencio sobre la reina sobre todo, o perderéis a todo el mundo sin salvaros.
¡A prisión, señores, una vez más, llevadle a prisión, y guardadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso me dará tiempo para pagar!
Quizá el jefe de los esbirros hubiera dudado de la sinceridad de D’Artagnan si el vino hubiera sido malo, pero al ser bueno el vino, se quedó convencido.
-dijo Porthos cuando el aguacil en jefe se hubo reunido con sus compañeros y los cuatro amigos se encontraron solos-.
D’Artagnan, eres un gran hombre, y para cuando estés en el puesto del señor de Tréville, pido tu protección para conseguir tener una abadía.
-Y ahora, señores -dijo D’Artagnan sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a Porthos-, todos para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es as¡?
Vencido por el ejemplo, rezongando por lo bajo, Porthos extendíó la mano y los cuatro amigos repitieron a un solo grito la fórmula dictada por D’Artagnan:
-Está bien, que cada cual se retire ahora a su casa -dijo D’Artagnan como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ordenar-, y atención, porque a partir de este momento, henos aquí enfrentados al cardenal.
cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.
Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem, y como desde que escribimos -y hace ya unos quince años de esto- es ésta la primera vez que empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ratonera.
Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto;
se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene;
Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que aparecíó fue detenido a interrogado por las gentes del señor cardenal.
Excusamos decir que, como un camino particular conducía al primer piso que habitaba D’Artagnan, los que venían a su casa eran exceptuados entre todas las visitas.
Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su capitán.
Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando.
Pero esta última circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba mucho.
El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros.
luego, como había quitado las baldosas del suelo como había horadado el esamblaje y sólo un simple techo le separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los acusados.
La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D’Artagnan para ir a casa del señor de Trévilie cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de la calle;
al punto esa puerta se abríó y se volvíó a cerrar: al-guíen acababa de caer en la ratonera.
Y aferrándose con la mano al reborde de su ventana, se dejó caer desde el primer piso, que afortunadamente no era elevado, sin hacerse ningún rasguño.
Apenas la aldaba hubo resonado bajo la mano del joven cuando el tumulto cesó, unos pasos se acercaron, se abríó la puerta y D’Artagnan, con la espada desnuda, se abalanzó en la vivienda de maese Bonacieux, cuya puerta, movida sin duda por algún resorte, volvíó a cerrarse tras él.
Entonces, quienes habitaban aún la desgraciada casa de Bonacieux y los vecinos más próximos oyeron grandes gritos pataleos, entrechocar de espaldas y un ruido prolongado de muebles.
Luego, un momento después, aquellos que sorprendidos por aquel ruido habían salido a las ventanas para conocer la causa, pudieron ver cómo la puerta se abría y no salir a cuatro hombres vestidos de negro, sino volar como cuervos espantados, dejando por tierra y en las esquinas de las mesas plumas de sus alas, es decir, jirones de sus vestidos y trozos de sus capas.
D’Artagnan fue vencedor sin mucho trabajo, hay que decirlo, porque sólo uno de los aguaciles estaba armado y aún se defendíó por guardar las formas.
Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría peculiar de los habitantes de París en aquellos tiempos de tumultos y de riñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo estaba acabado.
D’Artagnan, solo con la señora Bonacieux, se volvíó hacia ella: la pobre mujer estaba derribada sobre un butacón y semidesvestida.
Era una encantadora mujer de veinticinco a veintiséis años, morena con ojos azules, con una nariz ligeramente respingona, dientes admirables, un tinte marmóreo de rosa y de ópalo.
Mientras D’Artagnan examinaba a la señora Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos dicho, vio en el suelo un fino pañuelo de batista, que recogíó según su costumbre, y en una de cuyas esquinas reconocíó la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había obligado a batirse con Aramis.
Abríó los ojos, miró con terror en torno suyo, vio que la habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador.
-Claro que sí, señor, claro que sí, y espero probaros que no habéis prestado un servicio a una ingrata.
-Señora, esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pudiera serlo los ladrones, porque son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido, el señor Bónacieux no está aquí porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la Bastilla.
-Por un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de pelo negro, de tez morena, con una cicatriz en la sien izquierda.
-He aprovechado un momento en que me han dejado sola, y como desde esta mañana sabía a qué atenerme sobre mi rapto, con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana;
-Y además -dijo D’Artagnan- (perdón, señora, si, como guardia que soy, os llamo a la prudencia), además creo que no estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias.
Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los habrán encontrado en sus casas!
Y la joven y el joven, sin molestarse en cerrar la puerta, descendieron rápidamente por la calle des Fossoyeurs, se adentraron por la calle des Fossés-Monsieur-le-Prince y no se detuvieron hasta la plaza Saint-Sulpice.
mi intención era hacer avisar al señor de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La Porte pudiera decirnos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres días, y si había peligro para mí en presentarme.
sólo que hay un obstáculo, y es que al señor Bonacieux lo conocen en el Louvre y le dejarían pasar, mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la puerta.
-Bueno, os creo: tenéis aspecto de joven valiente y por otra parte vuestra fortuna está quizá al cabo de vuestra dedicación.
-Haré sin promesa y por conciencia todo cuanto pueda para servir al rey y ser agradable a la reina -dijo D’Artagnan-;
tomó la llave, que tenían la costumbre de darle como a un amigo de la casa, subíó la escalera a introdujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción ya hemos hecho.
-Estáis en vuestra casa -dijo él-, tened cuidado, cerrad las ventanas por dentro y no abráis a nadie, a menos que oigáis dar tres golpes así, mirad -y golpeó tres veces: dos golpes cercanos uno al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más ligero.
D’Artagnan saludó a la señora Bonacieux lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible concentrar sobre su encantadora personita, y.
y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven compatriota, teniendo algo importante que decide, solicitaba una audiencia particular.
-dijo D’Artagnan, que había aprovechado el momento en que se había quedado solo para retrasar el reloj tres cuartos de hora-.
He pensado que como no eran más que las nueve y veinticinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra casa.
le contó que había oído decir los proyectos del cardenal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un aplomo del que el señor de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que, como ya hemos dicho, él mismo había notado algo nuevo entre el cardenal, el rey y la reina.
Al sonar las diez, D’Artagnan abandonó al señor de Tréville, que le agradecíó sus informes, le recomendó tener siempre en el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvíó al salón.
por lo tanto subíó precipitadamente, volvíó a entrar en el gabinete, con una vuelta de dedo puso de nuevo el péndulo en su hora para que no se pudiese percibir al día siguiente que había sido movido, y seguro desde entonces de que tenía un testigo para probar su coartada, bajó la escalera y pronto se encontró en la calle.
Una vez hecha la visita al señor de Tréville, D’Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su casa.
¿En qué pensaba D’Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como sonriendo?
Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser insensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios;
además, D’Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente adoptan un carácter más tierno.
D’Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante.
Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: añadamos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco ver-güenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones.
Las que no eran más que bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo no puede dar más que lo que tiene.
Las que eran ricas daban además una parte de su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su amante ataba al arzón de su silla.
D’Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su amigo.
D’Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba a París como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá lejos, la mujer aquí.
El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un necio como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa.
Pero todo esto no había influido para nada en el sentimiento producido por la visita de la señora Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había sido la continuación.
Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual, es rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo corrobora.
Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita zapatilla en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto;
esperaba serlo algún día, pero el tiempo que él mismo se fijaba para ese feliz cambio estaba bastante lejos.
Mientras tanto, ¡qué desesperación ver a una mujer que se ama desear esas mil naderías con que las mujeres hacen su dicha, y no poder darle esas mil naderías!
y aunque por regla general ella se consiga tal disfrute con el dinero del marido, raro es que sea él a quien dé las gracias.
La bonita señora Bonacieux era mujer para pasear por el llano de Saint-Denis o entre el tumulto de Saint-Germain, en compañía de Athos, de Porthos y Ara-mis, a los cuales D’Artagnan estaría orgulloso de mostrar una conquista semejante.
Harían breves comidas encantadoras en las que se toca por un lado la mano de un amigo, y por el otro el pie de una amante.
¿Y el señor Bonacieux, a quien D’Artagnan había empujado a las manos de los esbirros renegándole en alta voz y a quien había prometido en voz baja salvarle?
Debemos confesar a nuestros lectores que D’Artagnan no pensaba en él ni por un momento, o que, si pensaba, era para decirse que estaba bien donde estaba, fuera en la parte que fuera.
Sin embargo, que nuestros lectores se tranquilicen: si D’Artagnan olvida a su hospedero o hace ademán de olvidarlo so pretexto de que no sabe adónde ha sido conducido, nosotros no lo olvidamos, y nosotros sabemos dónde está.
D’Artagnan, mientras reflexionaba en sus futuros amores, mientras hablaba a la noche, mientras sonreía a las estrellas, remontaba la calle du Cherche-Midi o Chasse-Midi, como se llamaba entonces.
Como se encontraba en el barrio de Aramis, le había venido la idea de ir a visitar a su amigo, para darle algunas explicaciones sobre los motivos que le habían hecho enviar a Planchet con la invitación de presentarse inmediatamente en la ratonera.
Ahora bien, si Aramis se hubiera encontrado en su casa cuando Planchet había ido a ella, habría corrido indudablemente a la calle des Fossoyeurs, y al no encontrar quizá a nadie más que a sus dos compañeros, ni unos ni otros habían sabido lo que aquello quería decir.
Además, por lo bajo, pensaba que aquella era para él una ocasión de hablar de la bonita señora Bonacieux, de la que su espíritu, si no su corazón, estaba ya totalmente lleno.
D’Artagnan seguía una calleja situada sobre el emplazamiento por el que hoy pasa la calle d Assas, respirando las emanaciones embalsamadas que venían con el viento de la calle de Vaugirard y que enviaban los jardines refrescados por el rocío del atardecer y por la brisa de la noche.
A lo lejos resonaban, amortiguados no obstante por buenos postigòs, los cantos de los bebedores en algunas tabernas perdidas en el llano.
D’Artagnan acababa de dejar atrás la calle Cassete y reconocía ya la puerta de la casa de su amigo, enterrada bajo un macizo de sicomoros y de clemátides que formaban un vasto anillo por encima de ella, cuando percibíó algo como una sombra que salía de la calle Servandoni.
Es más, aquella mujer, como si no hubiera estado bien segura de la casa que buscaba, alzaba los ojos para orientarse, se deténía, volvía atrás, luego volvía de nuevo.
No había más que tres palacetes en aquella parte de la calle, y dos ventanas con vistas sobre aquella calle: la una era de un pabellón paralelo al que ocupaba Aramis, la otra era la del propio Aramis.
Y D’Artagnan, haciéndose lo más delgado que pudo, se puso a cubierto en el lado más oscuro de la calle, junto a un banco de piedra situado en el fondo de un nicho.
La joven continuó avanzando, porque además de la ligereza de su paso, que le había traicionado, acababa de hacer oír una breve tos que denunciaba una voz de las más frescas.
Sin embargo, bien porque se hubiera respondido a aquella tos mediante un signo equivalente que había fijado las irresoluciones de la nocturna buscadora, bien porque sin ayuda extraña hubiera reconocido que había llegado al fin de su camino, se acercó resueltamente al postigo de Aramis y llamó con tres intervalos iguales con su dedo encorvado.
Apenas fueron dados los tres golpes cuando la ventana interior se abríó y una luz aparecíó a través de los vidrios del postigo.
D’Artagnan pensó que aquello no podía durar así, y continuó mirando con todos sus ojos y escuchando con todas sus orejas.
Por otra parte, los ojos de los gascones tienen, como los de los gatos, según se asegura, la propiedad de ver durante la noche.
D’Artagnan vio, pues, que la joven sacaba de su bolso un objeto blanco que desplegó con viveza y que tomó la forma de un pañuelo.
Esto récordó a D’Artagnan aquel pañuelo que había encontrado a los pies de la señora Bonacieux, que le había recordado el que había encontrado a los pies de Aramis.
Situado donde estaba, D’Artagnan no podía ver el rostro de Aramis, y decimos de Aramis porque el joven no tenía ninguna duda de que era su amigo quien dialogaba desde el interior con la dama del exterior;
la curiosidad pudo en él más que la prudencia y aprovechando la preocupación en que la vista del pañuelo parecía sumir a los dos personajes que hemos puesto en escena, salíó de su escondite, y raudo como una centella, pero ahogando el ruido de sus pasos, fue a pegarse a una esquina del muro, desde el que su mirada podía hundirse perfectamente en el interior de la habitación de Aramis.
Llegado allí, D’Artagnan pensó lanzar un grito de sorpresa: no era Aramis quien hablaba con la visitante nocturna, era una mujer.
En el mismo instante, la mujer de la habitación sacó un segundo pañuelo de su bolsillo y lo cambió por aquel que acababan de mostrarle.
La mujer que se hallaba en el exterior de la ventana se volvíó y vino a pasar a cuatro pasos de D’Artagnan ba-jando la toca de su manto;
pero ¿por qué motivo la señora Bonacieux, que había enviado a buscar al señor de La Porte para hacerse llevar por él al Louvre, corría las calles de París sola a las once y media de la noche, con riesgo de hacerse raptar por segunda vez?
Esto era lo que se preguntaba a sí mismo el joven, a quien el demonio de los celos mordía en el corazón ni más ni menos que a un amante titulado.
Pero a la vista del joven que se separaba del muro como una estatua de su nicho, y al ruido de los pasos que oyó resonar tras ella, la señora Bonacieux lanzó un pequeño grito y huyó.
La desgraciada estaba agotada, no de fatiga sino de terror, y cuando D’Artagnan le puso la mano sobre el hombro, ella cayó sobre una rodilla gritando con voz estrangulada:
pero como sintió por su peso que estaba a punto de desvanecerse, se apresuró a traquilizarla con protestas de afecto.
volvíó a abrir los ojos, lanzó una mirada sobre el hombre que le había causado tan gran miedo y, al reconocer a D’Artagnan, lanzó un grito de alegría.
-preguntó con una sonrisa llena de coquetería la joven cuyo carácter algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había desaparecido desde el momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había tomado por un enemigo.
D’Artagnan ofrecíó su brazo a la señora Bonacieux, que se cogíó de él, mitad riendo, mitad temblando, y los dos juntos ganaron lo alto de la calle La Harpe.
mil gracias por vuestra honorable compañía, que me ha salvado de todos los peligros a que habría estado expuesta.
-Ya veis que todavía hay peligro para vos, puesto que una sola palabra os hace temblar y confesáis que si oyesen esa palabra estaríais perdida.
¡Ah, señora -exclamó D’Artagnan cogíéndole la mano y cubríéndola con una ardiente mirada-, sed más generosa, confiad en mí!
puesto que tales secretos pueden tener influencia sobre vuestra vida, es preciso que esos secretos se conviertan en los míos.
Y esto os lo pido en nombre del interés que os inspiro, en nombre del servicio que me habéis hecho, y que no olvidaré en mi vida.
-Es ya la segunda o tercera vez que pronunciáis ese nombre, señor, y sin embargo os he dicho que no lo conocía.
-Confesad que habéis inventado esa historia para hacerme hablar, y que vos mismo habéis creado ese personaje.
-Lo digo y lo repito por tercera vez, en esa casa es donde vive mi amigo, y ese amigo es Aramis.
-Si pudierais ver mi corazón completamente al descubierto -dijo D’Artagnan-, leeríais en él tanta curiosidad que tendríais piedad de mí, y tanto amor que al instante satisfaríais incluso mi curiosidad.
-Escuchad, estoy tras su rastro-dijo D’Artagnan- Hace tres meses estuve a punto de tener un duelo con Aramis por un pañuelo semejante al que habéis mostrado a aquella mujer que estaba en su casa, por un pañuelo marcado de la misma manera, estoy seguro.
-Señor -dijo la joven suplicando y juntando las manos-, señor, en el nombre del cielo, en el nombre del honor de un militar, en el nombre de la cortesía de un gentilhombre, alejaos;
-exclamó la señora Bonacieux tendíéndole una mano y poniendo la otra en la aldaba de una pequeña puerta casi perdida en el muro.
-exclamó D’Artagnan con aquella brutalidad ingenua que las mujeres prefieren con frecuencia a las afectaciones de la cortesía, porque descubre el fondo del pensamiento y prueba que el sentimiento domina sobre la razón.
-prosiguió la señora Bonacieux con una voz casi acariciadora y estrechando la mano de D’Artagnan, que no había abandonado la suya-.
-Vamos, que la discusión vuelve a empezar -dijo la señora Bonacieux con media sonrisa que no estaba exenta de cierto tinte de impaciencia.
Y como si no se sintiera con fuerza para separarse de la mano que sosténía más que mediante una sacudida, se alejó corriendo, mientras la señora Bonacieux llamaba, como en el postigo, con tres golpes lentos y regulares;
luego, llegado al ángulo de la calle, él se volvíó: la puerta se había abierto y vuelto a cerrar, la bonita mercera había desaparecido.
D’Artagnan prosiguió su camino, había dado su palabra de no espiar a la señora Bonacieux, y aunque la vida de ella dependiera del lugar adonde había ido a reunirse, o de la persona que debía acompañarla, D’Artagnan habría vuelto a su casa, puesto que había dicho que volvía.
Se habrá dormido mientras me esperaba, o habrá regresado a su casa, y al volver se habrá enterado de que había ido allí una mujer.
porque monologando en voz alta, a la manera de las personas muy preocupadas, se había adentrado por el camino al fondo del cual estaba la escalera que conducía a su habitación.
al contrario, se ha acercado a mí y me ha dicho: «Es tu amo el que necesita su libertad en este momento, y no yo, porque él sabe todo y yo no sé nada.
-Pero tú te quedas, tú no tengas miedo -dijo D’Artagnan volviendo sobre sus pasos para recomendar valor a su lacayo.
-Bueno -se dijo a sí mismo D’Artagnan-, parece que el método que empleé con este muchacho es decididamente bueno;
Y con toda la rapidez de sus piernas, algo fatigadas ya sin embargo por las carreras de la jornada, D’Artagnan se dirigíó hacia la calle du Vieux-Colombier.
Por un instante tuvo la idea de pasar en la barca, pero al llegar a la orilla del agua había introducido maquinalmente su mano en el bolsillo y se había dado cuenta de que no tenía con qué pagar al barquero.
Cuando llegaba a la altura de la calle Guénégaud, vio desembocar de la calle Dauphine un grupo compuesto por dos personas cuyo aspecto le sorprendíó.
La mujer tenía el aspecto de la señora Bonacieux, y el hombre se parecía a Aramis hasta el punto de ser tomado por él.
Además, la mujer tenía aquella capa negra que D’Artagnan veía aún recortarse sobre el postigo de la calle de Vaugirard y sobre la puerta de la calle de La Harpe.
El capuchón de la mujer estaba vuelto, el hombre tenía su pañuelo sobre su rostro;
D’Artagnan no había dado veinte pasos cuando quedó convencido de que aquella mujer era la señora Bonacieux y de que aquel hombre era Aramis.
La señora Bonacieux le había jurado por todos los dioses que no conocía a Aramis, y un cuarto de hora después de que ella le hubiera hecho este juramento la volvía a encontrar del brazo de Aramis.
D’Artagnan no reflexiónó que conocía a la bonita mercera desde hacía tres horas, que no le debía a él nada más que un poco de gratitud por haberla liberado de los hombres perversos que querían raptarla, y que ella no le había prometido nada.
La joven mujer y el joven hombre se habían dado cuenta de que los seguían, y habían doblado el paso.
D’Artagnan tomó carrera, los sobrepasó, luego volvíó sobre ellos en el momento en que se encontraban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que proyectaba su claridad sobre toda aquella parte del puente.
-preguntó el mosquetero retrocediendo un paso y con un acento extranjero que probaba a D’Artagnan que se había equivocado en una parte de sus conjeturas.
Sin embargo, D’Artagnan, aturdido, aterrado, anonadado por todo lo que le pasaba, permanecía en pie y con los brazos cruzados ante el mosquetero y la señora Bonacieux.
D’Artagnan puso su espada desnuda bajo su brazo, dejó adelantarse a la señora Bonacieux y al duque veinte pasos y los siguió, dispuesto a ejecutar a la letra las instrucciones del noble y elegante ministro de Carlos I.
Pero afortunadamente el joven secuaz no tuvo ninguna ocasión de dar al duque aquella prueba de su devoción;
Pero sin darles otra explicación sobre la molestia que les había causado, les dijo que había terminado solo el asunto para el que por un instante había creído necesitar su intervención.
Y ahora, arrastrados como estamos por nuestro relato, dejemos a nuestros tres amigos volver cada uno a su casa, y sigamos por el laberinto del Louvre al duque de Buckingham y a su guía.
el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de Tréville que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche.
Además, Germain era adicto a los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de haber introducido a su amante en el Louvre, eso es todo;
cargaba con el crimen: su reputación estaba perdida, cierto, pero ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple mercera?
Un vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguieron el pie de los muros durante un espacio de unos veinticinco pasos;
recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó una pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la noche;
los dos entraron y se encontraron en la oscuridad, pero la señora Bonacieux conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las personas de la servidumbre.
Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a tientas, asíó una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera;
Entonces ella torcíó a la derecha, siguió un largo corredor, volvíó a bajar un piso, dio algunos pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abríó una puerta y empujó al duque en una habitación iluminada solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad aquí, milord duque, vendrán».
Luego salíó por la misma puerta, que cerró con llave, de suerte que el duque se encontró literalmente prisionero.
había sabido que aquel presunto mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en lugar de regresar a Inglaterra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declarado a la reina que no partiría sin haberla visto.
La reina se había negado rotundamente al principio, luego había temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura.
Ya estaba decidida a recibirlo y a suplicarle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella decisión, la señora Bonacieux, que estaba encargada de ir a buscar al duque y conducirle al
Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas habían recuperado su curso, y ella acababa de realizar la peligrosa empresa que, sin su arresto, habría ejecutado tres días antes.
A los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más hermoso y por el caballero más elegante de Francia y de Inglaterra.
Favorito de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía y calmaba a su capricho, Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas existencias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la posteridad.
Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que rigen a los demás hombres no podían alcanzarlo, iba erecho al fin que se había fijado, por más que ese fin fuera tan elevado y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido locura.
Así es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de Austria y hacerse amar a fuerza de deslumbramiento.
Georges Villiers se situó, pues, ante un espejo, como hemos dicho, devolvíó a su bella cabellera rubia las ondulaciones que el peso del sombrero le había hecho perder, se atusó su mostacho, y con el corazón todo henchido de alegría, feliz y orgulloso de alcanzar el momento que durante tanto tiempo había deseado, se sonrió a sí mismo de orgullo y de esperanza.
Ana de Austria tenía entonces veintiséis o veintisiete años, es decir, se encontraba en todo el esplendor de su belleza.
sus ojos, que despedían reflejos de esmeralda, eran perfectamente bellos, y al mismo tiempo llenos de dulzura y de majestad.
Su boca era pequeña y bermeja y aunque su labio inferior, como el de los príncipes de la Casa de Austria, sobresalía ligeramente del otro, era eminentemente graciosa en la sonrisa, pero también profundamente desdeñosa en el desprecio.
Su piel era citada por su suavidad y su aterciopelado, su mano y sus brazos eran de una belleza sorprendente y todos los poetas de la época los cantaban como incomparables.
Finalmente, sus cabellos, que de rubios que eran en su juventud se habían vuelto castaños, y que llevaba rizados, muy claros y con mucho polvo, enmarcaban admirablemente su rostro, en el que el censor más rígido no hubiera podido desear más que un poco menos de rouge, y el escultor más exigente sólo un poco más de finura en la nariz.
jamás Ana de Austria le había parecido tan bella en medio de los bailes, de las fiestas, de los carruseles como le parecíó en aquel momento, vestida con un simple vestido de satén blanco y acompañada de doña Estefanía, la única de sus mujeres españolas que no había sido expulsada por los celos del rey y por las persecuciones de Richelieu.
Sí, señora, sí, vuestra majestad -exclamó el duque-, sé que he sido un loco, un insensato por creer que la nieve se animaría, que el mármol se calentaría;
os veo porque, insensible a todas mis penas, os habéis obstinado en permanecer en una ciudad en la que, permaneciendo, corréis riesgo de la vida y me hacéis a mí correr el riesgo de mi honor;
os veo para deciros que todo nos separa, las profundidades del mar, la enemistad de los reinos, la santidad de los juramentos.
y, realmente, decirme semejantes palabras, sería por parte de vuestra majestad una ingratitud demasiado grande.
Porque, decidme, ¿dónde encontráis un amor semejante al mío, un amor que ni el tiempo, ni la ausencia, ni la desesperación pueden apagar, un amor que se contenta con una cinta extraviada, con una mirada perdida, con una palabra escapada?
Hace tres años, señora, que os vi por primera vez, y desde hace tres años os amo así.
las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros hellos brazos, sobre esos brazos admirables, con gruesos diamantes;
teníais una gorguera cerrada, un pequeño bonete sobre vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma de garza.
porque en tres años, señora, no os he visto más que cuatro veces: esa primera de que acabo de hablaros, la segunda en casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los jardines de Amiens.
aquella vez vos estabais dispuesta a decirme todo: el aislamiento de vuestra vida, las penas de vuestro corazón.
Al inclinar mi cabeza a vuestro lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada vez que me rozaban yo temblaba de la cabeza a los pies.
Mirad, mis bienes, mi fortuna, mi gloria, ¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento semejante y de una noche parecida!
-Milord, es posible, sí, que la influencia del lugar, que el encanto de aquella hermosa noche, que la fascinación de vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se juntan a veces para perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal;
la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la primera palabra que osasteis decir, a la primera osadía a la que tuve que responder, pedí ayuda.
Creísteis huir de mí volviendo a París, creísteis que no osaría abandonar el tesoro que mi amo me había encargado vigilar.
Y esa vez, nada tuvisteis que decirme: yo había arriesgado mi favor, mi vida, por veros un segundo, no toqué siquiera vuestra mano, y vos me perdonasteis al verme tan sometido y arrepentido.
El rey, excitado por el señor cardenal, organizó un escándalo terrible: la señora de Vernet ha sido echada, Putange exiliado, la señora de Chevreuse ha caído en desgracia, y cuando vos quisisteis volver como em-bajador de Francia, recordad, milord, que el rey mismo se opuso.
pero esta guerra podrá llevar a una paz, esa paz necesitará un negociador, ese negociador seré yo.
-La señora de Chevreuse no era reina -murmuró Ana de Austria, vencida a pesar suyo por la expresión de un amor tan profundo.
Lo habéis dicho vos misma, se me ha atraído a una trampa, tal vez deje mi vida en ella porque, mirad, es extraño, pero desde hace algún tiempo tengo presentimientos de que voy a morir -y el duque sonrió con una sonrisa triste y encantadora a la vez.
-exclamó Ana de Austria con un acento de terror que probaba que sentía por el duque un interés mayor del que quería confesar.
Si fuerais herido en Francia, si murieseis en Francia, si pudiera suponer que vuestro amor por mí fue causa de vuestra muerte, no me consolaría jamás, me volvería loca por ello.
volved como embajador, volved como ministro, volved rodeado de guardias que os defiendan, de servidores que vigilen por vos, y entonces no temeré más por vuestra vida y sentiré dicha en volveros a ver.
Y Ana de Austria regresó a sus habitaciones y salíó casi al momento, llevando en la mano un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales, incrustado de oro.
-Si antes de seis meses no estoy muerto, os habré visto, señora, aunque tenga que desquiciar el mundo para ello.
En el corredor encontró a la señora Bonacieux que lo esperaba y que, con las mismas precauciones y la misma fortuna, volvíó a conducirlo fuera del Louvre.
Como se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición, no había parecido inquietarse más que a medias;
este personaje era el señor Bonacieux, respetable mártir de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en aquella época a la vez tan caballeresca y tan galante.
Allí, introducido en una galería semisubtenánea, fue objeto, por parte de quienes lo habían llevado, de las más groseras injurias y del más feroz trato.
Al cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a poner fin a sus torturas, pero no a sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios.
Dos guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse por un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una habitación baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un comisario.
El comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escribiendo algo sobre la mesa.
Los dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron fuera del alcance de la voz.
El comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza inclinada sobre sus papeles, la alzó para ver con quién tenía que habérselas.
Aquel comisario era un hombre de facha repelente, la nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero investigadores y vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro.
Su cabeza sostenida por un cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi parecido al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su caparazón.
El acusado respondíó que se llamaba Jacques-Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años, mercero retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11.
Entonces el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le soltó un largo discurso sobre el peligro que corre un burgués oscuro mezclándose en asuntos públicos.
Complicó este exordio con una exposición en la que contó el poder y los actos del señor cardenal, aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo de los ministros futuros: actos y poder a los que nadie se opónía impunemente.
Después de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el pobre Bonacieux, lo invitó a reflexionar sobre la gravedad de la situación.
lanzaba pestes contra el momento en que el señor de La Porte había tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra el momento en que esta ahijada había sido admitida como costurera de la reina.
El fondo del carácter de maese Bonacieux era un profundo egoísmo mezclado a una avaricia sórdida todo ello sazonado con una cobardía extrema.
El amor que le había inspirado su joven mujer, por ser un sentimiento totalmente secundario, no podía luchar con los sentimientos primitivos que acabamos de enumerar.
-Pero, señor comisario -dijo tímidamente-, estad seguro de que conozco y aprecio más que nadie el mérito de la incomparable Eminencia por la que tenemos el honor de ser gobernados.
-Sin embargo, es preciso que hayáis cometido un crimen, puesto que estáis aquí acusado de alta traición.
¿Y cómo queréis vos que un pobre mercero que detesta a los hugonotes y que aborrece a los españoles esté acusado de alta traición?
-Señor Bonacieux -dijo el comisario mirando al acusado como si sus pequeños ojos tuvieran la facultad de leer hasta lo más profundo de los corazones-, señor Bonacieux, ¿tenéis mujer?
-Sospecho -dijo- de un hombre alto, moreno, de buen aspecto, que tiene todo el aire de un gran señor;
nos ha seguido varias veces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a mi mujer al postigo del Louvre para llevarla a casa.
En cuanto a su nombre, no sé nada, pero si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo reconoceré al instante, os respondo de ello, aunque fuera entre mil personas.
antes de que sigamos adelante es preciso que alguien sea prevenido de que conocéis al raptor de vuestra mujer.
Sin escuchar para nada las lamentaciones de maese Bonacieux, lamentaciones a las que por otra parte debían estar acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un brazo y se lo llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano esperaba.
y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la habitación, la aurora le parecíó haber tornado tintes fúnebres.
así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo que esperaba, a su comisario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al cuello.
-Vuestro asunto se ha complicado desde ayer por la noche, buen hombre -le dijo el comisario-, y os aconsejo decir toda la verdad;
-¿Qué fuisteis, pues, a hacer a casa del señor D’Artagnan, vuestro vecino, con el que tuvisteis una larga conferencia durante el día?
El señor D’Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en virtud de ese pacto, él ha puesto en fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra mujer, y la ha sustraído a todas las investigaciones.
-Veamos, cuando me han dicho: «Vos sois el señor D’Artagnan», yo he respondido: «¿Lo creéis así?» Mis guardias han exclamado que estaban seguros.
-Pero -exclamó a su vez el señor Bonacieux- os digo, señor comisario, que no tengo la más mínima duda.
El señor D’Artagnan es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague mis alquileres, y precisamente por eso, debo conocerlo.
El señor D’Artagnan está en los guardias del señor Des Essarts, y este señor está en la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville: mirad el uniforme, señor comisario, mirad el uniforme.
En aquel momento la puerta se abríó de golpe, y un mensajero, introducido por uno de los carceleros de la Bastilla, entregó una carta al comisario.
que yo no sé nada de nada de lo que debía hacer mi mujer, que soy completamente extraño a lo que ella ha hecho y, que si ella ha hecho tonterías, reniego de ella, la desmiento, la maldigo.
-Volved a llevar a los prisioneros a sus calabozos -dijo el comisario señalando con el mismo gesto a Athos y a Bonacieux-, que sean guardados con mayor severidad que nunca.
-Sin embargo -dijo Athos con su calma habitual-, si vos estáis buscando al señor D’Artagnan, no veo demasiado bien en qué puedo yo reemplazarlo.
Athos siguió a sus guardias encogíéndose de hombros, y el señor Bonacieux lanzando lamentaciones capaces de ablandar el corazón de un tigre.
Llevaron al mercero al mismo calabozo en que había pasado la noche, y lo dejaron solo toda la jornada.
Durante toda la jornada el señor Bonacieux lloró como un verdadero mercero, dado que no era un hombre de espada, tal como él mismo nos ha dicho.
Por la noche, hacia las ocho, en el momento en que iba a decidirse a meterse en la cama, oyó pasos en su corredor.
Tomó el mismo corredor que ya había tomado, atravesó un primer patio, luego un segundo cuerpo de edificios;
finalmente, a la puerta del patio de entrada, encontró un coche rodeado de cuatro guardias a caballo.
Lo hicieron subir en aquel coche, el exento se colocó tras él, cerraron la portezuela con llave, y los dos se encontraron en una prisión rodante.
Sólo una cosa lo tranquilizó algo, y es que antes de enterrarlos se les cortaba por regla general la cabeza, y su cabeza estaba aún sobre sus hombros.
Pero cuando vio que el coche tomaba la ruta de la Grève, cuando vio los techos picudos del Ayuntamiento, cuando el coche se adentró bajo la arcada, creyó que todo había terminado para él, quiso confesarse con el exento, y, tras su negativa, lanzó gritos tan lastimeros que el exento le anunció que, si seguía ensordecíéndole así, le pondría una mordaza.
Aquella amenaza tranquilizó algo a Bonacieux: si hubieran tenido que ejecutarlo en Grève, no merecía la pena amordazarlo, porque estaban a punto de llegar al lugar de la ejecución.
Bonacieux se había jactado creyéndose digno de Saint-Paúl o de la plaza de Grève: ¡era en la Croix-duTrahoir donde iban a terminar su viaje y su destino!
No podía ver todavía aquella maldita cruz, pero la sentía en cierto modo venir a su encuentro.
lanzó un débil gemido, que hubiera podido tomarse por el último suspiro de un moribundo, y se desvanecíó.
Aquella reuníón era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un ahorcado.
El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvíó la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta baja.
hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado un grito para implorar piedad.
Permanecíó, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado.
Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendíó poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.
En aquel momento, un oficial de buen aspecto abríó una portezuela, continuó cambiando aún algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volvíéndose hacia el prisionero, dijo:
Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de Septiembre.
Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.
De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un par de mostachos.
Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose.
Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.
Aquel hombre era Armand-Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo representaran cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz apagada, enterrado en un gran sillón como en una
tumba anticipada que no viviera más que por la fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de su pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero débil de cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los hombres más extraordinarios que hayan existido;
preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de Nevers en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los ingleses de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.
A primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no conocían su rostro adivinar ante quién se encontraban.
El pobre mercero permanecíó de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos de describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.
El oficial cogíó de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclínó hasta el suelo y salíó.
chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales hasta el fondo del corazón del pobre mercero.
Al cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se había decidido.
-Es lo que ya me han informado, monseñor -exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el título que había oído al oficial darle-;
-Ella decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París para perderlo y para perder a la reina con él.
-No, monseñor, lo he sabido después de haber entrado en prisión, y siempre por la mediación del señor comisario, un hombre muy amable.
-En tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consent¡rá en dec¡rme qué ha ocurr¡do con mi mujer?
El official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos los servidores del cardenal en obedecerle.
No habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del official, cuando la puerta se abríó y un nuevo personaje entró.
El official cogíó a Bonacieux por debajo del brazo y volvíó a llevarlo a la antecámara donde encontró a sus dos guardias.
El nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux hasta que éste hubo salido, y cuando 1a puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose rápidamente al cardenal.
-Sea por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acostarse a la señora de Fargis en su habitación, y la ha tenido allí toda la jornada.
-Al punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al rouge con que tenía el rostro cubierto, ha palidecido.
-Sin embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme diez minutos, luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha salido.
-Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en seguida.
-Durante el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha buscado ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a la reina.
-La reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de sus herretes lo había enviado a reparar a su orfebre.
Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan en casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha echado a reír.
luego, casi al punto, como si un nuevo pensamiento se presentara a su espíritu, una sonrisa fruncíó sus labios y, tendiendo la mano al mercero, le dijo:
-Sí, amigo mío, sí -dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que sólo engañaba a quien no le conocía-;
-dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin duda que aquel don no fuera más que una chanza-.
Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois bien libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender;
-Será a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto extremo con vuestra conversación.
luego salíó a reculones, y cuando estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que en su entusiasmo, se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor!
¡Viva el gran cardenal!» El cardenal escuchó sonriendo aquella brillante manifestación de sentimientos entusiastas de maese Bonacieux;
Y el cardenal se puso a examinar con la mayor atención el mapa de La Rochelle que, como hemos dicho, estaba extendido sobre su escritorio, trazando con un lápiz la línea por donde debía pasar el famoso dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad sitiada.
Cuando se hallaba en lo más profundo de sus meditaciones estratégicas, la puerta volvíó a abrirse y Rochefort entró.
-dijo vivamente el cardenal, levantándose con la presteza que probaba el grado de importancia que concedía a la comisión que había encargado al conde.
Una mujer de veintiséis a veintiocho años y un hombre de treinta y cinco a cuarenta años se han alojado, efectivamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las casas indicadas por Vuestra Eminencia;
El conde de Rochefort se inclínó como hombre que reconocía la gran superioridad del maestro, y se retiró.
Una vez que se quedó solo, el cardenal se sentó de nuevo, escribíó una carta que selló con su sello particular, luego llamó.
Un instante después, el hombre que había pedido estaba de pie ante él, calzado con botas y espuelas.
Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas, pasad por casa de mi tesorero y haceos pagar.
El mensajero, sin responder una sola palabra se inclínó, cogíó la carta, el vale de doscientas pistolas y salíó.
Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D’Artagnan y por Porthos de su desaparición.
En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de familia.
El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.
Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado momentáneamente en Fort-l’Évêque.
Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que D’Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D’Artagan .
que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D’Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había cenado: veinte testigos -añadió- podían atestiguar el hecho y nombró a varios gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.
El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada;
Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador del Fort-l’Evêque, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de Su Majestad.
Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que de los hombres.
A sus ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.
A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a París y que durante los cinco días que había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia.
La posteridad comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por razonamientos.
Pero cuando el cardenal añadió que no solamente la señora de Chevreuse había venido a París, sino que además la reina se había relacionado con ella con ayuda de una de esas correspondencias misteriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando afirmó que él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más oscuros de aquella intriga, cuando, en el momento de arrestar con las manos en la masa, en flagrante delito, provisto de todas las pruebas, al emisario de la reina junto a la exiliada, un mosquetero había osado interrumpir violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas gentes de ley encargadas de examinar con imparcialidad todo el asunto para ponerlo ante los ojos del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia las habitaciones de la reina con esa pálida y muda indignación que, cuando estallaba, llevaba a ese príncipe hasta la más fría crueldad.
Advertido de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del rostro del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.
-Llegáis en el momento justo, señor -dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a cierto punto, no sabía
-Y yo -respondíó fríamente el señor de Tréville- tengo muy bonitas cosas de que informarle sobre sus gentes de toga.
-Tengo el honor de informar a Vuestra Majestad -continuó el señor de Tréville en el mismo tono- de que una partida de procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas muy estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha permitido arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort-l’Evêque, y todo con una orden que se han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de conducta irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce favorablemente: el señor Athos.
El señor Athos es ese mosquetero que en el importuno duelo que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de Cahusac.
A propósito, monseñor -continuó Tréville, dirigíéndose al cardenal-, el señor de Cahusac está completamente restablecido, ¿no es así?
-El señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente -prosiguió el señor de Tréville-.
pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un libro para esperarlo, cuando una nube de corchetes y de soldados, todos juntos, sitiaron la casa, hundieron varias puertas…
El cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he hablado.» -Ya sabemos todo eso -replicó el rey- porque todo eso se ha hecho a nuestro servicio.
-Entonces -dijo Tréville-, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno de mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y por lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que ha vertido diez veces su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está dispuesto a verterla todavía.
-El señor de Tréville no dice -dijo el cardenal con la mayor flema- que ese mosquetero inocente, ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios instructores delegados por mí para instruir un asunto de la más alta importancia.
-Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo -exclamó el señor de Tréville con su franqueza completamente gascona y su rudeza militar-.
Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo confiar a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor duque de La Trémouille y el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.
-Un atestado da fe de ello -dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la interrogación muda de Su Majestad- y las gentes maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de presentar a Vuestra Majestad.
-Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros -dijo Tréville-, la justicia del señor cardenal es bastante conocida como para que yo mismo pida una investigación.
-En la casa en que se ha hecho esa inspección judicial -continuó el cardenal, impasible- se aloja, según creo, un bearnés amigo del mosquetero.
-¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las nueve y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!
-En fin -respondíó el cardenal, que no sospechaba ni por un momento de la lealtad de Tréville, y que sentía que la victoria se le escapaba-, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la calle des Fossoyeurs.
porque puedo afirmaros, sire, que de creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un admirador más profundo del señor cardenal.
-Sólo que -prosiguió Tréville- es muy triste que, en estos tiempos desgraciados que vivimos la vida más pura, la virtud más irrefutable no eximan a un hombre de la infamia y de la persecución.
Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.
porque, después de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusarme a mí mismo;
así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que ya está detenido, y con el señor d’Artagnan, a quien se arrestará sin duda.
-Sire -respondíó Tréville sin bajar ni por asomo la voz-, ordenad que se me devuelva mi mosquetero o que sea juzgado.
-Por vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en el mundo, ¡lo juro!
-El señor Athos seguirá estando ahí -prosigió el señor de Tréville-, dispuesto a responder cuando plazca a las gentes de toga interrogarlo.
Además -añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia-, démosle seguridad: eso es política.
-El derecho de gracia no se aplica más que a los culpables -dijo Tréville, que quería tener la última palabra- y mi mosquetero es inocente.
-Una buena armónía reina entre los jefes y los soldados de vuestros mosqueteros, sire;
Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión en seguridad, y á fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort-l’Evêque a un hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se tiene.
El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort-l’Évêque, donde líberó al mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado.
Por lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no todo estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras él cuando Su Eminencia dijo al rey:
Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño
y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.
-No por ello dejo de mantener -dijo el cardenal- que el duque de Buckingham ha venido a París por un plan completamente político.
-Por cierto -dijo el cardenal-, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.
-La mariscala D’Ancre no era más que la mariscala D’Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.
Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu, estirando el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del rey.
hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre he dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.
-Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, demasiado indulgente quizá, y os prevengo que luego tendremos que hablar de esto.
pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de sacrificarme a la buena armónía que deseo ver reinar entre vos y la reina de Francia.
La reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora de Montbazon y la señora de Guéménée.
La señora de Guéménée leía, y todo el mundo escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras fingía escuchar.
Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del cardenal, que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su vida -aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado por conceder al cardenal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle-.
Ana de Austria había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más íntimos, sus favoritos más queridos.
Fue el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas reflexiones cuando la puerta de la habitación se abrió y entró el rey.
sólo, deteniéndose ante la reina, dijo con voz alterada: -Señora, vais a recibir la visita del señor canciller, que os comunicará ciertos asuntos que le he encargado.
La desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el juicio, palidecíó bajo el rouge y no pudo impedirse decir:
El rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo instante el capitán de los guardias, el señor de Guitaut, anunció la visita del señor canciller.
Como probablemente volveremos a encontrarlo en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora conocimiento con él.
Fue Des Roches de Masle, canónigo de Notre-Dame y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia como un hombre totalmente adicto.
Tras una juventud tormentosa, se había retirado a un convento para expiar al menos durante algún tiempo las locuras de la adolescencia.
Pero, al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez suficiente para que las pasiones de que huía no entraran con él.
Estaba obsesionado sin tregua, y el superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que pudiese, le había recomendado para conjurar al demonio tentador recurrir a la cuerda de la campana y echarla al vuelo.
Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y toda la comunidad se pondría a rezar.
de suerte que día y noche la campana repica-ba anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el penitente.
por la noche, además de completas y maitines, estaban obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus celdas.
pero al cabo de tres meses, el diablo reaparecíó en el mundo con la reputación del más terrible poseso que jamás haya existido.
Al salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presidente con birrete en el puesto de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad;
finalmente, investido de toda la confianza del cardenal, confianza que tan bien se había ganado, vino a recibir la singular comisión para cuya ejecución se presentaba en el aposento de la reina.
La reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvíó a sentar en su sillón a hizo seña a sus mujeres de volverse a sentar en sus cojines y taburetes, y con un tono de suprema altivez preguntó:
-Para hacer en nombre del rey, señora, y salvo el respeto que tengo el honor de deber a Vuestra Majestad, una indagación completa en vuestros papeles.
El canciller hizo una visita por pura formalidad a los muebles, pero sabía de sobra que no era en un mueble donde la reina había debido guardar la importante carta que había escrito durante el día.
Cuando el canciller hubo abierto y cerrado veinte veces los cajones del secreter, tuvo, pese a los titubeos que experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto, es decir, a registrar a la propia reina.
Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa ni en vuestro secreter y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.
-dijo Ana de Austria, irguiéndose en toda su altivez y fijando sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto casi amenazadora.
-Si el rey hubiera querido que esa carta le hubiera sido entregada, señora, os la hubiera pedido él mismo.
-Que mis órdenes van lejos, señora, y que estoy autorizado a buscar el papel sospechoso en la persona misma de Vuestra Majestad.
El canciller hizo una profunda reverencia, luego, con la intención bien patente de no retroceder un ápice en el cumplimiento de la comisión que se le había encargado y como hubiera podido hacerlo un ayudante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de Austria, de cuyos ojos se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de rabia.
El cometido podía, pues, pasar por delicado, y el rey había llegado, a fuerza de celos contra Buckingham, a no estar celoso de nadie.
pero al no encontrarlo, tomó su decisión y tendíó la mano hacia el lugar en que la reina había confesado que se encontraba el papel.
y apoyándose con la mano izquierda, para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella, sacó con la derecha un papel de su pecho y lo tendíó al guardasellos.
El canciller, que por su parte tembiaba por una emoción fácil de concebir, cogíó la carta, saludó hasta el suelo y se retiró.
La reina invitaba a su hermano y al emperador de Austria a fingir, heridos como estaban por la política de Richelieu, cuya eterna preocupación fue el sometimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a Francia y que impónían como condición de la paz el despido del cardenal;
En verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan poderosas instancias y, por mi parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera dicha.
-Digo, sire, que mi salud se pierde en estas luchas excesivas y en estos trabajos eternos.
Digo que lo más probable es que yo no pueda soportar las fatigas del asedio de La Rochelle, y que más valdría que nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a algún valiente que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un hombre de iglesia, al que se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme a cosas para las que no tengo ninguna aptitud.
¡Oh, si ella traicionase a Vuestra Majestad en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir: «¡Nada de gracia sire, nada de gracia para la culpable!» Afortunadamente no es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba de adquirir una nueva prueba.
-Así es como trataré siempre a mis enemigos y a los vuestros, duque, por alto que estén colocados y sea cual sea el peligro que yo coma por actuar severamente con ellos.
-Al contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis cometido el primer error, puesto que sois vos quien habéis sospechado de la reina.
-Por eso la reina os quedará más agradecida, puesto que sabe vuestra antipatía por ese placer;
además, será una ocasión para ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que acabáis de darle por su cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de ponerse.
-Ya veremos, señor cardenal, ya veremos -dijo el rey, que en su alegría por hallar a la reina culpable de un crimen que le importaba poco a inocente de una falta que temía mucho, estaba dispuesto a reconciliarse con ella-.
-Sire -dijo el cardenal- dejad la severidad a los ministros, la indulgencia es la virtud real;
Tras esto, el cardenal, oyendo dar en el péndulo las once, se inclínó profundamente pidiendo permiso al rey para retirarse y suplicándole que se reconciliase con la reina.
Ana de Austria, que a consecuencia de la confiscación de su carta esperaba algún reproche, quedó muy sorprendida al ver al día siguiento al rey hacer tentativas de acercamiento hacia ella.
Su primer movimiento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de reina habían sido, los dos, tan cruelmente ofendidos que no podía reconciliarse así, a la primera;
El rey aprovechó aquel primer momento de retorno para decirle que contaba con dar de un momento a otro una fiesta.
Era una cosa tan rara una fiesta para la pobre Ana de Austria que, como había pensado el cardenal, ante este anuncio la última huella de sus resentimientos desaparecíó, si no de su corazón, al menos de su rostro.
Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta, pero el rey respondíó que tenía que entenderse sobre este punto con el cardenal.
En efecto, todos los días el rey preguntaba al cardenal en qué época tendría lugar aquella fiesta, y todos los días, el cardenal, con un pretexto cualquiera, difería fijarla.
El octavo día después de la escena que hemos contado, el cardenal recibíó una carta, con sello de Londres, que conténía solamente estas pocas líneas:
enviadme quinientas pistolas, y, cuatro o cinco días después de haberlas recibido, estaré en París.»
El mismo día en que el cardenal hubo recibido esta carta, el rey le dirigíó su pregunta habitual.
se necesitan cuatro o cinco días para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo cual hacen diez días;
ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a las debilidades de mujer y pongamos doce días.
-A propósito, sire, no olvidéis decir a Su Majestad, la víspera de esa fiesta, que deseáis ver cómo le sientan sus herretes de diamantes.
Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal -cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente- estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio.
Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su ministro.
Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminaría por detenerse;
Luis XIII quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia.
espero que para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños.
Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demás con su carácter.
Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondíó ni una sola sílaba.
Luis XIII sintió instintivamente que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda.
Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la traicionaba, sin saber decir cuál.
La reina se volvíó vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la expresión de aquella voz: era una amiga quien así hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina aparecíó la bonita señora Bonacieux;
estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey había entrado;
La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconocíó al principio a la joven que le había sido dada por La Porte.
Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra Majestad de preocupaciones.
partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.
La reina corríó a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas;
-Ya ves el destinatario -añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía: A Milord el duque de Buckingham, en Londres.
La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desaparecíó con la ligereza de un pájaro.
como le había dicho a la reina no había vuelto a ver a su marido desde su puesta en libertad;
por tanto ignoraba el cambio que se había operado en él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de
Rochefort, convertido en el mejor amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución política.
el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa, cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso.
El terror había ganado a la pobre muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde París hasta Bourgogne, su país natal.
El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su feliz retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.
Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux;
pero en la visita que había hecho al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sabe, nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso.
Casada a los dieciocho años con el señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares;
tenía más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora Bonacieux había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación;
sin embargo, el señor Bonacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los brazos abiertos.
pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.
¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que estáis separada desde hace ocho días?
-Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.
Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo tiempo.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal Richelieu, no es el mismo hombre.
-Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.
-Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera;
-Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el corazón español.
Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort;
pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había estado a punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba.
Contentaos con ser un burgués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas ventajas.
pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
-Señora -prosiguió Bonacieux- vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el cardenal hace está bien hecho.
-Señor -dijo la joven-, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!
-Señora -dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba atrás ante la ira conyugal-.
-Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono;
Un hombre de cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés.
Pues bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la Bastilla que tanto teméis.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por haber avanzado tanto.
Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.
Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el cardenal.
Y sin embargo, es muy duro -añadió- que mi marido, que un hombre con cuyo afecto yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.
-Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos -respondíó Bonacieux, triunfante- y desconfío de ellas.
-Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres -prosiguió Bonacieux, que recordaba un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su mujer.
-Es inútil que lo sepáis -dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia trás-: era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que ganar.
Por eso decidíó correr inmediatamente a casa del conde de Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.
vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme, aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!
En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través del piso, gritó:
-Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal.
luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos;
La señora Bonacieux no respondíó, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus ojos.
-Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis confiármelo.
Pero os juro ante Dios que nos oye, que si me traiciónáis y mis enemigos me perdonan, me mataré acusándoos de mi muerte.
-Y yo yo os juro ante Dios, señora -dijo D’Artagnan-, que, si soy cogido durante el cumplimiento de las órdenes que vais a darme, moriré antes de hacer o decir nada que comprometa a alguien.
Entonces la joven le confió el terrible secreto del que el azar le había revelado ya una parte frente a la Samaritana.
-Iré a buscar esta misma noche al señor de Tréville, a quien encargaré que pida para mí este favor a su cuñado el señor des Essarts.
-Entonces -prosiguió la señora Bonacieux abriendo un armario y sacando de ese armario la bolsa que media hora antes acariciaba tan amorosamente su marido- tomad esta bolsa.
-exclamó estallando de risa D’Artagnan que, como se recordará, gracias a sus baldosas levantadas no se había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su mujer.
-En mi casa -dijo- estaréis tan segura como en un templo, os doy mi palabra de gentilhombre.
D’Artagnan volvíó a abrir con precaución el cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras, se deslizaron por la puerta interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y entraron en la habitación de D’Artagnan.
se acercaron los dos a la ventana, y por una rendija del postigo vieron al señor Bonacieux que hablaba con un hombre de capa.
A la vista del hombre de capa, D’Artagnan dio un salto y, sacando a medias la espada, se lanzó hacia la puerta.
El señor Bonacieux había abierto su puerta, y al ver la habitación vacía, había vuelto junto al hombre de la capa al que había dejado solo un instante.
Bonacieux regresó a su casa, pasó por la misma puerta que acababa de dar paso a los dos fugitivos, subíó hasta el rellano de D’Artagnan y llamó.
En el momento en que el dedo de Bonacieux resonó sobre la puerta, los dos jóvenes sintieron saltar sus corazones.
D’Artagnan levantó las tres o cuatro baldosas que hacían de su habitación otra oreja de Dionisio, extendíó un tapiz en el suelo, se puso de rodillas a hizo señas a la señora Bonacieux de inclinarse, como él hacía, hacia la abertura.
-Vuelvo al Louvre, pregunto por la señora Bonacieux, le digo que lo he pensado, que me hago cargo del asunto, obtengo la carts y corro adonde el cardenal.
pero como semejantes gritos, dada su frecuencia, no atraían a nadie en la calle des Fossoyeurs y, como por otra parte la casa del mercero tenía desde hacía algún tiempo mala fama al ver que nadie acudía salíó gritando, y se oyó su voz que se alejaba en dirección de la calle du Bac.
Algunos instantes después, D’Artagnan salía a su vez, envuelto, él también, en una gran capa que alzaba caballerosamente la vaina de una larga espada.
La señora Bonacieux le siguió con los ojos, con esa larga mirada de amor con que la mujer acompaña al hombre del que se siente amar;
Había pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con razón que no había un instante que perder.
Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la que adoraba.
D’Artagnan, a quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le esperaba para una cosa importante.
A la primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendíó que efectivamente pasaba algo nuevo.
Durante todo el camino, D’Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto.
Pero el señor de Tréville había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cordialmente al cardenal, que el joven resolvíó decirle todo.
-Sí, señor -dijo D’Artagnan-, y espero que me perdónéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se trata.
-preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D’Artagnan.
-Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su Majestad.
-Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.
-Puedo enviarles a cada uno un permiso de quince días, eso es todo: a Athos, a quien su herida hace siempre sufrir, para ir a tomar las aguas de Forges;
Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y vuestra visita, que en tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este modo.
D’Artagnan formuló aquella solicitud, y el señor de Tréville, al recibirla en sus manos, aseguró que antes de las dos de la mañana los cuatro permisos estarían en los domicilios respectivos de los viajeros.
Desde que había llegado a París, no había tenido más que motivos de elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal y grande.
no había vuelto a casa de su amigo desde la famosa noche en que había seguido a la señora Bonacieux.
Hay más: apenas había visto al joven mosquetero, y cada vez que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su rostro.
Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo dieciocho de San Agustín que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le preocupaba mucho.
Cuando los dos amigos hablaban desde hacía algunos instantes, un servidor del señor de Tréville entró llevando un sobre sellado.
Yo no podía creer que arriesgase su libertad por mí, y sin embargo, ¿por qué causa habrá vuelto a París?
-A casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos perdido ya demasiado tiempo.
Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su capa, su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si encontraba en ellos alguna pistola extraviada, dijo:
Luego, cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a D’Artagnan, preguntándose cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la que él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de ella.
Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D’Artagnan y, mirándole fijamente, dijo: -¿Vos no habéis hablado de esa mujer a nadie?
Y tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con D’Artagnan, y pronto los dos juntos llegaron a casa de Athos.
«Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de modo indispensable, quiero que descanséis quince días.
-D’Artagnan tiene razón -dijo Athos-, aquí están nuestros tres permisos que proceden del señor de Tréville, y ahí hay trescientas pistolas que vienen de no sé dónde.
En efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su caballo y el de su criado.
-El plan de Porthos me parece impracticable -dijo D’Artagnan-, porque yo mismo ignoro qué instrucciones puedo daros.
si se nos juzga, defenderemos erre que erre que no teníamos otra intención que meternos cierto número de veces en el mar;
darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son una tropa.
Y cada cual alargando la mano hacia la bolsa, cogíó setenta y cinco pistolas a hizo sus preparativos para partir a la hora convenida.
con el sol, la alegría volvíó: era como en la víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían;
El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.
Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la mitad de su capa a un pobre.
Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba.
Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal.
Porthos respondió que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey.
no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.
Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.
A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.
Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno de ellos.
Aramis recibíó una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las partes carnosas que prolongan el bajo de los riñones.
Sin embargo, Mosquetón sólo se cayó del caballo, no porque estuviera gravemente herido, sino porque como no podía ver su herida creyó sin duda estar más peligrosamente herido de lo que lo estaba.
Y galoparon aún durante dos horas, aunque los caballos estuvieran tan fatigados que era de temer que negasen muy pronto el servicio.
En efecto, había necesitado de todo su coraje que ocultaba bajo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta allí.
lo bajaron a la puerta de una taberna, le dejaron a Bazin que, por lo demás, en una escaramuza era más embarazoso que útil, y volvieron a partir con la esperanza de ir a dormir a Amiens.
No seré yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni sacar la espada de aquí a Caláis…
Y los viajeros hundieron sus espuelas en el vientre de sus caballos, que, vigorosamente estimulados, volvieron a encontrar fuerzas.
quiso alojar a los dos viajeros a cada uno en una habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aquellas habitaciones estaba en una punta del hotel.
Planchet subíó por la ventana y se instaló atravesado junto a la puerta, mientras Grimaud iba a encerrarse en la cuadra, respondiendo de que a las cinco él y los cuatro caballos estarían dispuestos.
Hacia las dos de la mañana intentaron abrir la puerta, pero cuando Ptanchet se despertó sobresaltado y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se equivocaban, y se alejaron.
Cuando abrieron la ventana, se vio al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del mango de un horcón.
Sólo el de Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la víspera, habría podido continuar la ruta;
pero por un error inconcebible, el veterinario al que se había mandado a buscar, según parecía, para sangrar al caballo del hostelero, había sangrado al de Mosquetón.
Aquello comenzaba a ser inquietante: todos aquellos accidentes sucesivos eran quizá resultado del azar, pero podían también ser muy bien fruto de una conspiración.
le dijeron que los dueños habían pasado la noche en el albergue y saldaban su cuenta en aquel momento con el amo.
Athos bajó para pagar el gasto, mientras D’Artagnan y Planchet estaban en la puerta de la caller el hostelero se hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos que pasase.
Athos entró sin desconfianza y sacó dos pistolas para pagar: el hostelero estaba solo y sentado ante su mesa, uno de cuyos cajones estaba entreabierto.
Tomó el dinero que le ofrecíó Athos, lo hizo dar vueltas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la moneda era falsa, declaró que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por monederos falsos.
En aquel mismo instante, cuatro hombres armados hasta los dientes entraron por las puertas laterales y se arrojaron sobre Athos.
D’Artagnan y Planchet no se lo hicieron repetir dos veces, soltaron los dos caballos que esperaban a la puerta, saltaron encima, les hundieron las espuelas en el vientre y partieron a galope tendido.
En Saint-Omer hicieron respirar a los caballos brida en mano, por miedo a contratiempos, y comieron un bocado deprisa y de pie en la calle;
A cien pasos de las puertas de Caláis, el caballo de D’Artagnan cayó, y ya no hubo medio de hacerlo levantarse: la sangre le salía por la nariz y por los ojos;
-Nada sería más fácil -le respondíó el patrón de un navío dispuesto a hacerse a la vela-;
pero esta mañana ha llegado la orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del señor cardenal.
Una vez fuera de la villa, D’Artagnan apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre cuando éste entraba en un bosquecillo.
he hecho sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es preciso que mañana a mediodía esté en Londres.
-Y yo he hecho el mismo camino en cuarenta horas y es preciso que mañana a las diez de la mañana esté en Londres.
Planchet, enardecido por la primera proeza, saltó sobre Lubin, y como era fuerte y vigoroso, dio con sus riñones en el suelo y le puso la rodilla en el pecho.
D’Artagnan le creyó muerto, o al menos desvanecido, y se aproximó a él para cogerle la orden, pero en el momento en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había soltado su espada, le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:
D’Artagnan registró el bolsillo en que había visto poner la orden de paso y la cogíó.
Luego, lanzando una última ojeada sobre el hermoso joven, que apenas tenía veinticinco años y al que dejaba allí tendido, privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro sobre aquel extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas que les son extrañas y que a menudo no saben siquiera que existen.
y como la noche comenzaba a caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro del bosque, era evidente que debían quedarse allí hasta el día siguiente.
-Se tendrá cuidado con ellos y, si les ponemos la mano encima, Su Eminencia puede estar tranquilo, serán devueltos a París con una buena escolta.
-Y si lo hacéis, señor gobernador -dijo D’Artagnan-, habréis hecho méritos ante el cardenal.
D’Artagnan no perdíó su tiempo en cumplidos inútiles, saludó al gobernador, le dio las gracias y partíó.
Una vez fuera, él y Planctîet tomaron su camino y, dando un gran rodeo, evitaron el bosque y volvieron a entrar por otra puerta.
Justo a tiempo: a media legua en alta mar, D’Artagnan vio brillar una luz y oyó una detonación.
afortunadamente, como D’Artagnan había pensado, no era de las más peligrosas: la punta de la espada había encontrado una costilla y se había deslizado a lo largo del hueso;
además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y apenas si había destilado algunas gotas de sangre.
Al día siguiente, al levantar el día se encontró a tres o cuatro leguas aún de las costas de Inglaterra;
A las diez y media, D’Artagnan ponía el pie en tierra de Inglaterra, exclamando: -¡Por fin, heme aquí!
D’Artagnan preguntó por el ayuda de cámara de confianza del duque, el cual, por haberle acompañado en todos sus viajes, hablaba perfectamente francés;
Patrice puso su caballo al galope, alcanzó al duque y le anunció en los términos que hemos dicho que un mensajero le esperaba.
Buckingham reconocíó a D’Artagnan al instante, y temiendo que en Francis pasaba algo cuya noticia se le hacía llegar, no perdíó más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien la traía;
y habiendo reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al galope y vino derecho a D’Artagnan.
Patrice, quédate aquí, o mejor, reúnete con el rey donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la más alta importancia me llama a Londres.
Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida.
Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.
Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D’Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda.
Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ vía los veinte años.
D’Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se hallaban en su camino.
Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata.
D’Artagnan hizo otro tanto, con alguna inquietua más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar;
pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.
Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de riqueza.
En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque abríó con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal.
-Venid -le dijo-, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto.
Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías.
Encima de una especie de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.
El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo;
-Mirad -le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de diamantes-.
El ayuda de cámara salíó con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que había contraído de obedecer ciegamente y sin réplica.
-Señor Jackson -le dijo-, vais a daros un paseo hasta casa del lord-canciller y decirle que le encargo la ejecución de estas órdenes.
-Pero, monseñor, si el lord-canciller me interroga por los motivos que han podido llevar a Vuestra Gracia a una medida tan extraordinaria, ¿qué responderé?
-¿Será esa la respuesta que deberá transmitir a Su Majestad -repuso sonriendo el secretario- si por casualidad Su Majestad tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede salir de los puertos de Gran Bretaña?
-Tenéis razón señor -respondíó Buckingham- En tal caso le dirá al rey que he decidido la guerra, y que esta medida es mi primer acto de hostilidad contra Francia.
-Acabo de embargar a todos los navíos que se encuentran en este momento en los puertos de Su Majestad, y a menos que haya un permiso particular, ni uno solo se atreverá a levar anclas.
D’Artagnan miró con estupefacción a aquel hombre que ponía el poder ¡limitado de que estaba revestido por la confianza de un rey al servicio de sus amores.
D’Artagnan admiró de qué hilos frágiles y desconocidos están a veces suspendidos los destinos de un pueblo y la vida de los hombres.
Estaba él en lo más profundo de sus reflexiones, cuando entró el orfebre: era un irlandés de los más hábiles en su arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año con el duque de Buckingham.
-Señor O’Reilly -le dijo el duque, conducíéndolo a la capilla-, ved estos herretes de diamantes y decidme cuánto vale cada pieza.
El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados, calculó uno con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:
-Los pagaré a tres mil pistolas la pieza, pero los necesito para pasado mañana.
-Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los nuevos y los viejos.
El orfebre conocía al duque, sabía que cualquier observación era inútil, y por eso tomó al instante su decisión.
y como toda molestia vale una compensación, además del precio de los dos herretes, aquí tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os causo.
D’Artagnan no volvía del asombro que le causaba aquel ministro, que movía a su placer hombres y millones.
En cuanto al orfebre, escribía a su mujer enviándole el bono de mil pistolas y encargándola devolverle a cambio su aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le daba, y una lista de los instrumentos que le eran necesarios.
Buckingham condujo al orfebre a la habitación que le estaba destinada y que, al cabo de media hora, fue transformada en taller.
Luego puso un centinela en cada puerta con prohibición de dejar entrar a quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice.
Es inútil añadir que al orfebre O’Reilly y a su ayudante les estaba absolutamente prohibido salir bajo el pretexto que fuera.
Una hora después fue promulgada en Londres la ordenanza de no dejar salir de los puertos ningún navío cargado para Francia, ni siquiera el paquebote de las camas.
Dos días después, a las once, los dos herretes en diamantes estaban acabados y tan perfectamente imitados, tan perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los nuevos de los antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado igual que él.
Aquí están los herretes de diamantes que habéis venido a buscar, y sed mi testigo de que todo cuanto el poder humano podía hacer lo he hecho.
Vio que el duque buscaba un medio de hacerle aceptar algo, y aquella idea de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a ser pagadas por el oro inglés le repugnaba extrañamente.
Estoy al servicio del rey y de la reina de Francia, y formo parte de la compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuñado el señor de Tréville, está particularmente vinculado a Sus Majestades.
-Vos lo habéis dicho, milord, porque precisamente en este momento en que se trata de guerra, os confieso que no veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a un enemigo al que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque de Windsor o en los corredores del Louvre;
él os conducirá a un pequeño puerto donde ciertamente no os esperan, y donde no atracan por regla general más que barcos de pesca.
pero, esperad: llegado allí, entraréis en un mal albergue sin nombre y sin muestra, un verdadero garito de marineros;
Os dará un caballo completamente ensillado y os indicará el camino que debéis seguir;
Por orgulloso que seáis, no os negaréis a aceptar uno ni hacer aceptar los otros tres a vuestros compañeros: además son para hacer la guerra.
Frente a la Torre de Londres encontró el navío designado, entregó su carta al capitán, que la hizo visar por el gobernador del puerto, y aparejó al punto.
Al pasar junto a la borda de uno de ellos, D’Artagnan creyó reconocer a la mujer de Meung, la misma a la que el gentilhombre desconocido había llamado «milady», y que él, D’Artagnan, había encontrado tan bella;
pero gracias a la corriente del río y al buen viento que soplaba, su navío iba tan deprisa que al cabo de un instante estuvieron fuera del alcance de los ojos.
D’Artagnan se dirigíó al instante hacia el albergue indicado, y lo reconocíó por los gritos que de él salían: se hablaba de guerra entre Inglaterra y Francia como de algo próximo a indudable, y los marineros contentos alborotaban en medio de la juerga.
Al instante el huésped le hizo seña de que le siguiese, salíó con él por una puerta que daba al patio, lo condujo a la cuadra donde lo esperaba un caballo completamente ensillado, y le preguntó si necesitaba alguna otra cosa.
quiso llevar las pistolas de la silla que acababa de dejar a la silla que iba a tomar: las guardas del arzón estaban provistas de pistolas parecidas.
En Ecouis, la misma escena se repitió: encontró un hostelero tan previsor, un caballo fresco y descansado;
En Pontoise, cambió por última vez de montura y a las nueve entraba a todo galope en el patio del palacio del señor de Tréville.
sólo que, apretándole la mano un poco más vivamente que de costumbre, le anunció que la compañía del señor Des Essarts estaba de guardia en el Louvre y que podía incorporarse a su puesto.
Al día siguiente no se hablaba en todo París más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debían bailar el famoso ballet de la Merlaison, que era el ballet favorito del rey.
El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas invitadas;
el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época;
en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este informe, debían tocar durante toda la noche.
A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento.
cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de todas las puertas y todas las avenidas.
A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido asignadas.
La compañía de los guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier, la otra mitad por hombres del señor des Essarts.
Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco frontero al que debía ocupar la reina.
A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro arqueros.
A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con linternas de color.
Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida la cual Su Majestad respondíó excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del Estado.
Monsieur, por el conde de Soissons, por el gran prior, por el duque de Longueville, por el duque D’Elbeuf, por el conde D’Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas, por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.
Antes de entrar en el gabinete, el rey ordenó que viniesen a prevenirlo tan pronto como apareciese el cardenal.
Media hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones sonaron: éstas anunciaban la llegada de la reina .
Los regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos por los sargentos se adelantaron al encuentro de su ilustre invitada.
La reina entró en la sala: se advirtió que, como el rey, tenía aire triste y sobre todo fatigado.
En el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces había permanecido cerrada se abríó, y se vio aparecer la cabeza pálida del cardenal vestido de caballero español.
Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría terrible pasó por sus labios: la reina no tenía sus herretes de diamantes.
La reina permanecíó algún tiempo recibiendo los cumplidos de los señores del Ayuntamiento y respondiendo a los saludos de las damas.
El rey hendíó la multitud y, sin máscara, con las cintas de su jubón apenas anudadas, se aproximó a la reina y con voz alterada le dijo:
-Señora, ¿por qué, si os place, no tenéis vuestros herretes de diamantes cuando sabéis que me hubiera agradado verlos?
La reina tendíó su mirada en torno a ella, y vio detrás del rey al cardenal que sonreía con una sonrisa diabólica.
-Sire -respondíó la reina con voz alterada-, porque en medio de esta gran muchedumbre he temido que les
-Sire -dijo la reina- puedo enviarlos a buscar al Louvre, donde están, y así los deseos de Vuestra Majestad serán cumplidos.
La reina saludó en señal de sumisión y siguió a las damas que debían conducirla a su gabinete.
Era el traje que mejor llevaba el rey, y así vestido parecía verdaderamente el primer gentilhombre de su reino.
Sólo que si la reina tiene los herretes, cosa que dudo, contadlos, Sire, y si no encontráis más que diez, preguntad a Su Majestad quién puede haberle robado los dos herretes que hay ahí.
Si el rey parecía el primer gentilhombre de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de Francia.
tenía un sombrero de fieltro con plumas azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda de satén azul toda bordada de plata.
En su hombro izquierdo resplandecían los herretes sostenidos por un nudo del mismo color que las plumas y la falda.
El rey estaba en frente de la reina, y cada vez que pasaba a su lado, devoraba con la mirada aquellos herretes, cuya cuenta no podía saber.
El baile terminó en medio de los aplausos de toda la sala, cada cual llevó a su dama a su sitio, pero el rey aprovechó el privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba para avanzar deprisa hacia la reina.
-Os agradezco, señora -le dijo-, la deferencia que habéis mostrado hacia mis deseos, pero creo que os faltan dos herretes, y yo os los devuelvo.
-Eso significa, Sire -respondíó el cardenal-, que yo deseaba que Su Majestad aceptara esos dos herretes y, no atrevíéndome a ofrecérselos yo mismo, he adoptado este medio.
-Y yo quedo tanto más agradecida a Vuestra Eminencia -respondíó Ana de Austria con una sonrisa que probaba que no era víctima de aquella ingeniosa galantería-, cuanto que estoy segura de que estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce han costado a Su Majestad.
Luego, habiendo saludado al rey y al cardenal, la reina tomó el camino de la habitación en que se había vestido y en que debía desvestirse.
La atención que nos hemos visto obligados a prestar durante el comienzo de este capítulo a los personajes ilustres que en él hemos introducido, nos han alejado un instante de aquel a quien Ana de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y que, confundido, ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las puertas, miraba desde allí esta escena sólo comprensible para cuatro personas: el rey, la reina Su Eminencia y él.
La reina acababa de ganar su habitación y D’Artagnan se aprestaba a retirarse cundo sintió que le tocaban ligeramente en el hombro;
Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas pese a esta precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que para él, reconocíó al instante mismo a su guía habitual, la ligera a ingeniosa señora Bonacieux.
La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno de su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras.
Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D’Artagnan quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante;
pero vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el Imperio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más ligera queja;
por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abríó una puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro.
señal de mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una tapicería cuyas aberturas esparcieron de pronto viva luz, desaparecíó.
D’Artagnan permanecíó un instante inmóvil y preguntándose dónde estaba, pero pronto un rayo de luz que penetraba por aquella habitación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él, la conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante, la palabra Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete contiguo a la habitación de la reina.
La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la rodeaban y que tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada.
La reina achacaba aquel sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho experimentar el baile, y como no está permitido contradecir a una reina, sonría o llore, todos ponderaban la galantería de los señores regidores del Ayuntamiento de París.
Aunque D’Artagnan no conociese a la reina, distinguíó su voz de las otras voces, en primer lugar por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso naturalmente en todas las palabras soberanas.
La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta abierta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la luz.
D’Artagnan comprendíó que aquella era su recompensa: se postró de rodillas, cogíó aquella mano y apoyó respetuosamente sus labios;
Además, el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y el reloj de Saint-Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres cuartos.
En efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina;
D’Artagnan obedecíó cómo un niño, sin resistencia y sin obción alguna, lo que prueba que estaba realmente muy enamorado.
D’Artagnan volvíó a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro.
Encontró la puerta de su casa entreabierta, subíó su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo.
Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.
-Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.
Al leer aquella carta, D’Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.
Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido borrar enteramente la liberalidad de D’Artagnan.
Al quedarse solo, D’Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvíó a besar veinte veces aquellas líneas trazadas por la mano de , su bella amante.
A las siete de la mañana se levantó y llamó a Planchet, que a la segunda llamada abríó la puerta, el rostro todavía mal limpio de las inquietudes de la víspera.
pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su inquilino hubo por fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con él.
Por otra parte, ¿cómo no tener un poco de condescendencia para con un marido cuya mujer os ha dado una cita para esa misma noche en Saint-Cloud, frente al pabellón del señor D’Estrées?
El señor Bonacieux, que ignoraba que D’Artagnan había oído su conversación con el desconocido de Meung, contó a su joven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de Laffemas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo del cardenal, y se extendíó largamente sobre la Bastilla, los cerrojos, los postigos, los tragaluces, las rejas y los instrumentos de tortura.
Pero y de vos -continuó el señor Bonacieux en un tono de ingenuidad perfecta-, ¿qué ha sido de vos todos estos días pasados?
No os he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no creo que haya sido en el pavimento de París donde habéis cogido todo el polvo que Planchet quitaba ayer de vuestras botas.
Un buen mozo como vos no consigue largos permisos de su amante, y erais impacientemente esperado en París, ¿no es así?
-A fe -dijo riendo el joven-, os lo confieso, mi querido señor Bonacieux, tanto más cuanto que veo que no se os puede ocultar nada.
-continuó el mercero con una ligera alteración en la voz, alteración que D’Artagnan no notó como tampoco había notado la nube momentánea que un instante antes había ensombrecido el rostro del digno hombre.
-No, es que desde mi arresto y el robo que han cometido en mi casa, me asusto cada vez que oigo abrir una puerta, y sobre todo por la noche.
Aquella vez Bonacieux se quedó tan pálido que D’Artagnan no pudo dejar de darse cuenta, y le preguntó qué tenía.
Y el joven se alejó riéndose a carcajadas que sólo él, eso pensaba, podía comprender.
Pero D’Artagnan estaba ya demasiado lejos para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la disposición de ánimo en que estaba, no lo hubiera ciertamente notado.
-Ahora -dijo el señor de Tréville bajando la voz a interrogando con la mirada a todos los ángulos de la habitación para ver si estaban completamente solos-, ahora hablemos de vos, joven amigo, porque es evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la alegría del rey, con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia.
El cardenal no es hombre que olvide una mistificación mientras no haya saldado sus cuentas con el mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón de mi conocimiento.
-Sí, sin duda -prosiguió D’Artagnan, que nunca había podido meterse la primera regla de los rudimentos en la cabeza y que, por ignorancia, había provocado la desesperación de su preceptor-;
-Hay uno, desde luego -dijo el señor de Tréville, que tenía cierta capa de letras- y el señor de Benserade me lo citaba el otro día…
-Pues bien, id al primer orfebre que encontréis y vendedie ese diamante por el precio que os dé;
Las pistolas no tienen nombre, joven, y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo lleve.
-Entonces volved el engaste hacia dentro, pobre loco, porque es de todos sabido que un cadete de Gascuña no encuentra joyas semejantes en el escriño de su madre.
-Equivale a decir, joven, que quien se duerme sobre una mina cuya mecha está encendida debe considerarse a salvo en comparación con vos.
Si alguien os busca pelea, evitadla, aunque sea un niño de diez años el que la busca;
si pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no vaya a ser que una piedra os caiga encima de la cabeza;
si volvéis a casa tarde, haceos seguir por vuestro criado, y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de vuestro criado.
Desconfiad de todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro hermano, de vuestra amante, de vuestra amante sobre todo.
pero debemos decir, en elogio de nuestro héroe, que la mala opinión que el señor de Tréville tenía de las mujeres en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su preciosa huéspeda.
-Por milagro, señor, debo decirlo, con una estocada en el pecho y clavando al señor conde de Wardes en el dorso de la ruta de Caláis como a una mariposa en una tapicería.
-Mientras Su Eminencia me hace buscar en París, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la ruta de Picardía, y me ¡ría a saber noticias de mis tres compañeros.
-El señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de recibir;
pero, por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había puesto en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.
-Además, tan pronto como el señor le ha dejado y ha desaparecido por la esquina de la calle, el señor Bonacieux ha cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en dirección contraria.
-En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sospechoso, y estáte tranquilo, no le pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente explicada.
-Al contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacleux, tanto más iré a la cita que me ha dado esa carta que tanto lo inquieta.
En cuanto a D’Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en lugar de volver a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los cuatro amigos, les había dado un desayuno de chocolate.
D’Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido.
D’Artagnan cruzó los muelles, salíó por la puerta de la Conférence y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud.
-En verdad -murmuró D’Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria-, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.
Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras él.
-No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un amo alerta como el señor.
-Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me esperas mañana a las seis delante de la puerta.
-Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.
D’Artagnan descendíó de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó rápidamente envolvíéndose en su capa.
-exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con todos los atributos de una taberna de barrio.
Sin embargo, D’Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y llegaba a Saint-Cloud;
pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón indicado.
Un gran muro, en cuyo ángulo estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.
Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna señal, esperó.
Por encima de aquel seto, aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos luminosos, estrellas fúnebres de aquel infierno.
Pero para D’Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una sonrisa, todas las tinieblas eran diáfanas.
En efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-Cloud dejó caer lentamente diez golpes de su larga lengua mugiente.
Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas estaban todas
A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o tres tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque.
Acunado por esta idea, D Artagnan esperó por su parte media hora sin impaciencia alguna, con los ojos fijos sobre aquella casita de la que D’Artagnan percibía una parte del techo de molduras doradas, atestiguando la elegancia del resto del apartamento.
Quizá también el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era una sensación completamente física.
Se acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó;
Se acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba recientemente revocada, y D’Artagnan se rompíó inútilmente las uñas.
En aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz continuaba argentando, y como uno de ellos emergía sobre el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su mirada podría penetrar en el pabellón.
En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios transparentes sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.
Cosa extraña, que hizo temblar a D’Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos, aquella suave luz, aquella tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso;
uno de los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido hundida y medio rota pendía de sus goznes;
D’Artagnan creyó incluso reconocer en medio de aquel desorden extraño trozos de vestidosy algunas manchas de sangre maculando el mantel y las cortinas.
D’Artagnan se dio cuenta entonces, cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen, que el suelo, batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de hombres y de pies de caballos.
Además, las ruedas de un coche, que pa-recía venir de París, habían cavado en la tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia París.
Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado la tierra embarrada, era de una frescura irreprochable.
A medida que D’Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y más helado perlaba su frente, su corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su respiración era palpitante;
que la joven le había dado cita ante aquel pabellón y no en el pabellón, que podía estar retenida en París por su servicio, quizá por los celos de su marido.
Pero todos estos razonamientos eran severamente criticados, destruidos, arrollados por aquel sentimiento de dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia planea sobre nosotros.
Entonces D’Artagnan enloquecíó casi: corríó por la carretera, tomb el mismo camino que ya había andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.
Hacia las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en un mantón negro, que parecía tener el mayor interés en no ser reconocida;
pero precisamente debido a esas precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor, y había visto que la mujer era joven y hermosa.
Entonces, como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas que iban a Saint-Cloud y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D’Artagnan no dudó un solo instante que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había visto.
D’Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del barquero para volver a leer una vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita era en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D’Estrées y no en otra calle.
Todo ayudaba a probar a D’Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una gran desgracia había ocurrido.
le parecía que en su ausencia algo nuevo había podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.
La calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la ventana.
D’Artagnan pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pero que sin duda había visto y que quizá podía hablar.
La puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del perm encadenado, se acercó a la cabaña.
Pronto le parecíó oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de ser oído.
Entonces D’Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lleno de inquietud y de promesas, de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más miedoso.
Por fin, un viejo postigo carcomido se abríó, o mejor se entreabríó, y se volvíó a cerrar cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el tahalí, el puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de D’Artagnan.
Sin embargo, por rápido que fuera el movimiento, D’Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.
La ventana volvíó a abrirse lentamente, y el mismo rostro aparecíó de nuevo, sólo que ahora más pálido aún que la primera vez.
dijo cómo tenía una cita con una joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la lámpara, había visto el desorden de la habitación.
En tal críso, en nombre del cielo -continuó, entregándole una pistola-, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.
El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D’Artagnan que le hizo seña de escuchar y le dijo en voz baja: -Senan las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué podía ser, cuando al
Como soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de allí.
«Ah, mis buenos señores -exclamé yo-, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel que parecía el jefe del séquito.
Recuerda solamente que si dices una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las amenazas que te hagamos, estoy seguro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo que yo recogí, y él tomó mi escalera.
pero salí en seguida por la puerta de atrás y deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin ser visto.
Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se subíó con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvíó a bajar a paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado se acercó a la puerta del pabellón, la abríó con una llave que llevaba encima, volvíó a cerrar la puerta y desaparecíó;
El viejo permanecía en la portezuela el cochero sosténía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla.
De pronto resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corríó a la ventana y la abríó como para precipitarse por ella.
El que se había quedado en el pabellón volvíó a cerrar la ventana, salíó un instante después por la puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos com-pañeros le esperaban ya a caballo, saltó él a su vez a la silla;
D’Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.
-Pero, señor gentilhombre -prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía ciertamente más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas-;
-Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de gentilhombre.
Tan pronto se resistía a creer que se tratara de la señora Bonacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre, como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y raptado.
D’Artagnan no había citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su derecho.
Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del lugar en que había ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto.
En la sexta taberna, como hemos dicho, D’Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se decidíó a esperar el día de este modo;
pero también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los obreros, los lacayos y los carreteros que compónían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que pudiera ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada.
Así pues, tras haber tragado su botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más satisfactoria posible y de dormirse mal que bien.
tenía veinte años, como se recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente incluso en los corazones más desesperados.
Hacia las seis de la mañana, D’Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña ordinariamente al alba tras una mala noche.
se tanteó para saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salíó para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche.
En efecto, lo primero que percibíó a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet, que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable ante la cual D’Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su existencia.
Porthos En lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subíó rápidamente la escalera.
además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor;
Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora;
estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros.
D’Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, manténía, y con creces, lo que había prometido.
Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D’Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje.
Al acercarse a su casa, reconocíó al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta.
Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvíó entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho.
En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D’Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara.
Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe.
Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.
En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
-No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux -dijo el joven-, y sois modelo de las gentes ordenadas.
Aquel hombrecito grueso, rechoncho, cuyos cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin consideración por las gentes de espada que compónían la escolta, era el mismo Bonacieux.
Sin embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó espantado y trató de retroceder un paso;
traba delante del batiente de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo sitio.
Me parece que si mis botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un buen cepillado.
Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y bonita como la vuestra.
Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de una sirvienta de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.
El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de las sospechas que había concebido D’Artagnan.
Si Bonacieux sabía dónde estaba su mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y dejar escapar su secreto.
Y sin esperar el permiso de su huésped, D’Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una rápida ojeada sobre la cama.
Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado, os lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no había caído en su propia trampa.
-¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido para vos en vuestra ausencia!
He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado;
A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que decididamente es un horrible canalla.
luego, para no tener nada que reprocharse, se dirigíó una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna noticia de ellos;
-No, señor bromista -respondíó D’Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos podremos volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.
Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle, debiendo el uno dejar París por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre, para reunirse más allá de Saint-Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad fue coronada por los más felices resultados.
Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas reprimendas de parte de D’Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le tomase por un criado de un hombre de poco valer.
Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martín, el mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.
El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó respetuosamente hasta el umbral de la puerta.
Ahora bien, como ya había hecho once leguas, D’Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal.
Resultó de estas reflexiones que D’Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó, encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinión que el alberguista se había hecho de su viajero a la primera ojeada.
El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y D’Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación.
-A fe mía, mi querido hostelero -dijo D’Artagnan llenando los dos vasos-, os he pedido vuestro mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como detesto beber solo, vos vais a beber conmigo.
-Vuestra señoría me hace un honor -dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su buen deseo.
-Pero no os engañéis -dijo D’Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno;
en los hostales en decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped;
-En efecto -dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.
-Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo menos me he detenido en vuestra casa.
yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no sé qué querella.
cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.
-El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.
como la casa es muy regular y nosotros hacemos nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota;
pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo;
-Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos.
En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.
-Entonces -continuó el hostelero-, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos destinados a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d’Or;
Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el tercer piso.
Pero a esto el señor Porthos respondíó que como esperaba de un momento a otro a su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación que el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante persona.
pero sin tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogíó su pistola, la puso sobre su mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera, fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para meterse en una cosa que no le importaba más que él.
Por desgracia, es más ligero de piernas que su amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría nagársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.
pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto, sólo cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.
-Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os debe…
-En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno de mis mozos que iba a París y le ordené entregársela a la duquesa en persona.
-Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa.
-Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y que además habría recibido la estocada por alguna mujer.
Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos lo dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas, le hizo morder el polvo.
Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere confesar a nadie que es una estocada lo que ha recibido.
-Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me viesen.
todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho.
El desconocido le puso al punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su adversario, se declaró vencido.
A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que se llamaba Porthos y no señor D’Artagnan, le ofrecíó su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo y desaparecíó.
-Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habitación que ya habría tenido diez ocasiones de alquilar.
pero ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor Porthos, y que no le enviaría ni un denario.
-Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.
Por eso, mi querido hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su estado.
Al decir estas palabras, D’Artagnan subíó la escalera, dejando a su huésped un poco más tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.
En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta negra, un número uno gigantesco;
Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato.
A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose respetuosamente, le cedíó el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía encargase particularmente.
-Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me torcí una rodilla.
Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados.
El aceptó y, por mi honor, mis sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó por añadidura.
ya sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado afortunado en amores para que el juego no se vengue;
¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar de venir en vuestra ayuda?
-Pues bien, mi querido D’Artagnan, para que veáis mi mala suerte -respondíó Porthos con el aire más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba…
-Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos -dijo D’Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.
Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una especie de vencedor, como una especie de conquistador.
yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.
-Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto católico como hugonote.
Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante dominaba en su espíritu al punto.
luego, cuando estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida.
Por supuesto, cuando veía venir a un hugonote, se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión.
Un día se encontró cogido en una encrucijada entre un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol;
luego vinieron a vanagloriarse del hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos bebiendo nosotros, mi hermano y yo.
Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del protestante.
Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión diferente.
Por eso, cuando yo vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas sólo para patanes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nuestros, me puse a recordar algo mi antiguo oficio.
De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y sanos, adecuados para los enfermos.
El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que había visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.
El tal lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter.
Los dos amamos la caza por encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles animales.
Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte o treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere;
Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía el gollete en un nudo corredizo.
Yo me dediqué a este ejercicio, y coo la naturaleza me ha dotado de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo.
Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de convalecientes y con esa cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D’Artagnan contó cómo Aramis, herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso,y cómo él, D’Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes para llegar a Inglaterra.
anunció solamente que a su regreso de Gran Bretaña había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres compañeros;
avisaba a su amo de que los caballos habían descansado suficientemente y que sería posible ir a dormir a Clermont.
Como D’Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendíó la mano al enfermo y le previno de que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas.
Por lo demás, como contaba con volver por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint Martín, lo recogería al pasar.
y después de haber recomendado de nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya desembarazado de uno de los caballos de mano.
En consecuencia, había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo;
Y D’Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres compañeros los instrumentos de su fortuna, D’Artagnan no estaba molesto por reunir de antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.
pero, apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provénía no tanto del pesar de su felicidad perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase
Cómo había encontrado él gracia a los ojos del ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si el capitán de los guardias le hubie-ra encontrado en su casa.
Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí mismo todas las facultades del organismo de quien piensa.
Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes.
Fue así, presa de una alucinación, como D’Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada de lo que había encontrado en su camino.
Sólo allí le volvíó la memoria, movíó la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis y, poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta.
D’Artagnan era fisonomista, envolvíó de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendíó que no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan alegre.
-Mi buena señora -le preguntó D’Artagnan-, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días?
Bazin estaba en el corredor y le impidió el paso con tanta mayor intrepidez cuanto que, tras muchos años de pruebas, Bazin se veía por fin a punto de llegar al resultado que eternamente había ambicionado.
En efecto, el sueño del pobre Bazin había sido siempre el de servir a un hombre de iglesia, y esperaba con impaciencia el momento siempre entrevisto en el futuro en que Aramis tiraría por fin la casaca a las ortigas para tomar la sotana.
La promesa renovada cada día por el joven de que el momento no podía tardar era lo único que lo había retenido al servicio del mosquetero, servicio en el cual, según decía, no podía dejar de perder su alma.
La reuníón del dolor físico con el dolor moral había producido el efecto tanto tiempo deseado: Aramis, sufriendo a la vez del cuerpo y del alma, había posado por fin sus ojos y su pensamiento en la religión, y había considerado como una advertencia del cielo el doble accidente que le había ocurrido, es decir, la desaparición súbita de su amante y su herida en el hombro.
Se comprende que en la disposición en que se encontraba nada podía ser más desagradable para Bazin que la llegada de D’Artagnan, que podía volver a arrojar a su amo en el torbellino de las ideas mundanas que lo habían arrastrado durante tanto tiempo.
y como, traicionado por la dueña del albergue, no podía decir que Aramis estaba ausente, trato de probar al recién llegado que sería el colmo de la indiscreción molestar a su amo durante la piadosa conferencia que había entablado desde la mañana y que, a decir de Bazin, no podía terminar antes de la noche.
Pero D’Artagnan no tuvo en cuenta para nada el elocuente discurso de maese Bazin, y como no se preocupaba de entablar polémica con el criado de su amigo, lo apartó simplemente con una mano y con la otra giró el pomo de la puerta número cinco.
Aramis, con un gabán negro, con la cabeza aderezada con una especie de tocado redondo y plano que no se parecía demasiado a un gorro estaba sentado ante una mesa oblonga cubierta de rollos de papel y de enormes infolios;
Las cortinas estaban echadas a medias y no dejaban penetrar más que una luz misteriosa, aprovechada para una plácida ensoñación.
Todos los objetos mundanos que pueden sorprender a la vista cuando se entra en la habitación de un joven, y sobre todo cuando ese joven es mosquetero, habían desaparecido como por encanto;
y por miedo, sin duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de este mundo, Bazin se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los brocados y las puntillas de todo género y toda especie.
En su lugar y sitio D’Artagnan creyó vislumbrar en un rincón oscuro como una forma de disciplina colgada de un clavo de la pared.
Pero para gran asombro del joven, su vista no parecíó producir gran impresión en el mosquetro, tan apartado estaba su espíritu de las cosas de la tierra.
-Tenía miedo de equivocarme de habitación, y he creído entrar en la habitación de algún hombre de iglesia;
luego, otro error se ha apoderado de mí al encontraros en compañía de estos señores: que estuvieseis gravemente enfermo.
-Quizá os molesto, mi querido Aramis -continuó D’Artagnan- porque, por lo que veo, estoy tentado de creer que os confesáis a estos señores.
-Porque el señor, que es mi amigo, acaba de escapar a un rudo peligro -continuó Aramis con uncíón, señalando con la mano a D’Artagnan a los dos eclesiásticos.
-No he dejado de hacerlo, reverendos -respondíó el joven devolvíéndoles a su vez el saludo.
-Llegáis a propósito, querido D’Artagnan -dijo Aramis-, y vos vais a iluminarnos, tomando parte en la discusión, con vuestras lutes.
El señor principal de Amiens, el señor cura de Montdidier y yo, argumentamos sobre ciertas cuestiones teológicas cuyo interés nos cautiva desde hace tiempo;
-La opinión de un hombre de espada carece de peso -respondíó D’Artagnan, que comenzaba a inquietarse por el giro que tomaban las cosas-, y vos podéis ateneros, creo yo, a la ciencia de estos señores.
-Ahora bien -continuó Aramis tomando en su butaca la misma pose graciosa que hubiera tornado de estar en una callejuela, y examinando con complaciencia su mano Blanca y regordeta como mano de mujer, que tenía en el aire para hacer bajar la sangre-;
ahora bien, como habéis oído, D’Artagnan, el señor principal quisiera que mi tesis fuera dogmática, mientras que yo querría que fuese ideal.
Por eso es por lo que el señor principal me propónía ese punto que no ha sido aún tratado, en el cual reconozco que hay materia para desarrollos magníficos:
D’Artagnan, cuya erudición conocemos, no parpadeó ante esta cita más de lo que había hecho el señor de Tréville a propósito de los presentes que pretendía D’Artagnan haber recibido del señor de Buckingham.
-Lo cual quiere decir -prosiguió Aramis para facilitarle las cosas-: las dos manos son indispensables a los sacerdotes de órdenes inferiores cuando dan la bendición.
-repitió el cura, que de igual fuerza aproximadamente que D’Artagnan en latín, vigilaba cuidadosamente al jesuita para pisarle los talones y repetir sus palabras como un eco.
Ahora bien, yo he confesado a estos sabios eclesiásticos, y ello con toda humildad, que las vigilias de los cuerpos de guardia y el servicio del rey me habían hecho descuidar algo el estudio.
Me encontraría, pues, más a mi gusto, facilius natans, en un tema de mi elección, que sería a esas rudas cuestiones teológicas lo que la moral es a la metafísica en filosofía.
Aramis lanzó una ojeada hacia el lado de D’Artagnan y vio que su amigo bostezaba hasta desencajarse la mandíbula.
-De acuerdo -dijo el jesuita un poco despechado, mientras el cura, transportado de gozo, volvía hacia D’Artagnan una mirada llena de agradecimiento-;
el resto, ordines inferiores de la jerarquía eclesiástica, bendice en el nombre de los santos arcángeles y ángeles.
Los clérigos más humildes, como nuestros diáconos y sacristanes, bendicen con los hisopos, que simulan un número indefinido de dedos bendiciendo.
-Por supuesto -dijo Aramis-, hago justicia a las bellezas de semejante tesis, pero al mismo tiempo admito que es abrumadora para mí.
Yo había escogido este texto: decidme, querido D’Artagnan, si no es de vuestro gusto: Non inutile est desiderium in oblatione, o mejor aún: Un poco de pesadumbre no viene mal en una ofrenda al Señor.
-¿Cómo probaréis -continuó el jesuita sin darle tiempo a hablar que se debe echar de menos el mundo que se ofrece a Dios?
Ah, mi joven amigo -prosiguió el cura gimiendo-, no echéis de menos al diablo, soy yo quien os lo suplica.
-Aquí tenéis mi punto de partida, es un silogismo: el mundo no carece de atractivos, dejo el mundo;
-Y además -continuó Aramis pellizcándose la oreja para volverla roja, de igual modo que agitaba las manos para volverlas blancas-, además he hecho cierto rondel que le comuniqué al señor Voiture el año pasado, y sobre el cual ese gran hombre me hizo mil cumplidos.
todas uuestras desgracias habrán terminado cuando sólo a Dios vuestras lágrimas ofrezcáis, vosotros, los que lloráis.
-Pero -se apresuró a añadir el jesuita viendo que su acólito se desviaba-, vuestra tesis agradará a las damas, eso es todo;
-Ya lo veis -exclamó el jesuita-, el mundo habla todavía en vos en voz alta, altissima voce.
voy, pues, a continuarla, y mañana espero que estaréis satifescho de las correcciones que haré según vuestros consejos.
-Sí, el terreno está completamente sembrado -dijo el jesuita-, y no tenemos que temer que una parte del grano haya caído sobre la piedra, otra al lado del camino, y que los pájaros del cielo hayan comido el resto, aves coeli comederunt illam.
D’Artagnan, que durante una hora se había mordido las uñas de impaciencia, empezaba a atacar la carne.
Bazin, que se había quedado de pie y que había escuchado toda aquella controversia con un piadoso júbilo, se lanzó hacia ellos, tomó el breviario del cura, el misal del jesuita y caminó respetuosamente delante de ellos para abrirles paso.
sin embargo era preciso que uno de ellos rompiese a hablar, y como D’Artagnan parecía decidido a dejar este honor a su amigo:
pero para vos añadiré huevos, y es una grave infracción de la regla, porque los huevos son carne, dado que engendran el pollo.
Es de la iglesia de la que había desertado por el mundo, porque como sabéis tuve que violentarme para tomar la casaca de mosquetero.
-Yo estaba en el seminario desde la edad de nueve años, y dentro de tres días iba a cumplir veinte, iba a ser abate y todo estaba dicho.
Una tarde en que estaba, según mi costumbre, en una casa que frecuentaba con placer (uno es joven, ¡qué queréis, somos débiles!), un oficial que me miraba con ojos celosos leer las Vidas de los santos a la dueña de la casa, entró de pronto y sin ser anunciado.
Precisamente aquella tarde yo había traducido un episodio de Judith y acababa de comunicar mis versos a la dama que me hacía toda clase de cumplidos e, inclinada sobre mi hombro, los reléía conmigo.
no dijo nada, pero cuando yo salí, salíó detrás de mí y al alcanzarme dijo: «Señor abate, ¿os gustan los bastonazos?» «No puedo decirlo, señor, respondí, porque nadie ha osado nunca dármelos.» «Pues bien, escuchadme, señor abate, si volvéis a la casa en que os he encontrado esta tarde, yo osaré.» Creo que tuve miedo, me puse muy pálido, sentí que las piernas me abandonaban, busqué una respuesta que no encontré, me callé.
El oficial esperaba aquella respuesta y, viendo que tardaba, se puso a reír, me volvíó la espalda y volvíó a entrar en la casa.
Soy buen gentilhombre y tengo la sangre ardiente, como habéis podido observar, mi querido D’Artagnan;
el insulto era terrible, y por desconocido que hubiera quedado para el resto del mundo, yo lo sentía vivir y removerse en el fondo de mi corazón.
Declaré a mis superiores que no me sentía suficientemente preparado para la ordenación, y a petición mía se pospuso la ceremonia por un año.
Fui en busca del mejor maestro de armas de París, quedé de acuerdo con él para tomar una lección de esgrima cada día, y durante un año tome aquella lección.
Luego, el aniversario de aquél en que había sido insultado, colgé mi sotana de un clavo, me puse un traje completo de caballero y me dirigí a un baile que daba una dama amiga mía, donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre.
En efecto, mi oficial estaba allí, me acerqué a él, que cantaba un lai de amor mirando tiernamente a una mujer, y le interrumpí en medio de la segunda estrofa.
«Señor, ¿os sigue desagradando que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne, y volveréis a darme una paliza si me entra el capricho de desobedeceros?» El oficial me miró con asombro, luego me dijo: «¿Qué queréis, señor?
No os conozco.» «Soy -le respondí- el pequeño abate que lee las Vidas de santos y que traduce Judith en verso.» «¡Ah, ah!
¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais tiempo suficiente para dar una vuelta paseando conmigo.» «Mañana por la mañana, si queréis, y será con el mayor placer.» «Mañana por la mañana, no;
Yo le llevé a la calle Payenne justo al lugar en que un año antes a aquella misma hora me había hecho el cumplido que os he relatado.
-Pero -continuó Aramis- como las damas no vieron volver a su cantor y se le encontró en la calle Payenne con una gran estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido yo poque lo había aderezado así, y el asunto terminó en escándalo.
Athos, con quien hice conocimiento en esa época, y Porthos, que me había enseñado, además de algunas lecciones de esgrima, algunas estocadas airosas, me decidieron a pedir una casaca de mosquetero.
El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el sitio de Arras, y me concedieron esta casaca.
¡Un pobre mosquetero muy bribón y muy oscuro que odia las servidumbres y se encuentra muy desplazado en el mundo!
todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez tras otra en la mano del hombre, sobre todo los hilos de oro.
-¿Cómo?, -Sí, una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza.
-Y sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de nuestros amigos.
-Y yo -dijo D’Artagnan- habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan separado de todo;
-No hablemos, pues, más -dijo D’Artagnan-, y quememos esta carta que, sin duda, os anunciaba alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra doncella.
-Una carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han entregado para vos.
la doncella de la señora de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que para dárselas de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona de duquesa.
Y los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo, pisoteando buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.
Pide una liebre mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.
Bazin, que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.
-Este es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes -dijo D’Artagnan-, si es que tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in oblatione.
Mi querido D’Artagran, bebamos, maldita sea, bebamos mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.
-Ahora sólo queda saber nuevas de Athos -dijo D’Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.
temo que Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto.
Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese piadoso ejercicio.
-¡Bruñid mi espada enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas!
-Y bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de iglesia, por favor?
como puedes ver, el cardenal va a hacer la primera campaña con el casco en la cabeza y la partesana al puño;
pero tras algunas vueltas y algunas corvetas del noble animal, su caballero se resintió de dolores tan insoportables que palidecíó y se tambaleó.
D’Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había perdido de vista, se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su habitación.
Se dijeron adiós y, diez minutos después, D’Artagnan, tras haber recomendado su amigo a Bazin y a la hostelera, trotaba en dirección de Amiens.
Aquella idea, ensombreciendo su frente, le arrancó algunos suspiros y le hizo formular en voz baja algunos juramentos de venganza.
El aire noble y distinguido de Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban de vez en cuando de la sómbra en que se encerraba voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más fácil de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la estima, más que la amistad de D’Artagnan, cautivaban su admiración.
En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante cortesano Athos, en sus días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación;
era de talla mediana, pero esa talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se había vuelto proverbial entre los mosqueteros;
su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia;
sus manos, de las que no tenía cuidado alguno, causaban la desesperación de Aramis, que cultivaba las suyas con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado;
el sonido de su voz era penetrante y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se hacía siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del mundo y de los usos de la más brillante sociedad, esos hábitos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones.
Si se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo, colocando a cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o que se había conseguido él mismo.
Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las familias nobles del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas.
La etiqueta no tenía minucias que le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes propietarios, conocía a fondo la montería y la halconería y cierto día, hablando de ese gran arte, había asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin embargo, pasaba por maestro de la materia.
Como todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la esgrima a la perfección.
Hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de vista de los estudios escolásticos, tan raros en aquella época entre los gentileshombres, que sonreía a los fragmentos de latín que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender;
dos o tres veces incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba escapar algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su caso.
Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de guerra transigían tan fácilmente con su religión o su con-ciencia, los amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros días y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios.
Y sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta criatura tan bella, a esta esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se vuelven hacia la imbecilidad física y moral.
Athos, en sus horas de privación, y esas horas eran frecuentes, se apagaba en toda su parte luminosa, y su lado brillante desapa-recía como en una profunda noche.
Con la cabeza baja, los ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien su botella y su vaso, bien a Grimaud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su señor hasta el menor deseo, que satisfacía al punto.
La reuníón de los cuatro amigos había tenido lugar en uno de estos momentos: un palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo el contingente que Athos proporcionaba a la conversación.
A cambio, Athos solo bebía por cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una tristeza más profunda.
D’Artagnan, de quien conocemos el espíritu investigador y penetrante, por interés que tuviese en satisfacer su curiosidad sobre el tema, no había podido aún asignar ninguna causa a aquel marasmo, ni anotar las ocasiones.
No se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al contrario, sólo bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más sombría aún.
No se podía atribuir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien acompañaba con sus cantos o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos, cuando había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido.
Se le había visto, en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas y perder hasta el cinturón brocado de oro de los días de gala;
volver a ganar todo esto adernás de cien luises más, sin que su hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea, sin que sus manos perdiesen su matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase de ser tranquila y agradable.
No era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia atmosférica la que ensombrecía su rostro, porque esa tristeza se hacía más intensa por regla general en los días calurosos del año;
Aquel tinte misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea cual fuere la astucia de las preguntas dirigidas a él.
El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y muerto por culpa mía, porque soy yo quien lo metíó en este asunto, cuyo origen él ignoraba, y cuyo resultado ignorará y del que ningún provecho debía sacar.
Y estas palabras redoblaban el ardor de D’Artagnan, que aguijoneaba a su caballo, el cual sin necesidad de ser aguijoneado llevaba a su caballero al galope.
Entró, pues, en la hostería, con el sombrero sobre los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y haciendo silbar la fusta con la mano derecha.
-No tengo ese honor, monseñor -respondíó aquél con los ojos todavía deslumbrados por el brillante equipo con que D’Artagnan se presentaba.
¿Qué habéis hecho del gentilhombre al que tuvisteis la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar acusarlo de moneda falsa?
El hostelero palidecíó, porque D’Artagnan había adoptado la actitud más amenazadora, y Panchet hacía lo mismo que su dueño.
-Esta es la historia, Monseñor -prosiguió el hostelero todo tembloroso-, porque os he reconocido ahora: fuisteis vos el que partíó cuando yo tuve aquella desgraciada pelea con ese gentilhombre de que vos habláis.
-Yo había sido prevenido por las autoridades de que un falso monedero célebre llegaría a mi albergue con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el traje de guardia o de mosqueteros.
-Tomé entonces, según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis hombres, las medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos falsos.
La autoridad me había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la autoridad.
Sucedíó, pues, lo que vos sabéis, y vuestra precipitada marcha -añadió el hostelero con una fineza que no escapó a D’Artagnan- parecía autorizar el desenlace.
Su criado, que por una desgracia imprevista había buscado pelea a los agentes de la autoridad, disfrazados de mozos de cuadra…
El señor vuestro amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda lleva, pero nosotros ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de haber puesto de combate a dos hombres de dos pistoletazos, se batíó en retirada defendíéndose con su espada, con la que lisió incluso a uno de mis hombres, y con un cintarazo que me dejó aturdido.
-Al batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la bodega, y como la puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro.
En primer lugar, había trabajado rudamente: un hombre estaba muerto de un golpe y otros dos heridos de gravedad.
Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento, fui a buscar al señor gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté qué debía hacer con el prisionero.
me dijo que ignoraba por completo a qué me refería, que las órdenes que habían llegado no procedían de él, y que si tenía la desgracia de decir a quienquiera que fuese que él estaba metido en toda aquella escaramuza, me haría prender.
Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado a uno por otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.
-Como yo tenía prisa por reparar mis errores hacia el prisionero -prosiguió el alberguista-, me encaminé hacia la bodega a fin de devolverle la libertad.
A la proposición de libertad, declaró que era una trampa que se le tendía y que antes de salir debía imponer sus condiciones.
Le dije muy humildemente, porque ante sí mismo yo no disimulaba la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano encima a un mosquetero de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a someterme a sus condiciones.
«En primer lugar -dijo-, quiero que se me devuelva a mi criado completamente armado.» Nos dimos prisa por obedecer aquella orden porque, como comprenderá el señor, nosotros estábamos dispuesto a hacer todo lo que quisiera vuestro amigo.
El señor Grimaud (él sí ha dicho su nombre, aunque no habla mucho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido como estaba;
¡Ay si pudieseis hacerlo salir, señor, os quedaría agradecido toda mi vida, os adoraría como a un amo!
Todos los días se le pasa por el tragaluz pan en la punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es de pan y de carne de lo que hace el mayor consumo.
Luego, cuando le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha respondido que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que dispararían hasta el último antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera el pie en la bodega.
Entonces, señor, yo fui a quejarme al gobernador, el cual me respondíó que no tenía sino lo que me merecía, y que esto me enseñaría a no insultar a los honorables señores que tomaban albergue en mi casa.
-De suerte que desde entonces, señor -continuó éste-, llevamos la vida más triste que se pueda ver;
allí está nuestro vino embotellado y nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las especias, el tocino y las salchichas;
y como nos han prohibido bajar, nos hemos visto obligados a negar comida y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los días nuestra hostería se pierde.
Mi mujer habrá solicitado al señor Athos permiso para entrar y satisfacer a estos señores;
se levantó, precedido por el hostelero, que se retorcía las manos, y seguido de anchet, que llevaba su mosquetón cargado, se acercó al lugar de la escena.
Los dos gentileshombres estaban exasperados, habían hecho un largo viaje y se morían de hambre y de sed.
-Pero esto es una tiranía -exclamaban ellos en muy buen francés, aunque con acento extranjero-, que ese loco no quiera dejar a estas buenas gentes usar su vino.
-Bueno, bueno -decía detrás de la puerta la voz tranquila de Athos-, que los dejen entrar un poco a esos
se hubiera dicho que había en aquella bodega uno de esos ogros famélicos, gigantescos héroes de las leyendas populares, cuya caverna nadie fuerza impunemente.
Hubo un momento de silencio, pero al fin los dos ingleses sintieron vergüenza de volverse atrás y el más osado de ellos descendíó los cinco o seis peldaños de que estaba formada la escalera y dio a la puerta una patada como para hundir el muro.
Los gentileshombres habían puesto la espada en la mano, pero se encontraban cogidos entre dos fuegos;
-Ahora, señores -dijo D’Artagnan-, volved a vuestras habitaciones, y dentro de diez minutos os prometo que os llevarán cuanto podáis desear.
Entonces se oyó un gran ruido de haces entrechocando y de vigas gimiendo: eran las contraescarpas y los bastiones de Athos que el sitiado demolía por sí mismo.
Un instante después, la puerta se tambaleó y se vio aparecer la cabeza pálida de Athos, quien con una ojeada rápida exploró los alrededores.
Al mismo tiempo Grimaud aparecíó detrás de su amo, con el mosquetón al hombro la cabeza temblando como esos sátiros ebrios de los cuadros de Rubens.
El cortejo atravesó el salón y fue a instalarse en la mejor habitación del albergue, que D’Artagnan ocupó de manera imperativa.
Mientras tanto, el hostelero y su mujer se precipitaron con lámparas en la bodega, que les había sido prohibida durante tanto tiempo y donde un horroroso espectáculo los esperaba.
Más allá de las fortificaciones en las que Athos había hecho brecha para salir y que compónían haces, tablones y toneles vacíos amontonados según todas las reglas del arte estratégico, se veían aquí y allá, nadando en mares de aceite y de vino, las osamentas de todos los jamones comidos, mientras que un montón de botellas rotas tapizaba todo el ángulo izquierdo de la bodega, y un tonel, cuya espita había quedado abierta, perdía por aquella abertura las últimas gotas de su sangre.
-Él aceite es un bálsamo soberano para las heridas, y era preciso que el pobre Grimaud se curase las que vos le habéis hecho.
-Esto os enseñará -dijo D’Artagnan- a tratar de una forma más cortés a los huéspedes que Dios os envía…
-Mi querido amigo -dijo D’Artagnan-, si seguís dándonos la murga, vamos a encerrarnos los cuatro en vuestra bodega a ver si el estropicio ha sido tan grande como decís.
-Bueno, señores -dijo el hostelero-, me he equivocado, lo confieso, pero todo pecado tiene su misericordia;
-Ah, si hablas así -dijo Athos-, vas a ablandarme el corazón, y las lágrimas van a correr de mis ojos como el vino corría de tus toneles.
-Y no olvides -continuó D’Artagnan- de subir cuatro botellas semejantes para los dos señores ingleses.
Cuando acababa, el hostelero volvíó con las botellas pedidas y un jamón que, afortunadamente para él, había quedado fuera de la bodega.
-¿Veis, corazón de piedra -dijo D’Artagnan-, que os equivocáis siendo duro con nuestros corazones tiernos?
No hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay ningún hombre que no haya sido engañado por su amante.
-Cierto que es posible -dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso-, las dos cosas van juntas de maravilla.
Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo -dijo Athos interrumpíéndose con una sonrisa sombría-;
uno de los condes de mi provincia, es decir, del Berry, noble como un Dándolo o un Montmorency, se enamoró a los veinticinco años de una joven de dieciséis, bella como el amor.
Mi amigo, que era el señor de Ìa regíón, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su gusto, era el amo: ¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos?
-Y un día que ella estaba de caza con su marido -continuó Athos en voz baja y hablando muy deprisa-, ella se cayó del caballo y se desvanecíó: el conde se lanzó en su ayuda, y como se ahogaba en sus vestidos, los hendíó con su puñal y quedó al descubierto el hombro.
-El conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo: acabó de desgarrar los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol.
Y Athos cogíó por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su boca y la vació de un solo trago, como si fuera un vaso normal.
-Eso me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas -dijo Athos levantándose y sin continuar el apólogo del conde-.
-Era sin duda el primer amante y el cómplice de la hermosa, un digno hombre que había fingido ser cura quizá para casar a su amante y asegurarse una fortuna.
en primer lugar, había sido hecha por un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D’Artagnan, al despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu.
Toda aquella duda no hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su amigo con la intención bien
me he dado cuenta esta mañana por mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado;
-No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera: triste o alegre;
yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metíó en el cerebro.
-Oh, de algo así me acuerdo, en efecto -prosiguió el joven tratando de volver a coger la verdad-, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno de un sueño.
-Sí, eso es -dijo D’Artagnan-, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules.
Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice -prosiguió Athos encogíéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo-.
bajé al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo con un tratante por haber muerto ayer el suyo a consecuencia de un vómito de sangre.
Me acerqué a él, y como vi que ofrecía cien pistolas por un alazán tostado: «Por Dios -le dije-, gentilhombre, también yo tengo un caballo que vender.» «Y muy bueno incluso -dijo él-.
Lo vi ayer, el criado de vuestro amigo lo llevaba de la mano.» «¿Os parece que vale cien pistolas?» «Sí.» ¿Y queréis dármelo por ese precio?» «No, pero os lo juego.» «¿Me lo jugáis?» «Sí.» «¿A qué?» «A los dados.» Y dicho y hecho;
-Después de haber perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea de jugar el vuestro.
-Querido, ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme eso, y no esta mañana.
-Espero -dijo seriamente D’Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención alguna de mi diamante.
¡Qué diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le presten atención!
-¡Acabad, querido, acabad -dijo D’Artagnan-, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría me hacéis morir!
Hacía quince días que no había visto un rostro humano y que estaba allí embrutecíéndome empalmando una botella tras otra.
-Esa no es razón para jugar un diamante -respondíó D Artagnan apretando su mano con una crispación nerviosa.
-Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha.
-Volví a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo, luego lo volví a perder.
Athos se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con ojos ambiciosos.
El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó sobre la mesa sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria;
-Vaya, vaya, vaya -dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver a París.
-Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un caballo o cien pistolas perdidas;
hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el contrario, cien pistolas alimentan a su amo.
con las cien pistolas vamos a banquetear hasta fin de mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.
-Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos luises de oro?
D’Artagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.
Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y llegaron a Crèvecoeur.
De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y mirando como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte.
Pensaba con qué rapidez se van los bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.
La vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est, fuit.
-Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un caballo que, por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.
venís sobre los caballos de vuestros lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas jornadas.
En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta de Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza.
El furgón volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte, a aplacar la sed del cochero durante el camino.
La materia es galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.
Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D’Artagnan durante su primera visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro personas;
aquella comida se compónía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y de frutos soberbios.
sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.
porque ciertamente valía ciento cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en ochenta.
-En cuanto a mí -dijo Aramis-, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia de Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores;
Sin contar la herida de Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha hecho pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios;
-Vamos, vamos -dijo Athos, cambiando una sonrisa con D’Artagnan y Aramis-, veo que os habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo;
-En resumen -continuó Porthos-: pagados mis gastos, me quedará una treintena de escudos.
con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D’Artagnan, que tiene buena mano y que irá a jugarlas al primer garito.
Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida, cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.
Al llegar a París, D’Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le prevénía de que, a petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los mosqueteros.
Como esto era todo lo que D’Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de volver a encontrar a la señora Bonacieux, corríó todo contento en busca de sus camaradas, a los que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preocupados.
El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad era iniciar la campaña el primero de Mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.
Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de disciplina.
No hay más que decirlo -prosiguió Aramis-, acabamos de hacer nuestras cuentas con una cicatería de espartanos y necesitamos cada uno de nosotros mil quinientas libras.
por tanto, son ocho mil liras las que necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.
-Además -dijo Athos, esperando a que D’Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de Tréville, hubiese cerrado la puerta-;
D’Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos en el apuro cuando lleva en su dedo corazón el rescate de un rey.
El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D’Artagnan, aunque D’Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran señores;
pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos.
El señor de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar.
pues bien, si al cabo de quince días no he encontrado nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir.
Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con mi deber sin tener necesidad de equiparme.
Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.
Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para enternecer a las piedras.
Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde.
Erraban por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado alguna bolsa.
D’Artagnan lo vio un día encantinarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las intenciones más conquistadoras.
gracias a los buenos cuidados de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.
D’Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras.
Por su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la rapidez del rayo una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a mariposear con furor.
Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las cofias negras, porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba desesperadamente en su asiento.
Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla y se puso a hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sosténía el bolso bordado con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la misa.
La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y comprobó que se deténía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.
Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios, sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.
La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras;
un gran efecto sobre D’Artagnan, que reconocíó a la dama de Meung, de Caláis y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con el nombre de milady.
D’Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de Porthos, que le divertían mucho;
creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint-Leu no estaba muy alejada de la citada calle.
Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.
La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengañada: cuando sólo estaba a tres pasos de él, éste volvíó la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su doncella.
la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo, la señal de la cruz y selió de la iglesia.
Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un sueño de cien años.
-Estaba a dos pasos de vos, señor -respondíó la procuradora-, y no me habéis visto porque no teníais ojos más que
es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría hoy, sólo para verme, a esta pore iglesia, en este barrio perdido.
-Señor Porthos -dijo la procuradora- ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco minutos?
-Por supuesto, señora -dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que ríe de la víctima que va a hacer.
-se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de aquella época galante-.
Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle, llegó al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos extremos.
-exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos-.
-¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea que esperaba en su pescante?
porque, en fin, señora, yo puedo decir que he sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos;
yo, el vástago de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra amistad, he estado a punto de morir de mis heridas, primero;
y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin que vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.
-murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.
-Señor Porthos -dijo-, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.
Sé que no sois rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para sacar unos pobres escudos.
Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso no podría perdonaros.
-Sabed, señor Porthos -dijo ella-, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas anruinadas.
-Doble ofensa la que me hacéis entonces -dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de debajo del suyo-;
-Cuando digo rica -prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado lejos-, no hay que tomar la palabra al pie de la letra.
Justo cuando vamos a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que seré muerto…
Pero dentro de quince días, como sabéis o como quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo.
-Y como -continuó- la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras junto a las mías, haremos el viaje juntos.
-Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis -prosiguió la procuradora en un transporte que le sorprendíó a ella misma-;
-Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.
Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro -continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos-.
-Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard -dijo Porthos apretando tiernamente la mano de la procuradora.
Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos.
En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.
Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él, D’Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D’Artagnan.
Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía.
D’Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse.
-Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.
En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.
Entonces D’Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación.
-Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux -dijo Athos encogíéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.
No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.
amo a mi pobre Costance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos;
Pues bién yo -respondíó D’Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que en otro le hubiera ciertamente herido-, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro.
-Hasta luego -dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que acababa de traer.
A lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux le venía a la mente.
Aunque D’Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había causado una impresión real en su corazón;
Ahora bien, en la mente de D’Artagnan era el hombre de la capa negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la había raptado la primera.
D’Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que dedicándose a la busca de Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de Costance.
Mientras pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo, D’Artagnan había recorrido el camino y llegado a Saint-Germain.
Atravesaba una calle muy desierta, mirando a izquierda y dlyrecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que diese a la calle, vio aparecer una figura conocida.
-Ya lo creo, rediez -dijo Planchet-: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes, al que tan bien dejasteis apañado hace un mes, en Caláis en el camino hacia la casa de campo del gobernador.
-A fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un recuerdo muy claro.
-Pues bien, vete entonces a hablar con ese muchacho -dijo D’Artagnan- a infórmate en la conversación si su amo ha muerto.
Planchet se bajó del caballo, se dirigíó directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconocíó, y los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras D’Artagnan empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asistir a la conferencia tras un seto de avellanos.
Al cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y vio detenerse frente a él la carroza de Milady.
Milady sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su doncella.
Esta última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera doncella de gran dama, saltó del estribo en el que estaba sentada según la costumbre de la época y se dirigíó a la terraza en la que D’Artagnan había visto a Lubin.
Pero, por azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había quedado solo, mirando por todas partes por qué camino había desaparecido D’Artagnan.
La doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendíéndole un billete dijo: -Para vuestro amo.
Planchet dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva, saltó de la terraza, se metíó en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a D’Artagnan, quien habiéndolo visto todo, iba a su encuentro.
«Una persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué día podríais pasear por el bosque.
va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo, porque, sin que yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil, porque perdíó casi toda su sangre.
La conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D’Artagnan se detuvo al otro lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su presencia.
terminó con un gesto que no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de abanico aplicado con tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.
A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él hubo terminado: -Señor -dijo ella, en muy buen francés-, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si la persona que me
-¿Por qué se mezcla ese atolondrado -exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el caballero al que Milady había designado como pariente suyo- y por qué no sigue su camino?
-El atolondrado lo seréis vos -dijo D’Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello de su caballo y respondiendó por su lado por la portezuela-;
Podría creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese adelante;
La linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D’Artagnan, cuyo buen aspecto parecía haber producido su efecto sobre ella.
La carroza partíó dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún obstáculo material que los separase.
El caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D’Artagnan, cuya cólera ya en efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había ganado su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida y lo detuvo.
-Muy bien, soy vuestro servidor, señor barón -dijo D’Artagnan-, aunque tengáis nombres difíciles de retener.
Encontró a Athos acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que su equipo viniese a encontrarlo.
Porthos sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo de vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín.
Aramis, que seguía trabajando en su poema se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento de desenvainar.
En cuanto a D’Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución veremos más tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía verse por las sonrisas que de vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se uníó a los mosqueteros;
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de inquietud.
-Pero a todo esto -dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres-, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes;
-Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos -respondíó el inglés.
-Habéis jugado de buena gana contra nosostros sin conocerlos -dijo Athos-, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos.
Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.
-¿Os basta eso -dijo Athos a su adversario-, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?
-Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza
avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó en brazos y lo llevó a su carroza.
Aramis presiónó al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de pasos, terminó por emprender la huida a todo correr y desaparecíó entre el abucheo de los lacayos.
luego, cuando hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había hecho soltar la espada.
-Podría mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a vuestra hermana.
acababa de realizar el plan que había proyectado de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro las sonrisas de que hemos hablado.
El inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio, estrechó a D’Artagnan entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres mosqueteros y, como el adversario de Porthos ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo que pensar más que en el difunto.
Cuando Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal, una gruesa bolsa escapó de su cintura.
-A su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta;
-Y ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre -dijo lord de Winter-, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick;
porque quiero que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la come, quizá en el futuro una palabra dicha por ella no os fuera del todo inútil.
Esta grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendíó al mismo Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran éxito en todas partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y Bazin.
Estaba convencido de que era alguna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía invenciblemente arrastrado hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta.
En ese caso, ella sabría que era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en cuerpo y alma al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte de sus ventajas, porque conocido de Milady como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego.
En cuanto a aquel principio de intriga entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien poco, aunque el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal.
Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.
Una elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes caballos, en un instante estuvieron en la Place Royale.
y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia o estaban a punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual probaba que la medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.
-Veis aquí -dijo lord de Winter presentando a D’Artagnan a su hermana- a un joven gentilhombre que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja, aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés.
una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus labios aparecíó una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo como un escalofrío.
-Sed bienvenido, señor -dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con los síntomas de mal humor que acababa de observar D’Artagnan-, hoy habéis adquirido derechos eternos para mi gratitud.
sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus impresiones, que el relato no le resultaba agradable.
Luego, cuando hubo terminado, se acercó a una mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos.
Sin embargo, no había perdido de vista a Milady, y en el cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su rostro.
dijo en inglés algunas palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para retirarse, excusándose con la urgencia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su perdón.
El rostro de aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión llena de gracia, y sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mordido los labios hasta hacerse sangre.
Contó que lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se había casado con el segundón de la familia, que a había dejado viuda con un hijo.
Por lo demás, al cabo de media hora de conversación D’Artagnan estaba convencido de que Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no dejaban duda alguna al respecto.
En la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y, ruborizándose hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce que el perdón le fue concedido al instante.
Parecíó interesarse mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensado alguna vez en vincularse al servicio del señor cardenal.
le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo que no habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias del rey si hubiera conocido al señor de Cavois en lugar de co-nocer al señor de Tréville.
Milady cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D’Artagnan de la forma más descuidada del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.
D’Artagnan respondíó que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de una remonta de caballos, y que incluso se había traído cuatro como muestra.
En el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres veces los labios: tenía que vérselas con un gascón que jugaba fuerte.
En el corredor volvíó a encontrar a la linda Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa benevolencia en la que no podía equivocarse.
D’Artagnan volvíó a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady le brindó una acogida más graciosa.
Cada vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata, volvía a encontrar a la linda doncella.
Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador.
Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte.
No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard.
Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños;
arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo;
arcón del que con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios;
a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el passedix y el lansquenete en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos.
El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.
Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino;
Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.
La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran apuro.
Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.
Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la antecámara donde estaban los pasantes, y el estudio donde habrían debido estar;
luego, al pasar, había lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la gula.
Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto y lo saludó cortésmente.
-Somos primos, según parece, señor Porthos -dijo el procurador levantándose a fuerza de brazos sobre su sillón de caña.
El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco;
sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única parte de su rostro donde quedaba vida.
desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer.
-Sí, señor, somos primos -dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había contado con ser recibido por el marido con entusiamo.
La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho.
Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran armario colocado frente a su escritorio de roble.
Porthos comprendíó que aquel armario, aunque no correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bienaventurado arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.
Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:
-Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con nosotros, ¿no es así, señora Coquenard?
en caso contrario, tiene demasiado poco tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos los instantes de quo pueda disponer hasta su partida.
Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.
-pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el mandadero no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral-.
Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien Porthos, a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la mesa.
-dijo Porthos ante el aspecto de un caldo pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas, raras como las islas de un archipiélago.
después la señora Coquenard llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes impacientes.
En aquel momento se abríó por sí sola la puerta del comedor rechinando, y Porthos, a través de los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero que, no pudiendo participar en el festín, comía su pan entre el doble olor de la cocina y del comedor.
La pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos pellejos erizados que los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos;
habrían tenido que buscarla durante mucho tiempo antes de encontrarla en el palo al que se había retirado para morir de vejez.
pero al contrario que él, no vio más que ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado aquella sublime gallina, objeto de sus desprecios.
La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras, que puso en el plato de su marido;
cortó el ala para Porthos y devolvíó a la criada que acababa de traerlo el animal, que volvíó casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de examinar las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres y temperamentos de quienes lo experimentan.
En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído acompañados de carne.
Mas los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres se convirtieron en rostros resignados.
La señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una buena ama de casa.
Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de un vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi iguales, y la botella pasó al punto del lado de Porthos y de la señora Coquenard.
Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así;
lo cual les llevaba al final de la comida a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado.
Porthos comíó tímidamente su ala de gallina, y se estremecíó al sentir bajo la mesa la rodilla de la procuradora que venía a encontrar la suya.
Bebíó también medio vaso de aquel vino tan escatimado, y que reconocíó como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los, paladares expertos.
Maese Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso de cordero en que había algo de carne.
Aquel silencio y aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuelto ininteligibles para Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una mirada del procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se fueron.
Una vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso, confitura de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y miel.
-Gran festín -exclamó maese Coquenard agitándose en su silla-, auténtico festín, epuloe epularum;
Porthos miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso comería;
Pasó la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la pasta pegajosa de la señora Coquenard.
Maese Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la necesidad de echarse la siesta.
pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su habitación y gritó hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución aún, posó sus pies.
La procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a sentar las bases de la reconciliación.
Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de elite, y necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los Suizos.
-Preguntaba por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba casi segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais vos.
luego me hacen falta el enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y que por otra parte no subirá de las trescientas libras.
Porthos sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por tanto trescientas libras que contaba con mete astutamente en su bolsillo.
-Luego -continuó-, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es inútil que os preocupéis, las tengo.
-No, sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y que me parece que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón…
tenéis razón, he visto a muy grandes señores españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un mulo con penachos cascabeles.
-Oh, en cuanto a eso no os preocupéis -exclamó la señor, Coquenard-, mi marido tiene cinco o seis maletas, escogeréis la mejor;
y el resultado de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un préstamo de ochocientas libras en plata, y proporcionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a Porthos y a Mosquetón.
Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de Athos, D’Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady;
por eso no dejaba de ir ningún día a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o temprano no podía dejar ella de corresponderle.
Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a la doncella en la puerta cochera;
Y Ketty, que no había soltado la mano de D’Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abríó una puerta.
-Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor propio.
con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró el sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que hacía.
-La segunda razón, señor caballero -prosiguió Ketty envalentonada por el beso primero y luego por la expresión de los ojos d joven-, es que en amor cada cual para sí.
Sólo entonces d’Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus encuentros en la antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo encontraba y sus suspiros ahogados;
Mas aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía sacar de aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada: intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora en la habitación de Ketty, contigua a la de su ama.
El pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a la pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por fuerza.
-Pues bien, querida niña -dijo D’Artagnan sentándose en un sillón-, ven aquí que yo te diga que eres la doncella más bonita qu nunca he visto.
Y le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedí otra cosa que creerlo, lo creyó…
luego, abriendo con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la escalera, se acurrucó dentro en rnedio de los vestidos y las batas de Milady.
D’Artagnan, que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin responder.
Las dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación quedó abierta, D’Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta;
Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que no lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de renta.
-Es cierto -dijo Ketty-, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su mayoría vos habríais gozado de su fortuna.
D’Artagnan se estremecíó hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la conversación, no haber matado a un hombre al que él la había visto colmar de amistad.
-Por eso -continuó Milady-, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué, no me hubiera recomendado tratarlo con miramiento.
-Está bien -dijo Milady-, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una respuesta a la carta que os he dado.
D’Artagnan oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a fin de encerrarse en su cuarto;
Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre Ketty fue tratar de saber por ells qué había sido de la señora Bonacieux;
pero la pobre muchacha juró sobre el crucifijo a D’Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar más que la mitad de sus secretos;
En cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito ante el cardenal, Ketty no sabía nada más;
pero en esta ocasión D’Artagnan estaba más adelantado que ella: como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba Inglaterra, sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de dia-mantés.
Pero lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio inveterado de Milady procedía de que no había matado a su cuñado.
Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases dulces de D’Artagnan, incluso le dio la mano a besar.
pero como era un muchacho al que no se hacía fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su mente un pequeño plan.
Milady no comprendía nada del silencio del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la mañana para coger una tercera carta.
Si os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue este billete os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su perdón.»
«Señora, hasta ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes vuestros, tan indigno me creía de semajante honor;
Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra carta, sino vuestra criada también, me asegura que tengo la dicha de ser amado por vos.
No tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su perdón.
Por otro lado D’Artagnan, por confesión propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por ella sino una estima muy endeble.
Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que una pasión insensata por aquella mujer le quemaba.
Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado en lugar de entregárselo al criado del conde;
Este reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres: D’Artagnan respondíó de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.
Además le prometíó que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir del salón del ama iría a su cuarto.
Desde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre ellos reuníón fija.
El servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría tan deprisa.
Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el alojamiento de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del umbral de su puerta.
El mismo día en que Ketty había ido a buscar a D’Artagnan a su casa era día de reuníón.
Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy lastimoso.
-Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.
pero vos, mi querido Athos, vos que tan generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais a hacer?
-Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.
El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.
-Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis cuidado mucho de seguir.
sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no obtendrían el asentimiento del puritano;
prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D’Artagnan se quedaron ahí.
A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin;
Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de estatura baja y ojos inteligentes, pero cubierto de harapos.
-Heló aquí -dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano incrustado de nácar-, heló aquí, mirad.
En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él;
Una vez que Bazin salíó, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi religioso abríó la epístola, que conténía lo que sigue:
haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que beso tiernamente vuestros ojos negros.
de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la mesa;
luego, abríó la puerta, saludó y partíó antes de que el joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.
Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D’Artagnan, que, curioso por saber
-Os equivocáis, querido -dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de enviarme el precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.
Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvíó a meter su carta y a abotonar su jubón.
y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo borgoña.
Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento, guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo que le había servido de talismán.
Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho de no salir, se encargó de hacerse traer a cena a casa;
como entendía a las mil maravillas los detalles gastronómicos, D’Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese importante cuidado.
Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.
yo lo vendí por eso en tres escudos, y debíó ser por el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras.
-¡Ah -dijo el criado- no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra duquesa!
-Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de…, pero perdón, mi amo me ha recomendado ser discreto.
Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver;
el marido se ha enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las ha sustituido por estos horribles animales!
Y continuó su camino hacia el paseo des Grands-Augustins, mientras los dos amigos iba a llamar a la puerta del infortunado Porthos.
Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont-Neuf, siempre arreando delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours.
luego, sin inquietarse por su suerte futura, volvíó en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.
Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde la mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador ordenó a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.
La furia que brillaba en los ojos del mosquetero, pese a la coacción que se impónía espantó a la sensible amante.
En efecto, Mosquetón no había ocultado a su amo que había encontrado a D’Artagnan y a Aramis, y que D’Artagnan había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a París y que había vendido por tres escudos.
La procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehúsó con aire lleno de majestad.
Todas las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de la procuradora.
-iPues bien, señora -dijo Porthos-, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es un ladrón!
-No, señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos más generosos.
Me he equivocado, lo reconozco, y no habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como vos.
La procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y marquesas que le lanzaban bolsas de oro a los pies.
Nuestro gascón vio a la primera ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su efecto.
Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con una sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se dio cuenta siquiera de la benevolencia de Milady.
D’Artagnan miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza se había equivocado al formarlas;
a la gran dama le había dado un alma venal y vil, a la doncella le había dado un corazón de duquesa.
miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D’Artagnan con un aire que quería decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os fueseis.
Como D’Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en el delirio de su alegría;
Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en un rincón donde había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el tapiz.
Por lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para ocultar su rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las luces del piso, a incluso de su habitación.
Milady parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la pretendida entrevista de la doncella con de Warder, cómo había recibido él su carta, cómo había respondido, cuál era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado;
y a todas estas preguntas la pobre Ketty, obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su ama ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!
Por fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar todo en su cuarto, y ordenó a Ketty volver a su habitación a introducir a de Wardes tan pronto como se presentara.
Apenas D’Artagnan hubo visto por el agujero de la cerradura de su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó de su escondite en el momento mismo en que Ketty cerraba la puerta de comunicación.
Si la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo un nombre que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado rival.
D’Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la habitación vecina.
-Sí, conde -decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano entre las suyas-;
sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras palabras me han declarado cada vez que nos hemos encontrado.
¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna prenda de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como podríais olvidarme, tomad!
Además, aceptándolo -añadió con voz conmovida- me hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.
jamás había creído que estos dos sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor extraño y en cierta forma diabólico.
D’Artagnan, en el momento de dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana siguiente.
La pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D’Artagnan cuando pasara por su habitación, pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.
-Vuestra Milady -le dijo- me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de equivocaros al engañarla;
Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había ocupado en el dedo de D’Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.
-No -dijo D’Artagnan-: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa, porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.
-Mirad -dijo al cabo de un instante-, D’Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el engaste para dentro;
-Pues bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón -dijo el gentilhombre apretando la mano del gascón con un cariño casi paterno-;
ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha entrado en vuestra vida, no deje en ella una huella funesta.
Y Athos saludó a D’Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer comprender que no le molesta quedarse a solas con sus pensamientos.
Un mes de fiebre no habría cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de dolor.
los consejos de su amigo unidos a los gritos de su propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza satisfecha, a no volver a ver a Milady.
Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante era en ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores familias se hacían mantener por regla general por sus amantes.
D’Artagnan pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a punto de enloquecer de alegría al releerla por segunda vez.
y cualquiera que fuese, dado el carácter arrebatado de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama, no dejo de volver a la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.
quiso dar un paso hacia la ventana para ir en busca de aire, pero no pudo más que tendé los brazos, le fallaron las piernas y cayó sobre un sillón.
-He pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla -respondíó la sirvienta, completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su ama.
Al día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había pasado la víspera;
Por la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden relativa al gascón, mas, como la víspera, lo esperó en vano.
Al día siguiente Ketty se presentó en casa de D’Artagnan, no alegre y viva como los dos días anteriores, sino por el contrario triste hasta morir.
«Querido señor D’Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento en que se los va a dejar por tanto tiempo.
-Escucha, querida niña -dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de faltar a la promesa que le había hecho a Athos-, comprende que sería descortés no responder a una invitación tan positiva.
Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la interrupción de mis visitas, podría sospechar algo, y ¿quién puede decir hasta dónde iría la venganza de una mujer de ese temple?
Pero vais a seguir haciéndole la torte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro verdadero nombre y vuestro verdadero rostro, será mucho peor que la primera vez.
Era evidente que los criados que esperaban en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto como D’Artagnan aparecíó, antes incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corríó a anunciarlo.
estaba pálid y tenía los ojos fatigados, bien por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado desde hacía dos días.
-Pero entonces -dijo D’Artagnan-, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a retirarme.
Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su conversación.
Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios.
¿Sois tan cruel para hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que por vos y para vos?
¿Se habrá enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?»
-No me agobiéis con mi dicha -exclamó D’Artagnan precipitándose de rodillas y cubriendo de besos las manos que le dejaban.
«Véngame de ese infame de Wardes -murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»
«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente, hipócrita y peligrosa mujer -pensaba D’Artagnan por su parte-, y luego me reíré de ti con aquel a quien quieres matar por rni mano.»
-exclamó D’Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el don de encender en su corazón-.
Tras haber tenido siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla realidad.
Por otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su defensor, para que evitara explicaciones ante testigos con el conde.
pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin haberme dado al menos algo más que esperanza?
D’Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamenl a la habitación de Ketty, pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas;
Por un instante, D’Artagnan comprendíó que lo mejor que podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría que él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por consiguiente no podía comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes.
Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volvíéndose cada diez pasos para mirar la luz del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías;
récordó los detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete y se precipitó en el cuarto de Ketty.
La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a su amante;
Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si D’Artagnan podía creer en lo que veía y oía.
Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de una mujer enamorada la empujaban a una revelación;
D’Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar.
Una voz secreta le decía muy en el fondo del corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban aquel murmullo.
Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a él, por sí mismo.
Milady no fue para él aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía experimentar.
Milady, que no tenía los mismos motivos que D’Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas de antemano en su mente.
Pero D’Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como un imbécil y respondíó galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.
Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas preguntas se volvieron más agobiantes.
Entonces D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.
Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su voluntad de hierro.
-En cualquier caso -dijo gravemente Milady-, me ha engañado, y desde el momento en que me ha engañado, ha merecido la muerte.
pero D’Artagnan creía estar a su lado hacía dos horas apenas cuando la luz aparecíó en las rendijas de las celosías y pronto invandió la habitación de claridad macilenta.
-¿No preferiríais, pues -replicó D’Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el combate?
Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.
es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.
-Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro -dijo el joven en un tono cariñoso-, y os lo repito, me intereso por el conde.
D’Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios de Milady, mar ella lo apartó.
Eso no es cierto -dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.
El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se resolvería en lágrimas;
Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D’Artagnan con un violento golpe en el pecho, se balanzó fuera de la cama.
Entonces la batista se degarró dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, D’Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconocíó la flor de lis, aquella marca indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.
el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.
Y corríó al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abríó con mano febril y temblorosa, sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvíó de un salto sobre D’Artagnan medio desnudo.
Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada, aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes;
retrocedíó hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó de la funda.
Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo, y no se detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.
pero D’Artagnan la apartó siempre de sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.
Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los muebles para protegerse de ella, Ketty abríó la puerta.
D’Artagnan, que había maniobrado sin cesar para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cen ojos.
Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy superiores a las de una mujer;
luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.
-Es cierto -dijo D’Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía-, es cierto vísteme como puedas, pero démonos prisa;
El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady, también medio desnuda, gritaba por la ventana: -¡No abráis!
D’Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó medio París a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos.
El extravío de su mente, el terror que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos, no hicieron más que precipitar su camera.
a la vista de sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con un hombre.
-Grimaud -dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís hablar.
Athos reconocíó a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.
Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero que Athos le cogíó las manos al punto exclamando:
-Athos -dijo D’Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en camisón-, preparaos para oír una historia increíble, inaudita.
-Y bien -respondíó D’Artagnan inclínándose hacia él oído de Athos y bajando la voz-: Milady está marcada con una flor de lis en el hombro.
-¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le aplica.
Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto de Londres, os tiene en gran odio;
pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio de cardenal, tened cuidado.
-Por suerte -dijo D’Artagnan-, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.
-Mientras tanto -dijo Athos-, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas partes junto a vos;
porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no tendrá la atención de devolvéroslo.
Mi madre me lo dio, y yo, loco como estaba, en vez de guar dar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa miserable.
luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros
-Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino incluso de algún gran peligro;
o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de que, como a Polícatres, haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.
éste, inquieto por su maestro y curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos él mismo.
Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os espera, y ya sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.
Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta, encontró a la pobre niña toda temblorosa.
-Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera -dijo-;
Entonces he pensado que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice;
-No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en vuestra regíón por ejemplo.
Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez de una dama joven a la que habían raptado cierta noche?
-exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el pie sobre una culebra.
Compréndelo, niña mía -continuó D’Artagnan-, es la mujer de ese horrible mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.
-Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos sus altos conocimientos.
-Pues bien, la señora de Bois-Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive en provincias, una doncella segura;
-¡Oh, señor -exclamó Ketty- sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona que me dé los medios para dejar París!
-En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea -dijo Ketty-, me volveréis a encontrar tan amante como lo soy ahora de vos.
Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y dejando a Planchet para guardar la casa.
Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por el anillo.
Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.
Athos y D’Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero.
D’Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D’Artagnan comprendía que era bueno para él, pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.
El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y patas finas y elegantes, que tenía seis años.
Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un céntimo de las cincuentas pistolas de Athos.
D’Artagnan ofrecíó a su amigo que mordiera un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.
además, nunca tendríamos trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto.
Sus preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que las de sus propias y secretas inquietudes;
Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.
La otra era una gran epístola rectangular y resplandecinte con las armas terribles de Su Eminencia el cardenal duque.
A la vista de la carta pequeña, el corazón de D’Artagnan saltó, porque había creído reconocer la escritura;
y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su corazón.
«Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»
a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.
-Pero si es una mujer la que escribe -dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista, pensad que la comprometéis, D’Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.
en cuanto a mí, declaro, mi querido D’Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón .
un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.
-Por supuesto -contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa más sencilla-, por supuesto que os sacaremos;
pero entretanto, como debemos marcharnos pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.
-Hagamos otra cosa mejor -dijo Athos-: no le perdamos de vista durante la velada, y esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de nosotros;
Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos muertos.
-Pues bien -dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén preparados para las ocho;
-No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no ha querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo…
-Eso da igual -dijo Aramis poniéndose colorado- …Y que me ha asegurado, decía, haber recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién venía.
-Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo -dijo D’Artagnan sacando la suma de su bolsillo;
Un cuarto de hora después, Porthos aparecíó por la esquina de la calle Férou en un magnífico caballo berberisco;
Al mismo tiempo Aramis aparecíó por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel inglés;
D’Artagnan y Athos descendieron, montaron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante, Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D’Artagnan en el caballo que debía a su buena fortuna, la mejor de las amantes.
y si la señora Coquenard se hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangría que había hecho en el cofre de su marido.
D’Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran sello rojo y armas ducales;
El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que estuviese.
D’Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.
Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, aparecíó un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres;
un presentimiento le dijo de antemano a D’Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita;
Casi al punto una cabeza de mujer salíó por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar silencio, o como para enviar un beso;
D’Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una visión, era la señora Bonacieux.
Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D’Artagnan lanzó su caballo al galope y en pocos saltos alcanzó el coche;
«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como si nada hubierais visto.»
Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer Rue, evidentemente, se había expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.
Si era la señora Bonacieux y si volvía a París, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por qué aquel beso perdido?
Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?
Los tres habían visto perfectamente una cabeza de mujer aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieux.
pero menos preocupado que D’Artagnan por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo del coche.
-Amigo -dijo gravemente Athos-, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está expuesto a volver a encontrar sobre la tierra.
Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita dada.
Los amigos de D’Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.
Llegaron a la calle Saint-Honoré, y en la plaza Palais-Cardinal encontraron a los doce mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas.
D’Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se sabía que un día ocuparía un puesto;
por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentileshombres estaban siempre dispuestos.
Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la escalinata.
Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal;
además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D’Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.
-Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre condenado -decía D’Artagnan moviendo la cabeza-.
Es muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso.
Afortunadamente -añadió-, mis buenos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme.
Sin embargo, la compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal, que dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de voluntad.
Entregó su carta al ujier de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metíó en el interior del palacio.
En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardernal que, al reconocer a D’Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.
sólo que como nuestro gascón no era fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su regíón, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al temor, se plantó orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de majestad.
Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.
de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual longitud, contando las palabras con los dedos;
al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en cinco actos, y alzó la cabeza.
El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al joven.
Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D’Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.
Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.
¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra regíón para venir a buscar fortuna a la capital?
-Inútil, inútil -replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien como el que quería contársela-;
pero el señor de Tréville es un fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro entraríais en los mosqueteros.
-Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte;
A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.
D’Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvíó con presteza el engaste hacia dentro;
-Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois -prosiguió el cardenal-;
Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.
D’Artagnan se estremecíó, y récordó que media hora antes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada sin duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.
-En fin -continuó el cardenal- como no oía hablar de vos desde hace algún tiempo, he querido saber qué hacíais.
Además, me debéis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con qué miramientos habéis sido tratado en todas las circunstancias.
-Eso -continuó el cardenal-, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural, sino además a un plan que yo me había trazado respecto a vos.
Y el cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de lo que pasaba que, para obedecer, esperó una segunda indicación de su interlocutor.
no os asustéis -dijo sonriendo-, por hombres de corazón entiendo hombres de valor;
mas, pese a lo joven que sois y recién entrado en el mundo, tenéis enemigos poderosos;
-Pero me parece -dijo la Eminencia- que mis guardias son también los guardias de Su Majestad, y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al rey.
porque es bueno que sepáis, señor D’Artagnan, que he recibido quejas graves contra vos, vos no consagráis exclusivamente vuestros días y vuestras noches al servicio del rey.
-Por lo demás -continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles-, tengo todo un informe que os concierne;
Os sé hombre de resolución, y vuestros servicios, bien dirigidos, en vez de perjudicaros pueden reportaros mucho.
-Vuestra bondad me confunde, Monseñor -respondíó D’Artagnan-, y reconozco en vuestra Eminencia una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano;
-Pues bien, diré a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y en los guardias del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con Vuestra Eminencia;
yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia, y si tengo la suerte de comportarme en ese sitio de tal forma que merezca atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al menos detrás de mí alguna acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien honrarme.
-Es decir, que rehúsáis servirme, señor -dijo el cardenal con un tono de despecho en el que apuntaba sin embargo cierta clase de estima-;
pero como comprenderéis bastante tiene uno con defender a sus amigos y recompensarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin embargo os daré un consejo: manteneos alerta, señor D’Artagnan, porque en el momento en que yo haya retirado mi mano de vos, no compraría vuestra vida por un óbolo.
-Más tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia -dijo Richelieu con intención-, pensad que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha podido para que esa desgracia no os alcanzase.
-Pase lo que pase -dijo D’Artagnan poniendo la mano en el pecho a inclínándose-, tendré eterna gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este momento.
os seguiré con los ojos, porque estaré allí -prosiguió el cardenal señalando con el dedo a D’Artagnan una magnífica armadura que debía endosarse-, y a vuestro regreso, pues bien, ¡hablaremos!
-Joven -dijo Richelieu-, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os prometo decíroslo.
Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le aparecíó: si hacía con el cardenal el pacto que éste le propónía, Athos no volvería a darle la mano, Athos renegaría de él.
Fue este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter verdaderamente grande sobre cuanto le rodea!
D’Artagnan descendíó por la misma escalera por la que había entrado, y encontró ante la puerta a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que comenzaban a inquietarse.
Con una palabra d’Artagnan los tranquilizó, y Planchet corríó a avisar a los demás puestos que era inútil montar una guardia más larga, dado que su amo había salido sano y salvo del Palais-Cardinal.
pero D’Artagnan se contentó con decirles que el señor de Richelieu lo había hecho ir para proponerle entrar en sus guardias con el grado de enseña, y que había rehusado.
A aquella hora se creía todavía que la separación de los guardias y de los mosqueteros sería momentanéa, porque aquel día tenía el rey su parlamento y debían partir al día siguiente.
La noche reuníó a todos los camaradas de la compañía de los guardias del señor des Essarts y de la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville, que habían hecho amistad.
La noche fue por tanto una de las más ruidosas, como se puede suponer, porque en seme-jantes casos, no se puede combatir la extrema precaución más que con el extremo descuido.
Al día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los mosqueteros corrieron al palacio del señor de Tréville y los guardias al del señor des Essarts.
El rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su gesto altivo.
En efecto, la víspera la fiebre lo había cogido en medio del parlamento y mientras ocupaba la presidencia.
y pese a las observaciones que se habían hecho, había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor vencería la enfermedad que comenzaba a apoderarse de él.
los mosqueteros debían partir sólo con el rey, lo que permitíó a Porthos ir a dar una vuelta, en su soberbio equipo, por la calle aux Ours.
Aquella vez los pasantes no tuvieron ninguna gana de reír: ¡tanta era la pinta que Porthos tenía de cortador de orejas!
El mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos ojillos grises brillaron de cólera al ver a su primo todo flamante.
es que por todas partes decían que la campaña sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba dulcemente que Porthos muriera en ella.
Durante el tiempo que la procuradora pudo seguir con los ojos g su amante, agitó un pañuelo inclínándose fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería tirarse.
En la habitación vecina, Ketty, que debía partir aquella misma noche para Tours, esperaba aquella carta misteriosa.
pero como era solamente la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada sobre un caballo overo, lo señalaba con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a las filas para reconocerlo.
Los dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio Saint-Antoine montaron en dos caballos completamente preparados que un criado sin librea tenía en la mano esperándolos.
El sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos políticos de Luis XIII, y una de las grandes empresas militares del cardenal.
Es por tanto interesante, a incluso necesario, que digamos algunas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera demasiado importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en silencio.
Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del calvinismo, levadura peligrosa a la que venían a mezclarse jncesantemente fermentos de revuelta civil o de guerra extranjera,
Españoles, ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nacíón, soldados de fortuna de toda secta acudían a la primera llamada bajo las banderas de los protestantes y se organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos de Europa.
La Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás ciudades calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones.
Bassompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía cargando a la cabeza de muchos otros señores protes-tantes como él:
Pero, ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y simplificador, y que pertenecen a la historia, el cronista está obligado a reconocer las pequeñas miras del hombre enamorado y del rival celoso.
si este amor tenía en él un simple objetivo político o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que inspiró Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir;
pero en cualquier caso, por los desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buckingham había triunfado sobre él y que en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los tres mosqueteros y al valor de D’Artagnan, había sido cruelmente burlado.
por lo demás, la venganza debía ser grande y clamorosa, y digna en todo un hombre que tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un reino.
Richelieu sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a Inglaterra vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos de Europa humillaba a Buckingham a los ojos de la reina.
Por su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de Inglaterra estaba movido por intereses absolutamente semejantes a los del cardenal;
Buckingham también perseguía una venganza particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia como embajador, y quería entrar como conquistador.
De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana de Austria.
La primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado inopinadamente a la vista de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había sorprendido al conde Toiras, que mandaba en nombre del rey en la isla;
El conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint-Martín con la guarnición, y dejó un centenar de hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.
y a la espera de que el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que había podido disponer.
El rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la solemne sesíón real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de Junio se había sentido afiebrado;
de donde resultaba que D’Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado, momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis;
esta separación, que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en inquietud seria si hubiera podido adivinar qué peligros desconocidos lo rodeaban.
No por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La Rochelle, hacia el 10 del mes de Septiembre del año 1627.
Todo se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de la isla de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint-Martín y el fuerte de La Prée, y las hostilidades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a propósito de un fuerte que el duque de Angulema acababa de hacer construir junto a la ciudad.
Pero como sabemos, D’Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros, raramente había hecho amistad con sus camaradas;
En amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la señora Bonacieux había desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué había sido de ella.
En fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un hombre ante el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el rey.
Luego se había hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin embargo instintivamente sentía que no era de despreciar: ese enemigo era Milady.
A cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la reina, pero la benevolencia de la reina era, en aquellos tiempos, una causa más de persecuciones;
Lo que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil libras que llevaba en el dedo;
pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D’Artagnan en sus proyectos de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento de la reina, no había que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que pisoteaba.
Decimos los guijarros que pisoteaba, porque D’Artagnan hacía estas reflexiones paseándose en solitario por un lindo caminito que conducía del campamento a la villa de Angoutin;
ahora bien, estas reflexiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a bajar cuando al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un mosquete.
D’Artagnan tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendíó que el mosquete no había venido hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás de un seto con intenciones amistosas.
El joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que se bajaba en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó cuerpo a tierra.
Al mismo tiempo salíó el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.
No había tiempo que perder: D’Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento que la bala del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo del camino en que se había arrojado de cara contra el suelo.
D’Artagnan no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula para que se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso;
Y al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la velocidad de las gentes de su regíón, tan renombradas por su agilidad;
mas cualquiera que fuese la rapidez de su carrera, el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a cargar su arma, le disparó un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo hizo volar a diez pasos de él.
Sin embargo, como D’Artagnan no tenía otro sombrero, recogíó el suyo a la carrera, llegó todo jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a reflexionar.
La primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes no les habría molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos, y porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su bolso.
la exactitud del disparo le había dado ya la idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto, una emboscada militar, puesto que la bala no era de calibre.
Se recordará que en el momento mismo en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón del fusil, él se asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con él.
Con personas con las que no tenía más que extender la mano rara vez recurría Su Eminencia a semejantes medios.
Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose que un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo.
luego, todos los oficiales superiores se acercaron a él para hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual que los demás.
Al cabo de un instante le parecíó a D’Artagnan que el señor Des Essarts le hacía señas de acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el gesto, dejó las filas y se adelantó para oír la orden.
-Monsieur va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor para quienes la cumplan;
En efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían recuperado un bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días antes;
y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más que dar a conocer su intenciones, y no le faltarán hombres.
Se ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían evacuado o habían dejado allí guarnición;
D’Artagnan partíó con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban a su misma altura y los soldados venían detrás.
Los tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de humo ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a D’Artagnan y sus dos compañeros.
Al llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los guardias cayó: una bala le había atravesado el pecho.
D’Artagnan no quiso abandonar así a su compañero y se inclínó hacia él para levantarlo y ayudarlo a alcanzar las líneas;
pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una bala vino a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de D’Artagnan.
El joven se volvíó rápidamente porque aquel ataque no podía venir del bastión, que estaba oculto por el ángulo de la trinchera.
La idea de los dos soldados que lo habían abandonado le vino a la mente y le récordó a los asesinos de la víspera;
resolvíó, por tanto, saber a qué atenerse aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.
Vio al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que estaba a treinta pasos de allí;
D’Artagnan no se había equivocado: aquellos dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la muerte del joven sería cargada en la cuenta del enemigo.
Cuando estuvieron a diez pasos de él, D’Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.
Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel hombre, serían acusados por él;
Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban con qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido por una bala que le destrozó el hombro.
la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a atravesar el muslo del asesino que cayó.
-Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y se puede alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.
él tiene incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo que he oído decir.
-Bueno, en buena hora -dijo el joven riendo- estima que valgo algo: cien luises.
-exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.
así que no más retrasos ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado…
D’Artagnan cogíó el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.
Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.
El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D’Artagnan se compadecíó y mirándolo con desprecio:
-Pues bien -dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un cobarde como tú: quédate iré yo.
Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D’Artagnan llegó hasta el segundo soldado.
Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D’Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo que el enemigo hacía fuego.
Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.
D’Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.
Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados formaban la herencia del muerto.
Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abríó ávidamente la cartera.
En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido a buscar con riesgo de su vida:
«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre;
si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.»
Por consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al herido.
Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.
Entonces el joven estremecíéndose, comprendíó qué terrible sed de venganza empujaba a aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la corte, puesto que lo había descubierto todo.
Mas, en medio de todo esto, comprendíó, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión.
Así quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.
Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y un convento no era inconquistable.
Se volvíó hacia el herido que seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendíó el brazo:
-Sí -dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera para hacer que me cuelguen?
El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador;
El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte de sus cuatro compañeros.
Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.
Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de D’Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido.
En efecto, D’Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.
Tras las noticias casi desesperadas del rey, el rumor de su convalecencia comenzaba a esparcirse por el campamento;
y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se decía que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en camino.
En este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado en su mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a arriesgar una gran empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde asediaban constantemente la ciudadela Saint-Martín y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban La Rochelle.
D’Artagnan, como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro pasado, y cuando el peligro parecíó desvanecido, sólo le quedaba una inquietud, la de no tener noticia alguna de sus amigos.
Pero una mañana a principios del mes de Noviembre, todo quedó explicado por esta carta, datada en Villeroi:
Los señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa y haberse divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del castillo, hombre muy rígido, los ha acuartelado algunos días;
he cumplido las órdenes que me dieron de enviar doce botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con su vino favorito.
Y D’Artagnan corríó a casa de dos guardias con los que había hecho más amistad que con los demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de llegar de Villeroi.
Al volver, D’Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias, recomendando que se las guardasen con cuidado;
luego, el día de la celebración, como la comida estaba fijada para la hora del mediodía, D’Artagnan envió a las nueve a Planchet para prepararlo todo.
a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo, llamado Fourreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D’Artagnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D’Artagnan le había salvado la vida.
Llegada la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los platos en la mesa.
Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las botellas, y Brisemont, tal era el nombre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal el vino que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino.
La primera botella estaba algo turbia hacia el final: de este vino Brisemont vertíó los posos en su vaso, y D’Artagnan le permitíó beberlo;
Los convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios cuando de pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf;
al punto, creyendo que se trataba de algún ataque imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre sus espadas;
En efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos etapas, y llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de tropa;
D’Artagnan, formando calle con su compañia, saludó con gesto expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo reconocíó al instante.
-D’Artagnan -preguntó Aramis en tono de reproche-, ¿cómo habéis podido creer que habíamos organizado un alboroto?…
Los primero que sorprendíó la vista de D’Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont tendido en el suelo y retorcíéndose en medio de atroces convulsiones.
pero era evidente que cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la agonía.
-Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso..
-Por el Evangelio -exclamó D’Artagnan precipitándose hacia el moribundo-, os juro que ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como vos.
-murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.
grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre nosotros.
-Señores -dijo D’Artagnan dirigíéndose a los guardias-, comprenderéis que un festín semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir;
Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D’Artagnan y, comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.
Cuando el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de una forma que quería decir que todos comprendían la gravedad de la situación.
Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.
El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente.
-Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz de su crimen.
-Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza -dijo Athos-, y que hay que salir de esta situación.
si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro rabioso.
-El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre;
¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del miserable muerto, que estaba en un convento?
-Parece que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante -dijo en voz baja Athos-;
-Pero, pensando en ello -dijo Athos-, ¿no pretendéis querido D’Artagnan que ha sido la reina quien le ha escogido el convento?
Y con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se separaron con la promesa de volverse a ver aquella misma noche;
D’Artagnan volvíó a los Mínimos, y los tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer preparar su alojamiento.
Apenas llegado al campamento, el rey, que tenía tanta prisa por encontrarse frente al enemigo y que, con mejor derecho que el cardenal, compartía su odio contra Buckingham, quiso hacer todos los preparativos, primero para
pero el cardenal, que temía que Bassompierre, hugonote en el fondo del corazón, acosase débilmente a ingleses y rochelleses, sus hermanos de religión, apoyaba por el contrario al duque de Angulema, a quien el rey, a instigación suya, había nombrado teniente general.
De ello resultó que, so pena de ver a los señores de Bassompierre y Schomberg abandonar el ejército, se vieron obligados a dar a cada uno un mando particular;
Finalmente, el alojamiento del cardenal estaba en las dunas, en el puente de La Pierre en una simple casa sin ningún atrincheramiento.
La coyuntura era favorable: los ingleses, que ante todo necesitan buenos víveres para ser buenos soldados, al no comer más que carnes saladas y mal pan, tenían muchos enfermos en su campamento;
además el mar, muy malo en aquella época del año en todas las costas del Océano, estropeaba todos los días algún pequeño navío;
y con cada marea la playa, desde la punta del Aiguillon hasta la trinchera, se cubría literalmente de restos de pinazas, de troncos de roble y de falúas;
de lo cual resultaba que, aunque las gentes del rey se mantuviesen en su campamento, era evidente que un día a otro Buckingham, que sólo permanecía en la isla de Ré por obstinación, se vena obligado a levantar el sitio.
Pero como el señor de Toiras hizo decir que en el campamento enemigo se preparaba todo par un nuevo asalto, el rey juzgó que había que terminar y dio las órdenes necesarias para un ataque decisivo.
No siendo nuestra intención hacer un diario de asedio, sino por el contrario contar sólo los sucesos que tienen que ver con la historia que contamos, nos contentaremos con decir en dos palabras que la empresa tuvo éxito para gran asombro del rey y a la mayor gloria del señor cardenal.
Los ingleses, rechazados paso a paso, batidos en todos los encuentros, aplastados al pasar por la isla de Loix, se vieron obligados a embarcar de nuevo, dejando en el campo de batalla dos mil hombres, entre ellos cinco coroneles, tres tenientes coroneles, doscientos cincuenta capitanes y veinte gentileshombres de calidad, cuatro piezas de cañón y sesenta banderas, que fueron llevadas a París por Claude de Saint-Simón y colgadas con gran pompa en las bóvedas de Notre-Dame.
El cardenal quedó, pues, dueño de proseguir el asedio sin tener, al menos momentáneamente, nada que temer de parte de los ingleses.
Un enviado del duque de Buckingham, llamado Montaigu, había sido capturado, y se le había encontrado la prueba de una liga entre el Imperio, España, Inglaterra y Lorena.
Además, en el alojamiento de Buckingham, que se había visto obligado a abandonar más precipitadamente de lo que habría creído, se habían encontrado papeles que confirmaban aquella liga y que, por lo que afirma el señor cardenal en sus Memorias, comprometían mucho a la señora de Chevreuse y por consiguiente a la reina.
por eso todos los recursos de su vasto ingenio estaban tensos día y noche, y ocupados en escuchar el menor rumor que se alzara en uno de los grandes reinos de Europa.
la política española y la política austríaca tenían sus representantes en el gabinete del Louvre, donde aún no tenían más que partidarios;
El rey, que pese a obedecerlo como un niño, lo odiaba como un niño odia a su maestro, lo abandonaba a las venganzas reunidas de Monsieur y de la reina;
Por eso se vieron correos, a cada instante más numerosos, sucederse día y noche en aquella casita del puente de La Pierre, donde el cardenal había establecido su residencia.
Eran monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían sobre todo a la Iglesia militante;
mujeres algo molestas en sus trajes de pajes, y cuyos largos calzones no podían disimilar por entero las formas redondeadas;
en fin, campesinos de manos ennegrecidas pero de pierna fina, y que olían a hombre de calidad a una legua a la redonda.
Luego otras visitas menos agradables, porque dos o tres veces corríó el rumor de que el cardenal había estado a punto de ser asesinado.
Cierto que los enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en campaña a asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar represalias;
Lo cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más encarnizados detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al duque de Angulema órdenes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey como para ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se deja-se entrar en su casa.
Por su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran severamente controlados y llevaban una vida alegre.
Y esto les era tanto más fácil, sobre todo a nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obténían fácilmente de él el llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con permisos particulares.
Pero una noche en que D’Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido acompañarlos, Athos, Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla, envueltos en capas de guerra y con una mano sobre la culata de sus pistolas, volvían los tres de una cantina que Athos había descubierto dos días antes en el camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier-Rouge, siguiendo el camino que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por temor a una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar, creyeron oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos;
Al cabo de un instante, y cuando precisamente salía la luna de una nube, vieron aparecer en una vuelta del camino dos caballeros que al divisarlos se detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su ruta o volver atrás.
Esta duda proporciónó algunas sospechas a los tres amigos y Athos, dando algunos pasos hacia adelante, gritó con su firme voz:
Los tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres estaban ahora convencidos de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que ellos;
Uno de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez pasos por delante de su compañero;
-repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma que dejaba el rostro al descubierto.
-Estos tres mosqueteros nos seguirán -dijo en voz baja-, no quiero que se sepa que he salido del campamento, y siguiéndonos estaré mos más seguros de que no lo dirán a nadie.
sé que no sois completamente amigos míos y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales gentileshombres y que se puede fiar de vosotros.
pues, el honor de acompañarme, vos y vuestros amigos, y entonces tendré una escolta como para dar envidia a Su Majestad si nos lo encontramos.
-Pues bien, por mi honor -dijo Athos-, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos con ella: hemos encontrado en el camino caras horribles, a incluso con cuatro de esas caras hemos tenido una querella en el Colombier-Rouge.
porque podría enterarse por otras personas distintas a nosotros y creer, por la falsa relación, que estamos en falta.
-Pues mi amigo Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo cual no le impedirá, como Vuestra Eminencie podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra Excelencia ordena h escalada.
-Yo, Monseñor -dijo Athos-, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he agarrado al que me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana.
-Yo, Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado a uno de esos bergantes un golpe que, según creo, le ha partido el hombro.
-Yo, Monseñor, como soy de temperamento dulce y como además, cosa que igual no sabe Monseñor, estoy a punto de tomar el hábito, quería separarme de mis camaradas cuando uno de aquellos miserables me dio traidoramente una estocada de través en el brazo úquierdo.
Entonces me faltó paciencia, saqué la espada a mi vez, y, cuando volvía a la carga, creo haber notado que al arrojarse sobre mí se había atravesado el cuerpo;
-Aquellos miserables estaban borrachos -dijo Athos-, y sabiendo que había una mujer que había llegado por la noche a la taberna querían forzar la puerta.
-Por eso no dudo de lo que me decís, señor Athos, no lo dudo ni un solo instante, pero -añadió para cambiar de
Los tres mosqueteros pasaron tras el cardenal, que se envolvíó de nuevo el rostro con su capa y echó su caballo a andar manteniéndose a ocho o diez pasos por delante de sus acompañantes.
sin duda el hostelero sabía qué ilustre visitante esperaba, y por consiguiente había despedido a los importunos.
Diez pasos antes de llegar a la puerta, el cardenal hizo seña a su escudero y a los tres mosqueteros de detenerse.
Un hombre envuelto en una capa salíó al punto y cambió algunas rápidas palabras con el cardenal, tras lo cual volvíó a subir a caballo y partíó en la dirección de Surgères, que era también la de París.
-Me habéis dicho la verdad, gentileshombres -dijo dirigíéndose a los tres mosqueteros-.
el cardenal arrojó la brida de su caballo a las manos de su escudero y los tres mosqueteros ataron las bridas de los suyos a los postigos.
-¿Tenéis alguna habitación en la planta baja donde estos señore puedan esperarme junto a un buen fuego?
El hostelero abríó la puerta de una gran sala, en la que precisament acababan de reemplazar una mala estufa por una gran chimenea excelente.
Y mientras los tres mosqueteros entraban en la habitación de la planta baja, el cardenal, sin pedir informes más amplios, subíó la escaler como hombre que no necesita que le indiquen el camino.
Era evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco y aventurero, nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien a quien el cardenal honraba con su proteción particular.
luego, viendo que ninguna de las respuesta que podía hacer su inteligencia era satisfactoria, Porthos llamó al hotelero y pidió los dados.
Al reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la estufa roto por la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y cada vez que pasaba y volvía a pasar, de un murmullo de palabras que terminó por centrar su atención.
Athos se acercó y distinguíó algunas palabras que sin duda le parecieron merecer un interés tan grande que hizo seña a sus compañeros de callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la altura del orificio interior.
-Un pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera en la desembocadura del Charente, en el fuerte de La Pointe: se hará a la vela mañana por la mañana.
y como quiero seguir mereciendo la confianza de Vuestra Eminencia, dignaos expónérmela en términos claros y precisos para que no cometa ningún error.
era evidente que el cardenal media por adelantado los términos en que iba a hablar y que Milady reunía todas sus facultades intelectuales para comprender las cosas que él iba a decir y grabarlas en su memoria cuando estuviesen dichas.
Athos aprovechó ese momento para decir a sus dos compañeros que cerraran la puerta por dentro y para hacerles seña de que vinieran a escuchar con él.
-Haré observar a Su Eminencia -dijo Milady- que, desde el asunto de los herretes de diamantes, que el duque siempre sospechó obra mía, Su Gracia desconfía de mí.
-Esta vez -dijo el cardenal- no se trata de captar su confianza, sino de presentarse franca y lealmente a él como negociadora.
-Iréis en busca de Buckingham de parte mía, y le diréis que sé todos los preparativos que hace, pero que apenas me preocupo por ello, dado que, al primer movimiento que haga, pierdo a la reina.
-Por supuesto, y le diréis que publico el informe de Bois-Robert y del marqués de Beutru sobre la entrevista que el duque tuvo en casa de la señora condestable con la reina, la noche en que la señora condestable dio una fiesta de máscaras;
le diréis, para que no dude de nada, que el fue vestido de Gran Mogol, traje que debía llevar el caballero de Guisa, y que compró a este último mediante la suma de tres mil pistolas.
-Todos los detalles de su entrada en el Louvre y de su salida, durante la noche en que se introdujo en Palacio con el traje de decidor de la buenaventura italiano, me son conocidos;
le diréis, para que tampoco dude de la autenticidad de mis informes, que tenía bajo su capa un gran traje blanco sembrado de lágrimas negras, de calaveras y de huesos en forma de aspa;
porque en caso de sorpresa, debía hacerse pasar por el fantasma de la Dama blanca que, como todo el mundo sabe, vuelve al Louvre cada vez que va a ocurrir algún gran suceso.
-Decidle que también sé todos los detalles de la aventura de Amiens, que haré escribir una novelita, ingeniosamente disfrazada, con un plano del jardín y los retratos de los principales actores de aquella escena nocturna.
-Decidle además que tengo en mi poder a Montaigu, está en la Bastilla, que no le han sorprendido ninguna carta encima, es cierto, pero que la tortura puede hacerle decir lo que sabe, a incluso…
-En fin, añadid que Su Gracia, en la precipitación que puso al dejar la isla de Ré, olvidó en su alojamiento cierta carta de la señora de Chevreuse que compromete especialmente a la reina, en la que ella demuestra no sólo que Su Majestad puede amar a los enemigos del rey, sino que incluso conspira con los de Francia.
-Pero -replicó aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador- ¿si pese a todas estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a Francia?
-El duque está enamorado como un loco, o mejor, como un necio -contestó Richelieu con profunda amargura-;
Si sabe que esta guerra puede costarle el honor y quizá la libertad de la dama de sus pensamientos, como él dice, os respondo de que se lo pensará dos veces.
-Sin embargo -dijo Milady con una persistencia que probaba que quería ver claro hasta el fin en la misión de que iba a encargarse-, sin embargo, ¿si persiste?
-Si Su Eminencia quisiera citarme alguno de esos acontecimientos en la historia -dijo Milady quizá comparta yo su confianza en el futuro.
Pues bien, mirad, por ejemplo –dijo Richelieu-, cuando en 1610, por un motivo más o menos parecido al que hace conmoverse al duque, el rey Enrique IV, de gloriosa memoria, iba a invadir a la vez Flandes y Italia para golpear a un mismo tiempo a Austria por dos lados, ¿no ocurríó entonces un acontecimiento que salvó a Austria?
-En todo tiempo y en todos los países, sobre todo si esos países están divididos por la religión, habrá fanáticos que no pedirán otra cola que convertirse en mártires.
-Pues que -continuó el cardenal con un sire indiferente- por el momento no se trataría, por ejemplo, sino de buscar una mujer hermosa, joven, hábil, que tuviera que vengarse del duque.
Tal mujer puede encontrarse: el duque es hombre de aventuras galantes y si ha sembrado muchos amores con sus promesas de constancia eterna, ha debido sembrar muchos odios también por sus continuas infidelidades.
sólo digo que si yo me llamara señorita de Montpensier, o reina María de Médicis, tomaría menos precauciones de las que tomo por llamarme simplemente lady Clarick.
-Vuestra Eminencia tiene razón -dijo Milady-, y soy yo quien está equivocada al ver en la misión con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a Su Gracia, de parte de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con ayuda de los cuales ha conseguido acercarse a la reina durante la fiesta dada por la señora condestable;
que tenéis pruebas de la entrevista concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano que no es otro que el duque de Buckingham;
que habéis encargado una novelita, de las más ingeniosas, sobre la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa aventura ocurríó y retratos de los actores que figuraron en ella;
que Montaigu está en la Bastilla, y que la tortura puede hacerle decir cosas que recuerde, incluso cosas que habría olvidado;
finalmente, que vos poseéis cierta carta de la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que compromete de modo singular, no sólo a quien la escribíó, sino que incluso a aquella en cuyo nombre fue escrita.
Luego, si pese a todo esto persiste, como es a lo que acabo de decir a lo que se limita mi misión, no tendré más que rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia.
-Pues ahora -dijo Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto a ella-, ahora que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus enemigos, ¿monseñor me permitirá decirle dos palabras de los míos?
-Es decir, estaba allí -prosiguió Milady-, pero la reina ha sorprendido una orden del rey, con ayuda de la cual la ha hecho llevar a un convento.
¡Ah, diantre -continuó-, si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil me es desembarazarme de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por lo que pedís vos la impunidad!…
pero tengo el deseo de seros agradable y no veo ningún inconveniente en daros lo que pedís respecto a una criatura tan ínfima;
Se hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en buscar los términos en que debía escribirse el billete, o incluso si debía escribirlo.
Athos, que no había perdido una palabra de la conversación, cogíó a cada uno de sus compañeros por una mano y los llevó al otro extremo de la habitación.
-No esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como explorador porque algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar que el camino no era seguro;
En cuanto a Athos, salíó sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los de sus amigos a los molinetes de los postigos, convencíó con cuatro palabras al escudero de la necesidad de una vanguardia Para el regreso, inspecciónó con afectación el fulminante de sus pistolas, se puso la espada en los dientes y siguió, como hijo pródigo, la ruta que llevaba al campamento.
abríó la puerta de la habitación en que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando una encarnizada partida de dados con Aramis.
-Monseñor -respondíó Porthos-, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro hostelero, que le han hecho creer que la ruta no era segura.
Un poco más lejos, un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la sombra: aquellos dos hombres eran los que debían conducir a Milady al fuerte de La Pointe y velar por su embarque.
El cardenal hizo un gesto aprobador y emprendíó la ruta, rodéándose de las mismas precauciones que había tomado al partir.
mas una vez fuera de la vista, había lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una veintena de pasos, al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa;
una vez reconocidos los sombreros bordados de sus compañeros y la franja dorada de la capa del señor cardenal, esperó a que los caballeros hubieran doblado el recodo del camino, y habiéndoles perdido de vista, volvíó al galope al albergue que se le abríó sin dificultad.
Athos aprovechó el permiso, subíó la escalera con su paso más ligero, llegó a la meseta y a través de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su sombrero.
Athos estaba de pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubríéndole hasta los ojos.
-Sí, Milady -respondíó Athos-, el conde de La Fère en persona, que vuelve directamente del otro mundo para tener el placer de veros.
A estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un gemido sordo.
-Sí, el infierno os ha resucitado -prosiguió Athos-, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro;
uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea más devoradora a veces que un recuerdo.
-Quiero deciros que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de vista.
-Puedo contar día por día vuestras acciones, desde vuestra entrada al servicio del cardenal hasta esta noche.
sois vos quien, enamorada de De Wardes, y creyendo pasar la noche con él, habéis abierto vuestra puerta al señor D’Artagnan;
sois vos quien, cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido hacerlo matar por dos asesinos que enviasteis en su persecución;
sois vos quien, viendo que las balas habían fallado su tiro, habéis enviado vino envenenado con una carta falsa para hacer creer a vuestra víctima que aquel vino venía de sus amigos;
sois vos, en fin, quien en esta habitación, y sentada en la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el compromiso de hacer asesinar al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que él os ha hecho de dejaros asesinar a D’Artagnan.
-Quizá -dijo Athos-, pero en cualquier caso, escuchad bien esto: asesinéis o hagáis asesinar al duque de Buckingham, poco importa;
Pero no toquéis con la punta de los dedos ni un solo pelo de D’Artagnan, que es un fiel amigo a quien amo y a quien defiendo, a os juro por la cabeza de mi padre que el crimen que hayáis cometido será el último.
Athos fue arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella criatura, que no tenía nada de mujer, le traía recuerdos terribles;
pensó que un día, en una situación menos peligrosa que aquella en que se encontraba, había ya querido sacrificarla a su honor;
su deseo de crimen le volvíó quemándole y lo invadíó como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su cintura, sacó de él una pistola y la armó.
Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más que un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de una bestia fiera;
pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la imagen espantosa del terror.
Athos alzó lentamente su pistola, extendíó el brazo de manera que el arma tocase casi la frente de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema de una inflexible resolución:
-Señora -dijo-, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi alma que os salto la tapa de los sesos.
Athos cogíó el papel, volvíó a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó:
Richelieu» -Y ahora -dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la cabeza-, ahora que lo he amancado los dientes, víbora, muerde si puedes.
-Señores -dijo- la orden de Monseñor, ya lo sabéises conducir a esa mujer, sin perder tiempo, al fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a bordo.
Como estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido, inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.
sólo que, en lugar de seguir la ruta, tomó campo a través, picando con vigor a su caballo y deniéndose de vez en cuando para escuchar.
Entonces echó una nueva camera, restregó a su caballo con los brezales y las hojas de los árboles y vino a situarse de través en el camino, a doscientos pasos del campamento aproximadamente.
Al decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró a la derecha seguido de su escudero;
Y los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su acuartelamiento, excepto para dar la contraseña a los centinelas.
Sólo que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser relevado de trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los mosqueteros.
Por otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los hombres que la esperaban, no puso ninguna dificultad en seguirlos;
por un instante había tenido ganas de hacerse llevar ante el cardenal y contarle todo, pero una revelación por su parte llevaba a una revelación por parte de Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que ella estaba marcada;
pensó que más valía guardar silencio, partir discretamente, cumplir con su habilidad ordinaria la difícil misión de que se había encargado y luego, una vez cumplido todo a satisfacción del cardenal, ir a reclamar su venganza.
Por consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba en el fuerte de La Pointe, a las ocho había embarcado y a las nueve el navío, que con la patente de corso del cardenal se supónía en franquía para Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a Inglaterra.
Al llegar donde sus tres amigos, D’Artagnan los encontró reunidos en la misma habitación: Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía sus oraciones en un encantador librito de horas encuadernado en terciopelo azul.
en caso contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme descansar después de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión.
-Dicen -replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura- que el dique que ha hecho construir el señor cardenal lo echa a alta mar.
D’Artagnan, que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía inmediatamente en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las circunstancias eran graves, cogíó el brazo de Athos y salíó con él sin decir nada;
los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del huésped, no debían ser molestados.
acababan de tocar diana, todos sacudían el sueño de la noche, y para disipar el aire húmedo de la mañana venían a beber la copita a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos-ligeros se sucedíar con una rapidez que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, perc que cumplía muy mal las miras de los cuatro amigos.
-En efecto -dijo un caballo-ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un vaso de aguardiente que degustaba con lentitud-;
en efecto, esta noche estabais de trinchera, señores guardias, y me parece que andado en dimes y diretes con los rochelleses.
incluso hemos metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al estallar ha hecho una hermosa brecha;
-exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la lengua alemana, había tomado la costumbre de jurar en francés.
-Pero es probable -dijo el caballo-ligero- que esta mañana envíen avanzadillas para poner las cosas en su sitio en el bastión.
-Esperad -dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos que sosténían el fuego de la chimenea-, estoy con vosotros.
Hostelero maldito, una grasera en seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable ave.
-Tiene razón -dijo el suizo-, la grasa zuya, es muy fuena gon gonfituras.
-Pues bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros -dijo Athosa que mis tres compañeros, los señores Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint-Gervais y que estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para desalojarnos.
-Pero -dijo D’Artagnan inclínándose al oído de Athos- vas a hacernos matar sin misericordia.
El cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo con la cabeza una señal de que aceptaba la proposición.
Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en un rincón y le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas traídas.
Grimaud comprendíó al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogíó la cesta, empaquetó las viandas, uníó a ello botellas y cogíó la cesta al brazo.
El hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se recuperó deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino de Champagne.
-Señor de Busigny -dijo Athos-, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís poner el mío con el vuestro?
-De acuerdo, señor -dijo el caballo-ligero sacando del bolsillo del chaleco un hermoso reloj rodeado de diamantes-;
Y saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el camino del bastión Saint-Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la obediencia pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en preguntarlo.
además eran seguidos por los curiosos que, conociendo la apuesta hecha, querían saber cómo saldrían de ella.
Pero una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno campo, D’Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento de pedir una explicación.
-Porque tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco minutos en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que saludan, que se pegan a la mesa;
-Me parece -dijo D’Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se aliaba en él a una bravura excesiva-, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar apartado en las dunas, a orillas del mar.
-Donde se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un cuarto de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos consejo.
-No hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde un pez no pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir de su madriguera, y creo que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal.
Más vale, pues, seguir nuestra empresa, ante la cual por otra parte ya no podemos retroceder sin ver-güenza;
hemos hecho una apuesta, una apuesta que no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión.
-No me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce cartuchos y un cebador.
-D’Artagnan ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y otros tantos rochelleses.
Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez de cuatro mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de disparos.
porque al ver que se continuaba caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón de su traje.
Athos cogíó de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la oreja de Grimaud.
Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es que había pasado de la retaguardia a la vanguardia.
Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento, y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto apostante.
Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra que llegó hasta ellos.
Como Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos tanto franceses como rochelleses.
-Señores -dijo Athos, que había tomado el mando de la expedición-, mientras Grimaud pone la mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos;
-Podríamos de todos modos echarlos en el foso -dijo Porthos-, después de habernos asegurado que no tienen nada en sus bolsillos.
Athos respondíó, siempre por gestos, que estaba bien a indicó a Grimaud una especie de atalaya donde éste comprendíó que debía quedarse de centinela.
Sólo que para suavizar el aburrimiento de la guardia, Athos le permitíó llevar un pan, dos chuletas y una botella de vino.
aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas personas allá abajo, como podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante.
¡Canalla de hostelero -exclamó-, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos vamos a dejar coger!
Sí -continuó-, una mujer encantadora que ha tenido bondades con nuestro amigo D’Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.
-Entonces -dijo D’Artagnan dejando caer su brazo con desaliento- es inútil seguir luchando más tiempo;
Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener que vérnoslas con un número de personas mucho mayor.
Considerando la gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por favor.
-Bueno, aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un vaso de vino a tu salud, D’Artagnan.
Luego, tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente, cogíó el primer fusil que había a mano y se acercó a una tronera.
Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado tranquilos.
-¡A fe -dijo Aramis- confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres diablos de burgueses!
Pero Athos no hizo caso alguno del aviso, y subíéndose a la brecha con el fusil en una mano y el sombrero en la otra:
-Señores -dijo dirigíéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su aparición se deténían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y saludándolos cortésmente-, señores, algunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión.
por tanto, os rogamos que, si tenéis algo que hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado nuestra comida, o que volváis más tarde;
a menos que tengáis el saludable deseo de dejar el partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de Francia.
En efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas vinieron a estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.
Cuatro disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban mejor dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los trabajadores fue herido.
una segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron muertos, el resto de la tropa huyó.
Y los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de batalla, recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier;
y convencidos de que los huidos no se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los trofeos de la victoria.
Ahora que habéis terminado, Grimaud -continuó Athos-, tomad el espontón de nuestro brigadier, atadle una servilleta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebeldes de los rochelleses vean que tienen que vérselas con valientes y leales soldados del rey.
Y Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la que acababa de trasvasar hasta la última gota a su vaso.
-Y sobre todo unas buenas sillas -añadió Porthos, que en aquel momento mismo llevaba en su capa el galón de la suya.
pero por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D’Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
-Pues probablemente -dijo despreocupado Athos- va a escribir al cardenal que un maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto;
el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana hará detener a D’Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle compañía a la Bastilla.
-¿Sabéis -dijo Porthos- que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más críMenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín?
-Pero puesto que la teníais -dijo Porthos-, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado, colgado?
la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía faltan diez minutos para que pase la hora.
-Es muy simple -respondíó Athos-:tan pronto como el enemigo esté al alcance del mosquete, nosotros hacemos fuego;
si lo que quede de la tropa quiere todavía subir al asalto, dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza ese lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.
Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el cardenal, que se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro lado.
Entonces los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual precisión.
Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los rochelleses continuaban avanzando a paso de carrera.
una última descarga los acogíó, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la brecha.
Y los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el cañón de sus fusiles un enorme lienzo de muro que se inclínó como si el viento lo arrastrase, y desprendíéndose de su base cayó con horrible estruendo en el foso;
En efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de sangre, huían por el camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la tropilla.
Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
-Yo le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis: yo no soy fuerte en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ell a sin que sospeche de mí y, cuando encuetre una ocasión, la estrangulo.
-No lo rechazo del todo -dijo Athos-, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que él no puede abandonar el campamento;
que dos horas después de que el mensajero haya partido, todos los capuchinos, todos los alguaciles, todos los bonetes negros del cardenal sabrán vuestra carta de memoria, y que vos y vuestra hábil persona seréis detenidos.
-Sin contar -objetó Porthos- que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en modo alguno nos salvará a nosotros.
Me siento en vena, y resistiría ante un ejército con tal de que hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de botellas.
-Grimaud -dijo Athos señalando a los muertos que yacían en el bastión-, vais a coger a estos señores, vais a enderezarlos contra la muralla, vais a ponerles su sombrero en la cabeza y su fusil en la mano.
-Esa Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuñado, según creo que me habéis dicho D’Artagnan.
-A fe -replicó Athos- que pedís demasiado, D’Artagnan, os he dado lo que tenía y os prevengo que es el fondo de mi bolso.
-En efecto -dijo Porthos-, si nosotros no podemos ausentarnos del campamento, nuestros lacayos pueden dejarlo.
Los cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes estaban despejadas.
Grimaud hizo seña de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las actitudes más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de echárselas a la cara, los otros con la espada en la mano.
Mirad cómo los puntos negros y los puntos rojos crecen visiblemente, y yo soy de la opinión de D’Artagnan: creo que no tenemos tiempo que perder para ganar nuestro campamento.
sólo que como los rochellese habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego terrible sobre aquel hombre que, como por placer, iba a exponerse a los disparos.
Pero se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su persona: las balas pasaron silbando a su alrededor y ninguna lo tocó.
Athos agitó su estandarte volvíéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y saludando a las del campamento.
Pero Athos continuó caminando majestuosamente por más observaciones que le hicieran sus compañeros, los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos por el suyo.
Por su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanzaban gritos de entusiasmo.
Finalmente una nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a estrellarse sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar lúgubremente en sus orejas.
Ya lo hemos dicho, Athos amaba a D’Artagnan como a su hijo, y aquel carácter sombrío a inflexible tenía a veces por el joven solicitudes de padre.
-Pues yo pienso -dijo Aramis ruborizándose- que, al no venir su anillo de una amante, y por consiguiente al no ser una prenda de amor, D’Artagnan puede venderlo.
La descarga de fusilería continuaba, pero los amigos estaban fuera del alcance, y los rochelleses no disparaban más que por descargo de conciencia.
más de dos mil personas habían asistido, como a un espectáculo a la feliz fanfarronada de los cuatro amigos fanfarronada cuyo verdadero motivo estaban muy lejos de sospechar.
El señor de Busigny había venido el primero a estrechar la mano de Athos y a reconocer que la apuesta estaba perdida.
El dragón y el suizo lo habían seguido, todos los compañeros habían seguido al dragón y al suizo.
Aquello eran felicitaciones, apretones de manos, abrazos que no terminaban, risas inextinguibles a propósito de los rochelleses;
finalmente, un tumulto tan grande que el señor cardenal creyó que había motín y envió a La Houdinière, su capitán de los guardias, a informarse de o que pasaba.
-Y bien, Monseñor -dijo éste-,son tres mosqueteros y un guardia que han apostado con el señor de Busigny a que iban a desayunar al bastión Saint-Gervais, y mientras desayunaban han resistido allí al enemigo, y han matado no sé cuántos rochelleses.
Aquella noche misma, el cardenal habló al señor de Tréville de la hazaña de la mañana, que era la comidilla de todo el campamento.
El señor de Tréville, que conocía el relato de la aventura de la boca misma de los héroes, la volvíó a contar con todos sus detalles a Su Eminencia, sin olvidar el episodio de la servilleta.
-Está bien, señor de Tréville -dijo el cardenal-, hacedme llegar esa servilleta, os lo ruego.
Haré bordar en ella tres flores de lis de oro, y la daré por guión de vuestra compañía.
no es justo que, dado que esos cuatro valientes militares se quieren tanto, no sirvan en la misma compañía.
Aquella misma noche, el señor de Tréville anunció esta buena noticia a los tres mosqueteros y a D’Artagnan, invitando a los cuatro a almorzar al día siguiente.
-¡A fe -dijo D’Artagnan a Athos- que has tenido una idea victoriosa y que, como dijiste, hemos conseguido con ella gloria y hemos podido trabar una conversación de la mayor importancia!
-Que podemos proseguir ahora sin que nadie sospeche, porque, con la ayuda de Dios, en adelante vamos a pasar por cardenalistas.
Aquella misma noche D’Artagnan fue a presentar sun respetos al señor Des Essarts y a participarle el ascenso que había obtenido.
El señor den Essarts, que quería mucho a D’Artagnan, le ofrecíó entonces sun servicios: aquel cambio de cuerpo traía consign gastos de equipamiento.
pero, parecíéndole buena la ocasión, le rogó hacer estimar el diamante, que le entregó y que deseaba convertir en dinero.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, el criado del señor Des Essarts entró en el alojamiento de D’Artagnan y le entregó una bolsa de oro conteniendo siete mil libras.
como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema, había hecho el doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D’Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a Milady como una nube sombría en el horizonte.
Cada cual ofrecíó el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo hablaba cuando su amo le descosía la boca;
Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria;
finalmente, D’Artagnan tenía fe completa en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el espinoso asunto de Boulogne.
Estas cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos discursos, que no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.
-Por desgracia -dijo Athos-, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí solo las cuatro cualidades juntas.
-Señores -dijo Aramis-, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el más discreto, el rnás fuerte, el más diestro o el más bravo;
Añadid a su adhesión natural una buena suma que le proporcione algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis dos.
Os equivocaréis de todos modos -dijo Athos, que era optimista cuando se trataba de las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres-.
-Las intrigas y los secretos de Estado -continuó D’Artagnan haciendo caso a la recomendación- no hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados vivos!;
-Pues entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el que se os salvó la
vida?» -Mi querido D’Artagnan -dijo Athos-, no seréis nunca otra cosa que un mal redactor: «¡En que se os salvó la vida!H ¡Quita de ahli Eso no es digno.
-Pues bien, sea -dijo D’Artagnan-, redactadnos esa nota, Aramis, pero, ¡por San Pedro!, hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.
-No pido otra cosa -dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí mismo-;
por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era una bribona, yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el cardenal.
Esto es lo que tengo que decir -prosiguió D’Artagnan-: «Milord, vuestra cuñada es una criminal, que quiso haceros matar para heredaros.
-Esta vez -prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio D’Artagnan nos ha dado un programa excelente, y eso es lo primero que hay que escribir.
El mismo señor canciller se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin embargo, el señor canciller redacta muy tranquilamente un atestado.
En efecto, Aramis cogíó la pluma, reflexiónó algunos instantes, se puso a escribir ocho o diez líneas de una encantadora y diminuta escritura de mujer, y luego, con voz dulce y lenta, como si cada palabre hubiera sido sopesada escrupulosamente, leyó lo que sigue:
«Milord: La persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el honor de cruzar la espada con vos en un pequeño cercado de la calle d’Enfer.
Como luego tuvisteis a bien declararos varias veces amigo de esta persona, ésta os debe agradecer esa amistad con un buen aviso.
Dos veces habéis estado a punto de ser víctima de un pariente próximo a quien creéis vuestro heredero, porque ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra estaba ya casada en Francia.
Mas como el criado que partirá podría hacernos creer que ha estado en Londres y detenerse en Chátellerault, démosle sólo con la carta la mitad de la suma, prometíéndole la otra mitad a cambio de la respuesta.
Aramis volvíó a tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribíó las siguientes líneas, que sometíó al instante mismo a la aprobación de sus amigos:
«Mi querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de Francia y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los rebeldes heréticos de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota inglesa no llegue siquiera a la vista de la plaza;
me atrevería a decir incluso que estoy seguro de que el señor de Buckingham se verá impedido de partir por algún gran acontecimiento.
Su Eminencia es el político más ilustre de los tiempos pasados, del tiempo presente y probablemente de los tiempos futuros.
Pues bien, como cuenta con entrar en la iglesia al tiempo que yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en cardenal: comprenderéis que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará prender o, si es prendido, sufrirá el martirio antes que hablar.
ahora bien, Planchet tiene buena memoria y, os respondo de ello, si puede suponer una venganza posible, antes se dejará romper la crisma que renunciar a ella.
Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if you please y my máster lord D’Artagnan;
-En ese caso -dijo Athos-, es preciso que Planchet reciba setecientas libras para ir y setecientas libras para volver, y Bazin, trescientas libras para ir y trescientas para volver;
nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como bien nos parezca, y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos extraordinarios o para las necesidades comunes.
está acostumbrado a mis modales, y me quedo con él, el día de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.
-Ahora -continuó dirigíéndose a Planchet- tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter, tienes otros ocho para volver aquí;
si al dieciseisavo día de tu partida, a las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco minutos.
Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a tu amo, que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti.
Pero piensa también que si por tu culpa le ocurre alguna desgracia a D’Artagnan, te encontraré donde sea y será para abrirte el vientre.
-Y yo -continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa-, piensa que te quemo a fuego lento como un salvaje.
no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido a las amenanzas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente unidos.
Quedó decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que, como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria.
Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D’Artagnan, que en el fondo sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.
-Escucha -le dijo-, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leído, le dirás: «Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.» Pero esto, Planchet, es tan grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este secreto, y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.
Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la posta, Planchet partíó al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían hecho los mosqueteros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.
Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como fácilmente se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha.
Sus jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y de olfatear los correos que llegaban.
Por otra parte, tenían que guardarse de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.
La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su costumbre, entró en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo según el acuerdo fijado:
Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha;
Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin ortografía.
-preguntó el suizo, que estaba a punto de hablar con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.
Nada de nada -dijo Aramis-, una costurerita encantadora a la que amaba mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.
Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que hubieran podido nacer, leyó en alta voz:
Pero como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte de la inquietud que aguijoneaba a los cuatro ami gos.
Los días de la espera son largos, y D’Artagnan sobre todo hubieri apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas.
El decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en D’Artagnan y sus dos amigos que no podían quedarse er su sitio, y vagaban como sombras por el camino por el que debía volver Planchet.
-Realmente -les decía Athos- no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan gran miedo.
¿De sér decapitados: Pero si todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponernos a algo peor que eso, porque una bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más cortándonos el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza.
dentro de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí: ha prometido estar aquí, y yo tengo grandísima fe ear las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy valiente.
Puede haberse caído del caballo, puede haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber corrido tan deprisa que haya cogido una fluxión de pecho.
Athos se estremecíó, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su vez con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.
Sin embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó;
-Queréis decir que hemos perdido -dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su bolsillo y arrojándolas sobre la mesa-.
Pero he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una sombra, cuya forma es familiar a D’Artagnan, y que una voz muy conocida le dice:
Planchet, sois un muchacho de palabra, y si alguna vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a mi servicio.
D’Artagnan tenía grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a la partida;
pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena calle, pareciese extraordinaria a algún transeúnte, y se contuvo.
Por fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se manténía en la puerta para que los cuatro amigos no fueran sorprendidos, D’Artagnan, con una mano temblorosa, rompíó el sello y abríó la carta tan esperada.
Conténía media línea de una escritura completamente británica y de una concisión completamente espartana: «Thank you, be easy.»
Athos tomó la carta de manos de D’Artagnan, la aproximó a la lámpara, la prendíó fuego y no la soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.
-Ahora, muchacho, puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa con un billete como éste.
Fatalidad Entretanto Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona a la que embarcan, había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la costa, porque no podía hacerse a la idea de que había sido insultada por D’Artagnan amenazada por Athos y que abandonaba Francia sin vengarse de ellos.
Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para ella que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán arrojarla junto a la costa;
mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posición, colocado entre los cruceros franceses a ingleses como el murciélago entre las ratas y los pájaros, tenía mucha prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehúsó obstinadamente obedecer a lo que tomaba por un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido recomendada particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest;
Nueve días después de la salida de Charente, Milady, completamente pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del Finisterre.
Calculó que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo menos tres días;
añadid esos cuatro días a los otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos acontecimientos importantes podían pasar en Londres.
Pen»dudablemente que el cardenal estaría furioso por su regreso y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían contra ella que las acusaciones que ella lanzarfa contra los otros.
Toda la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes bajeles recientemente terminados acababan de ser lanzados al mar;
de pie sobre la escollera engalanado de oro, deslumbrante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro adornado con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hombro, se vela a Buckingham rodeado de un estado mayor casi tan brillante como él.
El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte empurpurando a la vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las tomes y las viejas casas de la ciudad un último rayo de oro que hacía centellear los cristales como el reflejo de un incendio.
Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la tierra, al contemplar todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el poderío de aquel ejército que ella debía combatir sola -ella mujer- con algunas bolsas de oro, se comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campamento de los Asirios y cuando vio la masa enorme de carros, de caballos, de hombres y de armas que un gesto de su mano debía disipar como una nube de humo.
Entraron en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter formidablemente armado se aproximó al navío mercante declarándose guardacostas, a hizo echar al mar su bote, que se dirigíó hacia la escala.
El oficial se entretuvo algunos instantes con el patrón, le hizo leer un papel de que era portador y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y pasajeros, fue llevada al puente.
Cuando concluyó aquella especie de pase de lista, el official preguntó en voz alta del punto de partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las preguntas el capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad.
Entonces el official comenzó a pasar revista de todas las personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado, pero sin dirigirle una sola palabra.
y como si fuera a él a quien en adelante el navío debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al punto.
Entonces el navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con borda -a su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones;
mientras, la barca seguía la estela del navío, débil punto junto a la enorme masa.
Durante el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había devorado por su parte con la mirada.
Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de ojos de llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar, esta vez encontró un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubrimiento siguió a su investigación.
El official, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años;
su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que cabezonería;
una frente algo huidiza, como conviene a los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro.
La bruma espesaba aún más la oscuridad y formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso.
El official se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendíéndole su mano.
-¿Quién sois, señor -preguntó ella-, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan particularmente de mí?
-Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a tierra?
-Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los extranjeros sean conducidos a una hostería designada a fin de que queden bajo la vigilancia del gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.
-Pero yo no soy extranjera, señor -dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de Porstmouth a Manchester-, me llamo lady Clarick, y esta medida…
Y aceptando la mano del official, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le esperaba el bote.
El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el official la hizo sentar sobre la capa y se sentó junto a ella.
Los ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo golpe, y el bote parecíó volar sobre la superficie del agua.
El oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la caja, y, concluida esta operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la portezuela.
Al punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de indicarle su destino, el cochero partíó al galope y se metíó por las calles de la ciudad.
por eso, al ver que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se acodó en un ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presentaan a su espíritu.
Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se inclínó hacia la portezuela para ver adónde se la conducía.
Milady miró al oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y que raramente dejaban de causar su efecto;
el oficial se inclínó, la miró a su vez y parecíó sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto casi repelente.
-En nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un enemigo al que debo atribuir la violencia que se me hace.
-No se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una medida totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en Inglaterra.
Había tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady quedó tranquilizada.
Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de hierro que cerraba
un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y aislado.
Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido que reconocíó por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa escarpada.
El coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y cuadrado;
casi al punto la portezuela del coche se abríó, el joven saltó ágilmente a tierra y presentó su mano a Milady, que se apoyó en ella y descendíó a su vez con bastante calma.
-Lo cierto es -dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven oficial con la más graciosa sonrisa- que estoy prisionera;
pero sacando de su cintura un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres en los navíos de guerra, silbó tres veces, con tres modulaciones diferentes;
entonces aparecieron varios hombres, desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.
Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y entró con él bajo una puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una escalera de piedra que giraba en torno de una arista de piedra;
luego se detu-vieron ante una puerta maciza que, tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a Milady.
Era una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y muy severo para una habitación de hombre libre;
sin embargo, los barrotes en las ventanas y los cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión.
Por un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en las fuentes más vigorosas, la abandonó;
cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la cabeza y esperando a cada instante ver entrar a un juez para interrogarla.
Pero nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las cajas, los depositaron en un rincón y se retiraron sin decir nada.
El oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente le había visto Milady, sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con un gesto de su mano o a un toque de silbato.
Se hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no existía o resultaba inútil.
-En nombre del cielo, señor -exclamó-, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa?
-Esa persona, helá aquí, señora -dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose en actitud de respeto y sumisión.
Estaba sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus dedos.
y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de luz proyectado por la lámpara, Milady retrocedía involuntariamente.
-Sí, hermosa dama -respondíó lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés, mitad irónico-, yo mismo.
Luego, volvíéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas órdenes: -Está bien -dijo-, gracias;
Durante el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y acercar un asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundíó su mirada en las profundidades de la posibilidad, y descubríó toda la trama que ni siquiera había podido entrever mientras ignoró en qué manos había caído.
tilhombre, cabal cazador, jugador intrépido, emprendedor con las mujeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose de intriga.
Athos le había dicho algunas palabras que probaban que la conversación que había mantenido con el cardenal había caído en oídos extraños;
pero Buckingham era incapaz de entregarse a ningún exceso contra una mujer, sobre todo si supónía que aquella mujer había actuado movida por un sentimiento de celos.
Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en manos de su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un enemigo directo a inteligente.
-Sí, hablemos, hermano mío -dijo ella con una especie de jovialidad, decidida como estaba a sacar de la conversación, pese al disimulo que pudiera aportar a ella lord de Winter, las aclaraciones que necesitaba para regular su conducta futura.
-¿Os habéis, pues, decidido a volver a Inglaterra -dijo lord de Winter-, a pesar de la resolución que tan a menudo me manifestasteis en París de no volver a poner los pies sobre territorio de Gran Bretaña?
-Ante todo -dijo ella-, decidme cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar prevenidos de antemano no sólo de mi llegada, sino aun del día, de la hora y del puerto al que llegaba.
Lord de Winter adoptó la misma táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada la empleaba, ésa debía ser la buena.
-Pero si vengo a veros -prosiguió Milady, sin saber cuánto agravaba, con esta respuesta, las sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D’Artagnan, y queriendo sólo captar la benevolencia de su oyente con una mentira.
Por mucho que fuera el poder que tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir estremecerse, y como al pronunciar las últimas palabras que había dicho, lord de Winter había puesto la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le escapó.
La primera idea que vino al espíritu de Milady fue que había sido traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa aversión interesada cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada;
récordó también la salida furiosa a imprudente que había hecho contra D’Artagnan cuando había salvado la vida de su cuñado.
Yo me entero de ese deseo, o mejor, sospecho que lo sentís, y a fin de ahorraros todas las molestias de una llegada nocturna a un puerto, todas las fatigas de un desembarco, envío a uno de mis oficiales a vuestro encuentro;
pongo un coche a sus órdenes y él os trae aquí, a este castillo, del que soy gobernador, al que vengo todos los días, y en el que, para que nuestro doble deseo de veros quede satisfecho, os hago preparar una habitación.
-Sin embargo es la cosa más simple, querida hermana: ¿no habéis visto que el capitán de vuestro pequeño navío había enviado por delante, al entrar en la rada, para obtener su entrada al puerto, un pequeño bote portador de su libro de corredera y de su registro de tripulación?
Mi corazón me ha dicho lo que acababa de confiarme vuestra boca, es decir, el motivo por el que os expóníais a los peligros de un mar tan peligroso o al menos tan fatigante en este momento, y he enviado mi cúter a vuestro encuentro.
Vos venís de un país donde deben ocuparse mucho de él, y sé que su armamento contra Francia preocupa mucho a vuestro amigo el cardenal.
pero ya volveremos a milord duque más tarde, no nos apartemos del giro sentimental que la conversación había tomado.
Por lo demás, si lo habéis olvidado, como aún vive podría escribirle y él me haría llegar informes a este respecto.
-O mejor, me insultáis -continuó ella apretando con sus manos crispadas los dos brazos del sillón y alzándose sobre sus muñecas.
-exclamó Milady, y, como movida por un resorte, saltó sobre el barón, que la esperó impasible, pero, sin embargo, con una mano sobre la guarda de su espada.
Sé que tenéis costumbre de asesinar a las personas, pero yo me defenderé, os lo prevengo, aunque sea contra vos.
además tendría mi excusa: mi mano no sería la primers mano de hombre que sería puesta sobre vos, según imagino.
Y el barón indicó con un gesto lento y acusador el hombro izquierdo de Milady, que casi tocó con el dedo.
Milady lanzó un rugido sordo y retrocedíó hasta el ángulo de la habitación como una pantera que quiere acularse para abalanzarse.
aquí no hay procuradores que arreglen de antemano las sucesiones, no hay caballero errante que venga a buscarme pelea por la hermosa dama que retengo prisionera, sino que tengo completamente dispuestos jueces que dispondrán de una mujer lo bastante desvergonzada para venir a deslizarse, bígama, en el lecho de lord de Winter, mi hermano mayor, y estos jueces, os lo advierto, os enviarán a un verdugo que os pondrán los dos hombros parejos.
Los ojos de Milady lanzaban tales destellos que, aunque él fuera hombre y armado ante una mujer desarmada, sintió el frío del miedo deslizarse hasta el fondo de su alma;
-Sí, comprendo, después de haber heredado de mi hermano, os habría sido dulce heredar de mí;
pero, sabedlo de antemano, podéis matarme o hacerme matar, mis precauciones están tomadas, ni un penique de cuanto poseo pasará a vuestras manos.
¿No sois lo bastante rica, vos, que poseéis cerca de un millón, y no podéis deteneros en vuestro camino fatal si no hacéis el mal más que por el goce infinito y supremo de hacerlo?
Mirad: os aseguro que si la memoria de mi hermano no fuera sagrada iríais a pudriros en un calabozo del Estado o a saciar en Tyburn la curiosidad de los marineros;
pero la víspera de mi partida vendrá a recogeros un bajel, que yo veré partir y que os conducirá a nuestras colonias del Sur;
y estad tranquila, os uniré un compañero que os levantará la tapa de los sesos a la primera tentativa que arriesguéis por volver a Inglaterra, o al continente.
-Sí, pero hasta entonces -continuó lord de Winter- permaneceréis en este castillo: los muros son espesos, las puertas son fuertes, los barrotes son sólidos;
los hombres de mi séquito, que me son fieles en la vida y en la muerte, montan guardia en torno a esta habitación, y vigilan todos los pasajes que conducen al patio;
si os matan, la justicia inglesa tendrá, como espero, alguna obligación conmigo por haberle ahorrado la tarea.
Viéndose adivinada, Milady se hundíó las uñas en la carne para domar todo movimiento que pudiera dar a su fisonomía una significación cualquiera distinta a la de la angustia.
-El oficial que manda aquí en mi ausencia -ya lo habéis visto y lo conocéis- sabe, como veis, observar una consigna, porque, os conozco, vos no habéis venido desde Portsmouth aquí sin haber tratado de hablarle.
Entre los dos personajes se hizo un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido de un paso lento y regular que se acercaba;
al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse una forma humana, y el joven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se detuvo en el umbral, esperando las órdenes del barón.
-Ahora -dijo el barón-, mirad a esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las seducciones de la tierra;
pues bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de tantos críMenes como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales;
su voz habla en su favor, su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo paga lo que ha prometido, es justicia que hay que hacerle;
Yo os he sacado de la miseria, Felton, os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez, ya sabéis en qué ocasión;
pues bien, os hago llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío, guárdame y sobre todo guárdate de esta mujer;
-Milord -dijo el joven oficial, cargando su mirada pura de todo el odio que pudo encontrar en su corazón-, milord, os juro que se hará como deseáis.
Milady recibíó aquella mirada como víctima resignada: era imposible ver una expresión más sumisa y más dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro.
Un instante después se oía en el corredor el paso pesado de un soldado de marina que hacía de centinela, el hacha a la cintura y el mosquete en la mano.
luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una expresión formidable de amenaza y desafío, corríó a escuchar a la puerta, miró por la ventana y volviendo a enterrarse en un amplio sillón, pensó.
Oficial Entre tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni siquiera enfadosa y amenazadora.
Aunque La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las precauciones tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podía durar mucho tiempo todavía;
y era una gran afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no tenía, por cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de Bassompierre, que estaba malquistado con el duque de Angulema.
La ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de motín para rendirse;
Por su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban a Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses.
El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en todos sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no le impedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a París, de suerte que, si hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se habría encontrado en muchos apuros.
No obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que se había cogido era portador de una carta.
pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos rendiremos», añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos muerto todos de hambre cuando llegue».
Era evidente que si un día se enteraban con certeza de que no había que contar ya con Buckingham, con la esperanza caería su valor.
El cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían anunciar que Buckingham no vendría.
El tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el consejo real, había sido descartado siempre;
en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable, pues el cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en este encuentro, en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado de sesenta años impreso en la política, y el cardenal era en aquella época lo que hoy se denomina un hombre de progreso.
En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o cuatro mil hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San Bartolomé en 1572;
y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada repugnaba al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los generales sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el hambre.
El cardenal no podía apartar de su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible emisaria, porque también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan pronto serpiente como león.
En cualquier caso la conocía lo bastante como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía inmóvil sin grandes impedimentos.
Por lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer esas cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir;
y sentía que por una causa o por otra, esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al peligro que la amenazaba.
Resolvíó, por tanto, hacer la guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito extraño más que como se espera una suerte afortunada.
mientras tanto, puso los ojos sobre aquella desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y, acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor político como él era predecesor de Robespierre, murmuró esta máxima del compadre de Tristán: «Dividir para reinar.»
el cardenal hizo arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta, egoísta y bárbara era la conducta de sus jefes;
adoptaban la máxima, porque también ellos tenían máximas, de que poco importaba que las mujeres, los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus murallas siguiesen fuertes y con buena salud.
Hasta entonces, bien por adhesión, bien por impotencia para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmene adoptada, pasaba, sin embargo, de la teoría a la práctica;
Los billetes recordaban a los hombres que aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se dejaba morir eran sus hijos, sus esposas y sus padres;
que sería más justo que todos fueran reducidos a la miseria común, a fin de que una misma posición hiciera adoptar resoluciones unánimes.
Estos billetes causaron todo el efecto que podía esperar quien los había escrito, dado que decidieron a un gran número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el ejército real.
Pero en el momento en que el cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por haberlo puesto en práctica, un habitante de La Rochelle, que había podido pasar a través de las líneas reales, Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre, de Schomberg y del duque de Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un ha-bitante de La Rochelle, decíamos, entró en la ciudad procedente de Porstmouth y diciendo que había visto una flota magnífica dispuesta a hacerse a la vela antes de ocho días.
Además, Buckingham anunciaba al alcalde que por fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser invadido a la vez por los ejércitos ingleses, im-periales y españoles.
Esta carta fue leída públicamente en todas las plazas, se pegaron copias en las esquinas de las calles y los mismos que habían comenzado a iniciar las negociaciones las interrumpieron, resueltos a esperar este socorro tan pomposamente anunciado.
Esta circunstancia inesperada devolvíó a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo forzó a pesar suyo a volver nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.
Durante este tiempo, libre de las inquietudes de su único y verdadero jefe, el ejército real llevaba una existencia alegre;
Coger espías y colgarlos, hacer expediciones audaces sobre el dique o por el mar, imaginar locuras, ponerlas en práctica, tal era el pasatiempo que hacía encontrar cortos al ejército aquellos días tan largos no sólo para los rochelleses roídos por el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los bloqueaba con tanto ardor.
A veces, cuando el cardenal, siempre cabalgando como el último gendarme del ejército, paseaba su mirada pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban por orden suya los ingenieros que había hecho venir de todos los rincones de Francia, encontraba algún mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él, lo miraba de forma singular y al no reconocerlo por uno de nuestros compañeros, dejaba it hacia otra parte su mirada profunda y su vasto pensamiento.
Cierto día en que, roído por un hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con la ciudad, sin nuevas de Inglaterra, el cardenal había salido sin más objeto que salir, acompañado solamente de Cahusac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y mezclando la inmensidad de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso de su caballo a una colina desde cuya altura percibíó detrás de un seto, tumbados sobre la arena y tomando de paso uno de esos rayos de sol tan raros en esa época del año, a siete hombres rodeados de botellas vacías.
Por otro lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su tristeza excitaban la alegría de los extraños.
Haciendo seña a La Houdinière y a Cahusac de detenerse, descendíó de su caballo y se aproximó a aquellos reidores sospechosos, esperando que con la ayuda de la arena que apagaba sus pasos, y del seto que ocultaba su marcha, podría oír algunas palabras de aquella conversación que tan interesante parecía;
a diez pasos del seto solamente reconocíó el parloteo gascón de D’Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres eran mosqueteros, no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban los inseparables, es decir, Athos, Porthos y Aramis.
pero aún no había podido coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito sonoro y breve lo hizo estremecerse y atrajo la atención de los mosqueteros.
-Habláis en mi opinión de forma rara -dijo Athos alzándose sobre un codo y fascinando a Grimaud con su mirada resplandeciente.
Por eso Grimaud no añadió ni una palabra, contentándose con tener el dedo índice en la dirección del seto y denunciando con este gesto al cardenal y a su escolta.
-Monseñor -respondíó Athos, porque en medio del terror general sólo él había conservado aquella calma y aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca-, Monseñor, los mosqueteros, cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado, beben y juegan a los dados, y son oficiales muy superiores para sus lacayos.
-Su Eminencia ve, sin embargo, que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos habríamos expuesto a dejarle pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud por la gracia que nos ha hecho de reunirnos.
D’Artagnan -continuó Athos-, vos que hace un momento pedíais esta ocasión de expresar vuestra gratitud a Mon-señor, helá aquí, aprovechadla.
Estas palabras fueron pronunciadas con aquella flema imperturbable que distinguía a Athos en las horas de peligro, y con aquella excesiva cortesía que hacía de él en ciertos momentos un rey más majestuoso que los reyes de nacimiento.
D’Artagnan se acercó y balbuceó algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la mirada ensombrecida del cardenal.
-No importa, señores -continuó el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado de su intención primera por el incidente que Athos había suscitado-;
no importa, señores, no me gusta que simples soldados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo privilegiado, hagan de esta forma los grandes señores, y la disciplina es la misma para ellos que para todo el mundo.
Athos dejó al cardenal acabar completamente su frase e, inclínándose en señal de asentimiento, replicó a su vez:
Si somos lo bastante afortunados para que Su Eminencia tenga alguna orden particular que darnos, estamos dis-puestos a obedecerle.
Monseñor ve -continuó Athos frunciendo el ceño porque aquella especie de interrogatorio comenzaba a impacientarlo- que, para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras armas.
Y señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que estaban las camas y los dados.
-Tenga a bien Vuestra Eminencia creer -añadió D’Amagnan- que nos habríamos dirigido a su encuentro si hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan pequeña compañía.
Quizá se encontraría en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera leer en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto venir.
-Monseñor -dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar esta respuesta-, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marión de Lorme, ni señorita D’Aiguillon.
El cardenal se volvíó pálido como la muerte, un destello leonado salíó de sus ojos;
Athos vio el movimiento: dio un páso hacia los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como hombres poco dispuestos a dejarse detener.
pero como no lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta.
Los cuatro jóvenes, de pie a inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra hasta que hubo desaparecido.
Todos tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia comprendían que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.
-Estaba totalmente resuelto -dijo Aramis con su voz más aflautada-: si hubiera exigido que le fuera entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la otra le habría pasado mi espada a través del cuerpo.
-En tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta de su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.
Aramis sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se reunieron de nuevo junto a la damajuana.
«Querido primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho entrar a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas;
esa pobre muchacha está resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en peligro la salvación de su alma.
Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá junto a aquellos a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en ella.
mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión.
Adiós, mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es decir, cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad.
-dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin tener en aquella época la reputación que tiene hoy, no por eso la merecía menos-.
-Para castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel;
Grimaud sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el borde, trituró el papel y lo tragó.
Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser mudo era menos expresivo.
-Y ahora -dijo Athos-, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el vientre de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
La volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo hemos dejado, ahondando un abismo de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la esperanza;
En dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y traicionada, y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor para combatirla contra lo que ha fracasado: D’Artagnan la ha vencido a ella, esa invencible potencia del mal.
El la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fracasar en su ambición, y ahora la pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida.
D’Artagnan ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la tempestad con que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina.
Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en blanco con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada de las manos, y es D’Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo Botany-Bay, a algún Tyburn infame del océano Indico.
Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los destellos de sus rugidos sordos, que a veces escapan con su respiración del fondo de su pecho, acompañan perfectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse, como una desesperación eterna a impotente, contra las ro-cas sobre las cuales está construido ese castillo sombrío y orgulloso!
¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera tormentosa hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, sobre todo, contra D’Artagnan, magníficos proyectos de venganza, perdidos en las lejanías del futuro!
Sí, pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que horadar un muro, desempotrar los barrotes, agujerear el suelo;
empresas todas estas que puede llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las irritaciones febriles de una mujer.
Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses, años, y ella…, ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible carcelero.
¿Por qué, pues, el cielo se ha equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y delicado?
Por eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia que no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza.
Pero poco a poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos nerviosos que han agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está replegada sobre sí misma como una serpiente fatigada que reposa.
estaba loca al dejarme llevar así -dice hundiendo en el espejo, que refleja en sus ojos su mirada brillante, por la que parece interrogarse a sí misma-.
quizá si usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más débiles aún que yo, y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no soy para ellos más que una mujer.
Entonces, como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su fisonomía tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la cólera que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa.
Luego sus cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las ondulaciones que creyó que podían ayudar a los encantos de su rostro.
La prisionera no quiso perder tiempo, y resolvíó hacer, desde aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el terreno estudiando el carácter de las personas a las que su custodia estaba confiada.
Milady, que se había levantado, se lanzó vivamente sobre su sillón, la cabeza echada hacia atrás, sus hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo sus encajes chafados, una mano sobre el corazón y la otra colgando.
Esta doble orden que dio a los mismos individuos el joven teniente probó a Milady que sus servidores eran los mismos hombres que sus guardianes, es decir soldados.
Las órdenes de Felton eran ejecutadas por los demás con una silenciosa rapidez que daba buena idea del floreciente estado en que manténía la disciplina.
-Pero, mi teniente -dijo un soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado a Milady-, esta mujer no duerme.
-Tenéis razón -dijo Felton tras haber mirado a Milady desde el lugar en que se encontraba, sin dar un paso hacia ella-;
id a avisar a lord de Winter que su prisionera está desvanecida porque no sé qué hacer: el caso no estaba previsto.
El soldado salíó para cumplir las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un sillón que por azar se encontraba junto a la puerta y esperó sin decir una palabra, sin hacer un gesto.
Milady poseía ese gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a través de sus largas pestañas sin dar la impresión de abrir los párpados: vislumbró a Felton que le daba la espalda, continuó mirándolo durante diez minutos aproximadamente, y durante esos diez minutos el impasible guardián no se volvíó ni una sola vez.
Pensó entonces que lord de Winter iba a venir a dar, con su presencia, nueva fuerza a su carcelero: su primera prueba estaba perdida, adoptó su partido como mujer que cuenta con sus recursos;
-murmuró con aquella voz armoniosa que, semejante a la de las encantadoras antiguas, encantaba a todos a quienes quería perder.
Y al enderezarse en su sillón adoptó una posición más graciosa y más abandonada aún que la que tenía cuando estaba tumbada.
-Seréis servida de este modo tres veces al día, señora -dijo-: por la mañana, a las nueve;
Si no os va bien, podéis indicar vuestras horas en lugar de las que os propongo, y en este punto obraremos conforme a vuestros deseos.
-Se ha avisado a una mujer de los alrededores, mañana estará en el castillo, y vendrá siempre que deseéis su presencia.
En el momento en que iba a franquear el umbral lord de Winter aparecíó en el corredor, seguido del soldado que había ido a llavarle la nueva del desvanecimiento de Milady.
Demonios, Felton, hijo mío, ¿no has visto que te tomaba por un novicio y que representaba para ti el primer acto de una comedia cuyos desarrollos tendremos sin duda el placer de seguir?
pero como la prisionera es mujer después de todo, he querido tener los miramientos que todo hombre bien nacido debe a una mujer, si no por ella, al menos por uno mismo.
-O sea -prosiguió de Winter riendo-, esos hermosos cabellos sabiamente esparcidos, esa piel blanca y esa lánguida mirada, ¿no te han seducido aún, corazón de piedra?
-No, milord -respondíó el impasible joven-, y creedme, se necesita algo más que tejemanejes y coqueterías de mujer para corromperme.
-En tal caso, mi bravo teniente, dejemos a Milady buscar otra cosa y vayamos a cenar.
¡Ah!, tranquilízate, tiene la imaginación fecunda, y el segundo acto de la comedia no tardará en seguir al primero.
estáte tranquilo pobre monje frustrado, pobre soldado convertido, que te has cortado el uniforme de un hábito.
-A propósito -prosiguió de Winter deteniéndose en el umbral de la puerta-, no es preciso, Milady, que este fracaso os quite el apetito.
Me llevo bastante bien con mi cocinero, y como no tiene que heredar de mí, tengo en él plena y total confianza.
Era cuanto Milady podía soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus dientes rechinaron sordamente, sus ojos siguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord de Winter y Felton;
Si te hubiera escuchado, el cuchillo habría sido puntiagudo y de acero: entonces se acabó Felton, te habría degollado y después de ti a todo el mundo.
En efecto, Milady empuñaba aún el arma ofensiva en su mano crispada, pero estas últimas palabras, este supremo insulto, destensaron sus manos, sus fuerzas y hasta su voluntad.
-Tenéis razón, milord -dijo Felton con un acento de profundo disgusto que resonó hasta en el fondo del corazón de Milady-, tenéis razón y soy yo el que estaba equivocado.
Pero esta vez Milady prestó oído más atento que la primera vez, y oyó alejarse sus pasos y apagarse en el fondo del corredor.
-Estoy perdida -murmuró-, heme aquí en poder de gentes sobre las que no tendré más ascendiente que sobre estatuas de bronce o granito;
En efecto, como indicaba esta última reflexión, ese retorno instintivo a la esperanza, en aquella alma profunda el temor y los sentimientos débiles no flotaban demasiado tiempo.
Milady se sentó a la mesa, comíó de varios platos, bebíó un poco de vino español, y sintió que le volvía toda su resolución.
Antes de acostarse ya había comentado, analizado, mirado por todas su facetas, examinado desde todos los puntos de vista las palabras, los pasos, los gestos, los signos y hasta el silencio de sus carceleros, y de este estudio profundo, hábil y sabio, había resultado que Felton era, en conjunto, el más vulnerable de sus dos perseguidores.
quien la hubiera visto durmiendo la habría supuesto una muchacha soñando con la corona de flores que debía poner sobre su frente en la próxima fiesta.
Milady soñaba que por fin tenía a D’Artagnan, que asistía a su suplicio, y era la vista de su sangre odiosa corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora sonrisa sobre sus labios.
Felton estaba en el corredor: traía la mujer de que había hablado la víspera y que acababa de llegar;
Milady reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más se redoblaría la vigilancia de lord de Winter;
además, el médico podría declarar que la enfermedad era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la segunda.
-Entonces -dijo Felton impacientado-, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis seguir.
-Sin embargo, señora -dijo Felton-, si sufrís realmente se enviará a buscar un médico, y si nos engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no tendremos nada que reprocharnos.
pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se fundíó en lágrimas y estalló en sollozos.
-Creo que empiezo a verlo claro -murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose bajo las sábanas para ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción interior.
y ella había pensado que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería a ver a Felton.
Felton reaparecíó y, sin prestar atención a si Milady había tocado o no la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que ordinariamente traían completamente servida.
Milady, tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una virgen santa esperando el martirio.
-Lord de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y de las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día el ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el ritual.
Ante la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady, ante el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa con que las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al oficial.
Entonces, en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella frente pulida como el mármol, pero dura a impenetrable como él, reconocíó a uno de esos sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey Jacobo como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Bartolomé, venían a veces a buscar refugio.
Tuvo, pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las reciben en las grandes crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su vida.
Estas dos palabras: vuestra misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en efecto, toda la importancia de la respuesta que iba a dar.
Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó completamente formulada a sus labios:
-dijo con un acento de desdén, puesto al unísonó con aquel que había observado en la voz del joven oficial-, yo, señor, ¿mi misa?
-preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.
-Lo diré -exclamó Milady con exaltación fingida- el día en que haya sufrido lo suficiente por mi fe.
La mirada de Felton descubríó a Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse con esta sola frase.
Sin embargo, el joven oficial permanecíó mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.
-Estoy en manos de mis enemigos -prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía familiar a los puritanos-.
Y en cuanto a ese libro -añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto-, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.
Felton no respondíó, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había manifestado y se retiró pensativo.
-Parece – dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo indolentemente sus pies sobre el hogar-, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.
-Explicaos, milord -prosiguió la prisionera con majestad-, porque os declaro que oigo vuestras palabras pero que no las comprendo.
-Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros críMenes darían fe de ella.
-Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor -respondíó fríamente Milady-, y porque queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.
trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su segundo marido, un puritano de los más austeros.
continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le parecíó que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que parecía escuchar.
Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comíó poco y no bebíó más que agua.
Una hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no acompañaba a los soldados.
Se volvíó hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola sonrisa la habría denunciado.
Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:
Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido en piedra.
le parecíó que los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a dulcificar el corazón de sus carceleros.
Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celoso católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:
Vuestra canción es triste como un De profundis, y si además de estar de guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.
Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la seducción que el demonio había puesto en ella:
Aquella voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a inculta de estos salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados raramente encontraban en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos los recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres hebreos en el horno:
Esta estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de sembrar el desorden en el corazón del joven oficial;
abríó bruscamente la puerta y Milady lo vio aparecer pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi extraviados.
-Perdón, señor -dijo Milady con dulzura-, olvidaba que mis cantos no son de recibo en esta casa.
pero ha sido sin querer, os lo juro, perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es involuntaria.
Milady estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal expresión a su semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante sólo creía oír.
Y el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady hundía su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.
-Me callaré -dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz, con toda la resignación que pudo impnmir a su porte.
Y a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su severidad para con la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.
Había que retenerlo, o mejor, era preciso que se quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía conducirla a este resultado.
Porque Milady lo sabía de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la gama de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje celeste.
Y, sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba prevenido, y esto contra el menor azar.
Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus palabras, hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración, que se podía interpretar como un suspiro.
En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico a quien se acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de ocupar.
Permanecer muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que hicieran contraste con su resignación, tal era su proyecto.
pero sus labios se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y salíó.
Hacía un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que ilumina pero no calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.
de buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde como la esmeralda;
querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano, tenderme una de esas buenas emboscadas que tan bien sabéis combinar.
Dentro de cuatro días os será permitida la orilla, os será abierto el mar, más abierto de lo que quisierais, porque dentro de cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.
En el momento en que salía, una mirada penetrante se coló por la puerta entreabierta, y ella vislumbró a Felton que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por ella.
Sólo entonces fingíó ella oír el ruido de los pasos de Felton y, alzándose rápida como el pensamiento, se ruborizó como si tuviera vergüenza de haber sido sorprendida de rodillas.
-¿Pensáis acaso, señora -respondíó Felton con su misma voz grave, aunque con un acento más dulce- que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador?
sea el que fuere el crimen que haya cometido, un culpable a los pies de Dios me parece sagrado.
-Si estuvierais condenada, si fuerais mártir -respondíó Felton-, razón de más para rezar, y yo mismo os ayudaría con mis plegarias.
mirad, no puedo resistir por más tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la lucha y confesar mi fe;
Os engañan, señor, pero no se trata de esto, no os pido más que una gracia, y si me la concedéis, os bendeciré en este mundo y en el otro.
-Si habéis merecido esa vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay que sufrirla ofrecíéndola a Dios.
-Mas -exclamó Milady con un increíble acento de verdad-, ¿no sois, pues, su cómplice, no sabéis, pues, que él me destina a una vergüenza que todos los castigos de la tierra no podrían igualar en horror?
Felton no hacía sino expresar respecto al duque el sentimiento de execración que todos los ingleses habían consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el concusionario, el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente Satán.
Cuando os suplico enviar a ese hombre el castigo que le es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino que es la liberación de todo un pueblo lo que imploro.
«Por fin me pregunta», se dijo a sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber llegado tan pronto a tan gran resultado.
Felton sintió sin duda en sí mismo que su fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta;
Sed bueno, sed clemente, escuchad mi ruego: ese cuchillo que la fatal prudencia del barón me ha quitado, porque sabe el uso que quiero hacer de él.
-¡He dicho señor -murmuró Milady bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el suelo-, he dicho mi secreto!
-¡Oh!, ni una palabra -dijo con voz concentrada-, ni una palabra de cuanto os he dicho a ese hombre, o estoy perdida, y seréis vos, vos…
Luego, como los pasos se acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída, apoyando con un gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton.
Lord de Winter pasó ante la puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que se alejaban.
luego, cuando el ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de un sueño, y se precipitó fuera de la habitación.
-dijo Milady escuchando a su vez el ruido de los pasos de Felton, que se alejaban en dirección opuesta a los de lord de Winter-.
-Si le habla al barón -dijo-, estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que no me mataré, me pondrá delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran desesperación no era más que un juego.
-Señor -le dijo Milady-, ¿vuestra presencia es un accesorio obligado de mi cautividad, o podríais ahorrarme ese aumento de torturas que causan vuestras visitas?
¿No me anunciasteis sentimentalmente, con esa linda boca tan cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a vuestro gusto, goce cuya privación, según decíais, sentíais tanto que lo arriesgasteis todo por eso: mareo, tempestad, cautividad?
nunca en toda su vida quizá aquella mujer, que había experimentado tantas emociones potentes y opuestas, había sentido latir su corazón tan violentamente.
-Mirad -le dijo-, quería mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado y que en adelante os servirá de número de orden en la vida que consiento en dejaros.
creyó que la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter había adelantado su partida;
En su mente todo lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se dio cuenta de que la orden no estaba adornada con ninguna firma.
pasado mañana volverá firmada por su puño y adornada con su sello, y veinticuatro horas después, y de eso yo soy quien os responde, recibirá su principio de ejecución.
explicaos con franqueza: aunque mi nombre, o mejor el nombre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto, correré el riesgo del escándalo en un proceso público con tal de estar seguro de que al mismo tiempo me veré libre de vos.
Al punto oyó pasos más ligeros que los del centinela que venían del fondo del corredor y que se deténían ante su puerta.
Mas, aunque su voz dulce, plena y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que nunca, la puerta permanecíó cerrada.
En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un pequeño postigo, le parecíó a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes del joven;
Sólo que instantes después de que ella terminara su canto religioso, Milady creyó oír un profundo suspiro;
Al día siguiente, cuando Felton entró en la habitación de Milady, la encontró de pie, subida sobre un sillón, teniendo entre sus manos una cuerda tejida con la ayuda de algunos pañuelos de batista desgarrados en tiras trenzadas unas con otras atadas cabo con cabo;
al ruido que Felton hizo al abrir la puerta, lady saltó con presteza al pie de su sillón, y trató de ocultar tras ella aquella cuerda improvisada que sosténía en la mano.
El joven estaba aún más pálido que de costumbre, y sus ojos enrojecidos por el insomnio indicaban que había pasado una noche febril.
Avanzó lantamente hacia Milady, que se había sentado, y cogiendo un cabo de la trenza asesina que por descuido, o adrede quizá, ella había dejado ver:
Felton dirigíó los ojos hacia el punto del muro de la habitación ante el que había encontrado a Milady de pie sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza divisó un gancho dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los uniformes, bien las armas.
voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a acabar la obra fatal que alimentáis en vuestro espíritu;
-Cuando Dios ve a una de esas criaturas injustamente perseguida, colocada entre el suicidio y el deshonor, creedme, señor, -respondíó Milady con un tono de profunda convicción-, Dios le perdona el suicidio;
Y con tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no se os exigirá más y quizá incluso tengáis recompensa doble.
-Pero ¿qué os he hecho yo -dijo Felton trastornado- para que me carguéis con semejante responsabilidad ante los hombres y ante Dios?
Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos de aquí, señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces -añadió él con un suspiro- haréis lo que queráis.
-O sea -exclamó Milady como si no pudiera resistir a una santa indignación-, vos, un hombre piadoso, vos a quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser inquietado por mi muerte.
-¿Creéis que el día del jucio final Dios separará los verdugos ciegos de los jueces inicuos?
Vos no queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi alma.
-Pero, os lo repito -prosiguió Felton transtornado-, ningún peligro os amenaza, y yo respondo por lord de Winter como de mí mismo.
-exclamó Milady- Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre cuando los más sabios, cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos mismos, y que se coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil y más desdichada.
-Imposible, señora, imposible -murmuró Felton, que en el fondo de su corazón sentía la justicia de este argumento-;
-Sí -exclamó Milady-, pero perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el honor, Felton, y seréis vos, vos, a quien yo haré responsable ante Dios y ante los hombres de mi vergüenza y de mi infamia.
Esta vez Felton, por más impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a la influencia secreta que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la más cándida visión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora, sufrir a la vez el ascendiente del dolor y de la belleza, era demasiado para un vi-sionario, era demasiado para un cerebro minado por los sueños ardientes de la fe extática, era demasiado para un corazón corroído a la vez por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que devora.
Milady vio la turbación, sentía por intuición la llama de las pasiones opuestas que ardían con la sangre en las venas del joven fanático;
y como un general hábil que, viendo al enemigo dispuesto a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se levantó, bella como una sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen cristiana, y con el brazo extendido, el cuello al descubierto, los cabellos esparcidos, reteniendo con una mano su vestido púdicamente recogido sobre su pecho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el desorden a los sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con un aire vehemente de su voz tan dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un acento terrible:
¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el mundo con sus herejías y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo a quien los ciegos llaman duque de Buckingham y a quien los creyentes llaman el anticristo!
-Sí, sí -dijo Felton pasándose las manos por la frente cubierta de sudor como para arrancar de ella su última duda-;
sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco los rasgos del ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede dormir: «¡Golpea, salva a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás sin haber calmado a Dios!» ¡Hablad, hablad!
Por fugitiva que hubiera sido aquella luz homicida, Felton la vio y se estremecíó como si aquella luz hubiera iluminado los abismos del corazón de aquella mujer.
Antes de que Felton le hubiera respondido y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de sostener en el mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer se superpusiese al entusiamo del instante:
Os suplico, os imploro de rodillas: dejadme morir, y mi último suspiro será una bendición para mi salvador.
Ante esta voz dulce y suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se acercó.
Poco a poco la encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y quitaba a voluntad, es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre todo, el irresistible atractivo de la voluptuosidad mística, la más devoradora de las voluptosidades.
Pero vos, señora, tan bella en realidad, tan pura en apariencia, para que lord de Winter os persiga, habréis cometido iniquidades.
Milady lo miró largo tiempo con una expresión que el joven oficial tomó por duda, y que, sin embargo, no era más que una observación y, sobre todo, voluntad de fascinar.
pero esta vez el terrible cuñado de Milady no se contentó, como había hecho la víspera, con pasar delante de la puerta y alejarse: se detuvo, cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abríó y aparecíó él.
Mientras se habían cambiado esas dos palabras, Felton había retrocedido vivamente, y cuando lord de Winter entró, él estaba a algunos pasos de la prisionera.
El barón entró lentamente y dirigíó su mirada escrutadora de la prisionera al joven oficial.
Felton palidecíó y dio un paso adelante pensando que, en el momento en que él había entrado, Milady tenía una cuerda.
-Tenéis razón -dijo ésta-, y ya había pensado en ello -luego añadió con una voz sorda-: lo volveré a pensar.
Además, ten valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y donde la envíen no perjudicará a nadie.
-exclamó Milady con escándalo de tal forma que el barón creyó que ella se dirigía al cielo y que Felton comprendíó que era para él.
El barón tomó al oficial por el brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de no perder de vista a Milady hasta haber salido.
Sin embargo, Milady esperó con impaciencia, porque sospechaba que la jornada no pasaría sin volver a ver a Felton.
Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar, oyó que se hablaba en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abríó y reconocíó a Felton.
El joven avanzó rápidamente por el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y haciendo señal a Milady de callarse;
-Escuchad -respondíó Felton en voz baja-, acabo de alejar al centinela para poder permanecer aquí sin que se sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os digo.
-No, Felton, no, hermano mío -dijo ella-, el sacrificio es demasiado grande, y siento cuánto os cuesta.
Mi muerte será mucho más elocuente que mi vida, y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de la prisionera.
he venido para que me prometáis bajo palabra de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis contra vuestra vida.
-No quiero prometer -dijo Milady- porque nadie más que yo respeta el juramento y, si prometiera, tendría que cumplirlo.
Si cuando me hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo mismo os daré el arma que me habéis pedido.
Y se precipitó fuera del cuarto, volvíó a cerrar la puerta y esperó fuera, con el espontón del soldado en la mano, como si hubiera montado la guardia en su lugar.
Entonces, a través del postigo al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse con un fervor delirante a irse por el corredor con un transporte de alegría.
En cuanto a ella, volvíó a su puesto con una sonrisa de salvaje desprecio en sus labios, y repitió blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber aprendido nunca a conocerlo.
Milady había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus fuerzas.
No era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hombres prontos a dejarse seducir y a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa;
Milady era bastante hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para pasar por encima de todos los obstáculos del espíritu.
Mas esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible a fuerza de austeridad;
Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a proyectos tan tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese sentimiento que se nutre de ocio y crece con la corrupción.
Milady había abierto por tanto brecha, con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra ella, y con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro.
Finalmente, se había mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces, mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la religión podían someter a su estudio.
Sin embargo, durante la velada muchas veces había desesperado ella del destino y de sí misma;
no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa soberanía que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula árabe, un grano de Granada le basta para reconstruir un mundo perdido.
Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham (y Buckingham la firmaría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre falso, y que no podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos, el barón la haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a la deportación usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de la moda y un reflejo de
Ser una mujer condenada a una pena miserable a infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstáculo para volverse alguna vez poderosa.
es decir, una eternidad, volver cuando D’Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina, junto con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no podía soportar.
Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría hecho estallar los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante las proporciones de su espíritu.
¿Qué debía pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz;
el cardenal, no sólo su único apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino además el principal instrumento de su fortuna y de su venganza futura?
Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos soportados, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez por la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!»
Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en que había caído;
y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación inventiva.
Sin embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la campana al pasar, y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la prisionera.
A las nueve, lord de Winter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los muros, inspecciónó la chimenea y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa inspección ni él ni Milady pronunciasen una sola palabra.
Indudablemente los dos comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para perder el tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.
Ahora lo adivinaba ella como una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y despreciaba a la vez a aquel débil fanático.
-Escucha -dijo el joven al centinela- no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto, porque sabes que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su puesto un instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su puesto.
Yo -añadió- voy a entrar para inspeccionar por segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros proyectos contra sí misma y a la cual he recibido orden de cuidar.
Mi teniente -dijo-, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes comisiones, sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.
-dijo el joven que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus rodillas temblar y comenzar a brotar el sudor en su frente.
-No habléis de eso, señora -dijo Felton- no hay situación por terrible que sea que autorice a una criatura de Dios a darse la muerte.
-dijo Felton sacando de su bolsillo el arma que según su promesa había traído, pero que dudaba en entregar a su prisionera.
Felton tendíó el arma a Milady, que examinó atentamente su temple y probó la punta en el extremo de su dedo.
La recomendación era inútil: el joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus palabras para devorarlas.
-Felton -dijo Milady con una severidad llena de melancolía-, Felton, si vuestra hermana, la hija de vuestro padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me hicieron caer en una trampa, resistí;
-Finalmente, una noche decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche mezclaron en mi agua un poderoso narcótico;
me levanté, quise correr a la ventana, pedir socorro, pero mis piernas se negaron a llevarme;
un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un sillón, sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles, caí sobre una rodilla, luego sobre las dos;
Dios no me vio ni me oyó sin duda, y me deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte.
la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo.
Pasé mucho tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los detalles que cuento, mi espíritu parecía luchar inútilmente para sacudir las pesadas tinieblas de aquel sueño al que no podía arrancarme;
tenía percepciones vagas de un espacio recorrido, de la rodadura de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían;
pero todo aquello era tan sombrío y tan indistinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una fantástica dualidad.
Me levanté vacilante, mis vestidos estaban junto a mí, sobre una silla: no recordaba ni haberme desnudado ni haberme acostado.
Entonces poco a poco la realidad se presentó a mí llena de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía;
Todos mis movimientos lentos y embotados atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por completo.
y la coqueta más acabada no habría tenido un solo deseo que formular que, paseando su mirada por el cuarto, no hubiera visto completamente cumplido.
Tanteé todos los muros con objeto de descubrir una puerta: en todas las partes los muros devolvieron un sonido plano y sordo.
Durante este tiempo, la noche se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores: no sabía si debía quedarme donde estaba sentada;
un globo de fuego aparecíó encima de la abertura guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y vislumbré con terror que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí.
Una mesa con dos cubiertos, con una cena totalmente preparada, se había alzado como por magia en medio del cuarto.
Aquel hombre era el que me perseguía desde hacía un año, el que había jurado mi deshonor y el que, a las primeras palabras que salieron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la noche anterior.
-exclamó Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma parecía suspendida de sus labios, se tomaba en este extraño relato-.
Todo cuanto el corazón de una mujer puede contener de soberbio desprecio y de palabras desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre;
sin duda estaba habituado a reproches semejantes porque me escuchó tranquilo, sonriente y con los brazos cruzados sobre el pecho;
luego, cuan-do creyó que yo había dicho todo, se adelantó hacia mí: yo salté hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé sobre mi pecho.
«Dad un paso más -le dije- y además de mi deshonor tendréis también mi muerte que reprocharos.» Sin duda, en mi mirada, en mi voz, en toda mi persona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que lleva la convicción a las almas más perversas, porque se detuvo.
Sois una amante encantadora para que consienta en perderos así, después de haber tenido la dicha de poseeros, una sola vez solamente.
El mismo ruido de una puerta que se abre y se cierra se reprodujo un instante después, el globo resplandeciente descendíó de nuevo y volví a encontrarme sola.
si aún tenía algunas dudas sobre mi desdicha, esas dudas se habían desvanecido en una desesperante realidad: estaba en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba;
porque a media noche más o menos, la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad.
no me había atrevido a dormir ni un solo instante: el día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo liberador que oculté bajo mi almohada.
Esta vez, pese a mis terrores, a pesar de mis an-gustias, se hizo sentir un hambre devoradora;
hacía cuarenta y ocho horas que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas;
luego, acordándome del narcótico mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a llenar mi vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo.
pero mis temores no estaban fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que temía.
Estaba resuelta a no comer más que objetos a los que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas compusieron mi comida;
A los primeros sorbos, me parecíó que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se apoderó de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso.
Sin duda, algún invisible testigo me había visto tomar el agua de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar mejor mi pérdida tan fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida.
sólo que como aquella vez no había bebido más que medio vaso de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de somnolencia que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza de defenderme o de huir.
-Y lo que era más horroroso -continuó Milady con la voz alterada como si hubiera experimentado aún la misma angustia que en aquel momento terrible- es que aquella vez yo tenía conciencia del peligro que me amenazaba;
Milady vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada detalle de su relato;
Ella continuó, pues, como si no hubiera oído su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de responder a ella.
-Sólo que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte, sin ningún sentimiento.
Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio completo de mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con todas mis fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, opónía una larga resistencia, porque lo oí exclamar: «¡Estas miserables puritanas!
Aquella resistencia desesperada no podía durar mucho tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban;
sólo el sudor corría sobre su frente de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su pecho.
-Mi primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que no había podido alcanzar;
sin duda ese eterno enemigo de nuestra alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu.
Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche siguiente Por el día no tenía nada que temer.
Por eso, cuando vino la hora del almuerzo, no dudé en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada;
Sólo que oculté un vaso de agua sustraída a mi desayuno, dado que había sido la sed la que más me había hecho sufrir cuando había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer.
El día transcurríó sin tener otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado de que mi rostro no traicionase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era observada;
Comí sólo algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conservado en mi vaso;
la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si los tenía, no concibiesen sospecha alguna.
pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme.
En esta ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano apretaba convulsivamente la empuñadura.
-Entonces -continuó Milady- entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento de la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado;
me recogí sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo los brazos para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la desesperación, le golpeé en medio del pecho.
por encima del rey está Dios.» Por dueño que pareciese de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera.
Yo no podía ver la expresión de su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi mano.
Yo moriré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no es más terrible aún que un vivo que amenaza.» «No se os dejará ningún arma.» «Hay una que la desesperación ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella.
Me dejaré morir de hambre.» «Veamos -dijo el miserable-, ¿no vale más la paz que una guerra como ésta?
A fe que a fin de cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra.» Tras estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí abismada, menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haberme vengado.
-exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida había vuelto a encontrar todas mis fuerzas-.
Juro, si alguna vez consigo salir de aquí, pedir venganza contra vos al género humano entero.» «¡Tened cuidado!
Tengo un recurso supremo, que no emplearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien crea una sola palabra de lo que digáis.» Reuní todas mis fuerzas para responder con una carcajada.
Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.» «Está bien -replicó él-, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana por la noche», respondí yo dejándome caer y mordien-do la alfombra de rabia…
Felton se apoyaba sobre un mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le faltara la fuerza antes del fin del relato.
Tras un momento de silencio, empleado por Milady en observar al joven que la escuchaba, continuó su relato: -Hacía casi tres días que no había comido ni bebido, sufría torturas atroces: a veces pasaban por mí como nubes
estaba tan débil que a cada instante me desvanecía y cada vez que me desvanecía daba gracias a Dios, porque creía que iba a morir.
pero yo reconí su paso, yo reconocí aquel aire imponente que el infierno ha dado a su persona para desgracia de la humanidad.
«Y bien -me dijo-, ¿estáis decidida a hacerme el juramento que os he pedido?» «Vos lo habéis dicho, los puritanos no tienen más que una palabra: la mía ya la habéis oído, ¡y es llevaros en la tierra ante el tribunal de los hombres;
en el cielo, ante el tribunal de Dios!» «¿Así que persistís?» «Juro ante Dios que me oye: tomaré el mundo entero por testigo de vuestro crimen, y esto hasta que encuentre un vengador.» «Sois una prostituta -dijo con voz tonante-, y sufriréis el suplicio de las prostitutas.
Marcada a los ojos del mundo que invocaréis, ¡tratad de probar a ese mundo que no so¡s culpable ni loca!» Luego, dirigíéndose al hombre que le acompañaba: «Verdugo -dijo-, cumple tu deber.»
-Entonces, pese a mis gritos, pese a mi resistencia, porque yo comenzaba a comprender que para mí se trataba de algo peor que la muerte, el verdugo me cogíó, me volcó sobre el suelo, me magulló con sus agarrones y, ahogada por los sollozos, casi sin conocimiento, invocando a Dios que no me escuchaba, lancé de pronto un espantoso grito de dolor y de vergüenza: un hierro ardiendo, un hierro candente, el hiero del verdugo, se había impreso en mi hombro.
-Mirad -dijo Milady, levantándose entonces con una majestad de reina-, mirad, Felton, ved cómo han inventado un nuevo martirio para la doncella pura y, sin embargo, víctima de la brutalidad de un malvado.
Aprended a conocer el corazón de los hombres, y en adelante haceos con menos facilidad instrumento de sus injustas venganzas.
Con rápido gesto, Milady abríó su vestido, desgarró la batista que cubría su seno y, ruborizada por una fingida cólera y una vergüenza teatral, mostró al joven la huella indeleble que deshonraba aquel hombro tan bello.
había que probar qué tribunal me la había impuesto, yo habría hecho una apelación pública a todos los tribunales del reino;
Pálido, inmóvil, aplastado por esta revelación espantosa, deslumbrado por la belleza sobrehumana de aquella mujer que se desnudaba ante él con un impudor que le parecíó sublime, terminó cayendo de rodillas ante ella como hacían los primeros cristianos ante aquellas puras y santas mártires que la persecución de los emperadores libraba en el circo a la sanguinaria lubricidad del populacho.
cuando Felton hubo visto volverse a cerrar bajo el velo de la castidad aquellos tesoros de amor que no se le ocultaban sino para hacérselos desear más ardientemente:
-El verdadero culpable -dijo Milady- es el estragador de Inglaterra, el perseguidor de los verdaderos creyentes, el cobarde rapaz del honor de tantas mujeres, el que por un capricho de su corazón corrompido va a hacer derramar tanta sangre a dos reinos, el que protege a los prostestantes hoy y que mañana los traicionará…
Milady ocultó su rostro en sus manos, como si no hubiera podido soportar la vergüenza que este hombre le recordaba.
-Escuchad, Felton -prosiguió Milady-, porque al lado de hombres cobardes y despreciables todavía hay naturalezas grandes y generosas.
-Buckingham se había ido la víspera, enviado como embajador a España, donde iba a pedir la mano de la infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de Gales.
-Sí -dijo Milady- lord de Winter, y ahora debéis comprenderlo todo, ¿no es así?: Buckingham permanecíó ausente más de un año.
El secreto terrible debía quedar oculto a todos hasta que estallase como el rayo sobre la cabeza del culpable.
Vuestro protector había visto con pesar este matrimonio de su hermano mayor con una joven sin fortuna.
Buckingham se enteró sin duda de mi regreso, habló de él a lord de Winter, ya prevenido contra mí, y le dijo que su cuñada era una prostituida, una mujer marcada.
Y tras estas palabras, como si todas sus fuerzasa estuvieran agotadas, Milady se dejó ir débil y lánguida entre los brazos del joven oficial que, ebrio de amor, de cólera y de voluptuosidades desconocidas, la recibíó con transporte, la apretó contra su corazón, todo tembloroso ante el aliento de aquella boca tan bella, todo extraviado al contacto de aquel seno tan palpitante.
-Me habíais dicho que abriese la puerta si oía pedir ayuda -dijo el soldado-, pero habéis olvidado dejarme la llave;
os he oído gritar sin comprender lo que decíais, he querido abrir la puerta, estaba cerrada por dentro y entonces he llamado al sargento.
El barón, atraído por el ruido, en bata, con la espada bajo el brazo, estaba de pie en el umbral de la puerta.
Milady comprendíó que estaba perdida si no daba a Felton una prueba inmediata y terrible de su valor.
Pero el cuchillo había encontrado, afortunadamente, deberíamos decir que hábilmente, la ballena de hierro que en esa época defendía como una coraza el pecho de las mujeres;
se había deslizado desgarrando el vestido y había penetrado al bies entre la carne y las costillas.
-Estad tranquilo, Felton -dijo lord de Winter-, no está muerta, los demonios no mueren tan fácilmente, tranquilizaos a id a esperarme en mi cuarto.
En cuanto a lord de Winter, se contentó con llamar a la mujer que servía a Milady, y cuando hubo venido le recomendó a la prisionera que seguía desvanecida, y la dejó sola con ella.
Sin embargo, como en conjunto, pese a sus sospechas, la herida podía ser grave, envió al instante un hombre a caballo a buscar un médico.
por eso, cuando se encontró sola con la mujer que el barón se había hecho llamar y que se afanaba en desnudarla, volvíó a abrir los ojos.
por eso la pobre mujer fue víctima completa de su prisionera a la que, pese a sus protestas, se obstinó en velar toda la noche.
No había ninguna duda, Felton estaba convencido, Felton era suyo: si un ángel se apareciese al joven para acusar a Milady, desde luego lo tomaría, en la disposición de espíritu en que se encontraba, por un enviado del demonio.
pero desde que Milady se había apuñalado la herida estaba ya cerrada: el médico no pudo, por tanto medir ni la dirección ni la profundidad;
Por la mañana, Milady, so pretexto de que no había dormido por la noche y que necesitaba descanso, despidió a la mujer que velaba a su lado.
No tenía más que un día: lord de Winter le había anunciado su embarque para el 23 y estaba en la mañana del 22.
el soldado respondíó que sí, y que tenía la orden de avisarlo en caso de que la prisionera deseara hablarle.
Felton había sido alejado, los soldados de marina habían sido cambiados;
aquella cama, en la que estaba por prudencia y para que se la creyese gravemente enferma, le quemaba como un brasero ardiente.
temía sin duda que por aquella abertura consiguiese, mediante algún recurso diabólico, seducir a los guardias.
podría, pues, entregarse a sus transportes sin ser observada: recorría la habitación con la exaltación de una loca furiosa o de una tigresa encerrada en una jaula de hierro.
Desde luego,si le hubiese quedado el cuchillo, habría pensado no en matarse a sí misma, sino esta vez en matar al barón.
Aquel hombre, en el que hasta entonces Milady no había visto sino un gentleman bastante necio, se había vuelto un magnífico carcelero: parecía preverlo todo, adivinarlo todo, prevenirlo todo.
Habíais comenzado a pervertir a mi pobre Felton: sufría ya vuestra infernal influencia, mas quiero salvarlo, no os verá más, todo ha terminado.
Si decís una sola palabra a quien quiera que sea antes de estar en el navío, mi sargento os levantará la tapa de los sesos, tiene esa orden;
si ya en el navío decís una palabra a quien quiera que sea antes de que el capitán os to permita, el capitán os hará arrojar al mar, está así acordado.
Milady había escuchado toda esta amenanzante parrafada con la sonrisa de desdén sobre los labios, pero con la rabia en el corazón.
Milady sintió que necesitaba fuerzas, no sabía qué podía pasar durante aquella noche que se aproximaba amenazante, porque gruesas nubes voltejeaban en el cielo y los relámpagos lejanos anunciaban una tormenta.
La tormenta estalló hacia las diez de la noche: Milady sentía un consuelo al ver a la naturaleza compartir el desorden de su corazón: el trueno bramaba en el aire como la cólera en su pensamiento;
le parecía que al pasar la ráfaga desmelenaba su frente como los árboles cuyas ramas curvaba y cuyas hojas se llevaba;
ella aullaba como el huracán, y su voz se perdía en el clamor de la naturaleza que parecía, también ella, gemir y desesperarse.
De pronto oyó golpear un cristal y a la claridad de un relámpago, vio el rostro de un hombre aparecer tras los barrotes.
Milady volvíó a cerrar la ventana, apagó la lámpara y fue, como le había recomendado Felton, a hacerse un ovillo en su cama.
En medio de las quejas de la tormenta, ella oía el chirrido de la lima contra los barrotes, y a la claridad de cada relámpago vislumbraba la sombra de Felton tras los cristales.
Pasó una hora sin respirar, jadeante, con el sudor sobre la frénté y el corazón oprimido por una angustia espantosa a cada movimiento que oía en el corredor.
Milady se subíó a un sillón y pasó la parte superior de su cuerpo por la ventana: vio al joven oficial suspendido sobre el abismo por una escala de cuerda.
Los dos permanecieron colgados, inmóviles y sin aliento a veinte pies del suelo;
Llegado al final de la escala, y cuando sintió que faltaba apoyo para sus pies, se pegó como una lapa con las manos;
llegado por fin al último escalón se dejó colgar en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo.
Luego levantó a Milady en sus brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al que había tomado la patrulla.
Pronto dejó el camino de ronda, descendíó por entre las rocas y llegado a la orilla del mar, dejó oír un toque de silbato.
Una señal parecida le respondíó y cinco minutos después vio aparecer una barca ocupada por cuatro hombres.
La barca se aproximó tan cerca como pudo a la orilla, pero no había suficiente fondo para que pudiera tocar tierra;
Afortunadamente la tempestad comenzaba a calmarse, y, sin embargo, el mar estaba todavía violento;
Mientras la barca avanzaba por su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores, Felton desataba la cuerda, luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.
-Como si desconfiase de mí, ha querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su lugar a hacer firmar a Buckingham la orden de vuestra deportación.
Felton subíó el primero a la escala y dio la mano a Milady, mientras los marineros la sosténían porque el mar estaba todavía muy agitado.
-Pues bien -dijo Milady-, si manténéis vuestra palabra, no serán quinientas pistolas, sino mil lo que os daré.
El capitán respondíó ordenando la maniobra necesaria, y hacia las siete de la mañana el pequeño navío arrojaba el ancla en la bahía designada.
Durante esta travésía, Felton había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a Londres, había fletado el pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla colocando en los intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar sus pies, y cómo, finalmente, llegado a los barrotes, había atado la escala.
pero a las primeras palabras que salieron de su boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser moderado que reafirmado.
Felton se despidió de Milady como un hermano que va a dar un simple paseo se despide de su hermana besándole la mano.
Toda su persona aparecía en un estado de calma ordinaria: sólo un resplandor desacostumbrado brillaba en sus ojos, semejante a un reflejo de fiebre;
sus dientes estaban apretados, y su palabra tenía un acento cortado y convulso que indicaba que algo sombrío se agitaba en él.
Mientras estuvo sobre la barca que lo conducía a tierra, permanecíó con el rostro vuelto hacia Milady que, de pie sobre el puente, lo seguía con los ojos.
Felton use el pie en tierra, escaló la pequeña cresta que conducía a lo alto del acantilado, saludó a Milady por última vez y tomó su camino hacia la ciudad.
Al cabo de cien pasos, como él terreno iba descendiendo, no podía ya ver más que el mástil de la balandra.
En seguida corríó en dirección de Portsmouth, cuyas torres y casas veía dibujarse frente a él, a media milla aproximadamente, en la bruma de la mañana.
Más allá de Portsmouth, el mar estaba cubierto de bajeles, cuyos mástiles se veían, semejantes a un bosque de álamos despojados por el invierno, balancearse bajo el soplo del viento.
En su marcha rápida, Felton repasaba lo que diez años de meditaciones ascéticas y una larga estancia en medio de los puritanos le habían proporcionado de acusaciones verdaderas o falsas contra el favorito de Jacobo VI y de Carlos I.
Cuando comparaba los críMenes públicos de este ministro, críMenes brillantes, críMenes europeos, si así se podía decir, con los críMenes privados y desconocidos con que lo había cargado Milady, Felton encontraba que el más culpable de los dos hombres que en sí conténía Buckingham era aquel cuya vida no conocía el público.
Es que su amor tan extraño, tan nuevo, tan ardiente, le hacía ver las acusaciones infames a imaginarias de lady de Winter como se ve a través de un cristal de aumento, en el estado de monstruos espantosos, los imperceptibles átomos en realidad comparados con un hormiga.
La rapidez de su carrera encendía aún su sangre: la idea de que detrás de sí dejaba, expuesta a una venganza espantosa, a la mujer que amaba o mejor, la que adoraba como a una santa, la emoción pasada, su fatiga presente, todo exaltaba su alma por encima de los sentimientos humanos.
Al nombre de lord de Winter, a quien se sabía uno de los íntimos de Su Gracia, el jefe del puesto dio la orden de dejar pasar a Felton, que por lo demás, llevaba el uniforme del oficial de marina.
En el momento en que entraba en el vestíbulo entraba también un hombre lleno de polvo, sin aliento, dejando a la puerta un caballo de posta que al llegar cayó sobre sus rodillas.
Felton nombró al barón de Winter, el desconocido no quiso nombrar a nadie, y pretendíó que sólo podía darse a conocer al duque.
Patrick, que sabía que lord de Winter estaba en tratos de servicio y en relaciones de amistad con el duque, dio preferencia a quien venía en su nombre.
El ayuda de cámara hizo atravesar a Felton una gran sala en la que esperaban los diputados de La Rochelle, encabezados por el príncipe de Soubise, y lo introdujo en un gabinete donde Buckingham, que salía del baño, acababa su aseo, al que en esta ocasión como en cualquier otra concedía una atención extraordinaria.
En aquel momento Buckingham arrojaba sobre un canapé una rica bata recamada de oro, para ponerse un jubón de terciopelo azul completamente bordado de perlas.
-Me ha encargado decir a Vuestra Gracia -respondíó Felton que lamentaba mucho no tener ese honor, pero que se hallaba impedido por la custodia que está obligado a hacer del castillo.
-Milord -dijo Felton-, el barón de Winter os ha escrito el otro día para rogaros que firmaseis una orden de embarco relativa a una joven llamada Charlotte Backson.
Entonces, dándose cuenta de que era lo que se le había anunciado, la puso sobre la mesa, cogíó una pluma y se dispuso a firmar.
-Perdón, milord -dijo Felton deteniendo al duque-, ¿Vuestra Gracia sabe que el nombre de Charlotte Backson no es el nombre verdadero de esa mujer?
-No puedo creer -continuó Felton con una voz que se hacía cada vez más cortante y brusca- que Su Gracia sepa que se trata de lady de Winter…
-Vaya, señor, ¿sabéis -le dijo- que me estáis haciendo preguntas extrañas y que soy muy tonto por responder a ellas?
Buckingham pensó que el joven, viniendo de parte de lord de Winter, hablaba sin duda en su nombre y se sosegó.
-No, milord, aún ruego, y os digo: una gota de agua basta para hacer desbordarse el vaso lleno, una falta ligera puede atraer el castigo sobre la cabeza perdonada a pesar de tantos críMenes.
Habéis seducido a esa joven, la habéis ultrajado y mancillado: reparad vuestros críMenes para con ella, dejadla partir libremente;
-dijo Buckingham mirando a Felton con asombro y haciendo hincapié en cada una de las sílabas de las tres palabras que acababa de pronunciar.
-Milord -continuó Felton exaltándose a medida que hablaba-, milord, tened cuidado, toda Inglaterra está harta de vuestras iniquidades;
-Os lo pido humildemente -dijo-, firmad la orden de puesta en libertad de lady de Winter;
-Vos no llamaréis -dijo Felton arrojándose entre el duque y la campanilla colocada sobre un velador inscrustado de plata-;
-En las manos del diablo, querréis decir -exclamó Buckingham alzando la voz para atraer a gente, sin llamar, sin embargo, directamente.
-Firmad, milord, firmad la libertad de lady de Winter -dijo Felton empujando un papel hacia el duque.
Pero Felton no le dio tiempo de sacarla: tenía abierto y oculto en su jubón el cuchillo con que se había herido Milady;
Felton lanzó los ojos en torno a él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en la habitación vecina que era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle, la atravesó corriendo y se precipitó hacia la escalera;
pero en el primer escalón se encontró con lord de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido, manchado de sangre en la mano y en el rostro, saltó a su cuello exclamando:
Al grito lanzado por el duque, a la llamada de Patrick, el hombre al que Felton había encontrado en la antecámara se precipitó en el gabinete.
Sin embargo, lord de Winter, los diputados, los jefes de la expedición, los oficiales de la casa de Buckingham, habían irrumpido en su habitación;
La nueva que llenaba el palacio de quejas y gemidos pronto se desparramó por doquier y se esparcíó por la ciudad.
En efecto, a las siete de la mañana habían ido a decirle que una escala de cuerda flotaba en una de las ventanas del castillo;
había corrido al punto a la habitación de Milady, había encontrado la habitación vacía y la ventana abierta los barrotes serrados, se había acordado de la recomendación verbal que le había hecho transmitir D’Artagnan por su mensajero, había temblado por el duque, y corriendo a la cuadra, sin perder tiempo siquiera de hacer ensillar su caballo, había saltado sobre el primero que encontró, había corrido a galope tendido y, saltando a tierra en el patio, había subido precipitadamente la escalera, y en el primer escalón se había encontrado, como hemos dicho, con Felton.
«Milord: Por cuanto he sufrido de vos y por vos desde que os conozco, os conjuro, si tenéis alguna preocupación por mi descanso, que interrumpáis el gran armamento que hacéis contra Francia y ceséis una guerra de la que en voz alta se dice que la religión es la causa visible, y en voz baja que vuestro amor por mí es la causa oculta.
Velad por vuestra vida, que amenazan y que me será cara en el momento en que no esté obligada a ver en vos un enemigo.
-Sí, monseñor: la reins me había encargado deciros que velaseis por vos, porque había recibido el aviso que os querían asesinar.
pero sus m¡radas oscurecidas por la muerte no encontraron más que el cuchillo caído de las manos de Felton echando aún el vaho de la sangre bermeja extendida en la hoja.
Aún pudo poner la bolsita en el fondo del cofre de plats, dejó caer allí el cuchillo haciendo seña a La Porte de que no podía ya hablar;
pero la muerte detuvo su pensamiento, que quedó grabado sobre su frente como un último beso de amor.
Se acercó al duque, cogíó su mano, la conservó un instante en la suya y la dejó caer.
Tan pronto como lord de Winter vio a Buckingham muerto, corríó a por Felton, a quien los soldados seguían custodiando en la terraza del palacio.
-dijo al joven que desde la muerte de Buckingham había encontrado aquella calma y aquella sangre fría que ya no iban a abandonarlo-.
-No sé lo que queréis decir -contestó tranquilamente Felton-, e ignoro de quién queréis hablar, milord: he matado al señor de Buckingham porque ha rehusado en dos ocasiones, a vos mismo, nombrarme capitán: lo he castigado por su injusticia, eso es todo.
De Winter, estupefacto, miraba a las, personas que ataban a Felton y no sabía qué pensar de semejante sensibilidad.
Una sola cosa ponía, sin embargo, una nube sobre la frente pura de Felton.
A cada ruido que oía, el ingenuo puritano creía reconocer los pasos y la voz de Milady viniendo a arrojarse en sus brazos para acusarse y perderse con él.
De pronto se estremecíó, su mirada se fijó en un punto del mar, que desde la terraza en que se encontraba se dominaba completamente;
con aquella mirada de ágüila de marino había reconocido, allí donde otro no hubiera visto más que una gaviota balanceándose sobre las olas, la vela de la balandra que se dirigía a las costas de Francis.
desde que oyó el cañonazo que anunciaba el fatal suceso, había dado la orden de levar el ancla.
-Dios lo ha querido -dijo Felton con la resiganción del fanático, pero sin poder, sin embargo, separar los ojos de aquel esquife a bordo del cual creía sin duda distinguir el blanco fantasma de aquella a quien su vida iba a ser sacrificada.
-Sé castigado solo primero, miserable -dijo lord de Winter a Felton, que se dejaba arrastrar con los ojos vueltos hacia el mar-;
El primer temor del rey de Inglaterra, Carlos I, al enterarse de esta muerte, fue que una noticia terrible desalentase a los rochelleses;
trató, dice Richelieu en sus Memorias, de ocultársela el mayor tiempo posible, haciendo cerrar los puertos por todo su reino y teniendo especial cuidado de que ningún bajel saliese hasta que el ejército que Bucking-ham aprestaba hubiera partido, encargándose él mismo, a falta de Buckingham, de supervisar la marcha.
Llevó incluso la severidad de esta orden hasta mantener en Inglaterra al embajador de Dinamarca, que se había despedido, y al embajador ordinario de Holanda, que debía llevar al puerto de Flessingue los navíos de Indias que Carlos I había hecho devolver a las Provincias Unidas.
Mas como pensó dar esta orden sólo cinco horas después del suceso, es decir, a las dos de la tarde, ya habían salido del puerto dos navíos: el uno llevando, como sabemos, a Milady, la cual, sospechando ya el acontecimiento, fue confirmada en su creencia al ver el pabellón negro desplegarse en el mástil del bajel almirante.
sólo el rey, que se aburría mucho, como siempre, pero quizá aún un poco más en el campamento que en otra parte, resolvíó ir de incógnito a pasar las fiestas de San Luis a Saint-Germain, y pidió al cardenal hacerle preparar una escolta de veinte mosqueteros sola-mente.
El cardenal, a quien a veces ganaba el aburrimiento del rey, concedíó con gran placer aquel permiso a su real lugarteniente, que prometíó estar de regreso hacia el 15 de Septiembre.
El señor de Tréville avisado por Su Eminencia, hizo su maletín de grupa, y como, sin saber el motivo, conocía el vivo deseo a incluso la imperiosa necesidad que sus amigos tenían de volver a París, los designó, por supuesto, para formar parte de la escolta.
Los cuatro jóvenes supieron la noticia un cuarto de hora después que el señor de Tréville, porque fueron los primeros a quienes se la comunicó.
Fue entonces cuando D’Artagnan apreció el favor que le había otorgado el cardenal al hacerle formar parte por fin de los mosqueteros: sin esta circunstancia, se habría visto obligado a permanecer en el campamento mientras sus compañeros partían.
Más tarde se verá que esta impaciencia de dirigirse a París tenía por causa el peligro que debía correr la señora Bonacieux al encontrarse en el convento de Béthune con Milady, su enemiga mortal.
Por eso, como hemos dicho, Aramis había escrito inmediatamente a Marie Michon, aquella costurera de Tours que tan buenos conocimientos tenía, para que obtuviese que la reina diese autorización a la señora Bonacieux de salir del convento y retirarse bien a Lorraine, bien a Bélgica.
La respuesta no se había hecho esperar, y ocho o diez días después, Aramis había recibido esta carta:
Aquí va la autorización de mi hermana para retirar a nuestra pequeña criada del convento de Béthune, cuyo aire vos pensáis que es malo para ella.
Mi hermana os envía esta autorización con gran placer, porque quiere mucho a esa muchacha, a la que se reserva serle útil más tarde.
«La superiors del convento de Béthune entregará a la persona que le entregue este billete la novicia que entró en su convento bajo mi recomendación y patronazgo.
Anne.» Como se comprenderá, estas relaciones de parentesco entre Aramis y una costurera que llamaba a la reina hermana suya habían amenizado la cháchara de los jóvenes;
pero Aramis, después de haberse ruborizado dos o tres veces hasta el blanco de los ojos ante las gruesas bromas de Porthos, había rogado a sus amigos que no volvieran a tocar el tema, declarando que si se le volvía a decir una sola palabra, no imploraría más a su prima como intermediaria en este tipo de asuntos.
No volvíó, pues, a tratarse de Marie Michon entre los cuatro mosqueteros, que, por otra parte, teman lo que querían: la orden de sacar a la señora Bonacieux del convento de las Carmelitas de Béthune.
Es cierto que esta orden no les serviría de gran cosa mientras estuvieran en el campamento de La Rochelle, es decir, en la otra esquina de Francia;
por eso D’Artagnan iba a pedir un permiso al señor de Tréville, confiándole buenamente la importancia de su partida, cuando le fue transmitida esta buena nueva tanto a él como a sus tres compañeros: que el rey iba a partir para París con una escolta de veinte mosqueteros, y que ellos formaban parte de la escolta.
El cardenal condujo a Su Majestad de Surgères a Mauzé, y allí el rey y su ministro se despidieron uno de otro con grandes demostraciones de amistad.
Sin embargo, el rey, que buscaba distracción, aunque caminando lo más deprisa que le era posible, porque deseaba llagar a París para el 23, se deténía de vez en cuando para cazar la picaza, pasatiempo cuyo gusto le fuera inspirado antaño por De Luynes, y por el que siempre había conservado gran predilección.
el rey dio las gracias al señor de Tréville, y le permitíó distribuir permisos por cuatro días, a condición de que ninguno de los favorecidos apareciese en algún lugar público, so pena de la Bastilla.
Es más, Athos obtuvo del señor de Tréville seis días en lugar de cuatro a hizo añadir a estos seis días dos noches de más, porque partieron el 24, a las cinco de la mañana, y, por complaciencia aún, el señor de Tréville posdató el permiso hasta el 25 por la mañana.
-Dios mío -decía D’Artagnan, que como se sabe nunca dudaba de nada-, me parece que ponemos muchas pegas a una cosa bien simple: en dos días, y reventando dos o tres caballos (poco me importa: tengo dinero), estoy en Béthume, entrego la carta de la reina a la superiora, y dejo al querido tesoro que voy a buscar no en Lorraine, tampoco en Bélgica, sino en París, donde estará mejor oculto, sobre todo mientras el señor cardenal esté en La Rochelle.
Luego, una vez de retorno a la campaña, mitad por la protección de su prima, mitad por el favor de lo que personalmente hemos hecho por ella, obtendremos de la reina cuanto queramos.
Mas pensad, D’Artagnan -dijo con una voz tan sombría que su acento dio escalofríos al joven-, pensad que Béthune es una villa donde el cardenal ha citado a una mujer que por doquiera que va lleva la desgracia consigo.
tenéis que habéroslas con esa mujer, vayamos los cuatro, y pliega al cielo que con nuestros cuatro criados seamos en número suficiente.
D’Artagnan examinó los rostros de sus compañeros, que, como el de Athos, llevaban la huella de una inquietud profunda, y continuaron camino al mayor trote que podían los caballos, pero sin añadir una sola palabra.
El 25 por la noche, cuando entraban en Arras, y cuando D’Artagnan acababa de echar pie a tierra en el albergue de la Herse d’Or para beber un vaso de vino un caballero salíó del patio de la posta, donde acababa de tracer el relevo tomando a todo galope, y con un caballo fresco, el camino de París.
En el momento en que pasaba del portalón a la calle, el viento entreabríó la capa en que estaba envuelto, aunque fuese el mes de Agosto, y se llevó su sombrero, que el viajero retuvo con su mano en el momento en que ya había abandonado su cabeza, y lo hundíó rápidamente hasta los ojos.
D’Artagnan, que tenía fijos los ojos sobre aquel hombre, palidecíó y dejó caer su vaso.
Los tres amigos acudieron y encontraron a D’Artagnan que, en lugar de encontrarse mal, corría hacia su caballo.
-Ese hombre maldito, mi genio malo, a quien he visto siempre cuando estaba amenazado por alguna desgracia;
el que acompañaba a la horrible mujer cuando la encontré por primera vez, aquel a quien buscaba cuando provoqué a Athos, aquél a quien vi la mañana del día en que la señora Bonacieux fue raptada.
El mozo de cuadra, encantado del buen día que había hecho, regresó al patio del hostal;
-Vamos, vamos, guardemos cuidadosamente este papel -dijo D’Artagnan-, quizá no haya perdido mi última pistola.
Los grandes criminales llevan con ellos una especie de predestinación que los hace superar todos los obstáculos, que los hace escapar de todos los peligros, hasta el momento en que la Providencia, cansada, ha marcado por escollo de su fortuna impía.
Y si al desembarcar en Portsmouth Milady era una inglesa a quienes las persecuciones de Francia echaban de La Rochelle, al desembarcar en Boulogne, tras dos días de travésía, se hizo pasar por una francesa a quien los ingleses
Milady tenía por otro lado el más eficaz de los pasaportes: su belleza, su gran aspecto y la generosidad con que repartía las pistolas.
Ex¡mida de las formalidades de costumbre por la sonrisa afable y las maneras galantes de un viejo gobernador del puerto que le besó la mano, no se quedó en Boulogne más que el tiempo de poner en la posts una carts concebida en estos términos:
La superiora vino ante ella: Milady le mostró la orden del cardenal, la abadesa le hizo dar la habitación y servir de desayunar.
Todo el pasado se había borrado ya a los ojos de esta mujer, y, con la mirada puesta en el porvenir, no veía más que la alta fortuna que le reservaba el cardenal, a quien tan felizmente había servido, sin que su nombre se hubiera
Las pasiones siempre nuevas que la consumían daban a su vida las apariencias de esas nubes que vuelan en el cielo, reflejando tan pronto el azul, tan pronto el fuego, tan pronto el negro opaco de la tempestad, y que no dejan más rastros sobre la tierra que la devastación y la muerte.
Tras el desayuno, la abadesa vino a visitarla: hay pocas distracciones en el claustro, y la buena superiora tenía prisa por trabar conocimiento con su nueva pensionista.
trató de ser amable: fue encantadora y sedujo a la buena superiora por su conversación tan variada y por las gracias esparcidas en toda su persona.
A la abadesa, que era una hija de la nobleza, le gustaban sobre todo las historias de corte, que rara vez llegan hasta las extremidades del reino y que, sobre todo, tanto les cuesta franquear los muros de los conventos, a cuyo umbral vienen a expirar los rumores mundanales.
Milady, por el contrario, estaba muy al corriente de todas las intrigas aristocráticas, en medio de las cuales había vivido constantemente desde hacía cinco o seis años;
se puso, pues, a entretener a la buena abadesa con las prácticas mundanas de la corte de Francia, mezcladas a las devociones extremadas del rey, le hizo la crónica escandalosa de los señores y las damas de la corte, que la abadesa conocía perfectamente de nombre, tocó de refilón los amores de la reina y de Buckingham, hablando mucho para que se hablase poco.
Pero se hallaba en apuros: ignoraba si la abadesa era realista o cardenalista: se mantuvo en un punto medio prudente;
pero la abadesa, por su parte, se mantuvo en una reserva más prudente aún, contentándose con hacer una profunda inclinación de cabeza todas las veces que la viajera pronunciaba el nombre de Su Eminencia.
Queriendo ver hasta dónde iría la discreción de aquella buena abadesa, se puso a hablar mal, muy disimulado primero, luego más circunstanciado, del cardenal, contando los amores del ministro con la señora de D’Aiguillon, con Marión de Lorme y con algunas otras mujeres galantes.
-Soy muy ignorante en todas estas materias -dijo por fin la abadesa-, pero por alejadas que estemos de la corte, por marginadas y apartadas de los intereses del mundo tenemos ejemplos muy tristes de cuanto nos contáis, y una de nuestras pensionistas ha sufrido muchas venganzas y persecuciones del señor cardenal.
Pero después de todo -prosiguió la abadesa-, quizá el señor cardenal tuviera motivos plausibles para actuar así, y aunque ella tiene el aire de un ángel, no hay que juzgar siempre a las personas por el aspecto.
-Y, sin embargo, hablo mal de él -prosiguió Milady, acabando el pensamiento de la superiora.
-¿O sea -dijo la abadesa mirando a Milady con interés creciente-, que lo que estoy viendo es también una pobre perseguida?
la casa en que estáis no será una prisión muy dura, y haremos todo lo necesario para haceros amar la cautividad.
Milady sonrió para sí misma y ante la idea que le había venido de que aquella mujer pudiera ser su antigua doncella.
Al recuerdo de esta joven se mezclaba un recuerdo de cólera, y un deseo de venganza había alterado los rasgos de Milady, que, por lo demás, casi al punto adoptaron la expresión calma y benévolá que esta mujer de cien rostros les había hecho perder momentáneamente.
Aunque Milady hubiera podido prescindir muy bien del sueño, sostenida como estaba por todas las excitaciones que una nueva aventura hacía experimentar a su corazón ávido de intrigas, no por eso dejó de aceptar el ofrecimiento de la superiora: desde hacía doce o quince días había pasado por tantas emociones diversas que, aunque su cuerpo de hierro podía aún soportar la fatiga, su alma necesitaba reposo.
Se despidió, pues, de la abadesa y se acostó, dulcemente acunada por las ideas de venganza que naturalmente le había traído el nombre de Ketty.
Sólo una cosa espantaba a Milady: era el recuerdo de su marido, el conde de La Fère, a quien había creído muerto o al menos expatriado, y que ahora volvía a encontrar bajo el nombre de Athos, el mejor amigo de D’Artagnan.
Pero, también, si era amigo de D’Artagnan, había debido prestarle ayuda en todas las intrigas, con ayuda de las cuales la reina había desbaratado los proyectos de Su Eminencia;
si era amigo de D’Artagnan, era enemigo del cardenal, y sin duda conseguiría ella envolverlo en la venganza en cuyos pliegues contaba con ahogar al joven mosquetero.
una joven de cabellos rubios, de tez delicada, que fijaba sobre ella una mirada llena de benevolente curiosidad.
El rostro de aquella joven le era completamente desconocido: las dos se examinaron con una atención escrupulosa, al tiempo que cambiaban los saludos de uso;
Sin embargo, Milady sonrió al reconocer que aventajaba con mucho a la joven mujer en clase y modales aristocráticos.
Es cieto que el hábito de novicia que llevaba la joven no era muy ventajoso para sostener una lucha de este género.
luego, cuando fue cumplida esta formalidad, como sus deberes la llamaban a la iglesia, dejó a las dos jóvenes mujeres solas.
La novicia, al ver a Milady acostada, quería seguir a la superiora, mas Milady la retuvo.
¿Apenas os he visto y ya queréis privarme de vuestra presencia, con la cual, sin embargo, contaba yo, os lo confieso, para el tiempo que tengo que pasar aquí?
llegáis vos, vuestra presencia iba a ser para mí una compañía encantadora, y he aquí que lo más probable es que de un momento a otro vaya a dejar el convento.
todas mis desgracias proceden de haber dicho más o rlenos lo que vos acabáis de decir, delante de una mujer a quien yo creía amiga mía y que me ha traicionado.
-No -dijo la novicia-, sino de mi desvelo por una mujer a la que yo quería, por quien hubiera dado mi vida, por la que aún la daría.
-He sido lo bastante injusta para creerlo, pero desde hace dos o tres días he obtenido prueba de lo contrario, y se lo agradezco a Dios;
Pero vos, señora -continuó la novicia- me parece que estáis libre, y que si quisierais huir, no dependería más que de vos.
-¿Dónde queréis que vaya sin amigos, sin dinero, en una parte de Francia que no conozco, adonde no he venido nunca?…
siempre viene en el momento en que el bien que se ha hecho defiende nuestra causa ante Dios, y mirad, quizá sea una suerte para vos, por humilde y sin poder que yo sea, que me hayáis encontrado;
porque si yo salgo de aquí, pues bien, tendré algunos amigos poderosos que, después de haberse puesto en campaña por mí, podrán también ponerse en campaña por vos.
Cuando he dicho que estaba sola -dijo Milady, esperando hacer hablar a la novicia hablando de ella misma-, no es por falta de tener algunos conocimientos situados arriba;
pero estos conocimientos tiemblan ante el cardenal: la reina misma no se atreve a sostener a alguien contra el cardenal;
tengo pruebas de que su majestad, pese a su excelente corazón, ha sido obligada más de una vez a abandonar a la cólera de Su Eminencia a personas que la habían servido.
cuanto más perseguidas son, más piensa en ellas, y con frecuencia, en el momento en que ellas menos lo piensan, tienen pruebas de su buen recuerdo.
-Es decir -replicó Milady, acorralada en sus posiciones-, a ella personalmente no tengo el honor de conocerla;
pero conozco a buen número de sus amigos más íntimos: conozco al señor de Putange, he conocido en Inglaterra al señor Dujart, conozco al señor de Tréville.
-dijo Milady, que una vez entrada en esta vía y dándose cuenta de que la mentira triunfaba, quería llevarla hasta el final.
Milady se puso tan pálida como las sábanas entre las que se acostaba, y por dueña que fuera de sí misma no pudo impedirse lanzar un grito cogiendo la mano de su interlocutora y devorándola con la mirada.
-No, pero ese nombre me ha sorprendido porque también yo he conocido a ese gentilhombre, y porque me parece extraño encontrar a alguien que le conozca mucho.
Luego notando la extraña expresión de la mirada de Milady: -Perdón, señora -dijo-, ¿a título de qué lo conocéis?
El rostro de Milady se encendíó de un fuego tan salvaje que en cualquier otra circunstancia la señora Bonacieux habría huido de espanto;
-Veamos: decís, señora -prosiguió la señora Bonacieux con una energía de la que se la hubiera creído incapaz-, qué habéis sido o sois su amante?
-¡No comprendéis que lo sé todo: vuestro rapto de la casita de Saint-Germain, su desaparición, la de sus amigos, sus búsquedas inútiles desde ese momento!
Y ¿cómo no queréis que me sorprenda, cuando sin sospechármelo me encuentro con vos, de quien hemos hablado con tanta frecuencia juntos, con vos, a quien él ama con toda la fuerza de su alma, con vos, a quien él me había hecho amar antes de haberos visto?
Y Milady tendíó sus brazos a la señora Bonacieux, que, convencida por lo que acababa de decirle, no vio ya en esta mujer, en quien un instante antes había creído su rival, más que una amiga sincera y abnegada.
Desde luego, si las fuerzas de Milady hubieran estado a la altura de su odio, la señora Bonacieux sólo hubiera salido muerta de aquel abrazo.
La pobre joven no podía sospechar lo que de horrorosamente cruel pasaba tras la muralla de aquella frente pura, tras aquelos ojos tan brillantes donde no leía otra cosa sino interés y compasión.
«Mi querida niña, estad preparada: nuestro amigo os verá muy pronto, y no os verá más que para arrancaros de la prisión en que vuestra seguridad exigía que estuvieseis oculta;
-No, sospecho solamente que haya prevenido a la reina de alguna nueva maquinación del cardenal.
-Sí, eso es sin duda -dijo Milady, devolviendo la carta a la señora Bonacieux y dejando caer su cabeza pensativa sobre su pecho.
un instante después se oyó el ruido de espuelas que resonaban en las escaleras, luego los pasos se acercaron, luego la puerta se abríó y aparecíó un hombre.
decidle que después de su partida uno de ellos subíó y me arrancó mediante la violencia el salvoconducto que me había dado;
decidle que el tercero, Aramis, es el amante de la señora de Chevreuse: hay que dejar vivir a éste, sabemos su secreto, puede ser útil;
pero una carta que la señora Bonacieux ha recibido de la señora de Chevreuse, y que ha cometido la imprudencia de comunicarme, me lleva a creer que por el contrario estos cuatro hombres están de camino y vienen a llevársela.
-Que reciba vuestros partes escritos o verbales, que vuelva al puesto, y cuando él sepa lo que habéis hecho, pensará en lo que debéis hacer.
en los alrededores del campamento podríais ser reconocida, y vuestra presencia, como comprenderéis, comprometería a Su Eminencia, sobre todo después de lo que acaba de pasar allá.
-Lo mostraréis a la abadesa diciendo que vendrán a buscarme, bien hoy, bien mañana, y que yo tendré que seguir a la persona que se presente en vuestro nombre.
-Ya os he contado los acontecimientos, tenéis buena memoria, repetid las cosas tal como os las he dicho, un papel se pierde.
-He visto bosques muy bonitos que deben lindar con el jardín del convento, decid que me está permitido pasear por esos bosques.
-Dentro de una hora: el tiempo de tomar un bocado, durante el cual enviaré a buscar un caballo de posts.
Nuestros lectores ya saben cómo había sido reconocido por D’Artagnan, y cómo este reconocimiento, inspirando temores a los cuatro mosqueteros, habían dado nueva actividad a su viaje.
Milady se levantó y fue a la puerta la abríó, miró en el corredor y volvíó a sentarse junto a la señora Bonacieux.
-Escuchad, lo que pasa es esto: mi hermano, que venía en mi ayuda para sacarme de aquí a la fuerza si era preciso, se ha encontrado con el emisario del cardenal que venía a buscarme;
Al llegar a un lugar del camino solitario y apartado, ha sacado la espada conminando al mensajero a entregarle los papeles de que era por-tador;
Entonces mi hermano ha resuelto sustituir la fuerza por la astucia: ha cogido los papeles y se ha presentado aquí como el emisario mismo del cardenal, y dentro de una hora o dos, un coche debe venir a recogerme de parte de Su Eminencia.
Os habrían llamado a la puerta, vos habríais creído que se trataba de amigos os raptaban y os llevaban a París.
El caballero alzó la cabeza, vio a las dos jóvenes y, rnientras seguía corriendo, hizo a Milady una seña amistosa con la mano.
-dijo ella volviendo a cerrar la ventana con una expresión de rostro llena de afecto y melancolía.
-En primer lugar -dijo Milady-, puede que yo me equivoque y que D’Artagnan y sus amigos vengan realmente en vuestra ayuda.
-Como creen que yo me marcho por orden del cardenal, no creerán que estéis deseosa de seguirme.
-Pues lo siguiente: el coche está en la puerta, vos me despedís, subís al estribo para estrecharme en vuestros brazos por última vez;
el criado de mi hermano que viene a recogerme está avisado, hace una señal al postillón y partimos al galope.
-A siete a ocho leguas todo lo más, nos sïtuamos junto a la frontera, por ejemplo, y a la primera alerta, salimos de Francia.
Milady había dicho la verdad, tenía la cabeza pesada porque sus proyectos mal clasificados entrechocaban como en un caos.
pero le hacía falta un poco de silencio y de quietud para dar a todas sus ideas, aún confusas, una forma nítida, un plan fijo.
Lo más acuciante era raptar a la señora Bonacieux, ponerla en lugar seguro y allí, llegado el caso, hacer de ella un rehén.
Por otra parte, sentía, como se siente venir una tormenta, que aquel resultado estaba cercano y no podía dejar de ser terrible.
No se aburriría, gracias a Dios, porque tendría el pasatiempo más dulce que los sucesos pueden conceder a una mujer de su carácter: una buena venganza que perfeccionar.
Milady era como un general que prevé juntas la victoria y la derrota, y que está preparado, según las alternativas de la batalla, para ir hacia adelante o batirse en retirada.
-Subid a vuestra habitación -le dijo a la señora Bonacieux-, tendréis algunas joyas que desearéis llevaros.
si por casualidad aparecían los mosqueteros, el coche partía al galope, daba la vuelta al convento a iba a esperar a Milady a una pequeña aldea situada al otro lado del bosque.
Si los mosqueteros no aparecían, las cosas marcharían como estaba convenido: la señora Bonacieux subía al coche so protexto de decirle adiós y Milady raptaba a la señora Bonacieux.
La señora Bonacieux entró y, para quitarle cualquier sospecha, si es que la tenía, Milady repitió ante ella al lacayo toda la última parte de sus instrucciones.
Milady hizo algunas preguntas sobre el coche: era una silla tirada por tres caballos, guiada por un postillón;
Era un error de Milady su temor a que la señora Bonacieux tuviera sospechas: la pobre joven era demasiado pura para sospechar en otra mujer semejante perfidia;
además, el nombre de la condesa de Winter, que había oído pronunciar a la abadesa, le era completamente desconocido, a ignoraba incluso que una mujer hubiera tenido parte tan grande y tan fatal en las desgracias de su vida.
Ese hombre va a dar las últimas órdenes: tomad algo, bebed una gota de vino y partamos.
Milady le hizo señas de sentarse ante ella, le puso un vasito de vino español y le sirvió una pechuga.
Pero en el momento en que lo acercaba a su boca, su mano quedó suspendida: acababa de oír en la ruta como el rodar lejano de un galope que se iba aproximando;
Aquel ruido la sacó de su alegría como un ruido de tormenta despierta en medio de un hermoso sueño;
palidecíó y corríó a la ventana mientras la señora Bonacieux, levantándose toda temblorosa, se apoyaba sobre su silla para no caer.
Sin embargo, el ruido se hacía tan nítido que se hubieran podido contar los caballos por el ruido irregular de sus herraduras.
-Sí, sí, huyamos -repitió la señora Bonacieux, pero sin poder dar un paso, clavada como estaba en su sitio por el terror.
En aquel momento se oyó el rodar de un coche, que, a la vista de los mosqueteros partíó al galope.
de un salto, como loca, corríó a la mesa, echó en el vaso de la señora Bonacieux el contenido de un engaste de anillo que abríó con una presteza singular.
Luego, cogiendo el vaso con una mano firme: -Bebed -dijo-, este vino os dará fuerzas, bebed.
D’Artagnan arrojó una pistola aún humeante que tenía en la mano y cayó de rodillas ante su dueña, Athos voivió a poner la suya en su cintura;
Mientras Porthos pedía ayuda con toda la potencia de su voz, Aramis corríó a la mesa para coger un vaso de agua;
pero se detuvo al ver la horrible alteración del rostro de Athos que, de pie ante la mesa, con los pelos erizados, los ojos helados de estupor, miraba uno de los vasos y parecía presa de la duda más horrible.
No es así como quería vengarme -dijo Milady dejando con una sonrisa infernal el vaso encima de la mesa-, pero a fe que se hace lo que se puede.
Varias veces, de terror sin duda, el sudor frío subíó a su frente ardiente.
Por fin, oyó el rechinar de las verjas que se abrían, el ruido de las botas y de las espuelas resonó por las escaleras: había un gran murmullo de voces que iban acercándose, en medio de las cuales le parecía oír pronunciar su nombre.
De pronto lanzó un gran grito de alegría y se lanzó hacia la puerta, había reconocido la voz de D Artagnan.
Los cuatro amigos lanzaron un solo y mismo grito, pero el de Athos dominó todos los demás.
En aquel momento, el rostro de la señora Bonacieux se volvíó lívido, un dolor sordo la abatíó y cayó jadeante en los brazos de Porthos y de Aramis.
Su rostro tan hermoso estaba todo transtornado, sus ojos vidriosos no teman ya mirada, un estremecimiento convulsivo agitaba su cuerpo, el sudor corría por su frente.
Luego, reuniendo todas su fuerzas, cogíó la cabeza del joven entre sus dos manos, lo miró un instante como si toda su alma hubiera pasado a su mirada y, con un grito sollozante, apoyó sus labios sobre los de él.
El joven lanzó un grito y cayó junto a su amante, tan pálido y helado como ella.
En aquel momento un hombre aparecíó en la puerta, casi tan pálido como los que estaban en la habitación, miró todo en torno suyo, vio a la señora Bonacieux muerta y a D’Artagnan desvanecido.
-Señores -prosiguió el recién llegado-, vos estáis como yo a la búsqueda de una mujer que -añadió con una sonrisa terrible- ha debido pasar por aquí, ¡porque veo un cadáver!
-Señores -continuó el extranjero-, puesto que no queréis reconocer a un hombre que probablemente os debe la vida dos veces, tendré que dar mi nombre: soy lord de Winter, el cuñado de esa mujer.
-Salí de Portsmouth cinco horas después que ella -dijo lord de Winter-, llegué a Boulogne tres horas después que ella, no la alcancé por veinte minutos en Saint-Omer;
Y, sin embargo, parece que pese a la diligencia que habéis puesto, ¡habéis llegado demasiado tarde!
-Ya lo veis -dijo Athos señalando a lord de Winter a la señora Bonacieux muerta y a D’Artagnan, al que Porthos y Aramis trataban de que recobrara el conocimiento.
Athos se levantó, se dirigíó hacia su amigo con paso lento y solemne, lo abrazó tiernamente y, como él estallaba en
Athos aprovechó aquel momento de fuerza que la esperanza de la venganza daba a su desdichado amigo para hacer señas a Porthos y Aramis de que fueran a buscar a la superiora.
-Señora -dijo Athos pasando el brazo de D’Artagnan bajo el suyo-, abandonamos a vuestros piadosos cuidados el cuerpo de esta desgraciada mujer.
Y se llevó a su amigo afectuoso como un padre, consolador como un cura, grande como hombre que ha sufrido mucho.
Los cinco, seguidos de sus criados, que llevaban sus caballos de la brida, avanzaron hacia la villa de Béthune, cuyo arrabal se divisaba, y se detuvieron ante el primer albergue que encontraron.
D’Artagnan tenía tal confianza en la palabra de su amigo, que bajó la cabeza y entró en el albergue sin responder nada.
-Ahora, señores -dijo Athos cuando estuvo seguro de que había cinco habitaciones libres en el hotel-, nos retiraremos cada uno a su cuarto;
-Sin embargo, me parece -dijo lord de Winter- que si hay alguna medida que tomar contra la condesa, eso me afecta: es mi cuñada.
D’Artagnan se estremecíó porque comprendíó que Athos estaba seguro de la venganza, puesto que revelaba semejante secreto;
Sólo que, D’Artagnan si no lo habéis perdido, entregadme ese papel que se escapó del sombrero de aquel hombre y sobre el que está escrito el nombre de la villa…
La desesperación de Athos había dejado sitio a un dolor concentrado que hacía más lúcidas aún las brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.
Concentrado por entero en un solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la responsabilidad que había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le procurase un mapa de la provincia, se inclínó encima, interrogó a las líneas trazadas, advirtió que cuatro caminos diferentes se dirigían de Béthune a Armen-tières, a hizo llamar a los criados.
Planchet, el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había desaparecido el coche contra el que los cuatro amigos
Athos puso en campaña primero a los criados porque desde que estos hombres estaban a su servicio y al de sus amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y esenciales.
En segundo lugar, criados que preguntan inspiran a los transeúntes menos desconfianza que sus amos, y hallan más simpatía en aquellos a quienes se dirigen.
Los cuatro debían hallarse al día siguiente, a las once, en el lugar indicado;
si habían descubierto el refugio de Milady, tres permanecerían custodiándola, el cuarto regresaría a Béthune para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro amigos.
el hombre al que se dirigía retrocedíó con terror, sin embargo respondíó a las palabras del mosquetero con una indicación.
el vigilante nocturno dejó percibir el mismo tenor, rehúsó también acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía seguir.
Athos caminó en la dirección indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo opuesto de la villa, aquel por el que él y sus compañeros habían entrado.
El mendigo dudó un instante pero, a la vista de la moneda de plata que brillaba en la oscuridad, se decidíó y caminó delante de Athos.
Llegado a la esquina de una calle, le mostró de lejos una casita aislada, solitaria, triste;
Athos dio una vuelta a la casa antes de distinguir la puerta en medio del color rojizo con que aquella casa estaba pintada;
ninguna luz se colaba por las cortaduras de las contraventanas, ningún ruido dejaba suponer que estuviese habitada, era sombría y muda como una tumba.
finalmente, la puerta se entreabríó, y un hombre de talla alta, tez pálida, pelo y barba negros, aparecíó.
Athos y él cambiaron algunas palabras en voz baja, luego el hombre de talla alta hizo señas al mosquetero de que podía entrar.
El hombre al que Athos había venido a buscar tan lejos y al que había encontrado con tanto esfuerzo, lo hizo entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres ruidosos huesos de un esqueleto.
El resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias naturales: había tarros llenos de serpientes, etiquetados según las especies;
lagartos disecados relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra;
en fin, botes de hierbas silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas al techo y bajaban por las esquinas del cuarto.
Athos lanzó una ojeada fría a indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de describir y, a invitación de aquel al que venía a buscar, se sentó a su lado.
mas apenas hubo expuesto su demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedíó con terror y rehúsó.
Entonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el que había escritas dos líneas acompañadas de una firma y un sello, y lo presentó a aquel que daba demasiado prematuramente aquellas señales de repugnancia.
El hombre de alta estatura, apenas hubo leído aquellas dos líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclínó en señal de que no tenía ya ninguna objeción que hacer, y que estaba dispuesto a obedecer.
se levantó, saludó, salíó, tomó al irse el mismo camino que había seguido para venir, volvíó a entrar en la hostería y se encerró en su cuarto.
Algunos instantes después, la superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de que el entierro de la víctima de Milady tendría lugar a mediodía.
sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya arena habían reconocido la huella de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado cerrada;
las campanas tocaban a duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada.
En medio del coro estaba puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia.
A cada lado del coro, y tras las verjas que se abrían sobre el convento, estaba toda la comunidad de Carmelitas, que escuchaba desde allí el servicio divino y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes, sin ver a los profanos ni ser vista por ellos.
y allí, sobre la arena, siguiendo los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por donde había pasado, avanzó hasta la puerta que dabá al bosque, se la hizo abrir y se metíó en el bosque.
Entonces todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido contorneaba el bosque.
ligeras manchas de sangre, que provénían de una herida hecha o al hombre que acompañaba el coche como correo o a uno de los caballos, salpicaban el cami-no.
Al cabo de tres cuartos de legua aproximadamente, a cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sagre más amplia;
Entre el bosque y aquel lugar desnudo, un poco antes de la tierra lastimada, se encontraba la misma huella de breves pasos que en el jardín;
Satisfecho por este descubrimiento que confirmaba todas sus sospechas, Athos volvíó a la hostería y encontró a Planchet que lo esperaba con impaciencia.
Planchet había seguido la ruta, había observado, como Athos, las manchas de sangre, como Athos había reconocido el lugar en que los caballos se habían detenido;
pero había ido más lejos de Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue, sin haber tenido necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las
ocho y media de la noche, un hombre herido, que acompañaba a una dama que viajaba en una silla de posta, se había visto obligado a detenerse, sin poder seguir delante.
El accidente habría sido cargado en la cuenta de ladrones que habían detenido la silla en el bosque.
El hombre había quedado en la aldea, la mujer había hecho el relevo y continuado su camino.
No había hablado diez minutos con las gentes del albergue cuando ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había alquilado una habitación, había hecho venir al dueño de la hostería y le había dicho que deseaba permanecer algún tiempo por aquellos alrededores.
Corríó al lugar de la cita, encontró a los tres lacayos puntuales en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la hostería y volvíó en busca de Athos, que acababa de recibir los informes de Planchet cuando sus amigos regresaron.
A las ocho de la noche, Athos dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar a lord de Winter y a sus amigos de que se preparasen para la expedición.
Los cuatro caballeros miraron en torno suyo con sorpresa, porque buscaban inúltimente en su mente quién era aquel que podía faltarles.
Un cuarto de hora después volvíó, efectivamente, acompañado de un hombre enmascarado y envuelto en una gran capa roja.
Era triste al aspecto de aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada cual en su pensamiento, taciturnos como la desesperación, sombríos como el castigo.
Era una noche tormentosa y lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la claridad de las estrellas;
A veces, a la luz de un relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la ruta que se desorrollaba blanca y solitaria;
A cada momento Athos invitaba a D’Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña tropa, a ocupar su puesto, que al cabo de un instante abandonaba de nuevo;
Cruzaron en silencio la aldea de Festubert, donde se había quedado el doméstico herido, luego bordearon el bosque de Richebourg;
Varias veces, lord de Winter, Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al hombre de la capa roja;
Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que el desconocido guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la palabra.
Además, la tormenta crecía, los relámpagos se sucedían rápidamente, el trueno comenzaba a gruñir, y el viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas de los caballeros.
sentía placer en dejar correr el agua sobre su frente ardiente y sobre su cuerpo agitado por escalofríos febriles.
En el momento que la pequeña tropa hubo pasado Goskal a iba a llegar a la posta, un hombre, refugiado bajo un árbol, se separó del tronco con el que había permanecido confundido en la oscuridad, y avanzó hasta el medio de la ruta, poniendo sus dedos sobre sus labios.
Grimaud extendíó el brazo, y a la luz azulada de la serpiente de fuego se distinguíó una casita aislada, a orillas del río, a cien pasos de una barcaza.
Athos saltó de su caballo, cuya brida puso en manos de Grimaud, y avanzó hacia la ventana tras haber hecho señas al resto de la tropa de virar hacia el lado de la puerta.
La casita estaba rodeada por un seto vivo, de dos o tres pies de alto.
Athos franqueó el seto, llegó hasta la ventana privada de contraventanas, pero cuyas semicortinas estaban completamente echadas.
Se subíó sobre el reborde de piedra, a fin de que su mirada pudiera sobrepasar la altura de las cortinas.
A la luz de una lámpara vio a una mujer envuelta en un manto de color oscuro sentada en un escabel, junto a un fuego moribundo: sus codos estaban apoyados sobre una mala mesa, y apoyaba su cabeza en sus dos manos blancas como el marfil.
No se podía distinguir su rostro, pero una sonrisa siniestra pasó por los labios de Athos: no podía equivocarse, era la que buscaba.
Athos comprendíó que lo había reconocido, empujó la ventana con la rodilla y con la mano, la ventana cedíó, los cristales se rompieron.
D’Artagnan obedecíó, porque Athos tenía la voz solemne y el gesto poderoso de un juez enviado por el Señor mismo.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber envenenado a Constance Bonacieux, muerta ayer tarde.
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haber querido envenenarme a mí mismo, con vino que había enviado de Villeroy, con una falsa carta como si el vino fuera de mis amigos;
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haberme empujado a asesinar al barón de Wardes;
Ante la carta de aviso que me escribisteis, hice detener a esta mujer, y la di para guardarla a un leal servidor;
ella corrompíó a aquel hombre, ella le puso el puñal en la mano, ella le obligó a matar al duque, y quizá en este momento Felton pague con su cabeza el crimen de esta furia.
Un estremecimiento corríó entre los jueces ante la revelación de estos críMenes aún desconocidos.
mi hermano, que os había hecho su heredero, murió en tres horas de una extraña enfermedad que deja manchas lívidas en todo el cuerpo.
-Asesina de Buckingham, asesina de Felton, asesina de mi hermano, pido justicia contra vos, y declaro que, si no me la hacen, me la haré yo.
Milady dejó caer su frente en sus dos manos y trató de recordar sus ideas confundidas por un vértigo mortal.
-Me toca a mí -dijo Athos, temblando como el león tiembla a la vista de la serpiente-, me toca a mí.
-exclamó Milady sofocada por el terror y cuyos cabellos se soltaron y se erizaron sobre su lívida cabeza como si hubieran estado vivos.
Incluso Athos lo miraba con tanta estupefacción como los otros, porque ignoraba cómo podía estar él mezclado en algo en el horrible drama que se desarrollaba en aquel momento.
Tras haberse acercado a Milady con paso lento y solemne, de modo que sólo la mesa lo separaba de ella, el desconocido se quitó la máscara.
Milady miró algún tiempo con un tenor creciente aquel rostro pálido enmarcado entre cabellos y patillas negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada.
-exclamó con una voz ronca y volvíéndose hacía el muro, como s¡ hubiera podido abrirse un paso con sus manos.
Todo el mundo se apartó, y el hombre de la capa roja permanecíó solo de pie en medio de la sala.
Todos los ojos estaban fijos en aquel hombre cuyas palabras esperaban con una ávida ansiedad.
pero para marcharse de la regíón, para huir juntos, para alcanzar otra parte de Francia donde pudieran vivir tranquilos porque serían desconocidos, hacía falta dinero;
Juré entonces que esta mujer que lo había perdido, que era más que su cómplice, puesto que lo había empujado al crimen, compartiría por lo menos el castigo.
Sospeché el lugar en que estaba oculta, la perseguí, la alcancé, la agarroté y le imprimí la misma marca que había impreso en mi hermano.
Al día siguiente de mi regre so a Lille, mi hermano consiguió escaparse, se me acusó de complicidad y se me condenó a permanecer en prisión en su puesto mientras no se constituyera él prisionero.
El señor de la tierra en que estaba situada la iglesia del curato vio aquella pretendida hermana y se enamoró de ella, enamorándose hasta el punto de que le propuso desposarla.
Todos los ojos se volvieron hacia Athos, cuyo verdadero nombre era aquél, y que hizo señal con la cabeza de que cuanto había dicho el verdugo era cierto.
-Entonces -prosiguió aquél-, loco, desesperado, decidido a quitarse su existencia, a quien ella había quitado todo, honor y felicidad, mi hermano regresó a Lille, y, enterándose del juicio que me había condenado en su lugar, se constituyó prisionero y se colgó la misma noche del tragaluz de su calabozo.
Milady lanzó un aullido horroroso y dio algunos pasos hacia sus jueces arrastrándose de rodillas.
-Anne de Breuil, condesa de La Fère, milady de Winter -dijo-, vuestros críMenes han cansado a los hombres en la tierra y a Dios en el cielo.
A estas palabras que no dejaban ninguna esperanza, Milady se alzó en toda su estatura y quiso hablar, pero las fuerzas le faltaron;
sintió que una mano potente a implacable la cogía por lo pelos y la arrastraba tan irrevocablemente como la fatalidad arrastra al hombre: no trató siquiera de hacer resistencia y salíó de la cabaña.
Los criados siguieron a sus amos y la habitación quedó solitaria con su ventana rota, su puerta abierta y su lámpara humeante que ardía tristemente sobre la mesa.
la luna, escoltada por su menguante y ensangrentada por las últimas huellas de la tormenta, se alzaba tras la pequeña aldea de Armentières, que destacaba sobre su claridad macilenta la silueta sombría de sus casas y el esqueleto de su alto campanario recortado a la luz.
Enfrente, el Lys hacía rodar sus aguas semejantes a un río de estaño fundido, mientras que en la otra orilla se veía la masa negra de los árboles perfilarse sobre un cielo tormentoso invadido por gruesas nubes de cobre que hacían una especie de crepúsculo en medio de la noche.
A la izquierda se alzaba un viejo molino abandonado, de aspas inmóviles, en cuyas ruinas una lechuza dejaba oír su grito agudo, periódico y monótono.
Aquí y allá, en la llanura, a izquierda y derecha del camino que seguía el lúgubre cortejo, aparecían algunos árboles bajos y achaparrados que parecían enanos disformes acuclillados para acechar a los hombres en aquella hora siniestra.
De vez en cuando un largo relámpago abría el horizonte en toda su amplitud, serpenteaba por encima de la masa negra de árboles y venía como una espantosa cimitarra a cortar el cielo y el agua en dos partes.
el suelo estaba húmedo y resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, y las hierbas reanimadas despedían su olor con más energía.
pero si me entregáis a vuestros amigos, tengo aquí cerca vengadores que os harán pagar cara mi muerte.
-Sois unos cobardes, sois unos miserables asesinos, os hacen falta diez para degollar a una mujer;
-Vois no sois una mujer -dijo fríamente Athos-, no pertenecéis a la especie humana, sois un demonio escapado del infierno y vamos a devolveros a él.
-El verdugo uede matar sin ser por ello un asesino, señora- dijo el hombre de la capa roja golpeando sobre su larga espada-;
Y cuando la ataba diciendo estas palabras, Milady lanzó dos o tres gritos salvajes que causaron un efecto sombrío y extraño volando en la noche y perdíéndose en las profundidades del bosque.
-Pero si soy culpable, si he cometido los críMenes de los que me acusáis -aullaba Milady-, llevadme ante un tribunal;
-La mujer que envenenasteis en Béthune era más joven aún que vos, señora, y, sin embargo, está muerta -dijo D’Artagnan.
Aquellos gritos tenían algo tan desgarrador que D’Artagnan, que al principio era el más encarnizado en la persecución de Milady, se dejó deslizar sobre un tronco a inclínó la cabeza, tapándose las orejas con las palmas de sus manos;
-De buena gana, monseñor -dijo el verdugo-, porque, tan cierto como que soy católico, creo firmemente que soy justo al cumplir mi función en esta mujer.
os perdono mi futuro roto, mi honor perdido, mi honor mancillado y mi salvación eterna comprometida por la desesperación a que me habéis arrojado.
-Yo os perdono -dijo- el envenenamiento de mi hermano, el asesinato de Su Gracia lord de Buckingham, yo os perdono la muerte del pobre Felton, yo os perdono las tentativas contra mi persona.
-Y a mí -dijo D’Artagnan- perdonadme, señora, haber provocado vuestra cólera con un engaño indigno de un gentilhombre;
y a cambio, yo os perdono el asesinato de mi pobre amiga y vuestras vene ganzas crueles contra mí, yo os perdono y lloro por vos.
Entonces se levantó por sí misma y lanzó en torno suyo una de esas miradas claras que parecían brotar de unos ojos de llama.
La barca se deslizaba lentamente a lo largo de la cuerda de la barcaza, bajo el reflejo de una nube pálida que estaba suspendida sobre el agua en aquel momento.
comprendíó que el cielo le negaba su ayuda y permanecíó en la actitud en que se encontraba, con la cabeza inclinada y las manos juntas.
Entonces el verdugo se quitó su capa roja, la extendíó en tierra, depositó allí el cuerpo, arrojó allí la cabeza, la ató por las cuatro esquinas, se la echó al hombro y volvíó a subir a la barca.
Llegado al centro del Lys, detuvo la barca, y, suspendido su fardo sobre el río: -¡Dejad pasar la justicia de Dios!
-Y bien, señores -les preguntó el bravo capitán-, ¿os habéis divertido en vuestra excursión?
Conclusión El 6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar París para volver a La Rochelle, salíó de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa de esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.
Aunque prevenida de que el hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina, cuando se le anunció esta muerte, no quiso creerla;
Pero al día siguiente tuvo que creer en aquella fatal noticia: La Porte, retenido como todo el mundo en Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y fúnebre presente que Buckingham enviaba a la reina.
sentía que al volver al campamento iba a recuperar su esclavitud, y, sin embargo, volvía allí.
Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello brillaba en sus ojos, una sonrisa amarga pasaba por sus labios;
Tan pronto como llegaba la escolta a una villa, cuando habían conducido al rey a su alojamiento, los cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna taberna apartada, donde ni jugaban ni bebían;
Un día en que el rey había hecho un alto en la ruta para cazar la picaza y en que los cuatro amigos, según su costumbre, en vez de seguir la caza, se habían detenido en una taberna sobre la carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se detuvo a la puerta para beber un vaso de vino y hundíó su mirada en el interior de la habitación donde estaban sentados a la mesa los cuatro mosqueteros.
en nombre del rey os detengo, y digo que tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia;
-Soy el caballero de Rochefort -respondíó el desconocido-, el escudero del señor cardenal de Richelieu, y tengo orden de llevaros junto a Su Eminencia.
-Volvemos junto a Su Eminencia, señor caballero -dijo Athos adelantándose- y aceptaréis la palabra del señor D’Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La Rochelle.
-Señores -dijo-, si el señor D’Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a la vuestra, me contentaré con vuestra promesa de conducir al señor D’Artagnan al campamento del señor cardenal.
Rochefort se quedó un instante pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de Surgères, hasta donde el cardenal debía ir ante el rey, resolvíó seguir el consejo de Athos y volver con ellos.
El ministro y el rey intercambiaron muchas caricias, se felicitaron por el venturoso azar que desembarazaba a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba a Europa contra ella.
Tras lo cual, el cardenal, que había sido avisado por Rochefort de que D’Artagnan estaba detenido, y que tenía prisa por verlo, se despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los trabajos del dique que estaban acabados.
Al volver aquella noche a su acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró de pie, ante la puerta de la casa que habitaba, a D’Artagnan sin espada y a los tres mosqueteros armados.
Su Eminencia fruncíó el ceño, se detuvo un instante, luego continuó su camino sin pronunciar una sola palabra.
Su Eminencia se dirigíó a la habitación que le servía de gabinete e hizo seña a Rochefort de introducir al joven mosquetero.
-Si monseñor quiere decirme primero los críMenes que se me imputan, yo le diré luego los hechos que he realizado.
-Se os imputa haber mantenido correspondencia con los enemigos del reino, se os imputa haber sorprendido los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar los planes de vuestro general.
Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado a un hombre en Francia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su segundo marido y que ha intentado envenenarme a mí mismo.
D’Artagnan contó entonces el envenenamiento de la señora Bonacieux en el convento de las Carmelitas de Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del Lys.
Pero, de pronto como sufriendo la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del cardenal, sombrío hasta entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta serenidad.
-Así -dijo con una voz cuya dulzura contrastaba con la severidad de sus palabras-, así que os habéis constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y castigan son asesinos.
-Sí, lo sé, sois un hombre de corazón, señor -dijo el cardenal con una voz casi afectuosa-;
Y D’Artagnan presentó al cardenal el preciso papel que Athos había arrancado a Milady, y que había dado a D’Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.
Richelieu.» El cardenal, tras haber leído estas dos líneas, cayó en una meditación profunda, pero no devolvíó el papel a D’Artagnan.
Finalmente, alzó la cabeza, fijó su mirada de ágüila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente, leyó en aquel rostro surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado desde hacía un mes, y pensó por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel muchacho de veintiún años, y qué recursos podría ofrecer a un buen amo su actividad, su valor y su ingenio.
El cardenal se acercó a la mesa y, sin sentarse, escribíó algunas líneas sobre un pergamino cuyos dos tercios ertaban ya cubiertos y puso su sello.
-Tomad, señor -dijo el cardenal al joven-, os he cogido un salvoconducto y os devuelvo otro.
-Sois un muchacho valiente, D’Artagnan -interrumpíó el cardenal palmeándolo familiarmente en el hombro, encantado por haber vencido a aquella naturaleza rebelde-.
En efecto, aquella misma noche D’Artagnan se dirigíó al alojamiento de Athos, a quien encontró a punto de vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba religiosamente todas las noches.
Le contó lo que había pasado entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su bolso: -Tomad, mi querido Athos -dijo-, a vos os corresponde, naturalmente.
Lo encontró vestido con un magnífico traje, cubierto de espléndidos brocados y mirándose a un espejo.
-De maravilla -dijo D’Artagnan-, pero vengo a proponeros un traje que aún os iría mejor.
D’Artagnan contó a Porthos su entrevista con el cardenal, y sacando el despacho de su bolso: -Tomad, querido -dijo-, escribid vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para mí.
de suerte que, querido amigo, dado que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda.
lo habéis merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre seguidos con tan felices resultados.
Guardad ese despacho, D’Artagnan: el oficio de las armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado capitán.
D’Artagnan, con los ojos húmedos de gratitud y resplandecientes de alegría, volvíó a Athos, a quien encontró aún en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la lámpara.
Y dejó caer su cabeza entre sus dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.
-Sois joven -respondíó Athos-, y vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse en dulces recuerdos.
Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.
En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género.
Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo.
Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español.
De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de Abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.
Un joven…, pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a Don Quijote a los dieciocho años, un Don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un Don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de heces y de azul celeste.
los músculos maxilares enormente desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma;
demasiado grande para ser un adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo.
Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béam, de doce á catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho le-guas diarias.
Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutíó sobre su caballero.
Y esa sensación había sido tanto más penosa para el joven D’Artagnan (así se llamaba el Don Quijote de este nuevo Rocinante) cuanto que no se le ocultaba el lado ridículo que le prestaba, por buen caballero que fuese, semejante montura;
también él había lanzado un fuerte suspiro al aceptar el regalo que le había hecho el señor D’Artagnan pa-dre.
-Hijo mío -había dicho el gentilhombre gascón en ese puro patois de Béam del que jamás había podido desembarazarse Enrique IV-, hijo mío, este caballo ha nacido en la casa de vuestro padre, tendrá pronto trece años, y ha permanecido aquí todo ese tiempo, lo que debe llevaros a amarlo.
En la corte -continuó el señor D’Artagnan padre-, si es que tenéis el honor de ir a ella, honor al que por lo demás os da derecho vuestra antigua nobleza, mantened dignamente vuestro nombre de gentilhombre, que ha sido dignamente llevado por vuestros antepasados desde hace más de quinientos años.
Por vos y por los vuestros (por los vuestros entiendo vuestros parientes y amigos) no soportéis nunca nada salvo del señor cardenal y del rey.
No tengo, hijo mío, más que quince escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír.
Vuestra madre añadirá la receta de cierto bálsamo que supo de una gitana y que tiene una virtud milagrosa para curar cualquier herida que no alcance el corazón.
Sólo tengo una cosa que añadir, y es un ejemplo que os propongo, no el mío porque yo nunca he aparecido por la corte y sólo hice las guerras de religión como voluntario;
me refiero al señor de Tréville, que fue antaño vecino mío, y que tuvo el honor siendo niño de jugar con nuestro rey Luis XIII, a quien Dios conserve.
tras la muerte del difunto rey hasta la mayoría del joven, sin contar las guerras y los asedios, siete veces;
Y pese a los edictos, las ordenanzas y los arrestos, vedle capitán de los mosqueteros, es decir, jefe de una legión de Césares a quien el rey hace mucho caso y a quien el señor cardenal teme, precisamente él que, como todos saben, no teme a nada.
Con esto, el señor D’Artagnan padre ciñó a su hijo su propia espada, lo besó tiernamente en ambas mejillas y le dio su bendición.
Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa receta cuyo empleo los consejos que acabamos de referir debían hacer bastante frecuente.
Los adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el otro, no porque el señor D’Artagnan no amara a su hijo, que era su único vás-tago, sino porque el señor D’Artagnan era hombre, y hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la emoción, mientras que la señora D’Artagnan era mujer y, además, madre.
Lloró en abundancia y, digámoslo en alabanza del señor D’Artagnan hijo, por más esfuerzo que él hizo por aguantar sereno como debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y derramó muchas lágrimas de las que a duras penas consiguió ocultar la mitad.
El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes paternos y que estaban compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville;
Con semejante vademécum, D’Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta del héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de historiador nos han obligado a trazar su retrato.
Don Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos: D’Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación.
De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde Tarbes hasta Meung y que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias;
Y no es que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los rostros de los que pasaban;
pero como encima de la jaca tintineaba una espada de tamaño respetable y encima de esa espada brillaba un ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como las máscaras antiguas.
Pero aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del Franc Meunier sin que nadie, hostelero, mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D’Artagnan divisó en una ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y altivo gesto aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos personas que parecían escucharle con deferencia.
El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el narrador, se echaban a reír a cada instante.
Como media sonrisa bastaba para despertar la irascibilidad del joven, fácilmente se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa hilaridad.
Clavó su mirada altiva sobre el extraño y reconocíó un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado;
iba vestido con un jubón y calzas violetas con agujetas de igual color, sin más adorno que las cuchilladas habituales por las que pasaba la camisa.
Aquellas calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como vestidos de viaje largo tiempo encerrados en un baúl.
D’Artagnan hizo todas estas observaciones con la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un sentimiento instintivo que le decía que aquel desconocido debía tener gran influencia sobre su vida futura.
Y como en el momento en que D’Artagnan fijaba su mirada en el gentilhombre de jubón violeta, el gentilhombre hacía respecto a la jaca bearnesa una de sus más sabias y más profundas demostraciones, sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó, contra su costumbre, vagar visiblemente, si es que se puede hablar así, una pálida sonrisa sobre su rostro.
Por eso, lleno de tal convicción, hundíó su boina hasta los ojos y, tratando de copiar algunos aires de corte que había sorprendido en Gascuña entre los señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición de su espada y la otra apoyada en la cadera.
Desgraciadamente, a medida que avanzaba, la cólera le enceguecía más y más, y en vez del discurso digno y altivo que había preparado para formular su provocación, sólo halló en la punta de su lengua una personalidad grosera que acompañó con un gesto furioso.
El gentilhombre volvíó lentamente los ojos de la montura al caballero, como si hubiera necesitado cierto tiempo para comprender que era a él a quien se dirigían tan extraños reproches;
luego, cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se fruncíó ligeramente y tras una larga pausa, con un acento de ironía y de insolencia imposible de describir, respondíó a D’Artagnan:
-exclamó el joven exasperado por aquella mezcla de insolencia y de buenas maneras, de conveniencias y de desdenes.
El desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa y, apartándose de la ventana, salíó lentamente de la hostería para venir a plantarse a dos pasos de D’Artagnan frente al caballo.
Su actitud tranquila y su fisonomía burlona habían redoblado la hilaridad de aquellos con quienes hablaba y que se habían quedado en la ventana.
-Decididamente este caballo es, o mejor, fue en su juventud botón de oro –
dijo el desconocido continuando las investigaciones comenzadas y dirigíéndose a sus oyentes de la ventana, sin aparentar en modo alguno notar la exasperación de D’Artagnan, que sin embargo estaba de pie entre él y ellos-;
-Señor -prosiguió el desconocido-, no río muy a menudo, como vos mismo podéis ver por el aspecto de mi rostro;
Pues bien, es muy justo -y girando sobre sus talones se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal, bajo la que D’Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente ensillado.
Pero D’Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la insolencia de burlarse de él.
Acababa de terminar cuando D’Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez.
El desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia.
Pero en el mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D’Artagnan a bastonazos, patadas y empellones.
Lo cual fue una diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D’Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel que cumplíó con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:
-gritaba D’Artagnan mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.
Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.
El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos cuidados.
En cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la ventana y miraba con cierta impaciencia a todo aquel gentío cuya permanencia allí parecía causarle viva contrariedad.
-dijo volvíéndose al ruido de la puerta que se abríó y dirigíéndose al hostelero que venía a informarse sobre su salud.
-Sí, completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo quien os prequnta qué ha pasado con nuestro joven.
Durante su desvanecimiento lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y en su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al desmayarse que, si tal cosa le hubiera ocurrido en París, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os arrepentiréis más tarde.
-Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa de este insulto a su protegido.»
Veamos, querido hostelero: mientras vuestro joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese bolso.
El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no observó la expresión que sus palabras habían dado a la fisonomía del desconocido.
Este se apartó del reborde de la ventana sobre el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y fruncíó el ceño como hombre inquieto.
En conciencia, no puedo matarlo, y sin embargo -añadió con una expresión fríamente amenazadora-, sin embargo, me molesta.
-Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada principal, completamente aparejado para partir.
Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo que echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había encontrado a D’Artagnan dueño por fin de sus sentidos.
Entonces, tratando de hacerle comprender que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a buscar querella a un gran señor -porque, en opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran señor-, le convencíó para que, pese a su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino.
D’Artagnan, medio aturdido, sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por el hostelero, comenzó a bajar;
pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su provocador que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada por dos gruesos caballos normandos.
Su interlocutora, cuya cabeza aparecía enmarcada en la portezuela, era una mujer de veinte a veintidós años.
Era una persona pálida y rubia, de largos cabellos que caían en bucles sobre sus hombros, de grandes ojos azules lánguidos, de labios rosados y manos de alabastro.
-Es ese insolente muchachito el que castiga a los otros -exclamó-, y espero que esta vez aquel a quien debe castigar no escapará como la primera.
-Pensad -dijo milady al ver al gentilhombre llevar la mano a su espada-, pensad que el menor retraso puede perderlo todo.
Y saludando a la dama con un gesto de cabeza, se abalanzó sobre su caballo, mientras el cochero de la carroza azotaba vigorosamente a su tiro.
-vociferó el hostelero, cuyo afecto a su viajero se trocaba en profundo desdén al ver que se alejaba sin saldar sus cuentas.
-Paga, bribón -gritó el viajero, siempre galopando, a su lacayo, el cual arrojó a los pies del hostelero dos o tres monedas de plata, y se puso a galopar tras su señor.
cuando sus oídos le zumbaron, le dominó un vahído, una nube de sangre pasó por sus ojos, y cayó en medio de la calle gritando todavía:
-En efecto, es muy cobarde -murmuró el hostelero aproximándose a D’Artagnan, y tratando mediante esta adulación de reconciliarse con el obre muchacho, como la garza de la fábula con su limaco nocturno.
-Es igual -dijo el hostelero-, pierdo dos, pero me queda éste, al que estoy seguro de conservar por lo menos algunos días.
Ya se sabe que once escudos constituían precisamente la suma que quedaba en la bolsa de D’Artagnan.
El hostelero había contado con once días de enfermedad, a escudo por día;
Al día siguiente, a las cinco de la mañana, D’Artagnan se levantó, bajó él mismo a la cocina, pidió, además de otros ingredientes cuya lista no ha llegado hasta nosotros, vino, aceite, romero, y, con la receta de su madre en la mano, se preparó un bálsamo con el que ungíó sus numerosas heridas, renovando él mismo sus vendas y no queriendo admitir la ayuda de ningún médico.
Gracias sin duda a la eficacia del bálsamo de Bohemia, y quizá también gracias a la ausencia de todo doctor, D’Artagnan se encontró de pie aquella misma noche, y casi curado al día siguiente.
Pero en el momento de pagar aquel romero, aquel aceite y aquel vino, único gasto del amo que había guardado dieta absoluta mientras que, por el contrario, el caballo amarillo, al decir del hostelero al menos, había comido tres veces más de lo que razonablemente se hubiera podido suponer por su talla, D’Artagnan no encontró en su bolso más que su pequeña bolsa de terciopelo raído así como los once escudos que conténía;
El joven comenzó por buscar aquella carta con gran impaciencia, volviendo y revolviendo veinte veces sus bolsos y bolsillos, buscando y rebuscando en su talego, abriendo y cerrando su bolso;
pero cuando se hubo convencido de que la carta era inencontrable, entró en un tercer acceso de rabia que a punto estuvo de provocarle un nuevo consumo de vino y de aceite aromatizados;
todo en el establecimiento si no encontraban su carta, el hostelero había cogido ya un chuzo, su mujer un mango de escoba, y sus criados los mismos bastones que habían servido la víspera.
y es que, como ya lo hemos dicho, su espada se había roto en dos trozos durante la primera refriega, cosa que él había olvidado por completo.
Y de ello resultó que cuando D’Artagnan quiso desenvainar, se encontró armado pura y simplemente con un trozo de espada de ocho o diez pulgadas más o menos, que el hostelero había encasquetado cuidadosamente en la vaina.
En cuanto al resto de la hoja, el chef la había ocultado hábilmente para hacerse una aguja mechera.
Sin embargo, esta decepción no hubiera detenido probablemente a nuestro fogoso joven, si el huésped no hubiera pensado que la reclamación que le dirigía su viajero era perfectamente justa.
Después del rey y del señor cardenal, el señor de Tréville era el hombre cuyo nombre era quizá el repetido con más frecuencia por los militares a incluso por los burgueses.
pero su nombre a él nunca le era pronunciado sino en voz baja, ¡tan grande era el terror que inspiraba la eminencia gris, como se llamaba al familiar del cardenal!
Por eso, arrojando su chuzo lejos de sí, y ordenando a su mujer hacer otro tanto con su mango de escoba y a sus servidores con sus bastones, fue el primero que dio ejemplo en buscar la carta perdida.
-Bonos contra la tesorería particular de Su Majestad -respondíó D’Artagnan que, contando con entrar en el servicio del rey gracias a esta recomendación, creía poder dar aquella respuesta algo aventurada sin mentir.
Nada arriesgaba diciendo veinte mil, pero cierto pudor juvenil lo contuvo.
Un rayo de luz alcanzó de pronto la mente del hostelero, que se daba a todos los diablos al no encontrar nada.
-respondíó D’Artagnan poco convencido, porque sabía mejor que nadie la importancia completamente personal de aquella carta, y no veía en ella nada que pudiera provocar la codicia.
cuando yo le anuncié que Vuestra Señoría era el protegido del señor de Tréville, y que teníais incluso una carta para ese ilustre gentilhombre, parecíó muy inquieto, me preguntó dónde estaba aquella carta, y bajó inmediatamente a la cocina donde sabía que estaba vuestro jubón.
Luego sacó majestuosamente dos escudos de su bolsillo, se los dio al hostelero, que lo acompañó, sombrero en mano, hasta la puerta, y subíó a su caballo amarillo, que le condujo sin otro accidente hasta la puerta Saint-Antoine, en París, donde su propietario lo vendíó por tres escudos, lo cual era pagarlo muy bien, dado que D’Artagnan lo había agotado hasta el exceso durante la última etapa.
Además, el chalán a quien D’Artagnan lo cedíó por las nueve libras susodichas no ocultó al joven que sólo le daba aquella exorbitante suma debido a la originalidad de su color.
D’Artagnan entró, pues, en París a pie, llevando su pequeño paquete bajo el brazo, y caminó hasta encontrar una habitación de alquiler que convino a la exigüidad de sus recursos.
Tan pronto como hubo gastado su último denario, D’Artagnan tomó posesión de su alojamiento, pasó el resto de la jornada cosiendo su jubón y sus calzas de pasamanería, que su madre había descosido de un jubón casi nuevo del señor D’Artagnan padre, y que le había dado a escondidas;
palacio del señor de Tréville que estaba situado en la calle del Vieux-Colombier, es decir, precisamente en las cercanías del cuarto apalabrado por D’Artagnan, circunstancia que le parecíó de feliz augurio para el éxito de su viaje.
Tras ello, contento por la forma en que se había conducido en Meung sin remordimientos por el pasado, confiando en el presente y lleno de esperanza en el porvenir, se acostó y se durmió con el sueño del valiente.
Aquel sueño, todavía totalmente provinciano, le llevó hasta las nueve de la mañana, hora en que se levantó para dirigirse al palacio de aquel famoso señor de Tréville, el tercer personaje del reino según la estimación paterna.
El señor de Troisville, como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo en París, había empezado en realidad como D’Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiemto que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry recibe en realidad.
Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro.
El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta de dinero contante y sonante -cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el ingenio-, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición de París, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis.
Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa.
Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él.
Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello dejaba de ser afecto.
era una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry.
Cuando hubo visto la formidable elite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de Francia también había querido tener su guardia.
Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales selec-cionar para su servicio, en todas las provincias de Francia a incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus estocadas.
y al tiempo que se pronunciaban en voz alta contra los duelos y contra las riñas, los excitaban por lo bajo a llegar a las manos, y concebían un auténtico pesar o una alegría inmoderada por la derrota o la victoria de los suyos.
Tréville había captado el lado débil de su amo, y gracias a esta habilidad debía el largo y constante favor de un rey que no ha dejado reputación de haber sido muy fiel a sus amistades.
Hacía desfilar a sus mosqueteros entre el cardenal Armand Duplessis con un aire burlón que erizaba de cólera el mostacho gris de Su Eminencia.
Tréville entendía admirablemente bien la guerra de aquella época, en la que, cuando no se vivía a expensas del enemigo, se vivía a expensas de sus compatriotas: sus soldados formaban una legión de jaraneros, indisciplinada para cualquier otro que no fuera él.
Desaliñados, borrachos, despellejados, los mosqueteros del rey, o mejor los del señor de Tréville, se desparramaban por las tabernas, por los paseos, por los juegos públicos, gritando fuerte y retorcíéndose los mostachos, haciendo sonar sus espuelas, enfrentándose con placer a los guardias del señor cardenal cuando los encontraban;
Por eso el señor de Tréville era alabado en todos los tonos, cantado en todas las gamas por aquellos hombres que le adoraban y que, bandidos todos como eran, temblaban ante él como escolares ante su maestro, obedeciendo a la menor palabra y prestos a hacerse matar para lavar el menor reproche.
El señor de Tréville había usado esta palanca poderosa en favor del rey en primer lugar y de los amigos del rey, y luego en favor de él mismo y sus amigos.
Por lo demás, en ninguna de las Memorias de esa época que tantas Memorias ha dejado se ve que ese digno gentilhombre haya sido acusado, ni siquiera por sus enemigos -y los tenía tanto entre las gentes de pluma como entre las gentes de espada- en ninguna parte se ve, decimos, que ese digno gentilhombre haya sido acusado de hacerse pagar la cooperación de sus secuaces.
Con un raro ingenio para la intriga, que lo hacía émulo de los mayores intrigantes había permanecido honesto.
Es más, a pesar de las grandes estocadas que dejan a uno derrengado y de los ejercicios penosos que fatigan, se había convertido en uno de los más galantes trotacalles, en uno de los más finos lechuguinos, en uno de los más alambicados habladores ampulosos de su época;
pero su padre, sol pluribus impar, dejó su esplendor personal a cada uno de sus favoritos, su valor individual a cada uno de sus cortesanos.
El patio de su palacio, situado en la calle del Vieux-Colombier, se parecía a un campamento, y esto desde las seis de la mañana en verano y desde las ocho en invierno.
De cincuenta a sesenta mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo.
A lo largo de aquellas grandes escalinatas, sobre cuyo emplazamiento nuestra civilización construiría una casa entera, subían y bajaban solicitantes de París que corrían tras un favor cualquiera, gentilhombres de provincia ávidos para ser enrolados, y lacayos engalanados con todos los colores que venían a traer al señor de Tréville los mensajes de sus amos.
Allí había murmullo desde la mañana a la noche, mientras el señor de Tréville, en su gabinete contiguo a esta antecámara, recibía las visitas, escuchaba las quejas, daba sus órdenes y, como el rey en su balcón del Louvre, no tenía más que asomarse a la ventana para pasar revista de hombres y de armas.
El día en que D’Artagnan se presentó, la asamblea era imponente, sobre todo para un provinciano que llegaba de su provincia: es cierto que el provinciano era gascón, y que sobre todo en esa época los compatriotas de D’Artagnan tenían fama de no dejarse intimidar fácilmente.
En efecto, una vez que se había franqueado la puerta maciza, en-clavijada por largos clavos de cabeza cuadrangular, se caía en medio de una tropa de gentes de espada que se cruzaban en el patio interpelándose, peleándose y jugando entre sí.
Para abrirse paso en medio de todas aquellas olas impetuosas habría sido preciso ser oficial, gran señor o bella mujer.
Fue, pues, por entre ese tropel y ese desorden por donde nuestro joven avanzó con el corazón palpitante, ajustando su largo estoque a lo largo de sus magras piernas, y poniendo una mano en el borde de sus sombrero de fieltro con esa media sonrisa del provinciano apurado que quiere mostrar aplomo.
pero comprendía que se volvían para mirarlo y, por primera vez en su vida, D’Artagnan, que hasta aquel día había tenido una buena opinión de sí mismo, se sintió ridículo.
en los primeros escalones había cuatro mosqueteros que se divertían en el ejercicio siguiente, mientras diez o doce camaradas suyos esperaban en el rellano a que les tocara la vez para ocupar plaza en la partida.
Uno de ellos, situado en el escalón superior, con la espada desnuda en la mano, impedía o al menos se esforzaba por impedir que los otros tres subieran.
pero pronto advirtió por ciertos rasguños que todas las armas estaban, por el contrario, afiladas y aguzadas a placer, y con cada uno de aquellos rasguños no sólo los espectadores sino incluso los actores reían como locos.
la condición consistía en que a cada golpe el tocado abandonara la partida, perdiendo su turno de audiencia en beneficio del tocador.
En cinco minutos, tres fueron rozados, uno en el puño, otro en el mentón, otro en la oreja, por el defensor del escalón, que no fue tocado -destreza que le valíó, según las condiciones pactadas, tres turnos de favor.
en su provincia, esa tierra donde sin embargo se calientan tan rápidamente los cascos, había visto algunos preliminares de duelos, y la gasconada de aquellos cuatro jugadores le parecíó la más rara de todas las que hasta entonces había oído, incluso en Gascuña.
Se creyó transportado a ese país de gigantes al que Gulliver fue más tarde y donde pasó tanto miedo, y sin embargo no había llegado al final: quedaban el rellano y la antecámara.
temible a las criadas a incluso alguna vez a las dueñas, no había soñado nunca, ni siquiera en esos momentos de delirio, la mitad de aquellas maravillas amorosas ni la cuarta parte de aquellas proezas galantes, realzadas por los nombres más conocidos y los detalles menos velados.
Pero si su amor por las buenas costumbres fue sorprendido en el rellano, su respeto por el cardenal fue escandalizado en la antecámara.
Allí, para gran sorpresa suya, D’Artagnan oía criticar en voz alta la política que hacía temblar a Europa, y la vida privada del cardenal, que a tantos altos y poderosos personajes había llevado al castigo por haber tratado de profundizar en ella: aquel gran hombre, reverenciado por el señor D’Artagnan padre, servía de hazmerreír a los mosqueteros del señor de Tréville, que se metían con sus piernas zambas y con su espalda encorvada;
unos cantaban villancicos sobre la señora D’Aiguillon, su amante, y sobre la señora de Combalet, su nieta, mientras otros preparaban partidas contra los pajes y los guardias del cardenal-duque, cosas todas que parecían a D’Artagnan monstruosas imposibilidades.
Sin embargo, cuando el nombre del rey intervénía a veces de improviso en medio de todas aquellas rechiflas cardenalescas, una especie de mordaza calafateaba por un momento todas aquellas bocas burlonas;
miraban con vacilación en torno, y parecían temer la indiscreción del tabique del gabinete del señor de Tréville;
pero pronto una alusión volvía a llevar la conversación a Su Eminencia, y entonces las risotadas iban en aumento, y no se escatimaba luz sobre todas sus acciones.
-Desde luego, éstas son gentes que van a ser encarceladas y colgadas -pensó D’Artagnan con terror-, y yo, sin ninguna duda, con ellos porque desde el momento en que los he escuchado y oído seré tenido por cómplice suyo.
¿Qué diría mi señor padre, que tanto me ha recomendado respetar al cardenal, si me supiera en compañía de semejantes paganos?
sólo miraba con todos sus ojos, escuchando con todos sus oídos, tendiendo ávidamente sus cinco sentidos para no perderse nada, y, pese a su confianza en las recomendaciones paternas, se sentía llevado por sus gustos y arrastrado por sus instintos a celebrar más que a censurar las cosas inauditas que allí pasaban.
Sin embargo, como era absolutamente extraño el montón de cortesanos del señor de Tréville, y era la primera vez que se le veía en aquel lugar, vinieron a preguntarle lo que deseaba.
A esta pregunta, D’Artagnan se presentó con mucha humildad, se apoyó en el título de compatriota, y rogó al ayuda de cámara que había venido a hacerle aquella pregunta pedir por él al señor de Tréville un momento de audiencia, petición que éste prometíó en tono protector transmitir en tiempo y lugar.
En el centro del grupo más animado había un mosquetero de gran estatura, de rostro altanero y una extravagancia de vestimenta que atraía sobre él la atención general.
No llevaba, por de pronto, la casaca de uniforme, que, por lo demás, no era totalmente obligatoria en aquella época de libertad menor pero de mayor independencia, sino una casaca azul celeste, un tanto ajada y raída, y sobre ese vestido un tahalí magnífico, con bordados de oro, que relucía como las escamas de que el agua se cubre a plena luz del día.
Una capa larga de terciopelo carmesí caía con gracia sobre sus hombros, descubriendo solamente por delante el espléndido tahalí, del que colgaba un gigantesco estoque.
Este mosquetero acababa de dejar la guardia en aquel mismo instante, se quejaba de estar constipado y tosía de vez en cuando con afectación.
Por eso se había puesto la capa, según decía a los que le rodeaban, y mientras hablaba desde lo alto de su estatura retorcíéndose desdeñosamente su mostacho, admiraban con entusiasmo el tahalí bordado, y D’Artagnan más que ningún otro.
-No, por mi honor y fe de gentilhombre: lo he comprado yo mismo, y con mis propios dineros -respondíó aquel al que acababan de designar con el nombre de Porthos.
-Sí, como yo he comprado -dijo otro mosquetero- esta bolsa nueva con lo que mi amante puso en la vieja.
Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le interrogaba y que acababa de designarle con el nombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un melocotón en otoño;
sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno y transparente.
Por hábito, hablaba poco y lentamente, saludaba mucho, reía sin estrépito mostrando sus dientes, que tenía hermosos y de los que, como del resto de su persona, parecía tener el mayor cuidado.
El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja;
con la ayuda de ese espía y gracias a esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chaláis, con el estúpido pretexto de que ha querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina.
Nadie sabía una palabra de este enigma, vos nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido, qué delicioso abad habríais hecho!
-Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada debajo del uniforme, prosiguió un mosquetero.
-Dicen que el señor de Buckingham está en Francia -prosiguió Aramis con una risa burlona que daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.
-Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis -interrumpíó Porthos-, y vuestra manía de ser ingenioso os lleva siempre más allá de los límites;
¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es conocida vuestra discreción.
Porthos, sois pretencioso como Narciso, os lo aviso -respondíó Aramis-, sabéis que odio la moral, salvo cuando la hace Athos.
Ante este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y en medio del silencio general el joven gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud y entró donde el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a punto al fin de aquella extravagante querella.
sin embargo, saludó cortésmente al joven, que se inclínó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento bearnés le récordó a la vez su juventud y su regíón, doble recuerdo que hace sonreír al hombre en todas las edades.
Pero acordándose casi al punto de la antecá-mara y haciendo a D’Artagnan un gesto con la mano, como para pedirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorríó todos los tonos intermedios entre el acento imperativo y el acento irritado:
Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron franqueado el umbral.
Su continente, aunque no estuviera completamente tranquilo, excitó sin embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de D’Artagnan, que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado de todos sus rayos.
Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando el murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Tréville hubo recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada:
-Pero espero que haréis el honor de decírnoslo -añadió Aramis en su tono más cortés y con la más graciosa reverencia.
-Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con una mezcla de buen vino.
-Sí, sí -continuó el señor de Tréville animándose-, sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi honor, es cierto que los mosqueteros juegan un triste papel en la corte.
El señor cardenal contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de ocelote), se habían retrasado en la calle Férou, en una taberna, y que una ronda de sus guardias (creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores.
Y vos, Porthos, veamos, ¿tenéis un tahalí de oro tan bello sólo para colgar en él una espada de paja?
-Temen que sea la viruela, señor -respondíó Porthos, queriendo terciar con una frase en la conversación-, y sería molesto porque a buen seguro le estropearía el rostro.
Señores mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los malos lugares, que se busca querella en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas.
No quiero, en fin, que se dé motivos de risa a los guardias del señor cardenal, que son gentes valientes, tranquilas, diestras, que nunca se ponen en situación de ser arrestadas, y que, por otro lado, no se dejarían detener…, estoy seguro.
De buena gana habrían estrangulado al señor de Tréville, si en el fondo de todo aquello no hubieran sentido que era el gran amor que les tenía lo que le hacía hablar así.
Golpeaban el suelo con el pie, se mordían los labios hasta hacerse sangre y apretaban con toda su fuerza la guarnición de su espada.
Fuera se había oído llamar, como ya hemos dicho, a Athos, Porthos y Aramis, y se había adivinado, por el tono de la voz del señor de Tréville, que estaba completamente encolerizado.
Diez cabezas curiosas se habían apoyado en los tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta no perdían sílaba de cuanto se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras insultantes del capitán a toda la población de la antecámara.
-continuó el señor de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero cortando sus palabras y hundíéndolas una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus oyentes-.
presento mi dimisión de capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre los guardias del cardenal, y si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!’
D’Artagnan buscaba una tapicería tras la cual esconderse, y sentía un deseo desmesurado de meterse debajo de la mesa.
-Bueno, mi capitán -dijo Porthos, fuera de sí-, la verdad es que éramos seis contra seis, pero fuimos cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo de sacar nuestras espadas, dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido gravemente, no valía mucho más.
En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron tranquilamente en el campo de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo.
El gran Pompeyo perdíó la de Farsalia, y el rey Francisco I, que según lo que he oído decir valía tanto como él, perdíó sin embargo la de Pavía.
-Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su propia espada -dijo Aramis- porque la mía se rompíó en el primer encuentro…
-Pero, por favor, señor -continuó Aramis, que, al ver a su cap¡tán aplacarse, se atrevía a aventurar un ruego-, por favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería para desesperarse que llegara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado que después de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, sería de temer…
En el mismo instante, la cortina se alzó y una cabeza noble y hermosa, pero horriblemente pálida, aparecíó bajo los flecos:
-Me habéis mandado llamar, señor -dijo Athos al señor de Tréville con una voz debilitada pero perfectamente calma-, me habéis llamado por lo que me han dicho mis compañeros, y me apresuro a ponerme a vuestras órdenes;
Y con estas palabras, el mosquetero, con firmeza irreprochable, ceñido como de costumbre, entró con paso firme en el gabinete.
-Estaba diciéndoles a estos señores -añadió-, que prohíbo a mis mosqueteros exponer su vida sin necesidad, porque las personas valientes son muy caras al rey, y el rey sabe que sus mosqueteros son las personas más valientes de la tierra.
Y sin esperar a que el recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de afecto, al señor de Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin darse cuenta de que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba escapar un gesto de dolor y palidecía aún más, cosa que habría podido creerse imposible.
La puerta había quedado entrearbierta, tanta sensación había causado la llegada de Athos, cuya herida, pese al secreto guardado, era conocida de todos.
Un murmullo de satisfacción acogíó las últimas palabras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el entusiasmo, aparecieron por las aberturas de la tapicería.
Iba sin duda el señor de Tréville a reprimir con vivas palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta, cuando de pronto sintió la mano de Athos crisparse en la suya, y dirigiendo los ojos hacia él se dio cuenta de que iba a desvanecerse.
En el mismo instante, Athos, que había reunido todas sus fuerzas para luchar contra el dolor, vencido al fin por él, cayó al suelo como si estuviese muerto.
A los gritos del señor de Tréville todo el mundo se precipitó en su gabinete sin que él pensara en cerrar la puerta a nadie, afánándose todos en torno del herido.
Pero todo aquel afán hubiera sido inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo;
atravesó la multitud, se acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo aquel ruido y todo aquel movimiento le molestaba mucho, pidió como primera medida y como la más urgente que el mosquetero fuera llevado a una habitación vecina.
Entonces el gabinete del señor de Tréville, aquel lugar ordinariamente tan respetado, se convirtió por un momento en una sucursal de la antecámara.
Todos disertaban, peroraban, hablaban en voz alta, jurando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos los diablos.
el cirujano declaraba que el estado del mosquetero nada tenía que pudiese inquietar a sus amigos, habiendo sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de sangre.
Luego el señor de Tréville hizo un gesto con la mano y todos se retiraron excepto D’Artagnan, que no olvidaba que tenía audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había permanecido en el mismo sitio.
Cuando todo el mundo hubo salidoy la puerta fue cerrada, el señor de Tréville se volvíó y se encontró solo con el joven.
D’Artagnan entonces dio su nombre, y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe todos sus recuerdos del presente y del pasado, se puso al corriente de la situación.
-Perdón -le dijo sonriente-, perdón, querido compatriota, pero os había olvidado por completo.
Un capitán no es nada más que un padre de familia cargado con una responsabilidad mayor que un padre de familia normal.
Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se las había con un imbécil y, yendo derecho al grano, cambiando de conversación, dijo:
-Señor -dijo D’Artagnan-, al dejar Tarbes y venir hacia aquí, me propónía pediros, en recuerdo de esa amistad cuya memoria no habéis perdido, una casaca de mosquetero;
pero después de cuanto he visto desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante sería enorme, y tiemblo de no merecerlo.
Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha previsto este caso, y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes de la prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un servicio de dos años en algún otro regimiento menos favorecido que el nuestro.
Se sentía aún más deseoso de endosarse el uniforme de mosquetero desde que había tan grandes dificultades en obtenerlo.
-Pero -prosiguió Tréville fijando sobre su compatriota una mirada tan penetrante que se hubiera dicho que quería leer hasta el fondo de su corazón-, pero por vuestro padre, antiguo compañero mío como os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven.
Nuestros cadetes de Béarn no son por regla general ricos, y dudo de que las cosas hayan cambiado mucho de cara desde mi salida de la provincia.
yo vine a París con cuatro escudos en mi bolsillo, y me hubiera batido con cualquiera que me hubiera dicho que no me hallaba en situación de comprar el Louvre.
gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con cuatro escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la suya.
haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme para decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos.
-¡Desgraciadamente, señor -dijo- veo la falta que hoy me hace la carta de recomendación que mi padre me había entregado para vos!
-En efecto -respondíó el señor de Tréville-, me sorprende que hayáis emprendido tan largo viaje sin ese viático obligado, único recurso de nosotros los bearneses.
Y contó toda la escena de Meung, describíó al gentilhombre desconocido en sus menores detalles, todo ello con un calor y una verdad que encantaron al señor de Tréville.
No pudo impedirse por tanto sonreír con satisfacción visible, pero aquella sonrisa se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a la aventura de Meung.
-El le entregaba una caja, le decía que aquella caja conténía sus instrucciones, y le recomendaba no abrirla hasta Londres.
Aquel gran odio que manifestaba tan altivamente el joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante poco verosímil, le había robado la carta de su padre, aquel odio ¿no ocultaba alguna perfidia?
Ese presunto D’Artagnan ¿no sería un emisario del cardenal que trataba de introducirse en su casa, y que le habían puesto al lado para sorprender su confianza y para perderlo más tarde, como mil veces se había hecho?
Sólo se tranquilizó a medias por el aspecto de aquellá fisonomía chispeante de ingenio astuto y de humildad afectada.
Veamos, probémosle.» -Amigo mío -le dijo lentamente- quiero, como a hijo de mi viejo amigo (porque tengo por verdadera la historia de esa carta perdida), quiero -dijo-, para reparar la frialdad que habéis notado ante todo en mi recibimiento, descubriros los secretos de nuestra política.
El rey y el cardenal son los mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más que para engañar a los imbéciles.
No pretendo que un compatriota, un buen caballero, un muchacho valiente, hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos y caiga como un necio en la trampa, al modo de tantos otros que se han perdido por ello.
Pensad que yo soy adicto a estos dos amos todopoderosos, y que nunca mis diligencias serias tendrán otro fin que el servicio del rey y del señor cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha producido.
Ahora, joven, regulad vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien por amigos, bien por propio instinto, alguna de esas enemistades contra el cardenal semejante a las que vemos manifes-tarse en los gentileshombres, decidme adiós y despidámonos.
«Si el cardenal me ha despachado a este joven zorro, a buen seguro, él, que sabe hasta qué punto lo execro, no habrá dejado de decir a su espía que el mejor medio de hacerme la corte es echar pestes de él;
así, pese a mis protestas, el astuto compadre va a responderme con toda seguridad que siente horror por Su Eminencia.»
Mi padre me ha recomendado no aguantar nada salvo del rey, del señor cardenal y de vos, a quienes tiene por los tres primeros de Francia.
-Tengo, pues, la mayor veneración por el señor cardenal -continuó-, y el más profundo respeto por sus actos.
-Sois un joven honesto, pero en este momento no puedo hacer nada por vos más que lo que os he ofrecido hace un instante.
Más tarde, al poder requerirme a todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis probablemente lo que deseáis obtener.
El señor de Tréville sonrió ante esa fanfarronada y, dejando a su joven compatriota en el vano de la ventana, donde se encontraba y donde habían hablado juntos, fue a sentarse a una mesa y se puso a escribir la carta de recomendación prometida.
Durante ese tiempo, D’Artagnan, que no tenía nada mejor que hacer, se puso a batir una marcha contra los cristales, mirando a los mosqueteros que se iban uno tras otro, y siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían al volver la calle.
El señor de Tréville, después de haber escrito la carta, la selló y, levantándose, se acercó al joven para dársela;
pero en el momento mismo en que D’Artagnan extendía la mano para recibirla, el señor de Tréville quedó completamante estupefacto al ver a su protegido dar un salto, enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete gritando:
D’Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una puerta de excusado;
¿Creéis que porque habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos habla?
-A fe mía -replicó D’Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su alojamiento-, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme».
Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa.
D’Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en seco.
-Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien coma tras vos y quien os corte las orejas a la camera.
Y se puso a comer como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.
Cuando iba a pasar, el viento sacudíó en la amplia capa de Porthos, y D’Artagnan vino a dar precisamente en la capa.
Sin duda, Porthos tenía razones para no abandonar aquella parte esencial de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sosténía, tiró de él, de tal suerte que D’Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica la resistencia del obstinado Porthos.
D’Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó su camino por el doblez.
pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los dos hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.
¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de oro por delante y de simple búfalo por detrás.
-Perdonadme -dijo D’Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante-, pero tengo mucha prisa, como detrás de uno, y…
lo cierto es que dejándose llevar por su cólera dijo: -Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así en los mosqueteros.
Sin embargo, aquella carrera le resultó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor inundaba su frente su corazón se enfriaba.
eran abundantes y nefastos: eran las once de la mañana apenas, y la mañana le había traído ya el disfavor del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en que D’Artagnan lo había abandonado.
Además, había pescado dos buenos duelos con dos hombres capaces de matar, cada uno, tres D’Artagnan;
en fin, con dos mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba tanto que los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás hombres.
Sin embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el corazón del hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por supuesto, a aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las reprimendas siguientes:
Ese valiente y desgraciado Athos estaba herido justamente en el hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco.
Y a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si aquella risa aislada, y sin motivo a ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún viandante.
No se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos debajo de la capa para ver lo que no hay.
¡Vamos, D’Artagnan, amigo mío -continuó, hablándole a sí mismo con toda la confianza que creía deberse- si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el futuro de una cortesía perfecta.
D’Artagnan, mientras caminaba monologando, había llegado a unos pocos pasos del palacio D’Aiguillon y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente con tres gentileshombres de la guardia del rey.
pero como no olvidaba que había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Trévi-lle se había irritado tanto por la mañana, y como un testigo de los reproches que los mosqueteros habían recibido no le resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo.
D’Artagnan, entregado por entero a sus planes de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro jóvenes haciéndoles un gran saludo acompañado de la más graciosa sonrisa.
pero no era todavía lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una situación falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con personas que apenas conoce y en una conversación que no le afecta.
Buscaba por tanto en su interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había dejado caer su pañuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima;
le parecíó llegado el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste por retenerlo, y le dijo devolvíéndoselo:
En efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una corona y armas en una de sus esquinas.
Encima dirás, discreto Aramis, que estás a mal con la señora de Bois-Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus pañuelos.
Aramis lanzó a D’Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que acaba de ganarse un enemigo mortal;
-Os equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía de devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el mío, en mi bolsillo.
A estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina batista, aunque la batista fuera cara en aquella época, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con una sola inicial, la de su propietario.
Esta vez, D’Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pero los amigos de Aramis no se dejaron convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigíéndose al joven mosquetero con seriedad afectada, dijo:
-Y os habéis equivocado, querido señor -respondíó fríamente Aramis, poco sensible a la reparación.
Al cabo de un instante la conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después de haberse estrechado cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y Aramis por el suyo.
-Este es el momento de hacer las paces con ese hombre galante -se dijo para sí D’Artagnan, que se había mantenido algo al margen durante toda la última parte de aquella conversación.
Permitidme haceros observar que no habéis obrado en esta circunstancia como un hombre galante debe hacerlo.
-Supongo, señor, que no sois un imbécil, y que sabéis bien, aunque lleguéis de Gascuña, que no se pisan sin motivo los pañuelos de bolsillo.
-Señor, os equivocáis tratando de humillarme -dijo D’Artagnan, en quien el carácter peleón comenzaba a hablar más alto que las resoluciones pacíficas-.
Soy de Gascuña, cierto, y puesto que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones son poco sufridos;
de suerte que cuando se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están convencidos de que ya han hecho más de la mitad de lo que debían hacer.
A Dios gracias no soy un espadachín, y siendo sólo mosquetero por ínterin, sólo me bato cuando me veo obligado, y siempre con gran repugnancia;
Pero yo aprecio mucho mi cabeza, dado que creo que va bastante correctamente sobre mis hombros.
Quiero mataros, estad tranquilo, pero mataros dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí donde no podáis jactaros de vuestra muerte ante nadie.
-La prudencia, señor, es una virtud bastante inútil para los mosqueteros, lo sé, pero indispensable a las gentes de Iglesia;
Los dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se alejó remontando la calle que subía al Luxemburgo, mientras D’Artagnan, viendo que la hora avanzaba, tomaba el camino de los Carmelitas Descalzos, diciendo para sí:
Por otra parte tenía la intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad, por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un asunto de este género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado: vencido, duplica el triunfo de su antagonista;
Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector ha debido observar ya que D’Artagnan no era un hombre ordinario.
Por eso, aun repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar.
Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos, cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho.
Se prometía meter miedo a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a todo el mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo;
por último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro, como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza de la que estaba tan orgulloso.
Además había en D’Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló, pues, más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.
Cuando D’Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce.
Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca.
-Señor -dijo Athos-, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos dos amigos aún no han llegado.
-Yo no tengo padrinos, señor -dijo D’Artagnan-, porque, llegado ayer mismo a París, no conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.
-prosiguió Athos hablando a medias para sí mismo, a medias para D’Artagnan-, vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!
-Señor -dijo D’Artagnan inclínándose de nuevo-, sois realmente de una cortesía por la que no os puedo quedar más reconocido.
-Tengo un bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me viene de mi madre, y que yo mismo he probado.
-Pues que estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo os curará y al cabo de los tres días, cuando estéis curado, señor, sera para mí siempre un gran honor ser vuestro hombre.
D’Artagnan dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin atentar en modo alguno contra su valor.
Estamos en la época del señor cardenal, y de aquí a tres días se sabría, por muy guardado que esté el secreto se sabría, digo, que debemos batirnos, y se opondrían a nuestro combate…
-Si tenéis prisa, señor -dijo D’Artagnan a Athos con la misma simplicidad con que un instante antes le había propuesto posponer el duelo tres días-, si tenéis prisa y os place despacharme en seguida, no os preocupéis, os lo ruego.
-Es esa una frase que me agrada -dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza a D’Artagnan-, no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un hombre valiente.
Señor, me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos el uno al otro, tendré más tarde verdadero placer en vuestra conversación.
-A fe mía -dijo D’Artagnan-, que estáis bien llamados, señores, y mi aventura, si tiene alguna resonancia, probará al menos que vuestra uníón no está fundada en el contraste.
-Yo me bato por causa de teología -respondíó Aramis haciendo al mismo tiempo una señal a D’Artagnan con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.
A la palabra «excusas», una nube pasó por la frente de Athos, una sonrisa altanera se deslizó por los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de Aramis.
-No me comprendéis, señores -dijo D’Artagnan alzando la cabeza, en la que en aquel momento jugaba un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas-: os pido excusas en caso de que no pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho a matarme primero, lo cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y hace casi nula la vuestra, señor Aramis.
La sangre había subido a la cabeza de D’Artagnan, y en aquel momento habría sacado su espada contra todos los mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra Athos, Porthos y Aramis.
El sol estaba en su cenit y el emplazamiento escogido para ser teatro del duelo estaba expuesto a todos sus ardores.
-Hace mucho calor -dijo Athos sacando a su vez la espada-, y sin embargo no podría quitarme mi jubón, porque todavía hace un momento he sentido que mi herida sangraba, y temo molestar al señor mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.
-Cierto, señor -dijo D’Artagnan-, y sacada por otro o por mí, os aseguro que siempre veré con pesar la sangre de un caballero tan valiente;
Por lo que a mí se refiere, encuentro las cosas que esos señores se dicen muy bien dichas y a todas luces dignas de dos gentileshombres.
Pero apenas habían resonado los dos aceros al tocarse cuando una cuadrilla de guardias de Su Eminencia, mandada por el señor de Jussac, aparecíó por la esquina del convento.
-Sois muy generosos, señores guardias -dijo Athos lleno de rencor, porque Jussac era uno de los agresores de la antevíspera-.
-Señor -dijo Aramis parodiando a Jussac-, con gran placer obedeceríamos vuestra graciosa invitación, si ello dependiese de nosotros;
seremos batidos y tendremos que morir aquí, porque juro que no volveré a aparecer vencido ante el capitán.
Este solo momento bastó a D’Artagnan para tomar una decisión: era uno de esos momentos que deciden la vida de un hombre, había que elegir entre el rey y el cardenal;
Batirse, es decir, desobedecer la ley, es decir, arriesgar la cabeza, es decir, hacerse de un solo golpe enemigo de un ministro más poderoso que el rey mismo, eso es lo que vislumbró el joven y, digámoslo en alabanza suya, no dudó un segundo.
-Apartaos, joven -gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de su rostro había adivinado el designio de D’Artagnan-.
-No seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño -prosiguió Athos-, y no por eso dejarán de decir que éramos cuatro hombres.
-Señores, ponedme a prueba -dijo-, y os juro por mi honor que no quiero marcharme de aquí si somos vencidos.
-Vamos a tener el honor de cargar contra vos -respondíó Aramis, alzando con una mano su sombrero y sacando su espada con la otra.
El corazón del joven gascón batía hasta romperle el pecho, no de miedo, a Dios gracias, del que no conocía siquiera la sombra, sino de emulación;
se batía como un tigre furioso, dando vueltas diez veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su terreno.
sin embargo, pasaba todos los apuros del mundo defendíéndose contra un adversario que, ágil y saltarín, se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados a la vez, y precavíéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su epidermis.
Furioso de ser tenido en jaque por aquel al que había mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer errores.
pero éste paró primero, y mientras Jussac se ponía en pie, deslizándose como una serpiente bajo su acero, le pasó su espada a través del cuerpo.
Biscarat y Porthos acababan de hacer un golpe doble: Porthos había recibido una estocada atravesándole el brazo, y Biscarat atravesándole el muslo.
Athos, herido de nuevo por Cahusac, palidecía a ojos vistas, pero no retrocedía un ápice: se había limitado a cambiar de mano su espada, y se batía con la izquierda.
Cahusac corríó hacia aquel de los guardias que había matado Aramis, se apoderó de su acero y quiso volver a D’Artagnan;
pero en su camino se encontró con Athos, que durante aquella pausa de un instante que le había procurado D’Artagnan había recuperado el aliento y que, por temor a que D’Artagnan le matase a su enemigo, quería volver a empezar el combate.
En ese mismo instante, Aramis apoyaba su espada contra el pecho de su adversario derribado, y le forzaba a pedir merced.
Quedaban Porthos y Biscarat: Porthos hacía mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué hora podía ser, y le felicitaba por la compañía que acababa de obtener su hermano en el regimiento de Navarra;
hizo oídos sordos y se contentó con reír, y entre dos quites, encontrando tiempo para dibujar con la punta de su espada un lugar en el suelo, dijo parodiando un versículo de la Biblia:
Y dando un salto hacia atrás, rompíó la espada sobre su rodilla para no entregarla, arrojó los trozos por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo cardenalista.
D’Artagnan hizo otro tanto, y luego, ayudado por Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del convento a Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido herido.
Luego hicieron sonar la campana y llevando cuatro de las cinco espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor de Tréville.
Se les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la calle, y agrupando tras sí a todos los mosqueteros que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una marcha triunfal.
-Si todavía no soy mosquetero -dijo a sus nuevos amigos al franquear la puerta del palacio del señor de Tréville-, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerrado con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel momento.
no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el servicio de Vuestra Majestad.
Pero, qué queréis, los guardias del señor cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven obligados a defenderse.
En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la señorita de Chemerault, a quien he prometido una abadía.
En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado, no era difícil encontrar un pretexto para hacer -perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesamos, lo desconocemos- para hacer el Carlomagno.
El rey se levantó, pues, al cabo de un instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su ganancia, dijo:
Tres de mis mejores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón;
tres de mis mejores soldados, digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excur-sión con un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana.
La excursión iba a tener lugar en SaintGermain, según creo, y se habían citado en los Carmelitas Descalzos, cuando fue perturbada por el señor de Jussac y los señores Cahusac, Biscarat y otros dos guardias que ciertamente no venían allí en tan numerosa compañía sin mala intención contra los edictos.
-No los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra Majestad apreciar qué pueden ir a hacer cuatro hombres armados a un lugar tan desierto como lo están los alrededores del convento de los Carmelitas.
-Entonces, cuando vieron a mis mosqueteros, cambiaron de idea y olvidaron su odio particular por el odio de cuerpo;
-Sí, Tréville, sí -dijo el rey melancólicamente-, y es muy triste, creedme, ver de este modo dos partidos en Francia, dos cabezas en la realeza;
Ya sabéis cuán difícil de conocer es la verdad, y a menos de estar dotado de ese instinto admirable que ha hecho llamar a Luis XIII el Justo…
-Y tenéis razón, Tréville, pero no estaban solos vuestros mosqueteros, ¿no había con ellos un niño?
-Sí, Sire, y un hombre herido, de suerte que tres mosqueteros del rey, uno de ellos herido, y un niño no solamente se han enfrentado a cinco de los más terribles guardias del cardenal, sino que aun han derribado a cuatro por tierra.
el hijo de un hombre que hizo con el rey vuestro padre, de gloriosa memoria, la guerra partidaria.
-Sire -prosiguió Tréville-, como os he dicho, el señor D’Artagnan es casi un niño, y como no tiene el honor de ser mosquetero, estaba vestido de paisano;
los guardias del señor cardenal, reconociendo su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron a retirarse antes de atacar.
-Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es una riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el señor D’Artagnan
Pero como era ya mucho para él haber obtenido que aquel niño se revolviese contra su maestro, saludó respetuosamen al rey, y con su licencia se despidió de él.
Aquella misma tarde los tres mosqueteros fueron advertidos del honor que se les había concedido.
pero D’Artagnan, con su imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños dorados.
Como la cita con el rey no era hasta las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a la pelota a un garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo.
Athos invitó a D’Artagn a seguirlos, y pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha jugado, éste aceptó, sin saber qué hacer de su tiempo desde las nueve de la mañana que apenas eran hasta las doce.
Pero al primer movimiento que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendíó que su herida era demasiado reciente aún para permitirle semejante ejercicio.
D’Artagnan se quedó, pues, solo, y como declaró que era demasiado torpe para sostener un partido en regla, continuaron enviando solamente pelotas sin contar los tantos.
Pero una de aquellas pelotas, lanzada por el puño hercúleo de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D’Artagnan que pensó que, si en lugar de pasarle de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría probablemente perdido, dado que le hubiera sido del todo imposible presentarse ante el rey.
Y como, según su imaginación gascona, de aquella audiencia dependía todo su porvenir, saludó cortésmente a Porthos y Aramis, declarando que no proseguirla la partida sino cuando estuviera en situación de hacerles frente, y se volvíó para situarse junto a la soga y en la galería.
Por desgracia para D’Artagnan, entre los espectadores se encontraba un guardia de Su Eminencia, el cual, todo enardecido aun por la derrota de sus compañeros, y llegado la víspera solamente, se había prometido aprovechar la primera ocasión de vengarla.
-No es sorprendente que ese joven tenga miedo de una pelota, es sin duda un aprendiz de mosquetero.
-Y como lo que habéis dicho está demasiado claro para que vuestras palabras necesiten una explicación -respondíó D’Artagnan en voz baja-, os ruego que me sigáis.
porque era uno de esos que figuraba la mayoría de las veces en las riñas cotidianas que todos los edictos del rey y del cardenal no habían podido reprimir.
Porthos y Aramis estaban tan ocupados con su partido y Athos los miraba con tanta atención que no vieron siquiera salir a su joven compañero, que, como había dicho al guardia de Su Eminencia, se detuvo en la puerta;
Como D’Artagnan no tenía tiempo que perder, dado que la audiencia del rey estaba fijada para las doce, echó una ojeada en torno suyo y, viendo que la calle estaba desierta, dijo a su adversario:
-A fe mía que, aunque os llaméis Bernajoux, es una suerte para vos tener que habérosla sólo con un aprendiz de mosquetero;
-Pero -dijo aquel a quien D’Artagnan provocaba de ese modo- me parece que el lugar está bastante mal escogido, y que estaríam mejor detrás de la abadía de Saint-Germain o en el Pré-aux-Clercs.
En el mismo instante su espada brilló en su mano y lanzó sobre su adversario al que, gracias a su gran juventud, espera intimidar.
Pero D’Artagnan había hecho la víspera su aprendizaje, y recién salido de su victoria, todo henchido de su futuro favor, había resuelto no retroceder un paso;
por eso los dos aceros se encontraron metidos hasta las guardas, y como D’Artagnan se manténía firme en su puesto fue su adversario el que dio un paso en retirada.
Pero D Artagnan aprovechó el momento en que, en ese movimiento, el acero de Bernajoux se desviaba de la línea, libró, se lanzó a fondo y tocó a su adversa en el hombro.
Sin embargo, como no caía, como no se declaraba vencido, sino que sólo se iba acercando hacia el palacio del señor de la Trémouille a cuyo servicio tenía un pariente, D’Artagnan, ignorando él mismo la gravedad de la última herida que su adversario había recibido, le acosaba vivamente, y sin duda lo iba a rematar de una tercera estocada cuando, habiéndose ex-tendido el rumor que se alzaba en la calle hasta el juego de pelota, dos de los amigos del guardia, que le habtan otdo intercambiar algunas palabras con D’Artagnan y que le habían visto salir a raíz de aquellas palabras, se precipitaron espada en mano fuera del garito y cayeron sobre el vencedor.
Pero al momento Athos, Porthos y Aramis aparecieron a su vez, y en el momento en que los guardias atacaban a su joven camarada, los forzaron a volverse.
y como los guardias eran sólo dos contra cuatro, se pusieron a gritar: «¡A nosotros, palacio de la Trémouille!» A estos gritos, todos los que había en el palacio salieron, abalazándose sobre los cuatro compañeros que por su parte se pusieron a gritar: «iA nosotros, mosqueteros!
Por eso los guardias de otras compañías distintas a las que pertenecían al duque Rojo, como lo había llamado Aramis, por lo general tomaban partido en esta clase de querellas por los mosqueteros del rey.
De tres guardias de la compañía del señor Des Essarts que pasaban, dos vinieron, pues, en ayuda de los cuatro compañeros, mientras el otro corría al palacio del señor de Tréville, gritando: «iA nosotros, mosqueteros, a nosotros!».
Como de costumbre, el palacio del señor de Tréville estaba lleno de soldados de esa arma, que acudieron en socorro de sus camaradas.
La refriega se hizo general, pero la fuerza estaba del lado de los mosqueteros: los guardias del cardenal y las gentes del señor de La Trémouille se retiraron al palacio, cuyas puertas cerraron justo a tiempo para impedir que sus enemigos hicieran irrupción a la vez que ellos.
La agitación llegaba a su colmo entre los mosqueteros y sus aliados, y se deliberaba ya si, para castigar la insolencia que habían tenido los criados del señor de La Trémouille de hacer una salida contra los mosqueteros del rey, no se prendería fuego a su palacio.
La proposición había sido hecha y acogida con entusiasmo cuando afortunadamente sonaron las once;
D’Artagnan y sus compañeros se acordaron de su audiencia y, como habrían sentido que se diera un golpe tan hermoso sin ellos, consiguieron calmar los ánimos.
por otro lado, aquellos que debían ser mirados como cabecillas de la empresa habían abandonado hacía un instante el grupo y se encaminaban hacia el palacio del señor de Tréville, que los esperaba, al corriente ya de esta algarada.
-Deprisa, al Louvre -dijo-, al Louvre sin perder un instante, y tratemos de ver al rey antes de que sea prevenido por el cardenal;
pero, para gran asombro del capitán de los mosqueteros, le anunciaron que el rey habla ido a montería del ciervo en el bosque de
El señor de Tréville se hizo repetir dos veces aquella nueva, y a cada vez sus compañeros vieron su rostro ensombrecerse.
Ha sido el montero mayor el que ha venido a anunciarle esta mañana que la pasada noche habían apartado un ciervo para él.
Al principio respondíó que no iría, luego no ha sabido resistir al placer que le propónía esa caza, y después de comer ha partido.
-Lo más probable -respondíó el ayuda de cámara-, porque esta mañana he visto los caballos de carroza de Su Eminencia, he preguntado dónde iba, y me han contestado: «A Saint-Germain».
El aviso era demasiado razonable y sobre todo venía de un hombre que conocía demasiado bien al rey para que los cuatro jóvenes trataran de discutirlo.
Al entrar en su palacio, el señor de Tréville pensó que había que tomar la delantera quejándose el primero.
Envió a uno de sus criados a casa del señor de La Trémouille con una carta en la que rogaba echar fuera de su casa al guardia del señor cardenal, y reprender a su gentes por la audacia que habían tenido de hacer una salida contra los mosqueteros.
Pero el señor de La Trémouille, ya prevenido por su escudero, del que, como se sabe, Bernajoux era pariente, le hizo responder que no correspondía ni al señor de Tréville ni a sus mosqueteros quejarse, sino más bien al contrario, a él, contra cuyas gentes habían cargado los mosqueteros y cuyo palacio habían querido quemar.
Como el debate entre estos dos señores habría podido durar largo tiempo, porque cada uno debía, naturalmente, mantenerse en sus trece, al señor de Tréville se le ocurríó un expediente que tenía por meta acabar con todo, y era ir a buscar él mismo al señor de La Trémouille.
Los dos eran personas de ánimo y de honor, y como el señor de La Trémouille, protestante y que sólo veía rara vez al rey, no era de ningún partido, no llevaba por lo general a sus relaciones sociales prevención alguna.
-Señor -dijo el señor de Tréville-, ambos creemos tener motivo de queja uno del otro, y yo mismo he venido para que juntos saquemos este asunto a la luz.
-De buen grado -respondíó el señor de La Trémouille-, pero os prevengo que estoy bien informado, y toda la culpa es de vuestros mosqueteros.
-Sois un hombre demasiado justo y demasiado razonable, señor -dijo el señor de Tréville-, para no aceptar la propuesta que voy a haceros.
Además de la estocada que ha recibido en el brazo y que no es nada peligrosa, ha pescado otra que le ha atravesado el pulmón, al punto de que el médico dice tristes cosas.
Este, al ver entrar a estos dos nobles señores que venían a visitarlo, trató de levantarse en el lecho, pero estaba demasiado débil y, agotado por el esfuerzo que había hecho, volvíó a caer casi sin conocimiento.
Entonces el señor de Tréville, no queriendo que se le pudiese acusar de haber influenciado al enfermo, invitó al señor de La Trémouille a interrogarle él mismo.
deseó a Bernajoux una pronta convalecencia, se despidió del señor de La Trémouille, volvíó a su palacio e hizo avisar a los cuatro amigos que les esperaba a cenar.
felicitaciones, que Athos, Porthos y Aramis le dejaron no sólo como buenos amigos sino como hombres que habían tenido con bastante frecuencia su vez para dejarle a él la suya.
pero como la hora de la audiencia concedida por Su Majestad había pasado, en lugar de solicitar la entrada por la escalera pequeña, se plantó con los cuatro hombres en la antecámara.
Nuestros jóvenes hacía apenas media hora que esperaban, mezclados con el gentío de los cortesanos, cuando todas las puertas se abrieron y se anunció a Su Majestad.
iba vestido con el traje de caza, lleno de polvo aún, con botas altas y con la fusta en la mano.
Esta disposición, por visible que fuera en Su Majestad, no impidió a los cortesanos alinearse a su paso: en las antecámaras reales más vale ser visto con mirada irritada que no ser visto en absoluto.
Los tres mosqueteros no titubearon pues y dieron un paso hacia adelante, mientras que D’Artagnan por el contrario permanecíó oculto tras ellos;
pero aunque el rey conocía personalmente a Athos, Porthos y Aramis, pasó ante ellos sin mirarlos, sin hablarles y como si jamás los hubiera visto.
En cuanto al señor de Tréville, cuando los ojos del rey se detuvieron un instante sobre él, sostuvo aquella mirada con tanta firmeza que fue el rey quien apartó la vista;
-Las cosas van mal -dijo Athos sonriendo-, y todavía no nos harán caballeros de la orden esta vez.
-Esperad aquí diez minutos -dijo el señor de Tréville-, y si al cabo de diez minutos no me veis salir, regresad a mi palacio, porque será inútil que me esperéis más tiempo.
Los cuatro jóvenes esperaron diez minutos, un cuarto de hora, veinte minutos;
El señor de Tréville había entrado osadamente en el gabinete del rey, y había encontrado a Su Majestad de muy mal humor, sentado en un sillón y golpeando sus botas con el mango de su fusta, cosa que no le había impedido pedirle con la mayor flema noticias de su salud.
En efecto, era la peor enfermedad de Luis XIII, quien a menudo tomaba a uno de sus cortesanos, lo atraía a una ventana y le decía: Señor tal, aburrámonos juntos.
Lanzamos un ciervo de diez años, lo corremos durante seis horas, y cuando está a punto de ser cogido, cuando Saint-Simón pone ya la trompa en su boca para hacer sonar el alalí, icrac!, toda la jauría se deja engañar y se lanza sobre un cervato.
había comprendido que todas sus lamentaciones no eran más que un prefacio, una especie de excitación para alentarse a sí mismo, y que era a donde había llegado por fin a donde quería venir.
¿Para eso es para lo que os he nombrado capitán de mis mosqueteros, para que asesinen a un hombre, amotinen todo un barrio y quieran incendiar París sin que vos digáis una palabra?
Pero por lo demás –continuó el rey-, sin duda me apresuro a acusaros, sin duda los perturbadores están en prisión y vos venís a anunciarme que se ha hecho justicia.
¿No iréis a decirme que esos tres malditos mosqueteros, Athos, Porthos y Aramis y vuestro cadete de Béarn no se han arrojado como furias sobre el pobre Bernajoux y no lo han maltratado de tal forma que es probable que esté a punto de fallecer?
tiempo de guerra, dado que es un nido de hugonotes, pero que en tiempo de paz es un ejemplo molesto.
-Su majestad quiere hablar de Dios, sin duda -dijo el señor de Tréville-, porque no conozco más que a Dios que esté por encima de Su Majestad.
digo que se ha apresurado a acusar a los mosqueteros de Vuestra Majestad, para con los que es injusto, y que no ha ido a sacar sus informes de buena fuente.
-Que Vuestra Majestad le haga venir, le interrogue pero por sí misma, frente a frente, sin testigos, y que yo vea a Vuestra Majestad tan pronto como haya recibido al duque.
-Si mis mosqueteros son culpables, Sire, los culpables serán puestos en manos de Vuestra Majestad, que ordenará de ellos lo que le plazca.
había hecho avisar aquella misma noche a sus tres mosqueteros y a su compañero para que se encontrasen en su casa a las seis y media de la mañana.
Los llevó con él sin afirmarles nada, sin prometerles nada, y sin ocultarles que el favor de ellos y el suyo propio estaba en manos del azar.
Al llegar a la antecámara particular del rey, el señor de Tréville encontró a La Chesnaye, quien le informó de que no habían encontrado al duque de La Trémouille la noche de la víspera en su palacio, que había regresado demasiado tarde para presentarse en el Louvre, que acababa de llegar y que estaba en aquel momento con el rey.
Esta circunstancia plugo mucho al señor de Tréville, que así estuvo seguro de que ninguna sugerencia extraña se deslizaría entre la deposición de La Trémouille y él.
En efecto, apenas habían transcurrido diez minutos cuando la puerta del gabinete se abríó y el señor de Tréville vio salir al duque de La Trémouille, el cual vino a él y le dijo:
Le he dicho la verdad, es decir, que la culpa era de mis gentes, y que yo estaba dispuesto a presentaros mis excusas.
-Señor duque -dijo el señor de Tréville-, estaba tan lleno de confianza en vuestra lealtad que no quise junto a Su Majestad otro defensor que vos mismo.
Veo que no me había equivocado, y os agradezco que haya todavía en Francia un hombre de quien se puede decir sin engañarse lo que yo he dicho de vos.
pero que Vuestra Majestad esté seguro de que no suelen ser los más adictos, y no lo digo por el señor de Tréville, aquellos que ve a todas horas del día.
En el momento en que abría la puerta, los tres mosqueteros y D’Artagnan, conducidos por La Chesnaye, aparecían en lo alto de la escalera.
A esta marcha, Su Eminencia se verá obligado a renovar su compañía dentro de tres semanas, y yo a hacer aplicar los edictos en todo rigor.
-Sin contar -dijo Athos-, que si no me hubiera sacado de las manos de Biscarat, a buen seguro no habría tenido yo el honor de hacer en este momento mi más humilde reverencia a Vuestra Majestad.
-Sire, debo decir que aún no se han encontrado minas de oro en sus montañas, aunque el Señor les deba de sobra ese milagro en recompensa por la forma en que apoyaron las pretensiones del rey vuestro padre.
-Lo cual quiere decir que son los gascones los que me han hecho rey a mí mismo, dado que yo soy el hijo de mi padre, ¿no es así, Tréville?
D’Artagnan contó la aventura de la víspera en todos sus detalles: cómo no habiendo podido dormir de la alegría que experimentaba por ver a Su Majestad, había llegado al alojamiento de sus amigos tres horas antes de la audiencia;
cómo habían ido juntos al garito, y cómo por el temor que había manifestado de recibir un pelotazo en la cara, había sido objeto de la burla de Bernajoux, que había estado a punto de pagar aquella burla con la pérdida de la vida, y el señor de La Trémouille, que en nada se había mezclado, con la pérdida de su palacio.
pues, las cuarenta pistolas en su bolso sin andarse con melindres y agradecíéndoselo mucho por el contrario a Su Majestad.
Tréville -añadió el rey a media voz mientras los otros se retiraban-, como no tenéis plaza en los mosqueteros y como, además, para entrar en ese cuerpo hemos decidido que había que hacer un noviciado, colocad a ese joven en la compañía de los guardias del señor Des Essarts, vuestro cuñado.
Y el rey saludó con la mano a Tréville, que salíó y vino a reunirse con sus mosqueteros, a los que encontró repartiendo con D’Artagnan las cuarenta pistolas.
Y el cardenal, como había dicho Su Majestad, se puso efectivamente furioso, tan furioso que durante ocho días abandonó el juego del rey, lo cual no impedía al rey ponerle la cara más encantadora del mundo, y todas las veces que lo encontraba preguntarle con su voz más acariciadora:
Cuando D’Artagnan estuvo fuera del Louvre y hubo consultado a sus amigos sobre el empleo que debía hacer de su parte de las cuarenta pistolas, Athos le aconsejó que encargase una buena comida en la Pomme de Pin, Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que se echase una amante conveniente.
Era un picardo al que el glorioso mosquetero había contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la Tournelle, mientras hacía círculos al escupir en el agua.
Porthos había pretendido que tal ocupación era prueba de una organización reflexiva y contemplativa, y lo había llevado sin más recomendación.
La gran cara de aquel gentilhombre, a cuya cuenta se creyó contratado, había seducido a Planchet -tal era el nombre del picardo-;
hubo en él una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un cofrade llamado Mosquetón y cuando Porthos le hubo manifestado que la situación de su casa, aunque grande, no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al servicio de D’Artagnan.
Sin embargo, cuando asistíó a la comida que daba su amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro de su bolsillo, creyó labrada su fortuna y agradecíó al cielo haber caído en posesión de semejante Creso;
Athos, por su parte, tenía un criado que había hecho ingresar a su servicio de una forma muy particular, y que se llamaba Grimaud.
Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con sus compañeros Athos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo, pero jamás le habían oído reír.
Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo siempre lo que querían decir, nada más: nada de adornos, nada de florituras, nada de arabescos.
Aunque Athos apenas tuviera treinta años y fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu, nadie le conocía amantes.
Sólo que no impedía que se hablase de ellas delante de él, aunque fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se mezclaba más que con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era completamente desagradable.
para no ir contra sus costumbres había habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios.
A veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su persona un gran apego y por su genio una gran veneración, creía haber entendido perfectamente lo que deseaba, se apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario.
Porthos, como se habrá podido ver, tenía un carácter completamente opuesto al de Athos: no sólo hablaba mucho, sino que hablaba a voz en grito;
hablaba de todo salvo de ciencias, alegando a este respecto el odio inveterado que desde su infancia tenía, según decía, a los sabios.
Tenía menos estilo que Athos, y el sentimiento de su inferioridad a este respecto a menudo le había hecho, desde el comienzo de su relación, injusto con ese gentilhombre, al que se había esforzado por superar con sus espléndidos trajes.
de mosquetero y sólo por su forma de echar atrás la cabeza y dar un paso, Athos ocupaba en el mismo instante el sitio que le era debido y relegaba al fastuoso Porthos a segunda fila.
Porthos se consolaba llenando la antecámara del señor de Tréville y los cuerpos de guardia del Louvre con el estruendo de sus aventuras galantes, de las que Athos no hablaba nunca;
y por el momento, tras haber pasado de la nobleza de ropa a la nobleza de espada, de la fontanera a la baronesa, no había para Porthos otra cosa que una princesa extranjera que le quería una_ enormidad.
Mosquetón era un normando a quien su amo había cambiado el pacífico nombre de Boniface por el infinitamente más sonoro y belicoso de Mosquetón.
no exigía más que dos horas diarias para consagrarlas a una industria que debía bastarle a satisfacer sus demás necesidades.
Hacía cortar para Mosquetón jubones de sus vestidos viejos y de sus capas de repuesto, y gracias a un sastre muy inteligente que le ponía sus pingajos como nuevos dándoles la vuelta, y de cuya mujer se sospechaba que quería hacer descender a Porthos de sus costumbres aristocráticas, Mosquetón hacía muy buena figura detrás de su amo.
En cuanto a Aramis, cuyo carácter creemos haber expuesto suficientemente -carácter que, por lo demás, como el de sus compañeros, podremos seguir en su desarrollo-, su lacayo se llamaba Bazin.
Debido a la esperanza que su amo tenía de recibir un día las órdenes, iba vestido siempre de negro, como debe estarlo el servidor de un ecle-siástico.
Era un hombre del Berry, de treinta y cinco a cuarenta años, dulce, apacible, regordete, que ocupaba los ocios que su amo le dejaba leyendo obras pías, haciendo si acaso para dos una cena de pocos platos pero excelente.
Ahora que conocemos, aunque no sea más que superficialmente, a amos y criados, pasemos a las viviendas ocupadas por cada uno de ellos.
su alojamiento se compónía de dos pequeñas habitaciones, muy decentemente amuebladas, en una casa adornada, cuya hospedera aún joven y realmente todavía bella le ponía inútilmente ojos de cordera.
Algunos retazos de un gran esplendor pasado se manifestaba aquí y allá en las paredes de este modesto alojamiento: era, por ejemplo, una espada, ricamente damasquinada, que remontaba por la forma a los tiempos de Francisco I y cuya empuñadura solamente, incrustada de piedras preciosas, podía valer doscientas pistolas y que sin embargo, en sus momentos de mayor penuria, Athos no había consentido nunca en empeñar ni en vender.
Athos, sin decir nada, vació sus bolsillos, amontonó todas sus joyas: bolsas, cordones y cadenas de oro, y ofrecíó todo a Porthos;
pero en cuanto a la espada, le dijo, estaba empotrada en su sitio y sólo debía dejarlo cuando su amo abandonara su alojamiento.
Además de su espada, había también un retrato que representaba a un señor de los tiempos de Enrique III, vestido con la mayor elegancia, y que llevaba la encomienda del Santo Espíritu, y este retrato tenía con Athos ciertos parecidos de líneas, ciertas similitudes de familia que indicaban que aquel gran señor, caballero de órdenes del rey, era su antepasado.
Finalmente, un cofre de magnífica orfebrería, con las mismas armas que la espada y el retrato, hacía un juego de chimenea que se daba de patadas espantosamente con el resto de los adornos.
Pero cierto día lo había abierto delante de Porthos, y Porthos había podido asegurarse de que el cofre no conténía más que cartas y papeles: cartas de amor y papeles de familia sin duda.
Cada vez que pasaba con un amigo por delante de sus ventanas, en una de las cuales Mosquetón estaba siempre vestido con gran librea, Porthos alzaba la cabeza y la mano y decía: ¡He ahí mi mansión!
Pero jamás se le encontraba en casa, jamás invitaba a nadie a subir, y nadie podía hacerse una idea de lo que aquella suntuosa apariencia encerraba de riquezas reales.
En cuanto a Aramis, habitaba un pequeño piso compuesto por un gabinete un comedor y un dormitorio, dormitorio que, situado como el resto del alojamiento en la planta baja, daba a un pequeño jardín lozano, verde, umbroso a impenetrable a los ojos del vecindario.
D’Artagnan, que era muy curioso por naturaleza, como lo son por lo demás las personas que tienen el genio de la intriga, hizo cuantos esfuerzos pudo por saber lo que eran realmente Athos, Porthos y Aramis;
porque bajo esos nombres de guerra, cada uno de los jóvenes ocultaba sus nombres de gentilhombre, Athos sobre todo, que olía a gran señor a la legua.
Se decía que había tenido grandes fracasos en sus aventuras amorosas, y que una horrible traición había envenenado para siempre la vida de aquel hombre galante.
En cuanto a Porthos, a excepción de su verdadero nombre, que sólo el señor de Tréville sabía, así como el de sus dos camaradas, su vida era fácil de conocer.
Lo único que hubiera podido despistar al investigador habría sido creerse todo lo bueno que él mismo decía de sí.
En cuanto a Aramis, pese a su aire de no tener ningún secreto, era – muchacho todo adobado en misterios, que respondía poco a las preguntas que se le hacían sobre los otros, y eludía aquellas que se le hacían sobre él.
Un día, D’Artagnan, después de haberle interrogado largo tiempo sobre Porthos y haberse enterado del rumor que corría sobre las aventuras galantes del mosquetero con una princesa, quiso saber a qué atenerse sobre las aventuras de su interlocutor.
-Y vos, querido compañero -le dijo-, ¿vos qué habláis de las baronesas, de las condesas y de las princesas de los demás?
Pero, mi querido señor D’Artagnan, creed que, si las hubiera recibido de otra fuente, o si me hubieran sido confiadas, no habría habido confesor más discreto que yo.
pero, en fin, me parece que vos mismo tenéis bastante familiaridad con los escudos de armas: testigo, cierto pañuelo bordado al que debo el honor de vuestro conocimiento.
-Mosquetero por ínterin, querido, como dice el cardenal, mosquetero contra mi gusto, pero hombre de iglesia en el corazón, creedme.
Tomó, pues, la decisión de creer para el presente todo cuanto se decía de su pasado, esperando revelaciones más serias y más amplias del porvenir.
Sin embargo, jamás pedía prestado un céntimo a sus amigos, aunque su bolsa estuviera sin cesar a su servicio;
y cuando había apostado sobre su palabra, siempre hacía despertar a su acreedor a la seis de la mañana para pagarle su deuda de la víspera.
si perdía, desaparecía por completo durante algunos días, al cabo de los cuales reaparecía con el rostro descolorido y mal gesto, pero con dinero en sus bolsillos.
A veces, en medio de una comida, cuando todos con la incitación del vino y el calor de la conversación, creían que había aún para dos o tres horas de permanencia en la mesa, Aramis miraba a su reloj, se levantaba con una graciosa sonrisa y se despedía de la compañía para ir, decía él, a consultar a un casuista con el que tenía cita.
Entonces Athos sonreía con aquella encantadora sonrisa melancólica que tan bien sentaba a su noble figura, y Porthos bebía jurando que Aramis no sería nunca más que un cura de aldea.
recibía treinta sous diarios, y durante un mes venía al alojamiento alegre como un pinzón y afable con su amo.
Cuando el viento de la adversidad comenzó a soplar sobre la pareja de la calle des Fossayeurs, es decir, cuándo las cuarenta pistolas del rey Luis XIII fueron comidas o casi, comenzó con quejas que Athos encontró nauseabundas Porthos indecentes y Aramis ridículas.
Porthos quería que antes lo apaleara, y Aramis pretendíó que un amo no debía oír más que los cumplidos que se hacen de él.
a vos, Porthos, que lleváis un tren magnífico y que sois un Dios para vuestro criado Mosquetón, y a vos finalmente, Aramis, que siempre distraído por vuestros estudios teológicos, inspiráis un profundo respeto a vuestro servidor Bazin, hombre dulce y religioso;
pero yo, que no tengo ni consistencia ni recursos, yo, que no soy mosquetero ni siquiera guardia, yo, ¿qué haré yo para inspirar cariño, temor o respeto a Planchet?
D’Artagnan reflexiónó y se decidíó por vapulear a Planchet provisionalmente, cosa que fue ejecutada con la conciencia que D’Artagnan ponía en todo;
Tu fortuna está, pues, hecha si te quedas a mi lado, y yo soy demasiado buen amo para privarte de tu fortuna concedíéndote el despido que me pides.
Esta manera de actuar infundíó en los mosqueteros mucho respeto hacia la política de D’Artagnan, Planchet quedó igualmente admirado y no habló más de irse.
D’Artagnan, que no tenía ningún hábito, puesto que llegaba de su provincia y caía en medio de un mundo totalmente nuevo para él, tomó por eso los hábitos de sus amigos.
Se levantaban hacia las ocho en invierno, hacia las seis en verano, y se iban a recibir órdenes y a ver cómo iban los asuntos del señor de Tréville.
D’Artagnan, aunque no fuese mosquetero, hacía el servicio con una puntualidad conmovedora: estaba siempre de guardia, porque siempre hacía compañía a aquel de sus tres amigos que montaba la suya.
el señor de Tréville, que le había apreciado a la primera ojeada y que le tenía verdadero afecto, no cesaba de recomendarlo al rey.
La amistad que unía a aquellos cuatro hombres, y la necesidad de verse tres o cuatro veces por día, bien para un duelo, bien para asuntos, bien por placer, les hacían correr sin cesar a unos tras otros como sombras;
Un buen día, el rey ordenó al señor caballero Des Essarts tomar a D’Artagnan como cadete en su compáñía de guardias.
D’Artagnan endosó suspirando aquel uniforme que hubiera querido trocar, al precio de diez años de su existencia, por la casaca de mosquetero.
Pero el señor de Tréville prometíó aquel favor tras un noviciado de dos años, noviciado que podía ser abreviado por otra parte si se le presentaba a D’Artagnan ocasión de hacer algún servicio al rey o de acometer alguna acción brillante.
La compañía del señor caballero Des Essarts tomó así cuatro hombres en lugar de uno el día en que tomó a D’Artagnan.
Sin embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este mundo, después de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro compañeros habían caído en apuros.
por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena gana, y que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logrado procurarse algunas pistolas.
pero aquellos adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros que tenían muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía siquiera.
Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o diez pistolas que Porthos jugó.
Entonces los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus lacayos correr las calles y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera todas las cenas que pudieron encontrar;
porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia.
Era un hombre que, como se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.
En cuanto a D’Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un cura de su regíón, y una cena en casa de un corneta de los guardias.
Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a casa del corneta, que hizo maravillas;
D’Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener mas que una comida y media -porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida- que ofrecer a sus compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis.
completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente.
Reflexiónó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes, emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima y bromas más o menos ingeniosas.
En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro puntos cardinales o volvíéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese.
El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que buscaba Arquímedes, se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta.
Que de la frase, «D’Artagnan despertó a Planchet», el lector no vaya a suponer que era de noche o que aún no había llegado el día.
Planchet, dos horas antes, había venido a pedir de cenar a su amo, que le respondíó con el refrán: «Quien duerme come».
pero el burgués declaró a D’Artagnan que por ser importante y confidencial lo que tenía que decirle deseaba permanecer a solas con él.
Hubo un momento de silencio durante el cual los dos hombres se miraron para establecer un conocimiento previo, tras lo cual D’Artagnan se inclínó en señal de que escuchaba.
-He oído hablar del señor D’Artagnan como de un joven muy valiente -dijo el burgués-, y esa reputación de que goza con motivo me ha decidido a confiarle un secreto.
Hace casi tres años que me hicieron desposarla, aunque no tenía más que una pequeña dote, porque el señor de La Porte el portamantas de la reina, es su padrino y la protege…
-Pero permitid que os diga, señor -prosiguió el burgués-, que estoy convencido de que en todo esto hay menos amor que política.
-dijo D Artagnan, que quiso aparentar ante su burgués que estaba al corriente de los asuntos de la corte.
Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su Majestad para que nuestra pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por el rey, espiada como está por el cardenal, traicionada como es por todos.
-Pardiez, claro que la sé -respondíó D’Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que quería aparentar estar al corriente.
-Es conocida su adhesión a la reina, y se la quiere alejar de su ama, o intimidarla por estar al tanto de los secretos de Su Majestad, o seducirla para servirse de ella como espía.
-Por supuesto, es un señor de gran estatura, pelo negro, tez morena, mirada penetrante, dientes blancos y una cicatriz en la sien.
Y además dientes blancos, mirada penetrante, tez morena, pelo negro y gran estatura.
Y como desde hace tres meses estáis en mi casa, y como, distraído sin duda por vuestras importantes ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo, no os he atormentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi delicadeza.
Creed que estoy plenamente agradecido por semejante proceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en algo…
-Os creo, señor, os creo, y como iba diciéndoos, palabra de Bonacieux, tengo confianza en vos.
-Al veros rodeado sin cesar de mosqueteros de aspecto magnífico y reconocer que esos mosqueteros eran los del señor de Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había pensado que vos y vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina, estaríais encantados de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.
-Contando además con que, mientras me hagáis el honor de permanecer en mi casa, no os hablaré nunca de vuestro alquiler futuro…
-Y añadid a eso, si fuera necesario, que cuento con ofreceros una cincuentena de pistolas si, contra toda probabilidad, os hallarais en apuros en este momento.
he amontonado algo así como dos o tres mil escudos de renta en el comercio de la mercería, y sobre todo colocado al unos fondos en el último viaje del célebre navegante Jean Mocquet de suerte que, como comprenderéis, señor…
-En la calle, frente a vuestras ventanas, en el hueco de aquella puerta: un hombre embozado en una capa.
D’Artagnan había contado más de una vez a sus amigos su aventura con el desconocido, así como la aparición de la bella viajera a la que aquel hombre había parecido confiar una misiva tan importante.
Un gentilhombre, según él -y, por la descripción que D’Artagnan había hecho del desconocido, no podía ser más que un gentilhombre-, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella bajeza, de robar una carta.
Porthos no había visto en todo aquello más que una cita amorosa dada por una dama a un caballero o por un caballero a una dama, y que había venido a turbar la presencia de D’Artagnan y de su caballo amarillo.
Comprendieron, pues por algunas palabras escapadas a D’Artagnan, de qué asunto se trataba, y como pensaron que después de haber cogido a su hombre o haberlo perdido de vista, D’Artagnan terminaría por volver a subir a su casa, prosiguieron su camino.
Cuando entraron en la habitación de D’Artagnan, la habitación estaba vacía: el casero, temiendo las secuelas del encuentro que sin duda iba a tener lugar entre el joven y el desconocido, había juzgado, debido a la exposición que él mismo había hecho de su carácter, que era prudente poner pies en polvorosa.
D’Artagnan había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba;
luego, por fin, había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado;
pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses completamente deshabitada.
Mientras D’Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D’Artagnan encontró la reuníón al completo.
-dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D’Artagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado por la cólera
-En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.
-Planchet -dijo D’Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación-, bajad a casa de mi casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de Beaugency: es el que prefiero.
-Siempre he dicho que D’Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro -dijo Athos, quien, después de haber emitido esta opinión, a la que D’Artagnan respondíó con un saludo, cayó al punto en su silencio acostumbrado.
-Sí -dijo Aramis–, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos.
Y entonces contó a sus amigos palabra por palabra lo que acababa de ocurrir entre él y su huésped, y cómo el hombre que había raptado a la mujer del digno casero era el mismo con el que había tenido que disputar en la hostería del Franc Meunier.
-Vuestro asunto no es malo -dijo Athos después de haber degustado el vino como experto a indicado con un signo de cabeza que lo encontraba bueno-, y se podrá sacar de ese buen hombre de cincuenta a sesenta pistolas.
Ahora queda por saber si cincuenta o sesenta pistolas valen la pena de arriesgar cuatro cabezas.
-Pero prestad atención -exclamó D’Artagnan-, hay una mujer en este asunto, una mujer raptada, una mujer a la que sin duda se amenaza, a la que quizá se tortura, y todo ello porque es fiel a su ama.
-Tened cuidado, D’Artagnan, tened cuidado -dijo Aramis-, os acaloráis demasiado, en mi opinión, por la suerte de la señora Bonacieux.
-No me inquieto por la señora Bonacieux -exclamó D’Artagnan-, sino por la reina, a quien el rey abandona, a quien el cardenal persigue y que ve caer, una tras otra, las cabezas de todos sus amigos.
-España es su patria -respondíó D’Artagnan-, y es muy lógico que ame a los españoles, que son hijos de la misma tierra que ella.
Estaba yo en el Louvre el día en que esparcíó sus perlas, y, ipardiez!, yo cogí dos que vendí por diez pistolas la pieza.
-Tan bien como vosotros, señores, porque yo era uno de aquellos a los que se detuvo en el jardín de Amiens, donde me había introducido el señor de Putange, el caballerizo de la reina.
-Lo cual no me impediría -dijo D’Artagnan-, si supiera dónde está el duque de Buckingham, cogerle por la mano y conducirle junto a la reina, aunque no fuera más que para hacer rabiar al señor cardenal;
porque nuestro verdadero, nuestro único, nuestro eterno enemigo, señores, es el cardenal, y si pudiéramos encontrar un medio de jugarle alguna pasada cruel, confieso que comprometería de buen grado micabeza.
-Y el mercero, D’Artagnan -prosiguió Athos-, ¿os ha dicho que la reina pensaba que se había hecho venir a Buckingham con un falso aviso?
-Y ahora estoy convencido -dijo D’Artagnan-, de que el rapto de esa mujer de la reina está relacionado con los acontecimientos de que hablamos, y quizá con la presencia de Buckingham en París.
-Ayer me encontraba yo en casa de un sabio doctor en teología al que consulto a veces por mis estudios…
Aramis parecíó hacer un esfuerzo sobre sí mismo, como un hombre que, en plena corriente de mentira, se ve detener por un obstáculo imprevisto;
pero los ojos de sus tres compañeros estaban fijos en él, sus orejas esperaban abiertas, no había medio de retroceder.
-Porthos -prosiguió Aramis-, ya os he hecho notar más de una vez que sois muy indiscreto, y que eso os perjudica con las mujeres.
-De pronto, un hombre alto, moreno, con ademanes de gentilhombre…, vaya, de la clase del vuestro, D’Artagnan.
-continuó Aramis- se acercó a mí, acompañado por cinco o seis hombres que le seguían diez pasos atrás, y con el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame», continuó dirigíéndose a la dama a la que yo llevaba del brazo…
-«Haced el favor de subir en esa carroza, y eso sin tratar de poner la menor resistencia, sin hacer el menor ruido.» – Os había tomado por Buckingham!
-Me cabe en la cabeza incluso -dijo Athos- que el espía se haya dejado engañar por el porte;
-Es inútil -dijo D’Artagnan- porque creo que, si no nos paga, quedaremos suficientemente pagados por otro lado.
En aquel momento, un ruido precipitado resonó en la escalera, la puerta se abríó con estrépito y el malhadado
-Un momento -exclamó D’Artagnan haciéndoles señas de que devolviesen a la vaina sus espadas medio sacadas-;
En aquel momento, los cuatro guardias aparecieron a la puerta de la antecámara, y al ver a cuatro mosqueteros en pie y con la espada en el costado, dudaron seguir adelante.
-Entrad, señores, entrad -gritó D’Artagnan-, aquí estáis en mi casa, y todos nosotros somos fieles servidores del rey y del señor cardenal.
-No podemos salvaros más que estando libres -respondíó rápidamente y en voz baja D’Artagnan-, y si hiciéramos ademán de defenderos, se nos detendría con vos.
-Adelante, señores, adelante -dijo en voz alts D’Artagnan-, no tengo ningún motivo para defender al señor.
-Silencio sobre mí, silencio sobre mis amigos, silencio sobre la reina sobre todo, o perderéis a todo el mundo sin salvaros.
¡A prisión, señores, una vez más, llevadle a prisión, y guardadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso me dará tiempo para pagar!
Quizá el jefe de los esbirros hubiera dudado de la sinceridad de D’Artagnan si el vino hubiera sido malo, pero al ser bueno el vino, se quedó convencido.
-dijo Porthos cuando el aguacil en jefe se hubo reunido con sus compañeros y los cuatro amigos se encontraron solos-.
D’Artagnan, eres un gran hombre, y para cuando estés en el puesto del señor de Tréville, pido tu protección para conseguir tener una abadía.
-Y ahora, señores -dijo D’Artagnan sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a Porthos-, todos para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es as¡?
Vencido por el ejemplo, rezongando por lo bajo, Porthos extendíó la mano y los cuatro amigos repitieron a un solo grito la fórmula dictada por D’Artagnan:
-Está bien, que cada cual se retire ahora a su casa -dijo D’Artagnan como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ordenar-, y atención, porque a partir de este momento, henos aquí enfrentados al cardenal.
cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.
Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem, y como desde que escribimos -y hace ya unos quince años de esto- es ésta la primera vez que empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ratonera.
Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto;
se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene;
Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que aparecíó fue detenido a interrogado por las gentes del señor cardenal.
Excusamos decir que, como un camino particular conducía al primer piso que habitaba D’Artagnan, los que venían a su casa eran exceptuados entre todas las visitas.
Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su capitán.
Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando.
Pero esta última circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba mucho.
El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros.
luego, como había quitado las baldosas del suelo como había horadado el esamblaje y sólo un simple techo le separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los acusados.
La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D’Artagnan para ir a casa del señor de Trévilie cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de la calle;
al punto esa puerta se abríó y se volvíó a cerrar: al-guíen acababa de caer en la ratonera.
Y aferrándose con la mano al reborde de su ventana, se dejó caer desde el primer piso, que afortunadamente no era elevado, sin hacerse ningún rasguño.
Apenas la aldaba hubo resonado bajo la mano del joven cuando el tumulto cesó, unos pasos se acercaron, se abríó la puerta y D’Artagnan, con la espada desnuda, se abalanzó en la vivienda de maese Bonacieux, cuya puerta, movida sin duda por algún resorte, volvíó a cerrarse tras él.
Entonces, quienes habitaban aún la desgraciada casa de Bonacieux y los vecinos más próximos oyeron grandes gritos pataleos, entrechocar de espaldas y un ruido prolongado de muebles.
Luego, un momento después, aquellos que sorprendidos por aquel ruido habían salido a las ventanas para conocer la causa, pudieron ver cómo la puerta se abría y no salir a cuatro hombres vestidos de negro, sino volar como cuervos espantados, dejando por tierra y en las esquinas de las mesas plumas de sus alas, es decir, jirones de sus vestidos y trozos de sus capas.
D’Artagnan fue vencedor sin mucho trabajo, hay que decirlo, porque sólo uno de los aguaciles estaba armado y aún se defendíó por guardar las formas.
Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría peculiar de los habitantes de París en aquellos tiempos de tumultos y de riñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo estaba acabado.
D’Artagnan, solo con la señora Bonacieux, se volvíó hacia ella: la pobre mujer estaba derribada sobre un butacón y semidesvestida.
Era una encantadora mujer de veinticinco a veintiséis años, morena con ojos azules, con una nariz ligeramente respingona, dientes admirables, un tinte marmóreo de rosa y de ópalo.
Mientras D’Artagnan examinaba a la señora Bonacieux y estaba a sus pies, como hemos dicho, vio en el suelo un fino pañuelo de batista, que recogíó según su costumbre, y en una de cuyas esquinas reconocíó la misma inicial que había visto en el pañuelo que le había obligado a batirse con Aramis.
Abríó los ojos, miró con terror en torno suyo, vio que la habitación estaba vacía y que estaba sola con su liberador.
-Claro que sí, señor, claro que sí, y espero probaros que no habéis prestado un servicio a una ingrata.
-Señora, esos hombres eran mucho más peligrosos de lo que pudiera serlo los ladrones, porque son agentes del señor cardenal, y en cuánto a vuestro marido, el señor Bónacieux no está aquí porque ayer vinieron a prenderlo para conducirlo a la Bastilla.
-Por un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de pelo negro, de tez morena, con una cicatriz en la sien izquierda.
-He aprovechado un momento en que me han dejado sola, y como desde esta mañana sabía a qué atenerme sobre mi rapto, con la ayuda de mis sábanas he bajado por la ventana;
-Y además -dijo D’Artagnan- (perdón, señora, si, como guardia que soy, os llamo a la prudencia), además creo que no estamos aquí en lugar oportuno para hacer confidencias.
Yo he hecho avisar a tres de mis amigos, pero ¡quién sabe si los habrán encontrado en sus casas!
Y la joven y el joven, sin molestarse en cerrar la puerta, descendieron rápidamente por la calle des Fossoyeurs, se adentraron por la calle des Fossés-Monsieur-le-Prince y no se detuvieron hasta la plaza Saint-Sulpice.
mi intención era hacer avisar al señor de La Porte por medio de mi marido, a fin de que el señor de La Porte pudiera decirnos precisamente lo que había pasado en el Louvre desde hacía tres días, y si había peligro para mí en presentarme.
sólo que hay un obstáculo, y es que al señor Bonacieux lo conocen en el Louvre y le dejarían pasar, mientras que a vos no os conocen y os cerrarán la puerta.
-Bueno, os creo: tenéis aspecto de joven valiente y por otra parte vuestra fortuna está quizá al cabo de vuestra dedicación.
-Haré sin promesa y por conciencia todo cuanto pueda para servir al rey y ser agradable a la reina -dijo D’Artagnan-;
tomó la llave, que tenían la costumbre de darle como a un amigo de la casa, subíó la escalera a introdujo a la señora Bonacieux en la pequeña habitación cuya descripción ya hemos hecho.
-Estáis en vuestra casa -dijo él-, tened cuidado, cerrad las ventanas por dentro y no abráis a nadie, a menos que oigáis dar tres golpes así, mirad -y golpeó tres veces: dos golpes cercanos uno al otro y bastante fuerte, y un golpe más distante y más ligero.
D’Artagnan saludó a la señora Bonacieux lanzándole la mirada más amorosa que le fue posible concentrar sobre su encantadora personita, y.
y fueron a avisar al señor de Tréville que su joven compatriota, teniendo algo importante que decide, solicitaba una audiencia particular.
-dijo D’Artagnan, que había aprovechado el momento en que se había quedado solo para retrasar el reloj tres cuartos de hora-.
He pensado que como no eran más que las nueve y veinticinco minutos, aún había tiempo para presentarme en vuestra casa.
le contó que había oído decir los proyectos del cardenal respecto a Buckingham, y todo ello con una tranquilidad y un aplomo del que el señor de Tréville fue tanto mejor la víctima cuanto que, como ya hemos dicho, él mismo había notado algo nuevo entre el cardenal, el rey y la reina.
Al sonar las diez, D’Artagnan abandonó al señor de Tréville, que le agradecíó sus informes, le recomendó tener siempre en el corazón el servicio del rey y de la reina, y se volvíó al salón.
por lo tanto subíó precipitadamente, volvíó a entrar en el gabinete, con una vuelta de dedo puso de nuevo el péndulo en su hora para que no se pudiese percibir al día siguiente que había sido movido, y seguro desde entonces de que tenía un testigo para probar su coartada, bajó la escalera y pronto se encontró en la calle.
Una vez hecha la visita al señor de Tréville, D’Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su casa.
¿En qué pensaba D’Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como sonriendo?
Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser insensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios;
además, D’Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente adoptan un carácter más tierno.
D’Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante.
Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: añadamos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco ver-güenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones.
Las que no eran más que bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo no puede dar más que lo que tiene.
Las que eran ricas daban además una parte de su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su amante ataba al arzón de su silla.
D’Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su amigo.
D’Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba a París como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá lejos, la mujer aquí.
El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un necio como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa.
Pero todo esto no había influido para nada en el sentimiento producido por la visita de la señora Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había sido la continuación.
Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual, es rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo corrobora.
Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita zapatilla en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto;
esperaba serlo algún día, pero el tiempo que él mismo se fijaba para ese feliz cambio estaba bastante lejos.
Mientras tanto, ¡qué desesperación ver a una mujer que se ama desear esas mil naderías con que las mujeres hacen su dicha, y no poder darle esas mil naderías!
y aunque por regla general ella se consiga tal disfrute con el dinero del marido, raro es que sea él a quien dé las gracias.
La bonita señora Bonacieux era mujer para pasear por el llano de Saint-Denis o entre el tumulto de Saint-Germain, en compañía de Athos, de Porthos y Ara-mis, a los cuales D’Artagnan estaría orgulloso de mostrar una conquista semejante.
Harían breves comidas encantadoras en las que se toca por un lado la mano de un amigo, y por el otro el pie de una amante.
¿Y el señor Bonacieux, a quien D’Artagnan había empujado a las manos de los esbirros renegándole en alta voz y a quien había prometido en voz baja salvarle?
Debemos confesar a nuestros lectores que D’Artagnan no pensaba en él ni por un momento, o que, si pensaba, era para decirse que estaba bien donde estaba, fuera en la parte que fuera.
Sin embargo, que nuestros lectores se tranquilicen: si D’Artagnan olvida a su hospedero o hace ademán de olvidarlo so pretexto de que no sabe adónde ha sido conducido, nosotros no lo olvidamos, y nosotros sabemos dónde está.
D’Artagnan, mientras reflexionaba en sus futuros amores, mientras hablaba a la noche, mientras sonreía a las estrellas, remontaba la calle du Cherche-Midi o Chasse-Midi, como se llamaba entonces.
Como se encontraba en el barrio de Aramis, le había venido la idea de ir a visitar a su amigo, para darle algunas explicaciones sobre los motivos que le habían hecho enviar a Planchet con la invitación de presentarse inmediatamente en la ratonera.
Ahora bien, si Aramis se hubiera encontrado en su casa cuando Planchet había ido a ella, habría corrido indudablemente a la calle des Fossoyeurs, y al no encontrar quizá a nadie más que a sus dos compañeros, ni unos ni otros habían sabido lo que aquello quería decir.
Además, por lo bajo, pensaba que aquella era para él una ocasión de hablar de la bonita señora Bonacieux, de la que su espíritu, si no su corazón, estaba ya totalmente lleno.
D’Artagnan seguía una calleja situada sobre el emplazamiento por el que hoy pasa la calle d Assas, respirando las emanaciones embalsamadas que venían con el viento de la calle de Vaugirard y que enviaban los jardines refrescados por el rocío del atardecer y por la brisa de la noche.
A lo lejos resonaban, amortiguados no obstante por buenos postigòs, los cantos de los bebedores en algunas tabernas perdidas en el llano.
D’Artagnan acababa de dejar atrás la calle Cassete y reconocía ya la puerta de la casa de su amigo, enterrada bajo un macizo de sicomoros y de clemátides que formaban un vasto anillo por encima de ella, cuando percibíó algo como una sombra que salía de la calle Servandoni.
Es más, aquella mujer, como si no hubiera estado bien segura de la casa que buscaba, alzaba los ojos para orientarse, se deténía, volvía atrás, luego volvía de nuevo.
No había más que tres palacetes en aquella parte de la calle, y dos ventanas con vistas sobre aquella calle: la una era de un pabellón paralelo al que ocupaba Aramis, la otra era la del propio Aramis.
Y D’Artagnan, haciéndose lo más delgado que pudo, se puso a cubierto en el lado más oscuro de la calle, junto a un banco de piedra situado en el fondo de un nicho.
La joven continuó avanzando, porque además de la ligereza de su paso, que le había traicionado, acababa de hacer oír una breve tos que denunciaba una voz de las más frescas.
Sin embargo, bien porque se hubiera respondido a aquella tos mediante un signo equivalente que había fijado las irresoluciones de la nocturna buscadora, bien porque sin ayuda extraña hubiera reconocido que había llegado al fin de su camino, se acercó resueltamente al postigo de Aramis y llamó con tres intervalos iguales con su dedo encorvado.
Apenas fueron dados los tres golpes cuando la ventana interior se abríó y una luz aparecíó a través de los vidrios del postigo.
D’Artagnan pensó que aquello no podía durar así, y continuó mirando con todos sus ojos y escuchando con todas sus orejas.
Por otra parte, los ojos de los gascones tienen, como los de los gatos, según se asegura, la propiedad de ver durante la noche.
D’Artagnan vio, pues, que la joven sacaba de su bolso un objeto blanco que desplegó con viveza y que tomó la forma de un pañuelo.
Esto récordó a D’Artagnan aquel pañuelo que había encontrado a los pies de la señora Bonacieux, que le había recordado el que había encontrado a los pies de Aramis.
Situado donde estaba, D’Artagnan no podía ver el rostro de Aramis, y decimos de Aramis porque el joven no tenía ninguna duda de que era su amigo quien dialogaba desde el interior con la dama del exterior;
la curiosidad pudo en él más que la prudencia y aprovechando la preocupación en que la vista del pañuelo parecía sumir a los dos personajes que hemos puesto en escena, salíó de su escondite, y raudo como una centella, pero ahogando el ruido de sus pasos, fue a pegarse a una esquina del muro, desde el que su mirada podía hundirse perfectamente en el interior de la habitación de Aramis.
Llegado allí, D’Artagnan pensó lanzar un grito de sorpresa: no era Aramis quien hablaba con la visitante nocturna, era una mujer.
En el mismo instante, la mujer de la habitación sacó un segundo pañuelo de su bolsillo y lo cambió por aquel que acababan de mostrarle.
La mujer que se hallaba en el exterior de la ventana se volvíó y vino a pasar a cuatro pasos de D’Artagnan ba-jando la toca de su manto;
pero ¿por qué motivo la señora Bonacieux, que había enviado a buscar al señor de La Porte para hacerse llevar por él al Louvre, corría las calles de París sola a las once y media de la noche, con riesgo de hacerse raptar por segunda vez?
Esto era lo que se preguntaba a sí mismo el joven, a quien el demonio de los celos mordía en el corazón ni más ni menos que a un amante titulado.
Pero a la vista del joven que se separaba del muro como una estatua de su nicho, y al ruido de los pasos que oyó resonar tras ella, la señora Bonacieux lanzó un pequeño grito y huyó.
La desgraciada estaba agotada, no de fatiga sino de terror, y cuando D’Artagnan le puso la mano sobre el hombro, ella cayó sobre una rodilla gritando con voz estrangulada:
pero como sintió por su peso que estaba a punto de desvanecerse, se apresuró a traquilizarla con protestas de afecto.
volvíó a abrir los ojos, lanzó una mirada sobre el hombre que le había causado tan gran miedo y, al reconocer a D’Artagnan, lanzó un grito de alegría.
-preguntó con una sonrisa llena de coquetería la joven cuyo carácter algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había desaparecido desde el momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había tomado por un enemigo.
D’Artagnan ofrecíó su brazo a la señora Bonacieux, que se cogíó de él, mitad riendo, mitad temblando, y los dos juntos ganaron lo alto de la calle La Harpe.
mil gracias por vuestra honorable compañía, que me ha salvado de todos los peligros a que habría estado expuesta.
-Ya veis que todavía hay peligro para vos, puesto que una sola palabra os hace temblar y confesáis que si oyesen esa palabra estaríais perdida.
¡Ah, señora -exclamó D’Artagnan cogíéndole la mano y cubríéndola con una ardiente mirada-, sed más generosa, confiad en mí!
puesto que tales secretos pueden tener influencia sobre vuestra vida, es preciso que esos secretos se conviertan en los míos.
Y esto os lo pido en nombre del interés que os inspiro, en nombre del servicio que me habéis hecho, y que no olvidaré en mi vida.
-Es ya la segunda o tercera vez que pronunciáis ese nombre, señor, y sin embargo os he dicho que no lo conocía.
-Confesad que habéis inventado esa historia para hacerme hablar, y que vos mismo habéis creado ese personaje.
-Lo digo y lo repito por tercera vez, en esa casa es donde vive mi amigo, y ese amigo es Aramis.
-Si pudierais ver mi corazón completamente al descubierto -dijo D’Artagnan-, leeríais en él tanta curiosidad que tendríais piedad de mí, y tanto amor que al instante satisfaríais incluso mi curiosidad.
-Escuchad, estoy tras su rastro-dijo D’Artagnan- Hace tres meses estuve a punto de tener un duelo con Aramis por un pañuelo semejante al que habéis mostrado a aquella mujer que estaba en su casa, por un pañuelo marcado de la misma manera, estoy seguro.
-Señor -dijo la joven suplicando y juntando las manos-, señor, en el nombre del cielo, en el nombre del honor de un militar, en el nombre de la cortesía de un gentilhombre, alejaos;
-exclamó la señora Bonacieux tendíéndole una mano y poniendo la otra en la aldaba de una pequeña puerta casi perdida en el muro.
-exclamó D’Artagnan con aquella brutalidad ingenua que las mujeres prefieren con frecuencia a las afectaciones de la cortesía, porque descubre el fondo del pensamiento y prueba que el sentimiento domina sobre la razón.
-prosiguió la señora Bonacieux con una voz casi acariciadora y estrechando la mano de D’Artagnan, que no había abandonado la suya-.
-Vamos, que la discusión vuelve a empezar -dijo la señora Bonacieux con media sonrisa que no estaba exenta de cierto tinte de impaciencia.
Y como si no se sintiera con fuerza para separarse de la mano que sosténía más que mediante una sacudida, se alejó corriendo, mientras la señora Bonacieux llamaba, como en el postigo, con tres golpes lentos y regulares;
luego, llegado al ángulo de la calle, él se volvíó: la puerta se había abierto y vuelto a cerrar, la bonita mercera había desaparecido.
D’Artagnan prosiguió su camino, había dado su palabra de no espiar a la señora Bonacieux, y aunque la vida de ella dependiera del lugar adonde había ido a reunirse, o de la persona que debía acompañarla, D’Artagnan habría vuelto a su casa, puesto que había dicho que volvía.
Se habrá dormido mientras me esperaba, o habrá regresado a su casa, y al volver se habrá enterado de que había ido allí una mujer.
porque monologando en voz alta, a la manera de las personas muy preocupadas, se había adentrado por el camino al fondo del cual estaba la escalera que conducía a su habitación.
al contrario, se ha acercado a mí y me ha dicho: «Es tu amo el que necesita su libertad en este momento, y no yo, porque él sabe todo y yo no sé nada.
-Pero tú te quedas, tú no tengas miedo -dijo D’Artagnan volviendo sobre sus pasos para recomendar valor a su lacayo.
-Bueno -se dijo a sí mismo D’Artagnan-, parece que el método que empleé con este muchacho es decididamente bueno;
Y con toda la rapidez de sus piernas, algo fatigadas ya sin embargo por las carreras de la jornada, D’Artagnan se dirigíó hacia la calle du Vieux-Colombier.
Por un instante tuvo la idea de pasar en la barca, pero al llegar a la orilla del agua había introducido maquinalmente su mano en el bolsillo y se había dado cuenta de que no tenía con qué pagar al barquero.
Cuando llegaba a la altura de la calle Guénégaud, vio desembocar de la calle Dauphine un grupo compuesto por dos personas cuyo aspecto le sorprendíó.
La mujer tenía el aspecto de la señora Bonacieux, y el hombre se parecía a Aramis hasta el punto de ser tomado por él.
Además, la mujer tenía aquella capa negra que D’Artagnan veía aún recortarse sobre el postigo de la calle de Vaugirard y sobre la puerta de la calle de La Harpe.
El capuchón de la mujer estaba vuelto, el hombre tenía su pañuelo sobre su rostro;
D’Artagnan no había dado veinte pasos cuando quedó convencido de que aquella mujer era la señora Bonacieux y de que aquel hombre era Aramis.
La señora Bonacieux le había jurado por todos los dioses que no conocía a Aramis, y un cuarto de hora después de que ella le hubiera hecho este juramento la volvía a encontrar del brazo de Aramis.
D’Artagnan no reflexiónó que conocía a la bonita mercera desde hacía tres horas, que no le debía a él nada más que un poco de gratitud por haberla liberado de los hombres perversos que querían raptarla, y que ella no le había prometido nada.
La joven mujer y el joven hombre se habían dado cuenta de que los seguían, y habían doblado el paso.
D’Artagnan tomó carrera, los sobrepasó, luego volvíó sobre ellos en el momento en que se encontraban ante la Samaritaine, alumbrada por un reverbero que proyectaba su claridad sobre toda aquella parte del puente.
-preguntó el mosquetero retrocediendo un paso y con un acento extranjero que probaba a D’Artagnan que se había equivocado en una parte de sus conjeturas.
Sin embargo, D’Artagnan, aturdido, aterrado, anonadado por todo lo que le pasaba, permanecía en pie y con los brazos cruzados ante el mosquetero y la señora Bonacieux.
D’Artagnan puso su espada desnuda bajo su brazo, dejó adelantarse a la señora Bonacieux y al duque veinte pasos y los siguió, dispuesto a ejecutar a la letra las instrucciones del noble y elegante ministro de Carlos I.
Pero afortunadamente el joven secuaz no tuvo ninguna ocasión de dar al duque aquella prueba de su devoción;
Pero sin darles otra explicación sobre la molestia que les había causado, les dijo que había terminado solo el asunto para el que por un instante había creído necesitar su intervención.
Y ahora, arrastrados como estamos por nuestro relato, dejemos a nuestros tres amigos volver cada uno a su casa, y sigamos por el laberinto del Louvre al duque de Buckingham y a su guía.
el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de Tréville que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche.
Además, Germain era adicto a los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de haber introducido a su amante en el Louvre, eso es todo;
cargaba con el crimen: su reputación estaba perdida, cierto, pero ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple mercera?
Un vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguieron el pie de los muros durante un espacio de unos veinticinco pasos;
recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó una pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la noche;
los dos entraron y se encontraron en la oscuridad, pero la señora Bonacieux conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las personas de la servidumbre.
Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a tientas, asíó una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera;
Entonces ella torcíó a la derecha, siguió un largo corredor, volvíó a bajar un piso, dio algunos pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abríó una puerta y empujó al duque en una habitación iluminada solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad aquí, milord duque, vendrán».
Luego salíó por la misma puerta, que cerró con llave, de suerte que el duque se encontró literalmente prisionero.
había sabido que aquel presunto mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en lugar de regresar a Inglaterra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declarado a la reina que no partiría sin haberla visto.
La reina se había negado rotundamente al principio, luego había temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura.
Ya estaba decidida a recibirlo y a suplicarle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella decisión, la señora Bonacieux, que estaba encargada de ir a buscar al duque y conducirle al
Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas habían recuperado su curso, y ella acababa de realizar la peligrosa empresa que, sin su arresto, habría ejecutado tres días antes.
A los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más hermoso y por el caballero más elegante de Francia y de Inglaterra.
Favorito de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía y calmaba a su capricho, Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas existencias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la posteridad.
Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que rigen a los demás hombres no podían alcanzarlo, iba erecho al fin que se había fijado, por más que ese fin fuera tan elevado y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido locura.
Así es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de Austria y hacerse amar a fuerza de deslumbramiento.
Georges Villiers se situó, pues, ante un espejo, como hemos dicho, devolvíó a su bella cabellera rubia las ondulaciones que el peso del sombrero le había hecho perder, se atusó su mostacho, y con el corazón todo henchido de alegría, feliz y orgulloso de alcanzar el momento que durante tanto tiempo había deseado, se sonrió a sí mismo de orgullo y de esperanza.
Ana de Austria tenía entonces veintiséis o veintisiete años, es decir, se encontraba en todo el esplendor de su belleza.
sus ojos, que despedían reflejos de esmeralda, eran perfectamente bellos, y al mismo tiempo llenos de dulzura y de majestad.
Su boca era pequeña y bermeja y aunque su labio inferior, como el de los príncipes de la Casa de Austria, sobresalía ligeramente del otro, era eminentemente graciosa en la sonrisa, pero también profundamente desdeñosa en el desprecio.
Su piel era citada por su suavidad y su aterciopelado, su mano y sus brazos eran de una belleza sorprendente y todos los poetas de la época los cantaban como incomparables.
Finalmente, sus cabellos, que de rubios que eran en su juventud se habían vuelto castaños, y que llevaba rizados, muy claros y con mucho polvo, enmarcaban admirablemente su rostro, en el que el censor más rígido no hubiera podido desear más que un poco menos de rouge, y el escultor más exigente sólo un poco más de finura en la nariz.
jamás Ana de Austria le había parecido tan bella en medio de los bailes, de las fiestas, de los carruseles como le parecíó en aquel momento, vestida con un simple vestido de satén blanco y acompañada de doña Estefanía, la única de sus mujeres españolas que no había sido expulsada por los celos del rey y por las persecuciones de Richelieu.
Sí, señora, sí, vuestra majestad -exclamó el duque-, sé que he sido un loco, un insensato por creer que la nieve se animaría, que el mármol se calentaría;
os veo porque, insensible a todas mis penas, os habéis obstinado en permanecer en una ciudad en la que, permaneciendo, corréis riesgo de la vida y me hacéis a mí correr el riesgo de mi honor;
os veo para deciros que todo nos separa, las profundidades del mar, la enemistad de los reinos, la santidad de los juramentos.
y, realmente, decirme semejantes palabras, sería por parte de vuestra majestad una ingratitud demasiado grande.
Porque, decidme, ¿dónde encontráis un amor semejante al mío, un amor que ni el tiempo, ni la ausencia, ni la desesperación pueden apagar, un amor que se contenta con una cinta extraviada, con una mirada perdida, con una palabra escapada?
Hace tres años, señora, que os vi por primera vez, y desde hace tres años os amo así.
las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros hellos brazos, sobre esos brazos admirables, con gruesos diamantes;
teníais una gorguera cerrada, un pequeño bonete sobre vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma de garza.
porque en tres años, señora, no os he visto más que cuatro veces: esa primera de que acabo de hablaros, la segunda en casa de la señora de Chevreuse, la tercera en los jardines de Amiens.
aquella vez vos estabais dispuesta a decirme todo: el aislamiento de vuestra vida, las penas de vuestro corazón.
Al inclinar mi cabeza a vuestro lado, yo sentía vuestros hermosos cabellos rozar mi rostro, y cada vez que me rozaban yo temblaba de la cabeza a los pies.
Mirad, mis bienes, mi fortuna, mi gloria, ¡todos los días que me quedan por vivir a cambio de un momento semejante y de una noche parecida!
-Milord, es posible, sí, que la influencia del lugar, que el encanto de aquella hermosa noche, que la fascinación de vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se juntan a veces para perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal;
la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la primera palabra que osasteis decir, a la primera osadía a la que tuve que responder, pedí ayuda.
Creísteis huir de mí volviendo a París, creísteis que no osaría abandonar el tesoro que mi amo me había encargado vigilar.
Y esa vez, nada tuvisteis que decirme: yo había arriesgado mi favor, mi vida, por veros un segundo, no toqué siquiera vuestra mano, y vos me perdonasteis al verme tan sometido y arrepentido.
El rey, excitado por el señor cardenal, organizó un escándalo terrible: la señora de Vernet ha sido echada, Putange exiliado, la señora de Chevreuse ha caído en desgracia, y cuando vos quisisteis volver como em-bajador de Francia, recordad, milord, que el rey mismo se opuso.
pero esta guerra podrá llevar a una paz, esa paz necesitará un negociador, ese negociador seré yo.
-La señora de Chevreuse no era reina -murmuró Ana de Austria, vencida a pesar suyo por la expresión de un amor tan profundo.
Lo habéis dicho vos misma, se me ha atraído a una trampa, tal vez deje mi vida en ella porque, mirad, es extraño, pero desde hace algún tiempo tengo presentimientos de que voy a morir -y el duque sonrió con una sonrisa triste y encantadora a la vez.
-exclamó Ana de Austria con un acento de terror que probaba que sentía por el duque un interés mayor del que quería confesar.
Si fuerais herido en Francia, si murieseis en Francia, si pudiera suponer que vuestro amor por mí fue causa de vuestra muerte, no me consolaría jamás, me volvería loca por ello.
volved como embajador, volved como ministro, volved rodeado de guardias que os defiendan, de servidores que vigilen por vos, y entonces no temeré más por vuestra vida y sentiré dicha en volveros a ver.
Y Ana de Austria regresó a sus habitaciones y salíó casi al momento, llevando en la mano un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales, incrustado de oro.
-Si antes de seis meses no estoy muerto, os habré visto, señora, aunque tenga que desquiciar el mundo para ello.
En el corredor encontró a la señora Bonacieux que lo esperaba y que, con las mismas precauciones y la misma fortuna, volvíó a conducirlo fuera del Louvre.
Como se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición, no había parecido inquietarse más que a medias;
este personaje era el señor Bonacieux, respetable mártir de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en aquella época a la vez tan caballeresca y tan galante.
Allí, introducido en una galería semisubtenánea, fue objeto, por parte de quienes lo habían llevado, de las más groseras injurias y del más feroz trato.
Al cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a poner fin a sus torturas, pero no a sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios.
Dos guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse por un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una habitación baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un comisario.
El comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escribiendo algo sobre la mesa.
Los dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron fuera del alcance de la voz.
El comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza inclinada sobre sus papeles, la alzó para ver con quién tenía que habérselas.
Aquel comisario era un hombre de facha repelente, la nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero investigadores y vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro.
Su cabeza sostenida por un cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi parecido al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su caparazón.
El acusado respondíó que se llamaba Jacques-Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años, mercero retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11.
Entonces el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le soltó un largo discurso sobre el peligro que corre un burgués oscuro mezclándose en asuntos públicos.
Complicó este exordio con una exposición en la que contó el poder y los actos del señor cardenal, aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo de los ministros futuros: actos y poder a los que nadie se opónía impunemente.
Después de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el pobre Bonacieux, lo invitó a reflexionar sobre la gravedad de la situación.
lanzaba pestes contra el momento en que el señor de La Porte había tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra el momento en que esta ahijada había sido admitida como costurera de la reina.
El fondo del carácter de maese Bonacieux era un profundo egoísmo mezclado a una avaricia sórdida todo ello sazonado con una cobardía extrema.
El amor que le había inspirado su joven mujer, por ser un sentimiento totalmente secundario, no podía luchar con los sentimientos primitivos que acabamos de enumerar.
-Pero, señor comisario -dijo tímidamente-, estad seguro de que conozco y aprecio más que nadie el mérito de la incomparable Eminencia por la que tenemos el honor de ser gobernados.
-Sin embargo, es preciso que hayáis cometido un crimen, puesto que estáis aquí acusado de alta traición.
¿Y cómo queréis vos que un pobre mercero que detesta a los hugonotes y que aborrece a los españoles esté acusado de alta traición?
-Señor Bonacieux -dijo el comisario mirando al acusado como si sus pequeños ojos tuvieran la facultad de leer hasta lo más profundo de los corazones-, señor Bonacieux, ¿tenéis mujer?
-Sospecho -dijo- de un hombre alto, moreno, de buen aspecto, que tiene todo el aire de un gran señor;
nos ha seguido varias veces, según me ha parecido, cuando iba a esperar a mi mujer al postigo del Louvre para llevarla a casa.
En cuanto a su nombre, no sé nada, pero si alguna vez lo vuelvo a encontrar lo reconoceré al instante, os respondo de ello, aunque fuera entre mil personas.
antes de que sigamos adelante es preciso que alguien sea prevenido de que conocéis al raptor de vuestra mujer.
Sin escuchar para nada las lamentaciones de maese Bonacieux, lamentaciones a las que por otra parte debían estar acostumbrados, los dos guardias cogieron al prisionero por un brazo y se lo llevaron, mientras el comisario escribía deprisa una carta que su escribano esperaba.
y cuando los primeros rayos del día se deslizaron en la habitación, la aurora le parecíó haber tornado tintes fúnebres.
así, cuando vio pura y simplemente aparecer, en lugar del verdugo que esperaba, a su comisario y su escribano de la víspera, estuvo a punto de saltarles al cuello.
-Vuestro asunto se ha complicado desde ayer por la noche, buen hombre -le dijo el comisario-, y os aconsejo decir toda la verdad;
-¿Qué fuisteis, pues, a hacer a casa del señor D’Artagnan, vuestro vecino, con el que tuvisteis una larga conferencia durante el día?
El señor D’Artagnan ha hecho un pacto con vos y, en virtud de ese pacto, él ha puesto en fuga a los hombres de policía que habían detenido a vuestra mujer, y la ha sustraído a todas las investigaciones.
-Veamos, cuando me han dicho: «Vos sois el señor D’Artagnan», yo he respondido: «¿Lo creéis así?» Mis guardias han exclamado que estaban seguros.
-Pero -exclamó a su vez el señor Bonacieux- os digo, señor comisario, que no tengo la más mínima duda.
El señor D’Artagnan es mi huésped, y en consecuencia, aunque no me pague mis alquileres, y precisamente por eso, debo conocerlo.
El señor D’Artagnan está en los guardias del señor Des Essarts, y este señor está en la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville: mirad el uniforme, señor comisario, mirad el uniforme.
En aquel momento la puerta se abríó de golpe, y un mensajero, introducido por uno de los carceleros de la Bastilla, entregó una carta al comisario.
que yo no sé nada de nada de lo que debía hacer mi mujer, que soy completamente extraño a lo que ella ha hecho y, que si ella ha hecho tonterías, reniego de ella, la desmiento, la maldigo.
-Volved a llevar a los prisioneros a sus calabozos -dijo el comisario señalando con el mismo gesto a Athos y a Bonacieux-, que sean guardados con mayor severidad que nunca.
-Sin embargo -dijo Athos con su calma habitual-, si vos estáis buscando al señor D’Artagnan, no veo demasiado bien en qué puedo yo reemplazarlo.
Athos siguió a sus guardias encogíéndose de hombros, y el señor Bonacieux lanzando lamentaciones capaces de ablandar el corazón de un tigre.
Llevaron al mercero al mismo calabozo en que había pasado la noche, y lo dejaron solo toda la jornada.
Durante toda la jornada el señor Bonacieux lloró como un verdadero mercero, dado que no era un hombre de espada, tal como él mismo nos ha dicho.
Por la noche, hacia las ocho, en el momento en que iba a decidirse a meterse en la cama, oyó pasos en su corredor.
Tomó el mismo corredor que ya había tomado, atravesó un primer patio, luego un segundo cuerpo de edificios;
finalmente, a la puerta del patio de entrada, encontró un coche rodeado de cuatro guardias a caballo.
Lo hicieron subir en aquel coche, el exento se colocó tras él, cerraron la portezuela con llave, y los dos se encontraron en una prisión rodante.
Sólo una cosa lo tranquilizó algo, y es que antes de enterrarlos se les cortaba por regla general la cabeza, y su cabeza estaba aún sobre sus hombros.
Pero cuando vio que el coche tomaba la ruta de la Grève, cuando vio los techos picudos del Ayuntamiento, cuando el coche se adentró bajo la arcada, creyó que todo había terminado para él, quiso confesarse con el exento, y, tras su negativa, lanzó gritos tan lastimeros que el exento le anunció que, si seguía ensordecíéndole así, le pondría una mordaza.
Aquella amenaza tranquilizó algo a Bonacieux: si hubieran tenido que ejecutarlo en Grève, no merecía la pena amordazarlo, porque estaban a punto de llegar al lugar de la ejecución.
Bonacieux se había jactado creyéndose digno de Saint-Paúl o de la plaza de Grève: ¡era en la Croix-duTrahoir donde iban a terminar su viaje y su destino!
No podía ver todavía aquella maldita cruz, pero la sentía en cierto modo venir a su encuentro.
lanzó un débil gemido, que hubiera podido tomarse por el último suspiro de un moribundo, y se desvanecíó.
Aquella reuníón era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un ahorcado.
El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvíó la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta baja.
hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado un grito para implorar piedad.
Permanecíó, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado.
Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendíó poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.
En aquel momento, un oficial de buen aspecto abríó una portezuela, continuó cambiando aún algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volvíéndose hacia el prisionero, dijo:
Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de Septiembre.
Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.
De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un par de mostachos.
Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose.
Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.
Aquel hombre era Armand-Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo representaran cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz apagada, enterrado en un gran sillón como en una
tumba anticipada que no viviera más que por la fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de su pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero débil de cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los hombres más extraordinarios que hayan existido;
preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de Nevers en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los ingleses de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.
A primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no conocían su rostro adivinar ante quién se encontraban.
El pobre mercero permanecíó de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos de describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.
El oficial cogíó de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclínó hasta el suelo y salíó.
chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales hasta el fondo del corazón del pobre mercero.
Al cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se había decidido.
-Es lo que ya me han informado, monseñor -exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el título que había oído al oficial darle-;
-Ella decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París para perderlo y para perder a la reina con él.
-No, monseñor, lo he sabido después de haber entrado en prisión, y siempre por la mediación del señor comisario, un hombre muy amable.
-En tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consent¡rá en dec¡rme qué ha ocurr¡do con mi mujer?
El official se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos los servidores del cardenal en obedecerle.
No habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del official, cuando la puerta se abríó y un nuevo personaje entró.
El official cogíó a Bonacieux por debajo del brazo y volvíó a llevarlo a la antecámara donde encontró a sus dos guardias.
El nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux hasta que éste hubo salido, y cuando 1a puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose rápidamente al cardenal.
-Sea por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acostarse a la señora de Fargis en su habitación, y la ha tenido allí toda la jornada.
-Al punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al rouge con que tenía el rostro cubierto, ha palidecido.
-Sin embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme diez minutos, luego vengo.» Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha salido.
-Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en seguida.
-Durante el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha buscado ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a la reina.
-La reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de sus herretes lo había enviado a reparar a su orfebre.
Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan en casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha echado a reír.
luego, casi al punto, como si un nuevo pensamiento se presentara a su espíritu, una sonrisa fruncíó sus labios y, tendiendo la mano al mercero, le dijo:
-Sí, amigo mío, sí -dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que sólo engañaba a quien no le conocía-;
-dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin duda que aquel don no fuera más que una chanza-.
Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois bien libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender;
-Será a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto extremo con vuestra conversación.
luego salíó a reculones, y cuando estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que en su entusiasmo, se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor!
¡Viva el gran cardenal!» El cardenal escuchó sonriendo aquella brillante manifestación de sentimientos entusiastas de maese Bonacieux;
Y el cardenal se puso a examinar con la mayor atención el mapa de La Rochelle que, como hemos dicho, estaba extendido sobre su escritorio, trazando con un lápiz la línea por donde debía pasar el famoso dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad sitiada.
Cuando se hallaba en lo más profundo de sus meditaciones estratégicas, la puerta volvíó a abrirse y Rochefort entró.
-dijo vivamente el cardenal, levantándose con la presteza que probaba el grado de importancia que concedía a la comisión que había encargado al conde.
Una mujer de veintiséis a veintiocho años y un hombre de treinta y cinco a cuarenta años se han alojado, efectivamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las casas indicadas por Vuestra Eminencia;
El conde de Rochefort se inclínó como hombre que reconocía la gran superioridad del maestro, y se retiró.
Una vez que se quedó solo, el cardenal se sentó de nuevo, escribíó una carta que selló con su sello particular, luego llamó.
Un instante después, el hombre que había pedido estaba de pie ante él, calzado con botas y espuelas.
Aquí tenéis un vale de doscientas pistolas, pasad por casa de mi tesorero y haceos pagar.
El mensajero, sin responder una sola palabra se inclínó, cogíó la carta, el vale de doscientas pistolas y salíó.
Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D’Artagnan y por Porthos de su desaparición.
En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de familia.
El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.
Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado momentáneamente en Fort-l’Évêque.
Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que D’Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D’Artagan .
que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D’Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había cenado: veinte testigos -añadió- podían atestiguar el hecho y nombró a varios gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.
El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada;
Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador del Fort-l’Evêque, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de Su Majestad.
Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que de los hombres.
A sus ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.
A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a París y que durante los cinco días que había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia.
La posteridad comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por razonamientos.
Pero cuando el cardenal añadió que no solamente la señora de Chevreuse había venido a París, sino que además la reina se había relacionado con ella con ayuda de una de esas correspondencias misteriosas que en aquella época se denominaba una cábala, cuando afirmó que él, el cardenal, estaba a punto de desenredar los hilos más oscuros de aquella intriga, cuando, en el momento de arrestar con las manos en la masa, en flagrante delito, provisto de todas las pruebas, al emisario de la reina junto a la exiliada, un mosquetero había osado interrumpir violentamente el curso de la justicia cayendo, espada en mano, sobre honradas gentes de ley encargadas de examinar con imparcialidad todo el asunto para ponerlo ante los ojos del rey, Luis XIII no se contuvo más y dio un paso hacia las habitaciones de la reina con esa pálida y muda indignación que, cuando estallaba, llevaba a ese príncipe hasta la más fría crueldad.
Advertido de lo que acababa de pasar por la presencia del cardenal y por la alteración del rostro del rey, el señor de Tréville se sintió fuerte como Sansón ante los Filisteos.
-Llegáis en el momento justo, señor -dijo el rey que, cuando sus pasiones habían subido a cierto punto, no sabía
-Y yo -respondíó fríamente el señor de Tréville- tengo muy bonitas cosas de que informarle sobre sus gentes de toga.
-Tengo el honor de informar a Vuestra Majestad -continuó el señor de Tréville en el mismo tono- de que una partida de procuradores, de comisarios y de gentes de policía, gentes todas muy estimables pero muy encarnizadas, según parece, contra el uniforme, se ha permitido arrestar en una casa, llevar en plena calle y arrojar en el Fort-l’Evêque, y todo con una orden que se han negado a presentar, a uno de mis mosqueteros, o mejor dicho, de los vuestros, sire, de conducta irreprochable, de reputación casi ilustre y a quien Vuestra Majestad conoce favorablemente: el señor Athos.
El señor Athos es ese mosquetero que en el importuno duelo que sabéis tuvo la desgracia de herir gravemente al señor de Cahusac.
A propósito, monseñor -continuó Tréville, dirigíéndose al cardenal-, el señor de Cahusac está completamente restablecido, ¿no es así?
-El señor Athos había ido a hacer una visita a uno de sus amigos entonces ausente -prosiguió el señor de Tréville-.
pero apenas acababa de instalarse en casa de su amigo y de coger un libro para esperarlo, cuando una nube de corchetes y de soldados, todos juntos, sitiaron la casa, hundieron varias puertas…
El cardenal hizo una seña al rey que significaba: «Es por el asunto de que os he hablado.» -Ya sabemos todo eso -replicó el rey- porque todo eso se ha hecho a nuestro servicio.
-Entonces -dijo Tréville-, es también por servicio de Vuestra Majestad por lo que se coge a uno de mis mosqueteros inocentes, por lo que se le pone entre dos guardias como a un malhechor, y por lo que pasea en medio de una población insolente a ese hombre galantes que ha vertido diez veces su sangre al servicio de Vuestra Majestad y que está dispuesto a verterla todavía.
-El señor de Tréville no dice -dijo el cardenal con la mayor flema- que ese mosquetero inocente, ese hombre galante una hora antes, acababa de herir a estocadas a cuatro comisarios instructores delegados por mí para instruir un asunto de la más alta importancia.
-Desafío a Vuestra Eminencia a probarlo -exclamó el señor de Tréville con su franqueza completamente gascona y su rudeza militar-.
Porque una hora antes, el señor Athos, quien debo confiar a Vuestra Majestad que es un hombre de la mayor calidad, me hacía el honor, después de haber cenado conmigo, de charlar en el salón de mi palacio con el señor duque de La Trémouille y el señor conde de Chalus, que se encontraban allí.
-Un atestado da fe de ello -dijo el cardenal, respondiendo en voz alta a la interrogación muda de Su Majestad- y las gentes maltratadas han redactado el siguiente, que tengo el honor de presentar a Vuestra Majestad.
-Si su Eminencia tiene alguna sospecha contra uno de mis mosqueteros -dijo Tréville-, la justicia del señor cardenal es bastante conocida como para que yo mismo pida una investigación.
-En la casa en que se ha hecho esa inspección judicial -continuó el cardenal, impasible- se aloja, según creo, un bearnés amigo del mosquetero.
-¡Puedo decirlo a sabiendas a Vuestra Eminencia porque cuando él entraba me fijé que eran las nueve y media en el péndulo, aunque yo hubiera creído que era más tarde!
-En fin -respondíó el cardenal, que no sospechaba ni por un momento de la lealtad de Tréville, y que sentía que la victoria se le escapaba-, en fin, Athos ha sido detenido en esa casa de la calle des Fossoyeurs.
porque puedo afirmaros, sire, que de creer en lo que ha dicho, no existe ni un servidor más fiel de Su Majestad, ni un admirador más profundo del señor cardenal.
-Sólo que -prosiguió Tréville- es muy triste que, en estos tiempos desgraciados que vivimos la vida más pura, la virtud más irrefutable no eximan a un hombre de la infamia y de la persecución.
Y el ejército no estará demasiado contento, puedo responder de ello, de estar expuesto a tratos rigurosos por asuntos de policía.
porque, después de haber acusado a mis soldados, no dudo que el señor cardenal terminará por acusarme a mí mismo;
así, pues, es mejor que me constituya prisionero con el señor Athos, que ya está detenido, y con el señor d’Artagnan, a quien se arrestará sin duda.
-Sire -respondíó Tréville sin bajar ni por asomo la voz-, ordenad que se me devuelva mi mosquetero o que sea juzgado.
-Por vuestro glorioso padre y por vos mismo, que sois lo que yo amo y venero más en el mundo, ¡lo juro!
-El señor Athos seguirá estando ahí -prosigió el señor de Tréville-, dispuesto a responder cuando plazca a las gentes de toga interrogarlo.
Además -añadió, bajando la voz y mirando con aire suplicante a Su Eminencia-, démosle seguridad: eso es política.
-El derecho de gracia no se aplica más que a los culpables -dijo Tréville, que quería tener la última palabra- y mi mosquetero es inocente.
-Una buena armónía reina entre los jefes y los soldados de vuestros mosqueteros, sire;
Pero démonos prisa porque el rey puede cambiar de opinión en seguridad, y á fin de cuentas es más difícil volver a meter en la Bastilla o en Fort-l’Evêque a un hombre que ha salido de ahí que guardar un prisionero que ya se tiene.
El señor de Tréville hizo triunfalmente su entrada en el Fort-l’Évêque, donde líberó al mosquetero, a quien su apacible indiferencia no había abandonado.
Por lo demás, el señor de Tréville tenía razón en desconfiar del cardenal y en pensar que no todo estaba terminado, porque apenas hubo cerrado el capitán de los mosqueteros la puerta tras él cuando Su Eminencia dijo al rey:
Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño
y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.
-No por ello dejo de mantener -dijo el cardenal- que el duque de Buckingham ha venido a París por un plan completamente político.
-Por cierto -dijo el cardenal-, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.
-La mariscala D’Ancre no era más que la mariscala D’Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.
Luis XIII se detuvo por sí mismo espantado de lo que iba a decir, mientras que Richelieu, estirando el cuello, esperaba inútilmente la palabra que había quedado en los labios del rey.
hice que le rogasen pasarse por allí, y cuando he venido al Louvre he dejado la orden de hacerle esperar si se presentaba.
-Sí duque, sé que vos sois muy indulgente con la reina, demasiado indulgente quizá, y os prevengo que luego tendremos que hablar de esto.
pero siempre estaré feliz y orgulloso, sire, de sacrificarme a la buena armónía que deseo ver reinar entre vos y la reina de Francia.
La reina estaba en medio de sus mujeres, la señora de Guitaut, la señora de Sablé, la señora de Montbazon y la señora de Guéménée.
La señora de Guéménée leía, y todo el mundo escuchaba con atención a la lectora, a excepción de la reina que, por el contrario, había provocado aquella lectura a fin de poder seguir el hilo de sus propios pensamientos mientras fingía escuchar.
Ana de Austria, privada de la confianza de su marido, perseguida por el odio del cardenal, que no podía perdonarle haber rechazado un sentimiento más dulce, con los ojos puestos en el ejemplo de la reina madre, a quien aquel odio había atormentado toda su vida -aunque María de Médicis, si hay que creer las Memorias de la época, hubiera comenzado por conceder al cardenal el sentimiento que Ana de Austria terminó siempre por negarle-.
Ana de Austria había visto caer a su alrededor a sus servidores más abnegados, sus confidentes más íntimos, sus favoritos más queridos.
Fue el instante en que estaba sumida en la más profunda y sombría de estas reflexiones cuando la puerta de la habitación se abrió y entró el rey.
sólo, deteniéndose ante la reina, dijo con voz alterada: -Señora, vais a recibir la visita del señor canciller, que os comunicará ciertos asuntos que le he encargado.
La desgraciada reina, a la que amenazaba constantemente con el divorcio, el exilio e incluso el juicio, palidecíó bajo el rouge y no pudo impedirse decir:
El rey giró sobre sus talones sin responder y casi en ese mismo instante el capitán de los guardias, el señor de Guitaut, anunció la visita del señor canciller.
Como probablemente volveremos a encontrarlo en el curso de esta historia, no estaría mal que nuestros lectores traben desde ahora conocimiento con él.
Fue Des Roches de Masle, canónigo de Notre-Dame y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del cardenal, quien le propuso a Su Eminencia como un hombre totalmente adicto.
Tras una juventud tormentosa, se había retirado a un convento para expiar al menos durante algún tiempo las locuras de la adolescencia.
Pero, al entrar en aquel santo lugar, el pobre penitente no pudo cerrar la puerta con la rapidez suficiente para que las pasiones de que huía no entraran con él.
Estaba obsesionado sin tregua, y el superior, a quien había confiado esa desgracia, queriendo ayudarlo en lo que pudiese, le había recomendado para conjurar al demonio tentador recurrir a la cuerda de la campana y echarla al vuelo.
Al ruido delator, los monjes sabrían que la tentación asediaba a un hermano, y toda la comunidad se pondría a rezar.
de suerte que día y noche la campana repica-ba anunciando el extremo deseo de mortificación que experimentaba el penitente.
por la noche, además de completas y maitines, estaban obligados a saltar veinte veces fuera de sus camas y a prosternarse en las baldosas de sus celdas.
pero al cabo de tres meses, el diablo reaparecíó en el mundo con la reputación del más terrible poseso que jamás haya existido.
Al salir del convento entró en la magistratura, se convirtió en presidente con birrete en el puesto de su tío, abrazó el partido del cardenal, cosa que no probaba poca sagacidad;
finalmente, investido de toda la confianza del cardenal, confianza que tan bien se había ganado, vino a recibir la singular comisión para cuya ejecución se presentaba en el aposento de la reina.
La reina estaba aún de pie cuando él entró, pero apenas lo hubo visto se volvíó a sentar en su sillón a hizo seña a sus mujeres de volverse a sentar en sus cojines y taburetes, y con un tono de suprema altivez preguntó:
-Para hacer en nombre del rey, señora, y salvo el respeto que tengo el honor de deber a Vuestra Majestad, una indagación completa en vuestros papeles.
El canciller hizo una visita por pura formalidad a los muebles, pero sabía de sobra que no era en un mueble donde la reina había debido guardar la importante carta que había escrito durante el día.
Cuando el canciller hubo abierto y cerrado veinte veces los cajones del secreter, tuvo, pese a los titubeos que experimentaba, tuvo, digo, que llegar a la conclusión del asunto, es decir, a registrar a la propia reina.
Esa carta no se encuentra ni en vuestra mesa ni en vuestro secreter y, sin embargo, esa carta está en alguna parte.
-dijo Ana de Austria, irguiéndose en toda su altivez y fijando sobre el canciller sus ojos, cuya expresión se había vuelto casi amenazadora.
-Si el rey hubiera querido que esa carta le hubiera sido entregada, señora, os la hubiera pedido él mismo.
-Que mis órdenes van lejos, señora, y que estoy autorizado a buscar el papel sospechoso en la persona misma de Vuestra Majestad.
El canciller hizo una profunda reverencia, luego, con la intención bien patente de no retroceder un ápice en el cumplimiento de la comisión que se le había encargado y como hubiera podido hacerlo un ayudante de verdugo en la cámara de torturas, se acercó a Ana de Austria, de cuyos ojos se vieron en el mismo instante brotar lágrimas de rabia.
El cometido podía, pues, pasar por delicado, y el rey había llegado, a fuerza de celos contra Buckingham, a no estar celoso de nadie.
pero al no encontrarlo, tomó su decisión y tendíó la mano hacia el lugar en que la reina había confesado que se encontraba el papel.
y apoyándose con la mano izquierda, para no caer, en una mesa que se encontraba tras ella, sacó con la derecha un papel de su pecho y lo tendíó al guardasellos.
El canciller, que por su parte tembiaba por una emoción fácil de concebir, cogíó la carta, saludó hasta el suelo y se retiró.
La reina invitaba a su hermano y al emperador de Austria a fingir, heridos como estaban por la política de Richelieu, cuya eterna preocupación fue el sometimiento de la casa de Austria, que declaraban la guerra a Francia y que impónían como condición de la paz el despido del cardenal;
En verdad, yo en vuestro lugar, sire, cedería a tan poderosas instancias y, por mi parte, yo me retiraría de los asuntos públicos con verdadera dicha.
-Digo, sire, que mi salud se pierde en estas luchas excesivas y en estos trabajos eternos.
Digo que lo más probable es que yo no pueda soportar las fatigas del asedio de La Rochelle, y que más valdría que nombrarais para él al señor de Condé, o al señor de Basompierre o a algún valiente que se halle en situación de dirigir la guerra, y no a mí, que soy un hombre de iglesia, al que se aleja constantemente de mi vocación para aplicarme a cosas para las que no tengo ninguna aptitud.
¡Oh, si ella traicionase a Vuestra Majestad en su honor, sería otra cosa, y yo sería el primero en decir: «¡Nada de gracia sire, nada de gracia para la culpable!» Afortunadamente no es nada de eso, y Vuestra Majestad acaba de adquirir una nueva prueba.
-Así es como trataré siempre a mis enemigos y a los vuestros, duque, por alto que estén colocados y sea cual sea el peligro que yo coma por actuar severamente con ellos.
-Al contrario, sire, dad ejemplo: vos habéis cometido el primer error, puesto que sois vos quien habéis sospechado de la reina.
-Por eso la reina os quedará más agradecida, puesto que sabe vuestra antipatía por ese placer;
además, será una ocasión para ella de ponerse esos bellos herretes de diamantes que acabáis de darle por su cumpleaños el otro día, y que aún no ha tenido tiempo de ponerse.
-Ya veremos, señor cardenal, ya veremos -dijo el rey, que en su alegría por hallar a la reina culpable de un crimen que le importaba poco a inocente de una falta que temía mucho, estaba dispuesto a reconciliarse con ella-.
-Sire -dijo el cardenal- dejad la severidad a los ministros, la indulgencia es la virtud real;
Tras esto, el cardenal, oyendo dar en el péndulo las once, se inclínó profundamente pidiendo permiso al rey para retirarse y suplicándole que se reconciliase con la reina.
Ana de Austria, que a consecuencia de la confiscación de su carta esperaba algún reproche, quedó muy sorprendida al ver al día siguiento al rey hacer tentativas de acercamiento hacia ella.
Su primer movimiento fue de repulsa, su orgullo de mujer y su dignidad de reina habían sido, los dos, tan cruelmente ofendidos que no podía reconciliarse así, a la primera;
El rey aprovechó aquel primer momento de retorno para decirle que contaba con dar de un momento a otro una fiesta.
Era una cosa tan rara una fiesta para la pobre Ana de Austria que, como había pensado el cardenal, ante este anuncio la última huella de sus resentimientos desaparecíó, si no de su corazón, al menos de su rostro.
Ella preguntó qué día debía tener lugar aquella fiesta, pero el rey respondíó que tenía que entenderse sobre este punto con el cardenal.
En efecto, todos los días el rey preguntaba al cardenal en qué época tendría lugar aquella fiesta, y todos los días, el cardenal, con un pretexto cualquiera, difería fijarla.
El octavo día después de la escena que hemos contado, el cardenal recibíó una carta, con sello de Londres, que conténía solamente estas pocas líneas:
enviadme quinientas pistolas, y, cuatro o cinco días después de haberlas recibido, estaré en París.»
El mismo día en que el cardenal hubo recibido esta carta, el rey le dirigíó su pregunta habitual.
se necesitan cuatro o cinco días para que el dinero llegue, cuatro o cinco para que ella vuelva, lo cual hacen diez días;
ahora demos su parte a los vientos contrarios, a la mala suerte, a las debilidades de mujer y pongamos doce días.
-A propósito, sire, no olvidéis decir a Su Majestad, la víspera de esa fiesta, que deseáis ver cómo le sientan sus herretes de diamantes.
Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal -cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente- estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio.
Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su ministro.
Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminaría por detenerse;
Luis XIII quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia.
espero que para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños.
Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demás con su carácter.
Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondíó ni una sola sílaba.
Luis XIII sintió instintivamente que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda.
Más vigilada que nunca, la reina sentía sordamente que una de sus mujeres la traicionaba, sin saber decir cuál.
La reina se volvíó vivamente, porque no había motivo para equivocarse en la expresión de aquella voz: era una amiga quien así hablaba.
En efecto, en una de las puertas que daban a la habitación de la reina aparecíó la bonita señora Bonacieux;
estaba ocupada en colocar los vestidos y la ropa en un gabinete cuando el rey había entrado;
La reina lanzó un grito agudo al verse sorprendida, porque en su turbación no reconocíó al principio a la joven que le había sido dada por La Porte.
Pertenezco a Vuestra Majestad en cuerpo y alma, y por lejos que esté de ella, por inferior que sea mi posición, creo que he encontrado un medio para librar a Vuestra Majestad de preocupaciones.
partirá a una orden mía, sin saber lo que lleva, y entregará la carta de Vuestra Majestad, sin saber siquiera que es de Vuestra Majestad, al destinatario que se le indique.
La reina tomó las dos manos de la joven en un arrebato apasionado, la miró como para leer en el fondo de su corazón, y al no ver más que sinceridad en sus bellos ojos la abrazó tiernamente.
La reina corríó a una pequeña mesa sobre la que había tinta, papel y plumas;
-Ya ves el destinatario -añadió la reina hablando tan bajo que apenas podía oírse lo que decía: A Milord el duque de Buckingham, en Londres.
La señora Bonacieux besó las manos de la reina, ocultó el papel en su blusa y desaparecíó con la ligereza de un pájaro.
como le había dicho a la reina no había vuelto a ver a su marido desde su puesta en libertad;
por tanto ignoraba el cambio que se había operado en él respecto del cardenal, cambio que habían logrado la lisonja y el dinero de Su Eminencia y que habían corroborado, luego, dos o tres visitas del conde de
Rochefort, convertido en el mejor amigo de Bonacieux, al que había hecho creer sin mucho esfuerzo que ningún sentimiento culpable le había llevado al rapto de su mujer, sino que era solamente una precaución política.
el pobre hombre ponía a duras penas orden en la casa, cuyos muebles había encontrado casi rotos y cuyos armarios casi vacíos, pues no es la justicia ninguna de las tres cosas que el rey Salomón indica que no dejan huellas de su paso.
El terror había ganado a la pobre muchacha hasta el punto de que no había dejado de andar desde París hasta Bourgogne, su país natal.
El digno mercero había participado a su mujer, tan pronto como estuvo de vuelta en casa, su feliz retorno, y su mujer le había respondido para felicitarle y para decirle que el primer momento que pudiera escamotear a sus deberes sería consagrado por entero a visitarle.
Aquel primer momento se había hecho esperar cinco días, lo cual en cualquier otra circunstancia hubiera parecido algo largo a maese Bonacieux;
pero en la visita que había hecho al cardenal y en las visitas que le hacía Rochefort, había amplio tema de reflexión, y como se sabe, nada hace pasar el tiempo como reflexionar.
a pesar suyo, sus pensamientos habían tenido por móvil constante aquel hermoso joven tan valiente y que parecía tan amoroso.
Casada a los dieciocho años con el señor Bonacieux, habiendo vivido siempre en medio de los amigos de su marido, poco susceptibles de inspirar un sentimiento cualquiera a una joven cuyo corazón era más elevado que su posición, la señora Bonacieux había permanecido insensible a las seducciones vulgares;
tenía más de lo que es preciso para enloquecer a una cabeza de veintitrés años y la señora Bonacieux había llegado precisamente a esa dichosa edad de la vida.
Aunque los dos esposos no se hubieran visto desde hacía más de ocho días, y aunque graves acontecimientos habían pasado entre ellos, se abordaron, pues, con cierta preocupación;
sin embargo, el señor Bonacieux manifestó una alegría real y avanzó hacia su mujer con los brazos abiertos.
pero como no erais culpable de ningún crimen, como no erais cómplice de ninguna intriga, como no sabíais nada, en fin, que pudiera comprometeros, ni a vos ni a nadie, no he dado a ese suceso más importancia de la que merecía.
¿No es, pues, el deseo de volver a ver a un marido del que estáis separada desde hace ocho días?
-Nuestra fortuna ha cambiado mucho de cara desde que os vi, señora Bonacieux, y no me extrañaría que de aquí a algunos meses causara la envidia de mucha gente.
Hay una buena y santa acción que hacer, señor, y mucho dinero que ganar al mismo tiempo.
Pero aunque un hombre sea mercero, cuando ha hablado diez minutos con el cardenal Richelieu, no es el mismo hombre.
-Saldréis inmediatamente, yo os entregaré un papel del que no os desprenderéis bajo ningún pretexto, y que pondréis en propia mano de alguien.
-Una persona ilustre os envía, una persona ilustre os, espera;
-Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el corazón español.
Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort;
pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había estado a punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba.
Contentaos con ser un burgués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas ventajas.
pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.
-Señora -prosiguió Bonacieux- vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el cardenal hace está bien hecho.
-Señor -dijo la joven-, os sabía cobarde, avaro a imbécil, ¡pero no os sabía infame!
-Señora -dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba atrás ante la ira conyugal-.
-Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono;
Un hombre de cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés.
Pues bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la Bastilla que tanto teméis.
Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por haber avanzado tanto.
Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.
Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el cardenal.
Y sin embargo, es muy duro -añadió- que mi marido, que un hombre con cuyo afecto yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.
-Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos -respondíó Bonacieux, triunfante- y desconfío de ellas.
-Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres -prosiguió Bonacieux, que recordaba un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su mujer.
-Es inútil que lo sepáis -dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia trás-: era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que ganar.
Por eso decidíó correr inmediatamente a casa del conde de Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.
vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme, aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.
espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.
Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!
En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través del piso, gritó:
-Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal.
luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos;
La señora Bonacieux no respondíó, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus ojos.
-Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis confiármelo.
Pero os juro ante Dios que nos oye, que si me traiciónáis y mis enemigos me perdonan, me mataré acusándoos de mi muerte.
-Y yo yo os juro ante Dios, señora -dijo D’Artagnan-, que, si soy cogido durante el cumplimiento de las órdenes que vais a darme, moriré antes de hacer o decir nada que comprometa a alguien.
Entonces la joven le confió el terrible secreto del que el azar le había revelado ya una parte frente a la Samaritana.
-Iré a buscar esta misma noche al señor de Tréville, a quien encargaré que pida para mí este favor a su cuñado el señor des Essarts.
-Entonces -prosiguió la señora Bonacieux abriendo un armario y sacando de ese armario la bolsa que media hora antes acariciaba tan amorosamente su marido- tomad esta bolsa.
-exclamó estallando de risa D’Artagnan que, como se recordará, gracias a sus baldosas levantadas no se había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su mujer.
-En mi casa -dijo- estaréis tan segura como en un templo, os doy mi palabra de gentilhombre.
D’Artagnan volvíó a abrir con precaución el cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras, se deslizaron por la puerta interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y entraron en la habitación de D’Artagnan.
se acercaron los dos a la ventana, y por una rendija del postigo vieron al señor Bonacieux que hablaba con un hombre de capa.
A la vista del hombre de capa, D’Artagnan dio un salto y, sacando a medias la espada, se lanzó hacia la puerta.
El señor Bonacieux había abierto su puerta, y al ver la habitación vacía, había vuelto junto al hombre de la capa al que había dejado solo un instante.
Bonacieux regresó a su casa, pasó por la misma puerta que acababa de dar paso a los dos fugitivos, subíó hasta el rellano de D’Artagnan y llamó.
En el momento en que el dedo de Bonacieux resonó sobre la puerta, los dos jóvenes sintieron saltar sus corazones.
D’Artagnan levantó las tres o cuatro baldosas que hacían de su habitación otra oreja de Dionisio, extendíó un tapiz en el suelo, se puso de rodillas a hizo señas a la señora Bonacieux de inclinarse, como él hacía, hacia la abertura.
-Vuelvo al Louvre, pregunto por la señora Bonacieux, le digo que lo he pensado, que me hago cargo del asunto, obtengo la carts y corro adonde el cardenal.
pero como semejantes gritos, dada su frecuencia, no atraían a nadie en la calle des Fossoyeurs y, como por otra parte la casa del mercero tenía desde hacía algún tiempo mala fama al ver que nadie acudía salíó gritando, y se oyó su voz que se alejaba en dirección de la calle du Bac.
Algunos instantes después, D’Artagnan salía a su vez, envuelto, él también, en una gran capa que alzaba caballerosamente la vaina de una larga espada.
La señora Bonacieux le siguió con los ojos, con esa larga mirada de amor con que la mujer acompaña al hombre del que se siente amar;
Había pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con razón que no había un instante que perder.
Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la que adoraba.
D’Artagnan, a quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le esperaba para una cosa importante.
A la primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendíó que efectivamente pasaba algo nuevo.
Durante todo el camino, D’Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto.
Pero el señor de Tréville había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cordialmente al cardenal, que el joven resolvíó decirle todo.
-Sí, señor -dijo D’Artagnan-, y espero que me perdónéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se trata.
-preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D’Artagnan.
-Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su Majestad.
-Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.
-Puedo enviarles a cada uno un permiso de quince días, eso es todo: a Athos, a quien su herida hace siempre sufrir, para ir a tomar las aguas de Forges;
Quizá tengáis algún espía a vuestros talones, y vuestra visita, que en tal caso ya es conocida del cardenal, será legitimada de este modo.
D’Artagnan formuló aquella solicitud, y el señor de Tréville, al recibirla en sus manos, aseguró que antes de las dos de la mañana los cuatro permisos estarían en los domicilios respectivos de los viajeros.
Desde que había llegado a París, no había tenido más que motivos de elogio para aquel hombre excelente a quien siempre había encontrado digno, leal y grande.
no había vuelto a casa de su amigo desde la famosa noche en que había seguido a la señora Bonacieux.
Hay más: apenas había visto al joven mosquetero, y cada vez que lo había vuelto a ver, había creído observar una profunda tristeza en su rostro.
Aramis se excusó alegando un comentario del capítulo dieciocho de San Agustín que tenía que escribir en latín para la semana siguiente, y que le preocupaba mucho.
Cuando los dos amigos hablaban desde hacía algunos instantes, un servidor del señor de Tréville entró llevando un sobre sellado.
Yo no podía creer que arriesgase su libertad por mí, y sin embargo, ¿por qué causa habrá vuelto a París?
-A casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos perdido ya demasiado tiempo.
Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su capa, su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si encontraba en ellos alguna pistola extraviada, dijo:
Luego, cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a D’Artagnan, preguntándose cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la que él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de ella.
Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D’Artagnan y, mirándole fijamente, dijo: -¿Vos no habéis hablado de esa mujer a nadie?
Y tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con D’Artagnan, y pronto los dos juntos llegaron a casa de Athos.
«Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de modo indispensable, quiero que descanséis quince días.
-D’Artagnan tiene razón -dijo Athos-, aquí están nuestros tres permisos que proceden del señor de Tréville, y ahí hay trescientas pistolas que vienen de no sé dónde.
En efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su caballo y el de su criado.
-El plan de Porthos me parece impracticable -dijo D’Artagnan-, porque yo mismo ignoro qué instrucciones puedo daros.
si se nos juzga, defenderemos erre que erre que no teníamos otra intención que meternos cierto número de veces en el mar;
darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son una tropa.
Y cada cual alargando la mano hacia la bolsa, cogíó setenta y cinco pistolas a hizo sus preparativos para partir a la hora convenida.
con el sol, la alegría volvíó: era como en la víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían;
El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.
Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la mitad de su capa a un pobre.
Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba.
Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal.
Porthos respondió que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey.
no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.
Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.
A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.
Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno de ellos.
Aramis recibíó una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las partes carnosas que prolongan el bajo de los riñones.
Sin embargo, Mosquetón sólo se cayó del caballo, no porque estuviera gravemente herido, sino porque como no podía ver su herida creyó sin duda estar más peligrosamente herido de lo que lo estaba.
Y galoparon aún durante dos horas, aunque los caballos estuvieran tan fatigados que era de temer que negasen muy pronto el servicio.
En efecto, había necesitado de todo su coraje que ocultaba bajo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta allí.
lo bajaron a la puerta de una taberna, le dejaron a Bazin que, por lo demás, en una escaramuza era más embarazoso que útil, y volvieron a partir con la esperanza de ir a dormir a Amiens.
No seré yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni sacar la espada de aquí a Caláis…
Y los viajeros hundieron sus espuelas en el vientre de sus caballos, que, vigorosamente estimulados, volvieron a encontrar fuerzas.
quiso alojar a los dos viajeros a cada uno en una habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aquellas habitaciones estaba en una punta del hotel.
Planchet subíó por la ventana y se instaló atravesado junto a la puerta, mientras Grimaud iba a encerrarse en la cuadra, respondiendo de que a las cinco él y los cuatro caballos estarían dispuestos.
Hacia las dos de la mañana intentaron abrir la puerta, pero cuando Ptanchet se despertó sobresaltado y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se equivocaban, y se alejaron.
Cuando abrieron la ventana, se vio al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del mango de un horcón.
Sólo el de Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la víspera, habría podido continuar la ruta;
pero por un error inconcebible, el veterinario al que se había mandado a buscar, según parecía, para sangrar al caballo del hostelero, había sangrado al de Mosquetón.
Aquello comenzaba a ser inquietante: todos aquellos accidentes sucesivos eran quizá resultado del azar, pero podían también ser muy bien fruto de una conspiración.
le dijeron que los dueños habían pasado la noche en el albergue y saldaban su cuenta en aquel momento con el amo.
Athos bajó para pagar el gasto, mientras D’Artagnan y Planchet estaban en la puerta de la caller el hostelero se hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos que pasase.
Athos entró sin desconfianza y sacó dos pistolas para pagar: el hostelero estaba solo y sentado ante su mesa, uno de cuyos cajones estaba entreabierto.
Tomó el dinero que le ofrecíó Athos, lo hizo dar vueltas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la moneda era falsa, declaró que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por monederos falsos.
En aquel mismo instante, cuatro hombres armados hasta los dientes entraron por las puertas laterales y se arrojaron sobre Athos.
D’Artagnan y Planchet no se lo hicieron repetir dos veces, soltaron los dos caballos que esperaban a la puerta, saltaron encima, les hundieron las espuelas en el vientre y partieron a galope tendido.
En Saint-Omer hicieron respirar a los caballos brida en mano, por miedo a contratiempos, y comieron un bocado deprisa y de pie en la calle;
A cien pasos de las puertas de Caláis, el caballo de D’Artagnan cayó, y ya no hubo medio de hacerlo levantarse: la sangre le salía por la nariz y por los ojos;
-Nada sería más fácil -le respondíó el patrón de un navío dispuesto a hacerse a la vela-;
pero esta mañana ha llegado la orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del señor cardenal.
Una vez fuera de la villa, D’Artagnan apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre cuando éste entraba en un bosquecillo.
he hecho sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es preciso que mañana a mediodía esté en Londres.
-Y yo he hecho el mismo camino en cuarenta horas y es preciso que mañana a las diez de la mañana esté en Londres.
Planchet, enardecido por la primera proeza, saltó sobre Lubin, y como era fuerte y vigoroso, dio con sus riñones en el suelo y le puso la rodilla en el pecho.
D’Artagnan le creyó muerto, o al menos desvanecido, y se aproximó a él para cogerle la orden, pero en el momento en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había soltado su espada, le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:
D’Artagnan registró el bolsillo en que había visto poner la orden de paso y la cogíó.
Luego, lanzando una última ojeada sobre el hermoso joven, que apenas tenía veinticinco años y al que dejaba allí tendido, privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro sobre aquel extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas que les son extrañas y que a menudo no saben siquiera que existen.
y como la noche comenzaba a caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro del bosque, era evidente que debían quedarse allí hasta el día siguiente.
-Se tendrá cuidado con ellos y, si les ponemos la mano encima, Su Eminencia puede estar tranquilo, serán devueltos a París con una buena escolta.
-Y si lo hacéis, señor gobernador -dijo D’Artagnan-, habréis hecho méritos ante el cardenal.
D’Artagnan no perdíó su tiempo en cumplidos inútiles, saludó al gobernador, le dio las gracias y partíó.
Una vez fuera, él y Planctîet tomaron su camino y, dando un gran rodeo, evitaron el bosque y volvieron a entrar por otra puerta.
Justo a tiempo: a media legua en alta mar, D’Artagnan vio brillar una luz y oyó una detonación.
afortunadamente, como D’Artagnan había pensado, no era de las más peligrosas: la punta de la espada había encontrado una costilla y se había deslizado a lo largo del hueso;
además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y apenas si había destilado algunas gotas de sangre.
Al día siguiente, al levantar el día se encontró a tres o cuatro leguas aún de las costas de Inglaterra;
A las diez y media, D’Artagnan ponía el pie en tierra de Inglaterra, exclamando: -¡Por fin, heme aquí!
D’Artagnan preguntó por el ayuda de cámara de confianza del duque, el cual, por haberle acompañado en todos sus viajes, hablaba perfectamente francés;
Patrice puso su caballo al galope, alcanzó al duque y le anunció en los términos que hemos dicho que un mensajero le esperaba.
Buckingham reconocíó a D’Artagnan al instante, y temiendo que en Francis pasaba algo cuya noticia se le hacía llegar, no perdíó más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien la traía;
y habiendo reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al galope y vino derecho a D’Artagnan.
Patrice, quédate aquí, o mejor, reúnete con el rey donde esté, y di a Su Majestad que le suplico humildemente excusarme, pero un asunto de la más alta importancia me llama a Londres.
Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida.
Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.
Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D’Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda.
Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba tod¿ vía los veinte años.
D’Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se hallaban en su camino.
Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata.
D’Artagnan hizo otro tanto, con alguna inquietua más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar;
pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.
Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de riqueza.
En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque abríó con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal.
-Venid -le dijo-, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto.
Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías.
Encima de una especie de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas btancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.
El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo;
-Mirad -le dijo sacando del cofre un grueso nudo de cinta azul todo resplandeciente de diamantes-.
El ayuda de cámara salíó con una presteza y un mutismo que probaban el hábito que había contraído de obedecer ciegamente y sin réplica.
-Señor Jackson -le dijo-, vais a daros un paseo hasta casa del lord-canciller y decirle que le encargo la ejecución de estas órdenes.
-Pero, monseñor, si el lord-canciller me interroga por los motivos que han podido llevar a Vuestra Gracia a una medida tan extraordinaria, ¿qué responderé?
-¿Será esa la respuesta que deberá transmitir a Su Majestad -repuso sonriendo el secretario- si por casualidad Su Majestad tuviera la curiosidad de saber por qué ningún bajel puede salir de los puertos de Gran Bretaña?
-Tenéis razón señor -respondíó Buckingham- En tal caso le dirá al rey que he decidido la guerra, y que esta medida es mi primer acto de hostilidad contra Francia.
-Acabo de embargar a todos los navíos que se encuentran en este momento en los puertos de Su Majestad, y a menos que haya un permiso particular, ni uno solo se atreverá a levar anclas.
D’Artagnan miró con estupefacción a aquel hombre que ponía el poder ¡limitado de que estaba revestido por la confianza de un rey al servicio de sus amores.
D’Artagnan admiró de qué hilos frágiles y desconocidos están a veces suspendidos los destinos de un pueblo y la vida de los hombres.
Estaba él en lo más profundo de sus reflexiones, cuando entró el orfebre: era un irlandés de los más hábiles en su arte, y que confesaba él mismo ganar cien mil libras al año con el duque de Buckingham.
-Señor O’Reilly -le dijo el duque, conducíéndolo a la capilla-, ved estos herretes de diamantes y decidme cuánto vale cada pieza.
El orfebre lanzó una sola ojeada sobre la forma elegante en que estaban engastados, calculó uno con otro el valor de los diamantes y sin duda alguna:
-Los pagaré a tres mil pistolas la pieza, pero los necesito para pasado mañana.
-Imposible, milord, sólo yo puedo realizarlos para que no se vea la diferencia entre los nuevos y los viejos.
El orfebre conocía al duque, sabía que cualquier observación era inútil, y por eso tomó al instante su decisión.
y como toda molestia vale una compensación, además del precio de los dos herretes, aquí tenéis un buen millar de pistolas para haceros olvidar la molestia que os causo.
D’Artagnan no volvía del asombro que le causaba aquel ministro, que movía a su placer hombres y millones.
En cuanto al orfebre, escribía a su mujer enviándole el bono de mil pistolas y encargándola devolverle a cambio su aprendiz más hábil, un surtido de diamantes cuyo peso y título le daba, y una lista de los instrumentos que le eran necesarios.
Buckingham condujo al orfebre a la habitación que le estaba destinada y que, al cabo de media hora, fue transformada en taller.
Luego puso un centinela en cada puerta con prohibición de dejar entrar a quienquiera que fuese, a excepción de su ayuda de cámara Patrice.
Es inútil añadir que al orfebre O’Reilly y a su ayudante les estaba absolutamente prohibido salir bajo el pretexto que fuera.
Una hora después fue promulgada en Londres la ordenanza de no dejar salir de los puertos ningún navío cargado para Francia, ni siquiera el paquebote de las camas.
Dos días después, a las once, los dos herretes en diamantes estaban acabados y tan perfectamente imitados, tan perfectamente parejos que Buckingham no pudo reconocer los nuevos de los antiguos, y los más expertos en semejante materia se habrían equivocado igual que él.
Aquí están los herretes de diamantes que habéis venido a buscar, y sed mi testigo de que todo cuanto el poder humano podía hacer lo he hecho.
Vio que el duque buscaba un medio de hacerle aceptar algo, y aquella idea de que la sangre de sus compañeros y la suya iban a ser pagadas por el oro inglés le repugnaba extrañamente.
Estoy al servicio del rey y de la reina de Francia, y formo parte de la compañía de los guardias del señor des Essarts quien, como su cuñado el señor de Tréville, está particularmente vinculado a Sus Majestades.
-Vos lo habéis dicho, milord, porque precisamente en este momento en que se trata de guerra, os confieso que no veo en Vuestra Gracia más que a un inglés, y por consiguiente a un enemigo al que estaría más encantado de encontrar en el campo de batalla que en el parque de Windsor o en los corredores del Louvre;
él os conducirá a un pequeño puerto donde ciertamente no os esperan, y donde no atracan por regla general más que barcos de pesca.
pero, esperad: llegado allí, entraréis en un mal albergue sin nombre y sin muestra, un verdadero garito de marineros;
Os dará un caballo completamente ensillado y os indicará el camino que debéis seguir;
Por orgulloso que seáis, no os negaréis a aceptar uno ni hacer aceptar los otros tres a vuestros compañeros: además son para hacer la guerra.
Frente a la Torre de Londres encontró el navío designado, entregó su carta al capitán, que la hizo visar por el gobernador del puerto, y aparejó al punto.
Al pasar junto a la borda de uno de ellos, D’Artagnan creyó reconocer a la mujer de Meung, la misma a la que el gentilhombre desconocido había llamado «milady», y que él, D’Artagnan, había encontrado tan bella;
pero gracias a la corriente del río y al buen viento que soplaba, su navío iba tan deprisa que al cabo de un instante estuvieron fuera del alcance de los ojos.
D’Artagnan se dirigíó al instante hacia el albergue indicado, y lo reconocíó por los gritos que de él salían: se hablaba de guerra entre Inglaterra y Francia como de algo próximo a indudable, y los marineros contentos alborotaban en medio de la juerga.
Al instante el huésped le hizo seña de que le siguiese, salíó con él por una puerta que daba al patio, lo condujo a la cuadra donde lo esperaba un caballo completamente ensillado, y le preguntó si necesitaba alguna otra cosa.
quiso llevar las pistolas de la silla que acababa de dejar a la silla que iba a tomar: las guardas del arzón estaban provistas de pistolas parecidas.
En Ecouis, la misma escena se repitió: encontró un hostelero tan previsor, un caballo fresco y descansado;
En Pontoise, cambió por última vez de montura y a las nueve entraba a todo galope en el patio del palacio del señor de Tréville.
sólo que, apretándole la mano un poco más vivamente que de costumbre, le anunció que la compañía del señor Des Essarts estaba de guardia en el Louvre y que podía incorporarse a su puesto.
Al día siguiente no se hablaba en todo París más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debían bailar el famoso ballet de la Merlaison, que era el ballet favorito del rey.
El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas invitadas;
el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época;
en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este informe, debían tocar durante toda la noche.
A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento.
cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de todas las puertas y todas las avenidas.
A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido asignadas.
La compañía de los guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier, la otra mitad por hombres del señor des Essarts.
Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco frontero al que debía ocupar la reina.
A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro arqueros.
A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con linternas de color.
Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida la cual Su Majestad respondíó excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del Estado.
Monsieur, por el conde de Soissons, por el gran prior, por el duque de Longueville, por el duque D’Elbeuf, por el conde D’Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas, por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.
Antes de entrar en el gabinete, el rey ordenó que viniesen a prevenirlo tan pronto como apareciese el cardenal.
Media hora después de la entrada del rey, nuevas aclamaciones sonaron: éstas anunciaban la llegada de la reina .
Los regidores hicieron lo que ya habían hecho antes y precedidos por los sargentos se adelantaron al encuentro de su ilustre invitada.
La reina entró en la sala: se advirtió que, como el rey, tenía aire triste y sobre todo fatigado.
En el momento en que entraba, la cortina de una pequeña tribuna que hasta entonces había permanecido cerrada se abríó, y se vio aparecer la cabeza pálida del cardenal vestido de caballero español.
Sus ojos se fijaron sobre los de la reina, y una sonrisa de alegría terrible pasó por sus labios: la reina no tenía sus herretes de diamantes.
La reina permanecíó algún tiempo recibiendo los cumplidos de los señores del Ayuntamiento y respondiendo a los saludos de las damas.
El rey hendíó la multitud y, sin máscara, con las cintas de su jubón apenas anudadas, se aproximó a la reina y con voz alterada le dijo:
-Señora, ¿por qué, si os place, no tenéis vuestros herretes de diamantes cuando sabéis que me hubiera agradado verlos?
La reina tendíó su mirada en torno a ella, y vio detrás del rey al cardenal que sonreía con una sonrisa diabólica.
-Sire -respondíó la reina con voz alterada-, porque en medio de esta gran muchedumbre he temido que les
-Sire -dijo la reina- puedo enviarlos a buscar al Louvre, donde están, y así los deseos de Vuestra Majestad serán cumplidos.
La reina saludó en señal de sumisión y siguió a las damas que debían conducirla a su gabinete.
Era el traje que mejor llevaba el rey, y así vestido parecía verdaderamente el primer gentilhombre de su reino.
Sólo que si la reina tiene los herretes, cosa que dudo, contadlos, Sire, y si no encontráis más que diez, preguntad a Su Majestad quién puede haberle robado los dos herretes que hay ahí.
Si el rey parecía el primer gentilhombre de su reino, la reina era a buen seguro la mujer más bella de Francia.
tenía un sombrero de fieltro con plumas azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda de satén azul toda bordada de plata.
En su hombro izquierdo resplandecían los herretes sostenidos por un nudo del mismo color que las plumas y la falda.
El rey estaba en frente de la reina, y cada vez que pasaba a su lado, devoraba con la mirada aquellos herretes, cuya cuenta no podía saber.
El baile terminó en medio de los aplausos de toda la sala, cada cual llevó a su dama a su sitio, pero el rey aprovechó el privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba para avanzar deprisa hacia la reina.
-Os agradezco, señora -le dijo-, la deferencia que habéis mostrado hacia mis deseos, pero creo que os faltan dos herretes, y yo os los devuelvo.
-Eso significa, Sire -respondíó el cardenal-, que yo deseaba que Su Majestad aceptara esos dos herretes y, no atrevíéndome a ofrecérselos yo mismo, he adoptado este medio.
-Y yo quedo tanto más agradecida a Vuestra Eminencia -respondíó Ana de Austria con una sonrisa que probaba que no era víctima de aquella ingeniosa galantería-, cuanto que estoy segura de que estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce han costado a Su Majestad.
Luego, habiendo saludado al rey y al cardenal, la reina tomó el camino de la habitación en que se había vestido y en que debía desvestirse.
La atención que nos hemos visto obligados a prestar durante el comienzo de este capítulo a los personajes ilustres que en él hemos introducido, nos han alejado un instante de aquel a quien Ana de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y que, confundido, ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las puertas, miraba desde allí esta escena sólo comprensible para cuatro personas: el rey, la reina Su Eminencia y él.
La reina acababa de ganar su habitación y D’Artagnan se aprestaba a retirarse cundo sintió que le tocaban ligeramente en el hombro;
Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas pese a esta precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que para él, reconocíó al instante mismo a su guía habitual, la ligera a ingeniosa señora Bonacieux.
La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno de su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras.
Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D’Artagnan quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante;
pero vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el Imperio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más ligera queja;
por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abríó una puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro.
señal de mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una tapicería cuyas aberturas esparcieron de pronto viva luz, desaparecíó.
D’Artagnan permanecíó un instante inmóvil y preguntándose dónde estaba, pero pronto un rayo de luz que penetraba por aquella habitación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él, la conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante, la palabra Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete contiguo a la habitación de la reina.
La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la rodeaban y que tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada.
La reina achacaba aquel sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho experimentar el baile, y como no está permitido contradecir a una reina, sonría o llore, todos ponderaban la galantería de los señores regidores del Ayuntamiento de París.
Aunque D’Artagnan no conociese a la reina, distinguíó su voz de las otras voces, en primer lugar por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso naturalmente en todas las palabras soberanas.
La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta abierta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la luz.
D’Artagnan comprendíó que aquella era su recompensa: se postró de rodillas, cogíó aquella mano y apoyó respetuosamente sus labios;
Además, el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y el reloj de Saint-Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres cuartos.
En efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina;
D’Artagnan obedecíó cómo un niño, sin resistencia y sin obción alguna, lo que prueba que estaba realmente muy enamorado.
D’Artagnan volvíó a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro.
Encontró la puerta de su casa entreabierta, subíó su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo.
Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.
-Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.
Al leer aquella carta, D’Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.
Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.
Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido borrar enteramente la liberalidad de D’Artagnan.
Al quedarse solo, D’Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvíó a besar veinte veces aquellas líneas trazadas por la mano de , su bella amante.
A las siete de la mañana se levantó y llamó a Planchet, que a la segunda llamada abríó la puerta, el rostro todavía mal limpio de las inquietudes de la víspera.
pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su inquilino hubo por fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con él.
Por otra parte, ¿cómo no tener un poco de condescendencia para con un marido cuya mujer os ha dado una cita para esa misma noche en Saint-Cloud, frente al pabellón del señor D’Estrées?
El señor Bonacieux, que ignoraba que D’Artagnan había oído su conversación con el desconocido de Meung, contó a su joven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de Laffemas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo del cardenal, y se extendíó largamente sobre la Bastilla, los cerrojos, los postigos, los tragaluces, las rejas y los instrumentos de tortura.
Pero y de vos -continuó el señor Bonacieux en un tono de ingenuidad perfecta-, ¿qué ha sido de vos todos estos días pasados?
No os he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no creo que haya sido en el pavimento de París donde habéis cogido todo el polvo que Planchet quitaba ayer de vuestras botas.
Un buen mozo como vos no consigue largos permisos de su amante, y erais impacientemente esperado en París, ¿no es así?
-A fe -dijo riendo el joven-, os lo confieso, mi querido señor Bonacieux, tanto más cuanto que veo que no se os puede ocultar nada.
-continuó el mercero con una ligera alteración en la voz, alteración que D’Artagnan no notó como tampoco había notado la nube momentánea que un instante antes había ensombrecido el rostro del digno hombre.
-No, es que desde mi arresto y el robo que han cometido en mi casa, me asusto cada vez que oigo abrir una puerta, y sobre todo por la noche.
Aquella vez Bonacieux se quedó tan pálido que D’Artagnan no pudo dejar de darse cuenta, y le preguntó qué tenía.
Y el joven se alejó riéndose a carcajadas que sólo él, eso pensaba, podía comprender.
Pero D’Artagnan estaba ya demasiado lejos para oírlo y, aunque lo hubiera oído, en la disposición de ánimo en que estaba, no lo hubiera ciertamente notado.
-Ahora -dijo el señor de Tréville bajando la voz a interrogando con la mirada a todos los ángulos de la habitación para ver si estaban completamente solos-, ahora hablemos de vos, joven amigo, porque es evidente que vuestro feliz retorno tiene algo que ver con la alegría del rey, con el triunfo de la reina y con la humillación de su Eminencia.
El cardenal no es hombre que olvide una mistificación mientras no haya saldado sus cuentas con el mistificador, y el mistificador me parece ser cierto gascón de mi conocimiento.
-Sí, sin duda -prosiguió D’Artagnan, que nunca había podido meterse la primera regla de los rudimentos en la cabeza y que, por ignorancia, había provocado la desesperación de su preceptor-;
-Hay uno, desde luego -dijo el señor de Tréville, que tenía cierta capa de letras- y el señor de Benserade me lo citaba el otro día…
-Pues bien, id al primer orfebre que encontréis y vendedie ese diamante por el precio que os dé;
Las pistolas no tienen nombre, joven, y ese anillo tiene uno terrible, y que puede traicionar a quien lo lleve.
-Entonces volved el engaste hacia dentro, pobre loco, porque es de todos sabido que un cadete de Gascuña no encuentra joyas semejantes en el escriño de su madre.
-Equivale a decir, joven, que quien se duerme sobre una mina cuya mecha está encendida debe considerarse a salvo en comparación con vos.
Si alguien os busca pelea, evitadla, aunque sea un niño de diez años el que la busca;
si pasáis ante una casa que están construyendo, mirad al aire, no vaya a ser que una piedra os caiga encima de la cabeza;
si volvéis a casa tarde, haceos seguir por vuestro criado, y que vuestro criado esté armado, si es que estáis seguro de vuestro criado.
Desconfiad de todo el mundo, de vuestro amigo, de vuestro hermano, de vuestra amante, de vuestra amante sobre todo.
pero debemos decir, en elogio de nuestro héroe, que la mala opinión que el señor de Tréville tenía de las mujeres en general, no le inspiró la más ligera sospecha contra su preciosa huéspeda.
-Por milagro, señor, debo decirlo, con una estocada en el pecho y clavando al señor conde de Wardes en el dorso de la ruta de Caláis como a una mariposa en una tapicería.
-Mientras Su Eminencia me hace buscar en París, yo, sin tambor ni trompeta, tomaría la ruta de Picardía, y me ¡ría a saber noticias de mis tres compañeros.
-El señor no ha podido notarlo, preocupado como estaba por la carta que acababa de recibir;
pero, por el contrario, yo, a quien la extraña forma en que esa carta había llegado a la casa había puesto en guardia no me he perdido ni un solo gesto de su fisonomía.
-Además, tan pronto como el señor le ha dejado y ha desaparecido por la esquina de la calle, el señor Bonacieux ha cogido su sombrero, ha cerrado su puerta y se ha puesto a correr en dirección contraria.
-En efecto, tienes razón, Planchet, todo esto me parece muy sospechoso, y estáte tranquilo, no le pagaremos nuestro alquiler hasta que la cosa no haya sido categóricamente explicada.
-Al contrario, Planchet, cuanto más moleste al señor Bonacleux, tanto más iré a la cita que me ha dado esa carta que tanto lo inquieta.
En cuanto a D’Artagnan, como en el fondo era un muchacho lleno de prudencia, en lugar de volver a su casa, se fue a cenar con aquel cura gascón que, en los momentos de penuria de los cuatro amigos, les había dado un desayuno de chocolate.
D’Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido.
D’Artagnan cruzó los muelles, salíó por la puerta de la Conférence y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.
En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud.
-En verdad -murmuró D’Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria-, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.
Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras él.
-No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor, sobre todo para un amo alerta como el señor.
-Bueno, si tienes frío, Planchet, entra en una de esas tabernas que ves allá abajo, y me esperas mañana a las seis delante de la puerta.
-Señor, he comido y bebido respetuosamente el escudo que me disteis esta mañana, de suerte que no me queda ni un maldito centavo en caso de que tuviera frío.
D’Artagnan descendíó de su caballo, arrojó la brida en el brazo de Planchet y se alejó rápidamente envolvíéndose en su capa.
-exclamó Planchet cuando hubo perdido de vista a su amo y, apremiado como estaba por calentarse, se fue a todo correr a llamar a la puerta de una casa adornada con todos los atributos de una taberna de barrio.
Sin embargo, D’Artagnan, que se había metido por un pequeño atajo, continuaba su camino y llegaba a Saint-Cloud;
pero en lugar de seguir la carretera principal, dio la vuelta por detrás del castillo, ganó una especie de calleja muy apartada y pronto se encontró frente al pabellón indicado.
Un gran muro, en cuyo ángulo estaba aquel pabellón dominaba un lado de la calleja, y por el otro un seto defendía de los transeúntes un pequeño jardín en cuyo fondo se alzaba una pobre cabaña.
Había llegado a la cita, y como no le habían dicho anunciar su presencia con ninguna señal, esperó.
Por encima de aquel seto, aquel jardín y aquella cabaña, una niebla sombría envolvía en sus pliegues aquella inmensidad en que duerme París, vacía, abierta inmensidad donde brillaban algunos puntos luminosos, estrellas fúnebres de aquel infierno.
Pero para D’Artagnan todos los aspectos revestían una forma feliz, todas las ideas tenían una sonrisa, todas las tinieblas eran diáfanas.
En efecto, al cabo de algunos instantes, el campanario de Saint-Cloud dejó caer lentamente diez golpes de su larga lengua mugiente.
Sus ojos estaban fijos en el pequeño pabellón situado en el ángulo del muro, cuyas ventanas estaban todas
A través de aquella ventana brillaba una luz suave que argentaba el follaje tembloroso de dos o tres tilos que se elevaban formando grupo fuera del parque.
Acunado por esta idea, D Artagnan esperó por su parte media hora sin impaciencia alguna, con los ojos fijos sobre aquella casita de la que D’Artagnan percibía una parte del techo de molduras doradas, atestiguando la elegancia del resto del apartamento.
Quizá también el frío comenzaba a apoderarse de él y tornaba por una sensación moral lo que sólo era una sensación completamente física.
Se acercó a la ventana, se situó en un rayo de luz, sacó la carta de su bolsillo y la releyó;
Se acercó a la pared y trató de subir, pero la pared estaba recientemente revocada, y D’Artagnan se rompíó inútilmente las uñas.
En aquel momento se fijó en los árboles, cuyas hojas la luz continuaba argentando, y como uno de ellos emergía sobre el camino, pensó que desde el centro de sus ramas su mirada podría penetrar en el pabellón.
En un instante estuvo en el centro de las ramas, y por los vidrios transparentes sus ojos se hundieron en el interior del pabellón.
Cosa extraña, que hizo temblar a D’Artagnan de la planta de los pies a la raíz de sus cabellos, aquella suave luz, aquella tranquila lámpara iluminaba una escena de desorden espantoso;
uno de los cristales de la ventana estaba roto, la puerta de la habitación había sido hundida y medio rota pendía de sus goznes;
D’Artagnan creyó incluso reconocer en medio de aquel desorden extraño trozos de vestidosy algunas manchas de sangre maculando el mantel y las cortinas.
D’Artagnan se dio cuenta entonces, cosa que él no había observado al principio, porque nada le empujaba a tal examen, que el suelo, batido aquí, pisoteado allá, presentaba huellas confusas de pasos de hombres y de pies de caballos.
Además, las ruedas de un coche, que pa-recía venir de París, habían cavado en la tierra blanda una profunda huella que no pasaba más allá del pabellón y que volvía hacia París.
Sin embargo, aquel guante, en todos aquellos puntos en que no había tocado la tierra embarrada, era de una frescura irreprochable.
A medida que D’Artagnan proseguía sus investigaciones, un sudor más abundante y más helado perlaba su frente, su corazón estaba oprimido por una horrible angustia, su respiración era palpitante;
que la joven le había dado cita ante aquel pabellón y no en el pabellón, que podía estar retenida en París por su servicio, quizá por los celos de su marido.
Pero todos estos razonamientos eran severamente criticados, destruidos, arrollados por aquel sentimiento de dolor íntimo que, en ciertas ocasiones, se apodera de todo nuestro ser y nos grita, para todo cuanto en nosotros está destinado a oírnos, que una gran desgracia planea sobre nosotros.
Entonces D’Artagnan enloquecíó casi: corríó por la carretera, tomb el mismo camino que ya había andado, avanzó hasta la barca e interrogó al barquero.
Hacia las siete de la tarde el barquero había cruzado el río con una mujer envuelta en un mantón negro, que parecía tener el mayor interés en no ser reconocida;
pero precisamente debido a esas precauciones que tomaba, el barquero le había prestado una atención mayor, y había visto que la mujer era joven y hermosa.
Entonces, como hoy, había gran cantidad de mujeres jóvenes y hermosas que iban a Saint-Cloud y que tenían interés en no ser vistas, y sin embargo D’Artagnan no dudó un solo instante que no fuera la señora Bonacieux la que el barquero había visto.
D’Artagnan aprovechó la lámpara que brillaba en la cabaña del barquero para volver a leer una vez más el billete de la señora Bonacieux y asegurarse de que no se había engañado, que la cita era en Saint-Cloud y no en otra parte, ante el pabellón del señor D’Estrées y no en otra calle.
Todo ayudaba a probar a D’Artagnan que sus presentimientos no lo engañaban y que una gran desgracia había ocurrido.
le parecía que en su ausencia algo nuevo había podido pasar en el pabellón y que las informaciones lo esperaban allí.
La calleja continuaba desierta, y la misma luz suave y calma salía desde la ventana.
D’Artagnan pensó entonces en aquella casucha muda y ciega, pero que sin duda había visto y que quizá podía hablar.
La puerta de la cerca estaba cerrada, pero saltó por encima del seto, y pese a los ladridos del perm encadenado, se acercó a la cabaña.
Pronto le parecíó oír un ligero ruido interior, ruido temeroso, y que parecía temblar él mismo de ser oído.
Entonces D’Artagnan dejó de golpear y rogó con un acento tan lleno de inquietud y de promesas, de terror y zalamería, que su voz era capaz por naturaleza de tranquilizar al más miedoso.
Por fin, un viejo postigo carcomido se abríó, o mejor se entreabríó, y se volvíó a cerrar cuando la claridad de una miserable lámpara que ardía en un rincón hubo iluminado el tahalí, el puño de la espada y la empuñadura de las pistolas de D’Artagnan.
Sin embargo, por rápido que fuera el movimiento, D’Artagnan había tenido tiempo de vislumbrar una cabeza de anciano.
La ventana volvíó a abrirse lentamente, y el mismo rostro aparecíó de nuevo, sólo que ahora más pálido aún que la primera vez.
dijo cómo tenía una cita con una joven ante aquel pabellón, y cómo, al no verla venir, se había subido al tilo y, a la luz de la lámpara, había visto el desorden de la habitación.
En tal críso, en nombre del cielo -continuó, entregándole una pistola-, decid, decid lo que habéis visto, y os doy mi palabra de gentilhombre de que ninguna de vuestras palabras saldrá de mi corazón.
El viejo leyó tanta franqueza y dolor en el rostro de D’Artagnan que le hizo seña de escuchar y le dijo en voz baja: -Senan las nueve poco más o menos, había oído yo algún ruido en la calle y quería saber qué podía ser, cuando al
Como soy pobre y no tengo miedo a que me roben, fui a abrir y vi a tres hombres a algunos pasos de allí.
«Ah, mis buenos señores -exclamé yo-, ¿qué queréis?» «Debes tener una escalera», me dijo aquel que parecía el jefe del séquito.
Recuerda solamente que si dices una palabra de lo que vas a ver y de lo que vas a oír (porque mirarás y escucharás pese a las amenazas que te hagamos, estoy seguro), estás perdido.» A estas palabras, me lanzó un escudo que yo recogí, y él tomó mi escalera.
pero salí en seguida por la puerta de atrás y deslizándome en la sombra llegué hasta esa mata de saúco, desde cuyo centro podía ver todo sin ser visto.
Los tres hombres habían hecho avanzar el coche sin ningún ruido, sacaron de él a un hombrecito grueso, pequeño, de pelo gris, mezquinamente vestido de color oscuro, el cual se subíó con precaución a la escalera miró disimuladamente en el interior del cuarto, volvíó a bajar a paso de lobo y murmuró en voz baja: «¡Ella es!» Al punto aquel que me había hablado se acercó a la puerta del pabellón, la abríó con una llave que llevaba encima, volvíó a cerrar la puerta y desaparecíó;
El viejo permanecía en la portezuela el cochero sosténía a los caballos del coche y un lacayo los caballos de silla.
De pronto resonaron grandes gritos en el pabellón, una mujer corríó a la ventana y la abríó como para precipitarse por ella.
El que se había quedado en el pabellón volvíó a cerrar la ventana, salíó un instante después por la puerta y se aseguró de que la mujer estaba en el coche: sus dos com-pañeros le esperaban ya a caballo, saltó él a su vez a la silla;
D’Artagnan, abrumado por una noticia tan terrible, quedó inmóvil y mudo, mientras todos los demonios de la cólera y los celos aullaban en su corazón.
-Pero, señor gentilhombre -prosiguió el viejo, en el que aquella muda desesperación producía ciertamente más afecto del que hubieran producido los gritos y las lágrimas-;
-Un hombre alto, enjuto, moreno, de bigotes negros, la mirada oscura, con aire de gentilhombre.
Tan pronto se resistía a creer que se tratara de la señora Bonacieux, y esperaba encontrarla al día siguiente en el Louvre, como temía que ella tuviera una intriga con algún otro y que un celoso la hubiera sorprendido y raptado.
D’Artagnan no había citado a su lacayo más que a las seis de la mañana y, estuviese donde estuviese, estaba en su derecho.
Además al joven le vino la idea de que, quedándose en los alrededores del lugar en que había ocurrido el suceso, quizá obtendría algún esclarecimiento sobre aquel misterioso asunto.
En la sexta taberna, como hemos dicho, D’Artagnan se detuvo, pidió una botella de vino de primera calidad, se acodó en el ángulo más oscuro y se decidíó a esperar el día de este modo;
pero también esta vez su esperanza quedó frustrada, y aunque escuchaba con los oídos abiertos, no oyó, en medio de los juramentos, las burlas y las injurias que entre sí cambiaban los obreros, los lacayos y los carreteros que compónían la honorable sociedad de que formaba parte, nada que pudiera ponerle sobre las huellas de la pobre mujer raptada.
Así pues, tras haber tragado su botella por ociosidad y para no despertar sospechas, trató de buscar en su rincón la postura más satisfactoria posible y de dormirse mal que bien.
tenía veinte años, como se recordará, y a esa edad el sueño tiene derechos imprescriptibles que reclaman imperiosamente incluso en los corazones más desesperados.
Hacia las seis de la mañana, D’Artagnan se despertó con ese malestar que acompaña ordinariamente al alba tras una mala noche.
se tanteó para saber si no se habían aprovechado de su sueño para robarle, y habiendo encontrado su diamante en su dedo, su bolsa en su bolsillo y sus pistolas en su cintura, se levantó, pagó su botella y salíó para ver si tenía más suerte en la búsqueda de su lacayo por la mañana que por la noche.
En efecto, lo primero que percibíó a través de la niebla húmeda y grisácea fue al honrado Planchet, que con los dos caballos de la mano esperaba a la puerta de una pequeña taberna miserable ante la cual D’Artagnan había pasado sin sospechar siquiera su existencia.
Porthos En lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subíó rápidamente la escalera.
además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.
El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor;
Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora;
estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros.
D’Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, manténía, y con creces, lo que había prometido.
Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.
Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D’Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje.
Al acercarse a su casa, reconocíó al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta.
Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvíó entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho.
En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D’Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara.
Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe.
Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.
En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:
-No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux -dijo el joven-, y sois modelo de las gentes ordenadas.
Aquel hombrecito grueso, rechoncho, cuyos cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin consideración por las gentes de espada que compónían la escolta, era el mismo Bonacieux.
Sin embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó espantado y trató de retroceder un paso;
traba delante del batiente de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo sitio.
Me parece que si mis botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un buen cepillado.
Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y bonita como la vuestra.
Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de una sirvienta de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.
El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de las sospechas que había concebido D’Artagnan.
Si Bonacieux sabía dónde estaba su mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y dejar escapar su secreto.
Y sin esperar el permiso de su huésped, D’Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una rápida ojeada sobre la cama.
Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado, os lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.
Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no había caído en su propia trampa.
-¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido para vos en vuestra ausencia!
He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado;
A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que decididamente es un horrible canalla.
luego, para no tener nada que reprocharse, se dirigíó una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna noticia de ellos;
-No, señor bromista -respondíó D’Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos podremos volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.
Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle, debiendo el uno dejar París por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre, para reunirse más allá de Saint-Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad fue coronada por los más felices resultados.
Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas reprimendas de parte de D’Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le tomase por un criado de un hombre de poco valer.
Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martín, el mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.
El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó respetuosamente hasta el umbral de la puerta.
Ahora bien, como ya había hecho once leguas, D’Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal.
Resultó de estas reflexiones que D’Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó, encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinión que el alberguista se había hecho de su viajero a la primera ojeada.
El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y D’Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación.
-A fe mía, mi querido hostelero -dijo D’Artagnan llenando los dos vasos-, os he pedido vuestro mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como detesto beber solo, vos vais a beber conmigo.
-Vuestra señoría me hace un honor -dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su buen deseo.
-Pero no os engañéis -dijo D’Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno;
en los hostales en decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped;
-En efecto -dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.
-Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo menos me he detenido en vuestra casa.
yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no sé qué querella.
cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.
-El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.
como la casa es muy regular y nosotros hacemos nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota;
pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo;
-Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos.
En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.
-Entonces -continuó el hostelero-, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos destinados a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d’Or;
Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el tercer piso.
Pero a esto el señor Porthos respondíó que como esperaba de un momento a otro a su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación que el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante persona.
pero sin tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogíó su pistola, la puso sobre su mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera, fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para meterse en una cosa que no le importaba más que él.
Por desgracia, es más ligero de piernas que su amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría nagársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.
pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto, sólo cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.
-Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os debe…
-En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno de mis mozos que iba a París y le ordené entregársela a la duquesa en persona.
-Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa.
-Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y que además habría recibido la estocada por alguna mujer.
Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos lo dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas, le hizo morder el polvo.
Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere confesar a nadie que es una estocada lo que ha recibido.
-Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me viesen.
todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho.
El desconocido le puso al punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su adversario, se declaró vencido.
A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que se llamaba Porthos y no señor D’Artagnan, le ofrecíó su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo y desaparecíó.
-Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habitación que ya habría tenido diez ocasiones de alquilar.
pero ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor Porthos, y que no le enviaría ni un denario.
-Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.
Por eso, mi querido hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su estado.
Al decir estas palabras, D’Artagnan subíó la escalera, dejando a su huésped un poco más tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.
En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta negra, un número uno gigantesco;
Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato.
A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose respetuosamente, le cedíó el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía encargase particularmente.
-Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me torcí una rodilla.
Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados.
El aceptó y, por mi honor, mis sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó por añadidura.
ya sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado afortunado en amores para que el juego no se vengue;
¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar de venir en vuestra ayuda?
-Pues bien, mi querido D’Artagnan, para que veáis mi mala suerte -respondíó Porthos con el aire más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba…
-Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos -dijo D’Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.
Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una especie de vencedor, como una especie de conquistador.
yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.
-Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto católico como hugonote.
Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante dominaba en su espíritu al punto.
luego, cuando estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida.
Por supuesto, cuando veía venir a un hugonote, se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión.
Un día se encontró cogido en una encrucijada entre un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol;
luego vinieron a vanagloriarse del hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos bebiendo nosotros, mi hermano y yo.
Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del protestante.
Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión diferente.
Por eso, cuando yo vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas sólo para patanes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nuestros, me puse a recordar algo mi antiguo oficio.
De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y sanos, adecuados para los enfermos.
El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que había visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.
El tal lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter.
Los dos amamos la caza por encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles animales.
Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte o treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere;
Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía el gollete en un nudo corredizo.
Yo me dediqué a este ejercicio, y coo la naturaleza me ha dotado de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo.
Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de convalecientes y con esa cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D’Artagnan contó cómo Aramis, herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso,y cómo él, D’Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes para llegar a Inglaterra.
anunció solamente que a su regreso de Gran Bretaña había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres compañeros;
avisaba a su amo de que los caballos habían descansado suficientemente y que sería posible ir a dormir a Clermont.
Como D’Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendíó la mano al enfermo y le previno de que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas.
Por lo demás, como contaba con volver por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint Martín, lo recogería al pasar.
y después de haber recomendado de nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya desembarazado de uno de los caballos de mano.
En consecuencia, había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo;
Y D’Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres compañeros los instrumentos de su fortuna, D’Artagnan no estaba molesto por reunir de antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.
pero, apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provénía no tanto del pesar de su felicidad perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase
Cómo había encontrado él gracia a los ojos del ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si el capitán de los guardias le hubie-ra encontrado en su casa.
Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí mismo todas las facultades del organismo de quien piensa.
Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes.
Fue así, presa de una alucinación, como D’Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada de lo que había encontrado en su camino.
Sólo allí le volvíó la memoria, movíó la cabeza, divisó la taberna en que había dejado a Aramis y, poniendo su caballo al trote, se detuvo en la puerta.
D’Artagnan era fisonomista, envolvíó de una ojeada la gruesa cara alegre del ama del lugar, y comprendíó que no había necesidad de disimular con ella ni había nada que temer de parte de una fisonomía tan alegre.
-Mi buena señora -le preguntó D’Artagnan-, ¿podríais decirme qué ha sido de uno de mis amigos, a quien nos vimos forzados a dejar aquí hace una docena de días?
Bazin estaba en el corredor y le impidió el paso con tanta mayor intrepidez cuanto que, tras muchos años de pruebas, Bazin se veía por fin a punto de llegar al resultado que eternamente había ambicionado.
En efecto, el sueño del pobre Bazin había sido siempre el de servir a un hombre de iglesia, y esperaba con impaciencia el momento siempre entrevisto en el futuro en que Aramis tiraría por fin la casaca a las ortigas para tomar la sotana.
La promesa renovada cada día por el joven de que el momento no podía tardar era lo único que lo había retenido al servicio del mosquetero, servicio en el cual, según decía, no podía dejar de perder su alma.
La reuníón del dolor físico con el dolor moral había producido el efecto tanto tiempo deseado: Aramis, sufriendo a la vez del cuerpo y del alma, había posado por fin sus ojos y su pensamiento en la religión, y había considerado como una advertencia del cielo el doble accidente que le había ocurrido, es decir, la desaparición súbita de su amante y su herida en el hombro.
Se comprende que en la disposición en que se encontraba nada podía ser más desagradable para Bazin que la llegada de D’Artagnan, que podía volver a arrojar a su amo en el torbellino de las ideas mundanas que lo habían arrastrado durante tanto tiempo.
y como, traicionado por la dueña del albergue, no podía decir que Aramis estaba ausente, trato de probar al recién llegado que sería el colmo de la indiscreción molestar a su amo durante la piadosa conferencia que había entablado desde la mañana y que, a decir de Bazin, no podía terminar antes de la noche.
Pero D’Artagnan no tuvo en cuenta para nada el elocuente discurso de maese Bazin, y como no se preocupaba de entablar polémica con el criado de su amigo, lo apartó simplemente con una mano y con la otra giró el pomo de la puerta número cinco.
Aramis, con un gabán negro, con la cabeza aderezada con una especie de tocado redondo y plano que no se parecía demasiado a un gorro estaba sentado ante una mesa oblonga cubierta de rollos de papel y de enormes infolios;
Las cortinas estaban echadas a medias y no dejaban penetrar más que una luz misteriosa, aprovechada para una plácida ensoñación.
Todos los objetos mundanos que pueden sorprender a la vista cuando se entra en la habitación de un joven, y sobre todo cuando ese joven es mosquetero, habían desaparecido como por encanto;
y por miedo, sin duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de este mundo, Bazin se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los brocados y las puntillas de todo género y toda especie.
En su lugar y sitio D’Artagnan creyó vislumbrar en un rincón oscuro como una forma de disciplina colgada de un clavo de la pared.
Pero para gran asombro del joven, su vista no parecíó producir gran impresión en el mosquetro, tan apartado estaba su espíritu de las cosas de la tierra.
-Tenía miedo de equivocarme de habitación, y he creído entrar en la habitación de algún hombre de iglesia;
luego, otro error se ha apoderado de mí al encontraros en compañía de estos señores: que estuvieseis gravemente enfermo.
-Quizá os molesto, mi querido Aramis -continuó D’Artagnan- porque, por lo que veo, estoy tentado de creer que os confesáis a estos señores.
-Porque el señor, que es mi amigo, acaba de escapar a un rudo peligro -continuó Aramis con uncíón, señalando con la mano a D’Artagnan a los dos eclesiásticos.
-No he dejado de hacerlo, reverendos -respondíó el joven devolvíéndoles a su vez el saludo.
-Llegáis a propósito, querido D’Artagnan -dijo Aramis-, y vos vais a iluminarnos, tomando parte en la discusión, con vuestras lutes.
El señor principal de Amiens, el señor cura de Montdidier y yo, argumentamos sobre ciertas cuestiones teológicas cuyo interés nos cautiva desde hace tiempo;
-La opinión de un hombre de espada carece de peso -respondíó D’Artagnan, que comenzaba a inquietarse por el giro que tomaban las cosas-, y vos podéis ateneros, creo yo, a la ciencia de estos señores.
-Ahora bien -continuó Aramis tomando en su butaca la misma pose graciosa que hubiera tornado de estar en una callejuela, y examinando con complaciencia su mano Blanca y regordeta como mano de mujer, que tenía en el aire para hacer bajar la sangre-;
ahora bien, como habéis oído, D’Artagnan, el señor principal quisiera que mi tesis fuera dogmática, mientras que yo querría que fuese ideal.
Por eso es por lo que el señor principal me propónía ese punto que no ha sido aún tratado, en el cual reconozco que hay materia para desarrollos magníficos:
D’Artagnan, cuya erudición conocemos, no parpadeó ante esta cita más de lo que había hecho el señor de Tréville a propósito de los presentes que pretendía D’Artagnan haber recibido del señor de Buckingham.
-Lo cual quiere decir -prosiguió Aramis para facilitarle las cosas-: las dos manos son indispensables a los sacerdotes de órdenes inferiores cuando dan la bendición.
-repitió el cura, que de igual fuerza aproximadamente que D’Artagnan en latín, vigilaba cuidadosamente al jesuita para pisarle los talones y repetir sus palabras como un eco.
Ahora bien, yo he confesado a estos sabios eclesiásticos, y ello con toda humildad, que las vigilias de los cuerpos de guardia y el servicio del rey me habían hecho descuidar algo el estudio.
Me encontraría, pues, más a mi gusto, facilius natans, en un tema de mi elección, que sería a esas rudas cuestiones teológicas lo que la moral es a la metafísica en filosofía.
Aramis lanzó una ojeada hacia el lado de D’Artagnan y vio que su amigo bostezaba hasta desencajarse la mandíbula.
-De acuerdo -dijo el jesuita un poco despechado, mientras el cura, transportado de gozo, volvía hacia D’Artagnan una mirada llena de agradecimiento-;
el resto, ordines inferiores de la jerarquía eclesiástica, bendice en el nombre de los santos arcángeles y ángeles.
Los clérigos más humildes, como nuestros diáconos y sacristanes, bendicen con los hisopos, que simulan un número indefinido de dedos bendiciendo.
-Por supuesto -dijo Aramis-, hago justicia a las bellezas de semejante tesis, pero al mismo tiempo admito que es abrumadora para mí.
Yo había escogido este texto: decidme, querido D’Artagnan, si no es de vuestro gusto: Non inutile est desiderium in oblatione, o mejor aún: Un poco de pesadumbre no viene mal en una ofrenda al Señor.
-¿Cómo probaréis -continuó el jesuita sin darle tiempo a hablar que se debe echar de menos el mundo que se ofrece a Dios?
Ah, mi joven amigo -prosiguió el cura gimiendo-, no echéis de menos al diablo, soy yo quien os lo suplica.
-Aquí tenéis mi punto de partida, es un silogismo: el mundo no carece de atractivos, dejo el mundo;
-Y además -continuó Aramis pellizcándose la oreja para volverla roja, de igual modo que agitaba las manos para volverlas blancas-, además he hecho cierto rondel que le comuniqué al señor Voiture el año pasado, y sobre el cual ese gran hombre me hizo mil cumplidos.
todas uuestras desgracias habrán terminado cuando sólo a Dios vuestras lágrimas ofrezcáis, vosotros, los que lloráis.
-Pero -se apresuró a añadir el jesuita viendo que su acólito se desviaba-, vuestra tesis agradará a las damas, eso es todo;
-Ya lo veis -exclamó el jesuita-, el mundo habla todavía en vos en voz alta, altissima voce.
voy, pues, a continuarla, y mañana espero que estaréis satifescho de las correcciones que haré según vuestros consejos.
-Sí, el terreno está completamente sembrado -dijo el jesuita-, y no tenemos que temer que una parte del grano haya caído sobre la piedra, otra al lado del camino, y que los pájaros del cielo hayan comido el resto, aves coeli comederunt illam.
D’Artagnan, que durante una hora se había mordido las uñas de impaciencia, empezaba a atacar la carne.
Bazin, que se había quedado de pie y que había escuchado toda aquella controversia con un piadoso júbilo, se lanzó hacia ellos, tomó el breviario del cura, el misal del jesuita y caminó respetuosamente delante de ellos para abrirles paso.
sin embargo era preciso que uno de ellos rompiese a hablar, y como D’Artagnan parecía decidido a dejar este honor a su amigo:
pero para vos añadiré huevos, y es una grave infracción de la regla, porque los huevos son carne, dado que engendran el pollo.
Es de la iglesia de la que había desertado por el mundo, porque como sabéis tuve que violentarme para tomar la casaca de mosquetero.
-Yo estaba en el seminario desde la edad de nueve años, y dentro de tres días iba a cumplir veinte, iba a ser abate y todo estaba dicho.
Una tarde en que estaba, según mi costumbre, en una casa que frecuentaba con placer (uno es joven, ¡qué queréis, somos débiles!), un oficial que me miraba con ojos celosos leer las Vidas de los santos a la dueña de la casa, entró de pronto y sin ser anunciado.
Precisamente aquella tarde yo había traducido un episodio de Judith y acababa de comunicar mis versos a la dama que me hacía toda clase de cumplidos e, inclinada sobre mi hombro, los reléía conmigo.
no dijo nada, pero cuando yo salí, salíó detrás de mí y al alcanzarme dijo: «Señor abate, ¿os gustan los bastonazos?» «No puedo decirlo, señor, respondí, porque nadie ha osado nunca dármelos.» «Pues bien, escuchadme, señor abate, si volvéis a la casa en que os he encontrado esta tarde, yo osaré.» Creo que tuve miedo, me puse muy pálido, sentí que las piernas me abandonaban, busqué una respuesta que no encontré, me callé.
El oficial esperaba aquella respuesta y, viendo que tardaba, se puso a reír, me volvíó la espalda y volvíó a entrar en la casa.
Soy buen gentilhombre y tengo la sangre ardiente, como habéis podido observar, mi querido D’Artagnan;
el insulto era terrible, y por desconocido que hubiera quedado para el resto del mundo, yo lo sentía vivir y removerse en el fondo de mi corazón.
Declaré a mis superiores que no me sentía suficientemente preparado para la ordenación, y a petición mía se pospuso la ceremonia por un año.
Fui en busca del mejor maestro de armas de París, quedé de acuerdo con él para tomar una lección de esgrima cada día, y durante un año tome aquella lección.
Luego, el aniversario de aquél en que había sido insultado, colgé mi sotana de un clavo, me puse un traje completo de caballero y me dirigí a un baile que daba una dama amiga mía, donde yo sabía que debía encontrarse mi hombre.
En efecto, mi oficial estaba allí, me acerqué a él, que cantaba un lai de amor mirando tiernamente a una mujer, y le interrumpí en medio de la segunda estrofa.
«Señor, ¿os sigue desagradando que yo vuelva a cierta casa de la calle Payenne, y volveréis a darme una paliza si me entra el capricho de desobedeceros?» El oficial me miró con asombro, luego me dijo: «¿Qué queréis, señor?
No os conozco.» «Soy -le respondí- el pequeño abate que lee las Vidas de santos y que traduce Judith en verso.» «¡Ah, ah!
¿Qué queréis?» «Quisiera que tuvierais tiempo suficiente para dar una vuelta paseando conmigo.» «Mañana por la mañana, si queréis, y será con el mayor placer.» «Mañana por la mañana, no;
Yo le llevé a la calle Payenne justo al lugar en que un año antes a aquella misma hora me había hecho el cumplido que os he relatado.
-Pero -continuó Aramis- como las damas no vieron volver a su cantor y se le encontró en la calle Payenne con una gran estocada atravesándole el cuerpo, se pensó que había sido yo poque lo había aderezado así, y el asunto terminó en escándalo.
Athos, con quien hice conocimiento en esa época, y Porthos, que me había enseñado, además de algunas lecciones de esgrima, algunas estocadas airosas, me decidieron a pedir una casaca de mosquetero.
El rey había apreciado mucho a mi padre, muerto en el sitio de Arras, y me concedieron esta casaca.
¡Un pobre mosquetero muy bribón y muy oscuro que odia las servidumbres y se encuentra muy desplazado en el mundo!
todos los hilos que la atan a la felicidad se rompen una vez tras otra en la mano del hombre, sobre todo los hilos de oro.
-¿Cómo?, -Sí, una mujer a la que amaba, a la que adoraba, acaba de serme raptada a la fuerza.
-Y sin embargo, mientras permanezco en la tierra, habría querido hablar de vos, de nuestros amigos.
-Y yo -dijo D’Artagnan- habría querido hablaros de vos mismo, pero os veo tan separado de todo;
-No hablemos, pues, más -dijo D’Artagnan-, y quememos esta carta que, sin duda, os anunciaba alguna nueva infelicidad de vuestra costurerilla o de vuestra doncella.
-Una carta que había llegado a vuestra casa en vuestra ausencia y que me han entregado para vos.
la doncella de la señora de Chevreuse quizá, que se habrá visto obligada a volver a Tours con su ama y que para dárselas de peripuesta habrá cogido papel perfumado y habrá sellado su carta con una corona de duquesa.
Y los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo, pisoteando buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.
Pide una liebre mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.
Bazin, que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.
-Este es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes -dijo D’Artagnan-, si es que tenéis que hacerle una cortesía: Non inutile desiderium in oblatione.
Mi querido D’Artagran, bebamos, maldita sea, bebamos mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.
-Ahora sólo queda saber nuevas de Athos -dijo D’Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.
temo que Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto.
Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese piadoso ejercicio.
-¡Bruñid mi espada enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas!
-Y bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de iglesia, por favor?
como puedes ver, el cardenal va a hacer la primera campaña con el casco en la cabeza y la partesana al puño;
pero tras algunas vueltas y algunas corvetas del noble animal, su caballero se resintió de dolores tan insoportables que palidecíó y se tambaleó.
D’Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había perdido de vista, se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su habitación.
Se dijeron adiós y, diez minutos después, D’Artagnan, tras haber recomendado su amigo a Bazin y a la hostelera, trotaba en dirección de Amiens.
Aquella idea, ensombreciendo su frente, le arrancó algunos suspiros y le hizo formular en voz baja algunos juramentos de venganza.
El aire noble y distinguido de Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban de vez en cuando de la sómbra en que se encerraba voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más fácil de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la estima, más que la amistad de D’Artagnan, cautivaban su admiración.
En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante cortesano Athos, en sus días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación;
era de talla mediana, pero esa talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se había vuelto proverbial entre los mosqueteros;
su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia;
sus manos, de las que no tenía cuidado alguno, causaban la desesperación de Aramis, que cultivaba las suyas con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado;
el sonido de su voz era penetrante y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se hacía siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del mundo y de los usos de la más brillante sociedad, esos hábitos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones.
Si se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo, colocando a cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o que se había conseguido él mismo.
Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las familias nobles del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas.
La etiqueta no tenía minucias que le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes propietarios, conocía a fondo la montería y la halconería y cierto día, hablando de ese gran arte, había asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin embargo, pasaba por maestro de la materia.
Como todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la esgrima a la perfección.
Hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de vista de los estudios escolásticos, tan raros en aquella época entre los gentileshombres, que sonreía a los fragmentos de latín que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender;
dos o tres veces incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba escapar algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su caso.
Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de guerra transigían tan fácilmente con su religión o su con-ciencia, los amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros días y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios.
Y sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta criatura tan bella, a esta esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se vuelven hacia la imbecilidad física y moral.
Athos, en sus horas de privación, y esas horas eran frecuentes, se apagaba en toda su parte luminosa, y su lado brillante desapa-recía como en una profunda noche.
Con la cabeza baja, los ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien su botella y su vaso, bien a Grimaud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su señor hasta el menor deseo, que satisfacía al punto.
La reuníón de los cuatro amigos había tenido lugar en uno de estos momentos: un palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo el contingente que Athos proporcionaba a la conversación.
A cambio, Athos solo bebía por cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una tristeza más profunda.
D’Artagnan, de quien conocemos el espíritu investigador y penetrante, por interés que tuviese en satisfacer su curiosidad sobre el tema, no había podido aún asignar ninguna causa a aquel marasmo, ni anotar las ocasiones.
No se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al contrario, sólo bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más sombría aún.
No se podía atribuir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien acompañaba con sus cantos o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos, cuando había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido.
Se le había visto, en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas y perder hasta el cinturón brocado de oro de los días de gala;
volver a ganar todo esto adernás de cien luises más, sin que su hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea, sin que sus manos perdiesen su matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase de ser tranquila y agradable.
No era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia atmosférica la que ensombrecía su rostro, porque esa tristeza se hacía más intensa por regla general en los días calurosos del año;
Aquel tinte misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea cual fuere la astucia de las preguntas dirigidas a él.
El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y muerto por culpa mía, porque soy yo quien lo metíó en este asunto, cuyo origen él ignoraba, y cuyo resultado ignorará y del que ningún provecho debía sacar.
Y estas palabras redoblaban el ardor de D’Artagnan, que aguijoneaba a su caballo, el cual sin necesidad de ser aguijoneado llevaba a su caballero al galope.
Entró, pues, en la hostería, con el sombrero sobre los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y haciendo silbar la fusta con la mano derecha.
-No tengo ese honor, monseñor -respondíó aquél con los ojos todavía deslumbrados por el brillante equipo con que D’Artagnan se presentaba.
¿Qué habéis hecho del gentilhombre al que tuvisteis la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar acusarlo de moneda falsa?
El hostelero palidecíó, porque D’Artagnan había adoptado la actitud más amenazadora, y Panchet hacía lo mismo que su dueño.
-Esta es la historia, Monseñor -prosiguió el hostelero todo tembloroso-, porque os he reconocido ahora: fuisteis vos el que partíó cuando yo tuve aquella desgraciada pelea con ese gentilhombre de que vos habláis.
-Yo había sido prevenido por las autoridades de que un falso monedero célebre llegaría a mi albergue con varios de sus compañeros, todos disfrazados con el traje de guardia o de mosqueteros.
-Tomé entonces, según las órdenes de la autoridad que me envió un refuerzo de seis hombres, las medidas que creí urgentes a fin de detener a los presuntos monederos falsos.
La autoridad me había metido miedo, y vos sabéis que un alberguista debe tener cuidado con la autoridad.
Sucedíó, pues, lo que vos sabéis, y vuestra precipitada marcha -añadió el hostelero con una fineza que no escapó a D’Artagnan- parecía autorizar el desenlace.
Su criado, que por una desgracia imprevista había buscado pelea a los agentes de la autoridad, disfrazados de mozos de cuadra…
El señor vuestro amigo (perdón por no llamarlo por el nombre honorable que sin duda lleva, pero nosotros ignoramos ese nombre), el señor vuestro amigo, después de haber puesto de combate a dos hombres de dos pistoletazos, se batíó en retirada defendíéndose con su espada, con la que lisió incluso a uno de mis hombres, y con un cintarazo que me dejó aturdido.
-Al batirse en retirada, como he dicho, señor, encontró tras él la escalera de la bodega, y como la puerta estaba abierta, sacó la llave y se encerró dentro.
En primer lugar, había trabajado rudamente: un hombre estaba muerto de un golpe y otros dos heridos de gravedad.
Yo mismo, cuando recuperé el conocimiento, fui a buscar al señor gobernador, al que conté todo lo que había pasado, y al que pregunté qué debía hacer con el prisionero.
me dijo que ignoraba por completo a qué me refería, que las órdenes que habían llegado no procedían de él, y que si tenía la desgracia de decir a quienquiera que fuese que él estaba metido en toda aquella escaramuza, me haría prender.
Parece que yo me había equivocado, señor, que había arrestado a uno por otro, y que al que debía arrestar estaba a salvo.
-Como yo tenía prisa por reparar mis errores hacia el prisionero -prosiguió el alberguista-, me encaminé hacia la bodega a fin de devolverle la libertad.
A la proposición de libertad, declaró que era una trampa que se le tendía y que antes de salir debía imponer sus condiciones.
Le dije muy humildemente, porque ante sí mismo yo no disimulaba la mala situación en que me había colocado poniéndole la mano encima a un mosquetero de Su Majestad, le dije que yo estaba dispuesto a someterme a sus condiciones.
«En primer lugar -dijo-, quiero que se me devuelva a mi criado completamente armado.» Nos dimos prisa por obedecer aquella orden porque, como comprenderá el señor, nosotros estábamos dispuesto a hacer todo lo que quisiera vuestro amigo.
El señor Grimaud (él sí ha dicho su nombre, aunque no habla mucho), el señor Grimaud fue, pues, bajado a la bodega, herido como estaba;
¡Ay si pudieseis hacerlo salir, señor, os quedaría agradecido toda mi vida, os adoraría como a un amo!
Todos los días se le pasa por el tragaluz pan en la punta de un horcón y carne cuando la pide, pero ¡ay!, no es de pan y de carne de lo que hace el mayor consumo.
Luego, cuando le hemos preguntado cuáles eran sus intenciones, el amo ha respondido que tenía cuarenta disparos para disparar él y su criado, y que dispararían hasta el último antes de permitir que uno solo de nosotros pusiera el pie en la bodega.
Entonces, señor, yo fui a quejarme al gobernador, el cual me respondíó que no tenía sino lo que me merecía, y que esto me enseñaría a no insultar a los honorables señores que tomaban albergue en mi casa.
-De suerte que desde entonces, señor -continuó éste-, llevamos la vida más triste que se pueda ver;
allí está nuestro vino embotellado y nuestro vino en cubas, la cerveza, el aceite y las especias, el tocino y las salchichas;
y como nos han prohibido bajar, nos hemos visto obligados a negar comida y bebida a los viajeros que nos llegan, de suerte que todos los días nuestra hostería se pierde.
Mi mujer habrá solicitado al señor Athos permiso para entrar y satisfacer a estos señores;
se levantó, precedido por el hostelero, que se retorcía las manos, y seguido de anchet, que llevaba su mosquetón cargado, se acercó al lugar de la escena.
Los dos gentileshombres estaban exasperados, habían hecho un largo viaje y se morían de hambre y de sed.
-Pero esto es una tiranía -exclamaban ellos en muy buen francés, aunque con acento extranjero-, que ese loco no quiera dejar a estas buenas gentes usar su vino.
-Bueno, bueno -decía detrás de la puerta la voz tranquila de Athos-, que los dejen entrar un poco a esos
se hubiera dicho que había en aquella bodega uno de esos ogros famélicos, gigantescos héroes de las leyendas populares, cuya caverna nadie fuerza impunemente.
Hubo un momento de silencio, pero al fin los dos ingleses sintieron vergüenza de volverse atrás y el más osado de ellos descendíó los cinco o seis peldaños de que estaba formada la escalera y dio a la puerta una patada como para hundir el muro.
Los gentileshombres habían puesto la espada en la mano, pero se encontraban cogidos entre dos fuegos;
-Ahora, señores -dijo D’Artagnan-, volved a vuestras habitaciones, y dentro de diez minutos os prometo que os llevarán cuanto podáis desear.
Entonces se oyó un gran ruido de haces entrechocando y de vigas gimiendo: eran las contraescarpas y los bastiones de Athos que el sitiado demolía por sí mismo.
Un instante después, la puerta se tambaleó y se vio aparecer la cabeza pálida de Athos, quien con una ojeada rápida exploró los alrededores.
Al mismo tiempo Grimaud aparecíó detrás de su amo, con el mosquetón al hombro la cabeza temblando como esos sátiros ebrios de los cuadros de Rubens.
El cortejo atravesó el salón y fue a instalarse en la mejor habitación del albergue, que D’Artagnan ocupó de manera imperativa.
Mientras tanto, el hostelero y su mujer se precipitaron con lámparas en la bodega, que les había sido prohibida durante tanto tiempo y donde un horroroso espectáculo los esperaba.
Más allá de las fortificaciones en las que Athos había hecho brecha para salir y que compónían haces, tablones y toneles vacíos amontonados según todas las reglas del arte estratégico, se veían aquí y allá, nadando en mares de aceite y de vino, las osamentas de todos los jamones comidos, mientras que un montón de botellas rotas tapizaba todo el ángulo izquierdo de la bodega, y un tonel, cuya espita había quedado abierta, perdía por aquella abertura las últimas gotas de su sangre.
-Él aceite es un bálsamo soberano para las heridas, y era preciso que el pobre Grimaud se curase las que vos le habéis hecho.
-Esto os enseñará -dijo D’Artagnan- a tratar de una forma más cortés a los huéspedes que Dios os envía…
-Mi querido amigo -dijo D’Artagnan-, si seguís dándonos la murga, vamos a encerrarnos los cuatro en vuestra bodega a ver si el estropicio ha sido tan grande como decís.
-Bueno, señores -dijo el hostelero-, me he equivocado, lo confieso, pero todo pecado tiene su misericordia;
-Ah, si hablas así -dijo Athos-, vas a ablandarme el corazón, y las lágrimas van a correr de mis ojos como el vino corría de tus toneles.
-Y no olvides -continuó D’Artagnan- de subir cuatro botellas semejantes para los dos señores ingleses.
Cuando acababa, el hostelero volvíó con las botellas pedidas y un jamón que, afortunadamente para él, había quedado fuera de la bodega.
-¿Veis, corazón de piedra -dijo D’Artagnan-, que os equivocáis siendo duro con nuestros corazones tiernos?
No hay un hombre que no haya creído como vos que su amante lo amaba y no hay ningún hombre que no haya sido engañado por su amante.
-Cierto que es posible -dijo Athos vaciando y volviendo a llenar su vaso-, las dos cosas van juntas de maravilla.
Uno de mis amigos, uno de mis amigos, oís bien, no yo -dijo Athos interrumpíéndose con una sonrisa sombría-;
uno de los condes de mi provincia, es decir, del Berry, noble como un Dándolo o un Montmorency, se enamoró a los veinticinco años de una joven de dieciséis, bella como el amor.
Mi amigo, que era el señor de Ìa regíón, hubiera podido seducirla o tomarla por la fuerza, a su gusto, era el amo: ¿quién habría venido en ayuda de dos extraños, de dos desconocidos?
-Y un día que ella estaba de caza con su marido -continuó Athos en voz baja y hablando muy deprisa-, ella se cayó del caballo y se desvanecíó: el conde se lanzó en su ayuda, y como se ahogaba en sus vestidos, los hendíó con su puñal y quedó al descubierto el hombro.
-El conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de horca y cuchillo: acabó de desgarrar los vestidos de la condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol.
Y Athos cogíó por el gollete la última botella que quedaba, la acercó a su boca y la vació de un solo trago, como si fuera un vaso normal.
-Eso me ha curado de las mujeres hermosas, poéticas y amorosas -dijo Athos levantándose y sin continuar el apólogo del conde-.
-Era sin duda el primer amante y el cómplice de la hermosa, un digno hombre que había fingido ser cura quizá para casar a su amante y asegurarse una fortuna.
en primer lugar, había sido hecha por un hombre completamente ebrio a un hombre que lo estaba a medias, y no obstante, pese a esa ola que hace subir al cerebro el vaho de dos o tres botellas de borgoña, D’Artagnan, al despertarse al día siguiente, tenía cada palabra de Athos tan presente en su espíritu como si a medida que habían caído de su boca se hubieran impreso en su espíritu.
Toda aquella duda no hizo sino darle un deseo más vivo de llegar a una certidumbre, y pasó a la habitación de su amigo con la intención bien
me he dado cuenta esta mañana por mi lengua, que estaba todavía muy espesa y por mi pulso, que aún estaba muy agitado;
-No habréis dejado de notar, mi querido amigo, que cada cual tiene su clase de borrachera: triste o alegre;
yo tengo la borrachera triste, y cuando alguna vez me emborracho, mi manía es contar todas las historias lúgubres que la tonta de mi nodriza me metíó en el cerebro.
-Oh, de algo así me acuerdo, en efecto -prosiguió el joven tratando de volver a coger la verdad-, me acuerdo de algo así como que hablamos de ahorcados, pero como se acuerda uno de un sueño.
-Sí, eso es -dijo D’Artagnan-, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules.
Ya veis cómo se compromete un hombre cuando no sabe lo que se dice -prosiguió Athos encogíéndose de hombros como si tuviera piedad de sí mismo-.
bajé al salón y vi a uno de nuestros ingleses que ajustaba un caballo con un tratante por haber muerto ayer el suyo a consecuencia de un vómito de sangre.
Me acerqué a él, y como vi que ofrecía cien pistolas por un alazán tostado: «Por Dios -le dije-, gentilhombre, también yo tengo un caballo que vender.» «Y muy bueno incluso -dijo él-.
Lo vi ayer, el criado de vuestro amigo lo llevaba de la mano.» «¿Os parece que vale cien pistolas?» «Sí.» ¿Y queréis dármelo por ese precio?» «No, pero os lo juego.» «¿Me lo jugáis?» «Sí.» «¿A qué?» «A los dados.» Y dicho y hecho;
-Después de haber perdido mi caballo (nueve contra diez, ved qué suerte), me vino la idea de jugar el vuestro.
-Querido, ayer, cuando os contaba mis tontas historias, era cuando teníais que decirme eso, y no esta mañana.
-Espero -dijo seriamente D’Artagnan medio muerto de espanto que no hayáis hecho mención alguna de mi diamante.
¡Qué diablos, querido, lleváis en vuestro dedo una estrella del cielo, y queréis que no le presten atención!
-¡Acabad, querido, acabad -dijo D’Artagnan-, porque, por mi honor, con vuestra sangre fría me hacéis morir!
Hacía quince días que no había visto un rostro humano y que estaba allí embrutecíéndome empalmando una botella tras otra.
-Esa no es razón para jugar un diamante -respondíó D Artagnan apretando su mano con una crispación nerviosa.
-Escuchad, pues, el final: diez partes de cien pistolas cada una, en diez tiradas sin revancha.
-Volví a ganar vuestros arneses, después vuestro caballo, luego mis arneses, luego mi caballo, luego lo volví a perder.
Athos se puso a buscar al inglés y lo encontró en la cuadra, donde examinaba los arneses con ojos ambiciosos.
El inglés, triunfante, no se molestó siquiera en hacer rodar los da dos, los lanzó sobre la mesa sin mirarlos, tan seguro estaba de su victoria;
-Vaya, vaya, vaya -dijo Athos con su voz tranquila, esa tirado de dados es extraordinaria, no la he visto más que cuatro veces en m vida: dos ases.
y finalmente, una cuarta vez en la taberna, donde me tocó a mí y donde yo perdí por ella cien luises y una cena.
vos sabéis que os habéis jugado los arneses contra el caballo o cien pistolas, a vuestra elección.
Yo, sin dudar un solo instante, cogería las cien pistolas, necesitamos dinero para volver a París.
-Pues os equivocáis, amigo mío: un caballo tiene un extraño, un caballo tropieza y se rompe las patas, un caballo come en un pesebre donde ha comido un caballo con muermo: eso es un caballo o cien pistolas perdidas;
hace falta que el amo alimente a su caballo, mientras que, por el contrario, cien pistolas alimentan a su amo.
con las cien pistolas vamos a banquetear hasta fin de mes: hemos enjugado fatigas y estará bien que descansemos un poco.
-Y bien, ¿creéis que vuestro caballo os será tan útil para eso corno buenos luises de oro?
D’Artagnan y Athos cogieron los caballos de Planchet y de Grimaud, y los dos criados se pusieron en camino a pie, llevando las sillas sobre sus cabezas.
Por mal montados que fueran los dos amigos, pronto tomaron la delantera a sus criados y llegaron a Crèvecoeur.
De lejos divisaron a Aramis melancólicamente apoyado en su ventana, y mirando como mi hermana Anne levantarse polvaredas en el horizonte.
Pensaba con qué rapidez se van los bienes de este mundo, y mi caballo inglés, que se aleja y que acaba de aparecer en medio de un torbellino de polvo, era una imagen viva de la fragilidad de las cosas de la tierra.
La vida misma puede resolverse en tres palabras: Erat, est, fuit.
-Esto quiere decir que acaba de hacer un negocio de tontos: sesenta luises por un caballo que, por la manera en que se va, puede hacer al trote cinco leguas por hora.
venís sobre los caballos de vuestros lacayos y hacéis que os lleven vuestros caballos de lujo de la mano, despacio y a pequeñas jornadas.
En aquel mismo instante, un furgón que desde hacía unos momentos venía por la ruta de Amiens, se detuvo y se vio salir a Grimaud y a Planchet con sus sillas sobre la cabeza.
El furgón volvía de vacío hacia París y los dos lacayos se habían comprometido, a cambio de su transporte, a aplacar la sed del cochero durante el camino.
La materia es galante, os leeré el primer canto, tiene cuatrocientos versos y dura un minuto.
Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D’Artagnan durante su primera visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro personas;
aquella comida se compónía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y de frutos soberbios.
sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.
porque ciertamente valía ciento cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en ochenta.
-En cuanto a mí -dijo Aramis-, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia de Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores;
Sin contar la herida de Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha hecho pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios;
-Vamos, vamos -dijo Athos, cambiando una sonrisa con D’Artagnan y Aramis-, veo que os habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo;
-En resumen -continuó Porthos-: pagados mis gastos, me quedará una treintena de escudos.
con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D’Artagnan, que tiene buena mano y que irá a jugarlas al primer garito.
Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida, cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.
Al llegar a París, D’Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le prevénía de que, a petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los mosqueteros.
Como esto era todo lo que D’Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de volver a encontrar a la señora Bonacieux, corríó todo contento en busca de sus camaradas, a los que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preocupados.
El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad era iniciar la campaña el primero de Mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.
Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de disciplina.
No hay más que decirlo -prosiguió Aramis-, acabamos de hacer nuestras cuentas con una cicatería de espartanos y necesitamos cada uno de nosotros mil quinientas libras.
por tanto, son ocho mil liras las que necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.
-Además -dijo Athos, esperando a que D’Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de Tréville, hubiese cerrado la puerta-;
D’Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos en el apuro cuando lleva en su dedo corazón el rescate de un rey.
El más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D’Artagnan, aunque D’Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran señores;
pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos.
El señor de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar.
pues bien, si al cabo de quince días no he encontrado nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir.
Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con mi deber sin tener necesidad de equiparme.
Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.
Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para enternecer a las piedras.
Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde.
Erraban por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado alguna bolsa.
D’Artagnan lo vio un día encantinarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las intenciones más conquistadoras.
gracias a los buenos cuidados de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.
D’Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras.
Por su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la rapidez del rayo una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a mariposear con furor.
Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las cofias negras, porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba desesperadamente en su asiento.
Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla y se puso a hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sosténía el bolso bordado con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la misa.
La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y comprobó que se deténía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.
Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios, sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.
La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras;
un gran efecto sobre D’Artagnan, que reconocíó a la dama de Meung, de Caláis y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con el nombre de milady.
D’Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de Porthos, que le divertían mucho;
creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint-Leu no estaba muy alejada de la citada calle.
Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.
La procuradora sonrió, creyendo que era para ella, por lo que Porthos hacía aquel extraordinario, pero pronto y cruelmente fue desengañada: cuando sólo estaba a tres pasos de él, éste volvíó la cabeza, fijando de modo invariable los ojos sobre la dama del cojín rojo, que se había levantado y que se acercaba seguida de su negrito y de su doncella.
la bella devota tocó con su mano afilada la gruesa mano de Porthos, hizo, sonriendo, la señal de la cruz y selió de la iglesia.
Al oír aquella voz, Porthos se sobresaltó como lo haría un hombre que se despierta tras un sueño de cien años.
-Estaba a dos pasos de vos, señor -respondíó la procuradora-, y no me habéis visto porque no teníais ojos más que
es una duquesa amiga mía con la que tengo muchos problemas para encontrarme por los celos de su marido, y que me había avisado que vendría hoy, sólo para verme, a esta pore iglesia, en este barrio perdido.
-Señor Porthos -dijo la procuradora- ¿tendríais la bondad de ofrecerme el brazo durante cinco minutos?
-Por supuesto, señora -dijo Porthos, guiñándose un ojo a sí mismo como un jugador que ríe de la víctima que va a hacer.
-se dijo a sí mismo, razonando sobre el sentido de la moral extrañamente fácil de aquella época galante-.
Porthos, cediendo a la presión del brazo de su procuradora como una barca cede al gobernalle, llegó al claustro de Saint-Magloire, pasaje poco frecuentado, encerrado por molinetes en sus dos extremos.
-exclamó la procuradora cuando se hubo tranquilizado de que nadie extraño a la población habitual de la localidad podía verlos ni oírlos-.
-¿Y ese recadero que la esperaba en la puerta, y esa carroza con un cochero de lujosa librea que esperaba en su pescante?
porque, en fin, señora, yo puedo decir que he sido víctima, cuando herido, moribundo, me he visto abandonado a los cirujanos;
yo, el vástago de una familia ilustre, que me habíia fiado de vuestra amistad, he estado a punto de morir de mis heridas, primero;
y de hambre después, en un mal albergue de Chantilly, y eso sin que vos os hayáis dignado responder una sola vez a las ardientes cartas que os he escrito.
-murmuró la procuradora, que se daba cuenta de que, a juzgar por la conducta de las mayores damas de su tiempo, había cometido un error.
-Señor Porthos -dijo-, os juro que me habéis castigado de sobra y que si en el futuro os encontráis en semejante paso, no tendréis más que dirigiros a mí.
Sé que no sois rica, señora Coquenard, que vuestro marido está obligado a sangrar a los pobres litigantes para sacar unos pobres escudos.
Si fueseis condesa, marquesa o duquesa, sería distinto, y en tal caso no podría perdonaros.
-Sabed, señor Porthos -dijo ella-, que mi caja fuerte, por muy caja fuerte de procuradora que sea, está quizá mejor provista que la de todas vuestras remilgadas anruinadas.
-Doble ofensa la que me hacéis entonces -dijo Porthos soltando el brazo de la procuradora de debajo del suyo-;
-Cuando digo rica -prosiguió la procuradora, que vio que se había dejado arrastrar demasiado lejos-, no hay que tomar la palabra al pie de la letra.
Justo cuando vamos a entrar en campaña, en una campaña en que mis presentimientos me dicen que seré muerto…
Pero dentro de quince días, como sabéis o como quizá no sepáis, esa fatal campaña empieza: voy a estar muy preocupado por mi equipo.
-Y como -continuó- la duquesa que acabáis de ver en la iglesia tiene sus tierras junto a las mías, haremos el viaje juntos.
-Lo tenéis, señor Porthos, lo tenéis -prosiguió la procuradora en un transporte que le sorprendíó a ella misma-;
-Y manteneos firme ante mi marido, que es marrullero pese a sus setenta y seis años.
Por eso el pobre hombre puede dejarme viuda de un momento a otro -continuó la procuradora lanzando una mirada significativa a Porthos-.
-Ya veo que sois una mujer precavida, mi querida señora Coquenard -dijo Porthos apretando tiernamente la mano de la procuradora.
Era inútil tratar de seguir a pie un coche llevado al trote por dos vigorosos caballos.
En la calle de Seine encontró a Planchet que se hallaba parado ante la tienda de un pastelero y que parecía extasiado ante un brioche de la forma más apetecible.
Le dio orden de ir a ensillar dos caballos a las cuadras del señor de Tréville, uno para él, D’Artagnan, y otro para Planchet, y venir a reunírsele a casa de Athos, porque el señor de Tréville había puesto sus cuadras de una vez por todas al servicio de D’Artagnan.
Athos estaba en su casa vaciando tristemente una de las botellas de aquel famoso vino español que había traído de su viaje a Picardía.
D’Artagnan contó entonces a Athos todo cuanto había pasado en la iglesia entre Porthos y la procuradora, y cómo para aquella hora su compañero estaba probablemente en camino de equiparse.
-Y, sin embargo, hermoso, cortés, gran señor como sois, mi querido Athos, no habría ni princesa ni reina a salvo de vuestros dardos amorosos.
En aquel momento Planchet pasó humildemente la cabeza por la puerta entreabierta y anunció a su señor que los dos caballos estaban allí.
Entonces D’Artagnan le contó el encuentro que había tenido en la iglesia, y cómo había vuelto a encontrar a aquella mujer que, con el señor de la capa negra y la cicatriz junto a la sien, era su eterna preocupación.
-Es decir, que estáis enamorado de ella, como lo estáis de la señora Bonacieux -dijo Athos encogíéndose desdeñosamente de hombros como si se compadeciese de la debilidad humana.
No sé por qué, pero me imagino que esa mujer, por más desconocida que me sea y por más desconocido que yo sea para ella, tiene una influencia en mi vida.
amo a mi pobre Costance más que nunca, y si supiese el lugar en que está, aunque fuera en el fin del rrìundo, partiría para sacarla de las manos de sus verdugos;
Pues bién yo -respondíó D’Artagnan sonriendo ante la misantropía de Athos, que en otro le hubiera ciertamente herido-, yo soy menos orgulloso que vos, yo monto lo que encuentro.
-Hasta luego -dijo el mosquetero haciendo a Grimaud seña de descorchar la botella que acababa de traer.
A lo largo del camino, lo que Athos había dicho al joven de la señora Bonacieux le venía a la mente.
Aunque D’Artagnan no fuera de carácter muy sentimental, la linda mercera había causado una impresión real en su corazón;
Ahora bien, en la mente de D’Artagnan era el hombre de la capa negra el que había raptado a la señora Bonacieux la segunda vez, como la había raptado la primera.
D’Artagnan, pues, sólo mentía a medias, lo cual es mentir bien poco, cuando decía que dedicándose a la busca de Milady se ponía al mismo tiempo a la busca de Costance.
Mientras pensaba así y mientras daba de vez en cuando un golpe de espuela a su caballo, D’Artagnan había recorrido el camino y llegado a Saint-Germain.
Atravesaba una calle muy desierta, mirando a izquierda y dlyrecha por si reconocía algún vestigio de su bella inglesa, cuando en la planta baja de una bonita casa que según la costumbre de la época no tenía ninguna ventana que diese a la calle, vio aparecer una figura conocida.
-Ya lo creo, rediez -dijo Planchet-: es el pobre Lubin, el lacayo del conde Wardes, al que tan bien dejasteis apañado hace un mes, en Caláis en el camino hacia la casa de campo del gobernador.
-A fe, señor, que estaba tan confuso que dudo que haya guardado de mí un recuerdo muy claro.
-Pues bien, vete entonces a hablar con ese muchacho -dijo D’Artagnan- a infórmate en la conversación si su amo ha muerto.
Planchet se bajó del caballo, se dirigíó directamente a Lubin que, en efecto, no lo reconocíó, y los dos lacayos se pusieron a hablar con el mejor entendimiento del mundo, mientras D’Artagnan empujaba los dos caballos a una calleja y dando la vuelta a una casa volvía para asistir a la conferencia tras un seto de avellanos.
Al cabo de un instante de observación detrás del seto oyó el ruido de un coche y vio detenerse frente a él la carroza de Milady.
Milady sacó su encantadora cabeza rubia por la portezuela y dio órdenes a su doncella.
Esta última, joven de veinte a veintidós años, despierta y viva, verdadera doncella de gran dama, saltó del estribo en el que estaba sentada según la costumbre de la época y se dirigíó a la terraza en la que D’Artagnan había visto a Lubin.
Pero, por azar, una orden del interior había llamado a Lubin, de modo que Planchet se había quedado solo, mirando por todas partes por qué camino había desaparecido D’Artagnan.
La doncella se aproximó a Planchet, al que tomó por Lubin, y tendíéndole un billete dijo: -Para vuestro amo.
Planchet dio vueltas y más vueltas al billete y luego, acostumbrado a la obediencia pasiva, saltó de la terraza, se metíó en la callejuela y al cabo de veinte pasos encontró a D’Artagnan, quien habiéndolo visto todo, iba a su encuentro.
«Una persona que se interesa por vos más de lo que puede decir, quisiera saber qué día podríais pasear por el bosque.
va todo lo bien que se puede ir con cuatro estocadas en el cuerpo, porque, sin que yo os lo reproche, le largasteis cuatro a ese buen gentilhombre, y aún está débil, porque perdíó casi toda su sangre.
La conversación entre Milady y el caballero era tan animada que D’Artagnan se detuvo al otro lado de la carroza sin que nadie, salvo la linda doncella, se diera cuenta de su presencia.
terminó con un gesto que no dejó lugar a dudas sobre la naturaleza de aquella conversación: un golpe de abanico aplicado con tal fuerza que el pequeño adorno femenino voló en mil pedazos.
A las primeras palabras Milady se había vuelto, mirando al joven con extrañeza, y cuando él hubo terminado: -Señor -dijo ella, en muy buen francés-, de todo corazón me pondría bajo vuestra protección si la persona que me
-¿Por qué se mezcla ese atolondrado -exclamó agachándose hasta la altura de la portezuela el caballero al que Milady había designado como pariente suyo- y por qué no sigue su camino?
-El atolondrado lo seréis vos -dijo D’Artagnan, agachándose a su vez sobre el cuello de su caballo y respondiendó por su lado por la portezuela-;
Podría creerse que Milady, temerosa como lo es de ordinario cualquier mujer, iría a interponerse en aquel inicio de provocación, a fin de impedir que la querella siguiese adelante;
La linda doncella lanzó una mirada de inquietud sobre D’Artagnan, cuyo buen aspecto parecía haber producido su efecto sobre ella.
La carroza partíó dejando a los dos hombres uno frente al otro, sin ningún obstáculo material que los separase.
El caballero hizo un movimiento para seguir al coche, pero D’Artagnan, cuya cólera ya en efervescencia había aumentado todavía más al reconocer en él al inglés que en Amiens le había ganado su caballo y había estado a punto de ganar a Athos su diamante, saltó a la brida y lo detuvo.
-Muy bien, soy vuestro servidor, señor barón -dijo D’Artagnan-, aunque tengáis nombres difíciles de retener.
Encontró a Athos acostado sobre un gran canapé en el que, como había dicho, esperaba que su equipo viniese a encontrarlo.
Porthos sacó su espada fuera de la funda y se puso a espadonear contra el muro retrocediendo de vez en cuando y haciendo flexiones como un bailarín.
Aramis, que seguía trabajando en su poema se encerró en el gabinete de Athos y pidió que no lo molestaran hasta el momento de desenvainar.
En cuanto a D’Artagnan, preparó para sus adentros un pequeño plan cuya ejecución veremos más tarde, y que le prometía alguna aventura graciosa, como podía verse por las sonrisas que de vez en cuando cruzaban su rostro cuya ensoñación iluminaban.
Inmediatamente una tropa silenciosa se aproximó al mismo recinto, penetró en él y se uníó a los mosqueteros;
Los ingleses eran todas personas de la mayor calidad, los nombres extraños de sus adversarios fueron, pues, para ellos tema no sólo de sospresa sino aun de inquietud.
-Pero a todo esto -dijo lord de Winter cuando los tres amigos hubieron dado sus nombres-, no sabemos quiénes sois, y nosotros no nos batiremos con nombres semejantes;
-Lo cual nos da aún mayor deseo de conocer los nombres verdaderos -respondíó el inglés.
-Habéis jugado de buena gana contra nosostros sin conocerlos -dijo Athos-, y con ese distintivo nos habéis ganado nuestros dos caballos.
Y llevó aparte a aquel de los cuatro ingleses con el que debía batirse y le dijo su nombre en voz baja.
-¿Os basta eso -dijo Athos a su adversario-, y me creéis tan gran señor como para hacerme la gracia de cruzar la espada conmigo?
-Porque se me cree muerto, porque tengo razones para desear que no se sepa que vivo, y porque voy a verme obligado a mataros, para que mi secreto no corra por ahí.
Y al punto, ocho espadas brillaron a los rayos del crepúsculo, y el combate comenzó con un encarnizamiento muy natural entre gentes dos veces enemigas.
Porthos, corregido sin duda de su excesiva confianza por su aventura de Chantilly, hacía un juego lleno de sutileza
avisado, el golpe había sido mortal, la espada le atravesó el corazón.
Entonces, como el inglés le entregaba su espada sin hacer más resistencia, Porthos lo tomó en brazos y lo llevó a su carroza.
Aramis presiónó al suyo con tanto vigor que, después de haber cedido una cincuentena de pasos, terminó por emprender la huida a todo correr y desaparecíó entre el abucheo de los lacayos.
luego, cuando hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había hecho soltar la espada.
-Podría mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a vuestra hermana.
acababa de realizar el plan que había proyectado de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro las sonrisas de que hemos hablado.
El inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio, estrechó a D’Artagnan entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres mosqueteros y, como el adversario de Porthos ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo que pensar más que en el difunto.
Cuando Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal, una gruesa bolsa escapó de su cintura.
-A su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta;
-Y ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre -dijo lord de Winter-, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick;
porque quiero que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la come, quizá en el futuro una palabra dicha por ella no os fuera del todo inútil.
Esta grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendíó al mismo Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran éxito en todas partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y Bazin.
Estaba convencido de que era alguna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía invenciblemente arrastrado hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta.
En ese caso, ella sabría que era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en cuerpo y alma al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte de sus ventajas, porque conocido de Milady como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego.
En cuanto a aquel principio de intriga entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien poco, aunque el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal.
Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.
Una elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezadé con dos excelentes caballos, en un instante estuvieron en la Place Royale.
y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia o estaban a punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual probaba que la medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.
-Veis aquí -dijo lord de Winter presentando a D’Artagnan a su hermana- a un joven gentilhombre que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja, aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés.
una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus labios aparecíó una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo como un escalofrío.
-Sed bienvenido, señor -dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con los síntomas de mal humor que acababa de observar D’Artagnan-, hoy habéis adquirido derechos eternos para mi gratitud.
sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus impresiones, que el relato no le resultaba agradable.
Luego, cuando hubo terminado, se acercó a una mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos.
Sin embargo, no había perdido de vista a Milady, y en el cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su rostro.
dijo en inglés algunas palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para retirarse, excusándose con la urgencia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su perdón.
El rostro de aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión llena de gracia, y sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mordido los labios hasta hacerse sangre.
Contó que lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se había casado con el segundón de la familia, que a había dejado viuda con un hijo.
Por lo demás, al cabo de media hora de conversación D’Artagnan estaba convencido de que Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no dejaban duda alguna al respecto.
En la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y, ruborizándose hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce que el perdón le fue concedido al instante.
Parecíó interesarse mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensado alguna vez en vincularse al servicio del señor cardenal.
le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo que no habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias del rey si hubiera conocido al señor de Cavois en lugar de co-nocer al señor de Tréville.
Milady cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D’Artagnan de la forma más descuidada del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.
D’Artagnan respondíó que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de una remonta de caballos, y que incluso se había traído cuatro como muestra.
En el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres veces los labios: tenía que vérselas con un gascón que jugaba fuerte.
En el corredor volvíó a encontrar a la linda Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa benevolencia en la que no podía equivocarse.
D’Artagnan volvíó a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady le brindó una acogida más graciosa.
Cada vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata, volvía a encontrar a la linda doncella.
Mientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador.
Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte.
No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard.
Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños;
arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo;
arcón del que con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.
Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios;
a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.
Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el passedix y el lansquenete en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos.
El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempectivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.
Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino;
Porthos llamó con el dedo: un pasante alto, pálido y escondido bajo una selva virgen de pelo, vino a abrir y saludó con aire de hombre obligado a respetar en otro al mismo tiempo la altura que indica la fuerza, el uniforme militar que indica el estado, y la cara bermeja que indica el hábito de vivir bien.
Otro pasante más pequeño tras el primero, otro pasante más alto tras el segundo, un mandadero de doce años tras el tercero.
Aunque el mosquetero sólo tenía que llegar a la una, desde medio día la procuradora tenía el ojo avizor y contaba con el corazón y quizá también con el estómago de su adorador para que adelantase la hora.
La señora Coquenard llegó, pues, por la puerta de la vivienda casi al mismo tiempo que su invitado llegaba por la puerta de la escalera, y la aparición de la digna dama lo sacó de un gran apuro.
Los pasantes eran curiosos y él, no sabiendo demasiado bien qué decir a aquella gama ascendente y descendente, permanecía con la lengua muda.
Llegaron al gabinete del procurador tras haber atravesado la antecámara donde estaban los pasantes, y el estudio donde habrían debido estar;
luego, al pasar, había lanzado una mirada rápida y escrutadora en la cocina, y a sí mismo se confesaba, para vergüenza de la procuradora y para pesar suyo, que no había visto ese fuego, esa animación, ese movimiento que a la hora de una buena comida reinan ordinariamente en ese santuario de la gula.
Indudablemente el procurador había sido prevenido de aquella visita, porque no testimonió ninguna sorpresa ante la vista de Porthos, que avanzó sobre él con un aire bastante desenvuelto y lo saludó cortésmente.
-Somos primos, según parece, señor Porthos -dijo el procurador levantándose a fuerza de brazos sobre su sillón de caña.
El viejo, envuelto en un gran jubón en el que se perdía su cuerpo endeble, era vigoroso y seco;
sus ojillos grises brillaban como carbunclos y parecían, junto con su boca gesticulera, la única parte de su rostro donde quedaba vida.
desde que hacía cinco o seis meses se había dejado sentir este debilitamiento, el digno procurador se había convertido casi en el esclavo de su mujer.
-Sí, señor, somos primos -dijo sin desconcertarse Porthos, que por otra parte jamás había contado con ser recibido por el marido con entusiamo.
La señora Coquenard, que sabía que el procurador ingenuo era una variedad muy rara en la especie, sonrió algo y se ruborizó mucho.
Desde la llegada de Porthos, maese Coquenard había puesto con inquietud los ojos en un gran armario colocado frente a su escritorio de roble.
Porthos comprendíó que aquel armario, aunque no correspondiese a la forma del que había visto en sus sueños, debía ser el bienaventurado arcón, y se congratuló de que la realidad tuviera seis pies más alto que el sueño.
Maese Coquenard no prosiguió más lejos sus investigaciones genealógicas, pero volviendo su mirada inquieta del armario a Porthos, se encontró con decir:
-Señor primo, antes de su partida para la campaña, nos hará el favor de cenar una vez con nosotros, ¿no es así, señora Coquenard?
en caso contrario, tiene demasiado poco tiempo que pasar en París y, por consiguiente, para vernos, para que no le pidamos casi todos los instantes de quo pueda disponer hasta su partida.
Esta ayuda que le había llegado a Porthos en el momento que era atacado en sus esperanzas gastronómicas inspiró al mosquetero mucha gratitud hacia su procuradora.
-pensó Porthos lanzando una mirada sobre los tres hambrientos, porque el mandadero no era, como es lógico, admitido er los honores de la mesa magistral-.
Maese Coquenard entró, empujado en su sillón de ruedas por la señora Coquenard, a quien Porthos, a su vez, vino a ayudar para llevar a su marido hasta la mesa.
-dijo Porthos ante el aspecto de un caldo pálido, abundante, pero completamente ciego y sobre el que nadaban algunas cortezas, raras como las islas de un archipiélago.
después la señora Coquenard llenó su plato y distribuyó las cortezas sin caldo a los pasantes impacientes.
En aquel momento se abríó por sí sola la puerta del comedor rechinando, y Porthos, a través de los batientes entreabiertos, vio al pequeño recadero que, no pudiendo participar en el festín, comía su pan entre el doble olor de la cocina y del comedor.
La pobre gallina era delgada y estaba revestida de uno de esos gruesos pellejos erizados que los huesos nunca horadan pese a sus esfuerzos;
habrían tenido que buscarla durante mucho tiempo antes de encontrarla en el palo al que se había retirado para morir de vejez.
pero al contrario que él, no vio más que ojos resplandecientes, que devoraban por adelantado aquella sublime gallina, objeto de sus desprecios.
La señora Coquenard atrajo la fuente para sí, separó hábilmente las dos grandes patas negras, que puso en el plato de su marido;
cortó el ala para Porthos y devolvíó a la criada que acababa de traerlo el animal, que volvíó casi intacto, y que había desaparecido antes de que el mosquetero tuviera tiempo de examinar las variaciones que el desencanto pone en los rostros, según los caracteres y temperamentos de quienes lo experimentan.
En lugar del pollo, hizo su entrada una fuente de habas, fuente enorme en la que hacían ademán de mostrarse algunos huesos de cordero, a los que en un principio se hubiera creído acompañados de carne.
Mas los pasantes no fueron víctimas de esta superchería y los rostros lúgubres se convirtieron en rostros resignados.
La señora Coquenard distribuyó este manjar a los jóvenes con la moderación de una buena ama de casa.
Maese Coquenard echó de una botella de gres muy exigua el tercio de un vaso a cada uno de los jóvenes, se sirvió a sí mismo en proporciones casi iguales, y la botella pasó al punto del lado de Porthos y de la señora Coquenard.
Los jóvenes llenaron con agua aquel tercio de vino, luego, cuando habían bebido la mitad del vaso, volvían a llenarlo, y seguían haciéndolo siempre así;
lo cual les llevaba al final de la comida a tragar una bebida que del color del rubí había pasado al del topacio quemado.
Porthos comíó tímidamente su ala de gallina, y se estremecíó al sentir bajo la mesa la rodilla de la procuradora que venía a encontrar la suya.
Bebíó también medio vaso de aquel vino tan escatimado, y que reconocíó como uno de esos horribles caldos de Montreuil, terror de los, paladares expertos.
Maese Coquenard había comido su sopa, las patas negras de la gallina y el único hueso de cordero en que había algo de carne.
Aquel silencio y aquella intrerrupción de servicio, que se habían vuelto ininteligibles para Porthos, tenían por el contrario una significación terrible para los pasantes: a una mirada del procurador, acompañada de una sonrisa de la señora Coquenard, se levantaron lentamente de la mesa, plegaron sus servilletas más lentamente aún, luego saludaron y se fueron.
Una vez idos los pasantes, la señora Coquenard se levantó y sacó un trozo de queso, confitura de membrillo y un pastel que ella misma había hecho con almendras y miel.
-Gran festín -exclamó maese Coquenard agitándose en su silla-, auténtico festín, epuloe epularum;
Porthos miró la botella que estaba a su lado, y esperó que con vino, pan y queso comería;
Pasó la lengua sobre una cucharilla de confituras y se dejó pegados los labios en la pasta pegajosa de la señora Coquenard.
Maese Coquenard, tras las delicias de semejante comida, que él llamaba exceso, sintió la necesidad de echarse la siesta.
pero el procurador maldito no quiso oír nada: hubo que llevarlo a su habitación y gritó hasta que estuvo delante de su armario, sobre cuyo reborde, por mayor precaución aún, posó sus pies.
La procuradora se llevó a Porthos a una habitación vecina y comenzaron a sentar las bases de la reconciliación.
Los mosqueteros, como sabéis, son soldados de elite, y necesitan muchos objetos que son inútiles para los guardias o para los Suizos.
-Preguntaba por el detalle porque, teniendo muchos parientes y clientes en el comercio, estaba casi segura de obtener las cosas a la m tad del precio a que las pagaríais vos.
luego me hacen falta el enjaezamiento completo, que se compone de objetos que sólo un mosquetero puede comprar, y que por otra parte no subirá de las trescientas libras.
Porthos sonrió: como se recordará, tenía la silla que le venía di Buckingham: eran por tanto trescientas libras que contaba con mete astutamente en su bolsillo.
-Luego -continuó-, está el caballo de mi lacayo y mi equipaje en cuanto a las armas es inútil que os preocupéis, las tengo.
-No, sólo decía que un bonito mulo tiene a veces tan buena pinta como un caballo, y que me parece que consiguiéndoos un buen mulo para Mosquetón…
tenéis razón, he visto a muy grandes señores españoles cuyo séquito iba en mulo pero entonces incluid, señora Coquenard, un mulo con penachos cascabeles.
-Oh, en cuanto a eso no os preocupéis -exclamó la señor, Coquenard-, mi marido tiene cinco o seis maletas, escogeréis la mejor;
y el resultado de la escena fue que la procuradora pediría a su marido un préstamo de ochocientas libras en plata, y proporcionaría el caballo y el mulo que tendrían el honor de llevar a la gloria a Porthos y a Mosquetón.
Entre tanto, como hemos dicho, pese a los gritos de su conciencia y a los sabios consejos de Athos, D’Artagnan se enamoraba más de hora en hora de Milady;
por eso no dejaba de ir ningún día a hecerle una corte a la que el aventurero gascón estaba convencido de que tarde o temprano no podía dejar ella de corresponderle.
Una noche que llegaba orgulloso, ligero como hombre que espera una lluvia de oro, encontró a la doncella en la puerta cochera;
Y Ketty, que no había soltado la mano de D’Artagnan, lo arrastró por una pequeña escalera sombría y de caracol, y tras haberle hecho subir una quincena de escalones, abríó una puerta.
-Siempre cuesta creer cosas semejantes, hermosa niña, aunque no sea más que por amor propio.
con un movimiento rápido como el pensamiento, desgarró el sobre pese al grito que lanzó Ketty al ver lo que iba a hacer, o mejor, lo que hacía.
-La segunda razón, señor caballero -prosiguió Ketty envalentonada por el beso primero y luego por la expresión de los ojos d joven-, es que en amor cada cual para sí.
Sólo entonces d’Artagnan se acordó de las miradas lánguidas d Ketty y de sus encuentros en la antecámara, en la escalinata, en el corredor, sus roces con la mano cada vez que lo encontraba y sus suspiros ahogados;
Mas aquella vez nuestro gascón vio de una sola ojeada todo el partido que podía sacar de aquel amor que Ketty acababa de confesar de una forma tan ingenua o tan descarada: intercepción de cartas dirigidas al conde de Wardes, avisos en el acto, entrada a toda hora en la habitación de Ketty, contigua a la de su ama.
El pérfido, como se vi sacrificaba ya mentalmente a la pobre muchacha para obtener a Milady de grado o por fuerza.
-Pues bien, querida niña -dijo D’Artagnan sentándose en un sillón-, ven aquí que yo te diga que eres la doncella más bonita qu nunca he visto.
Y le dijo tantas cosas y tan bien que la pobre niña, que no pedí otra cosa que creerlo, lo creyó…
luego, abriendo con presteza la puerta de un gra armario en lugar de abrir la de la escalera, se acurrucó dentro en rnedio de los vestidos y las batas de Milady.
D’Artagnan, que de antemano había cogido la llave, se encerró en el armario sin responder.
Las dos juntas entraron en el dormitorio, y como la puerta de comunicación quedó abierta, D’Artagnan pudo oír durante algún tiempo todavía a Milady reñir a su sirvienta;
Un necio, que tiene la vida de lord de Winter entre sus manos y que no lo mata y así me hace perder trescientas mil libras de renta.
-Es cierto -dijo Ketty-, vuestro hijo era el único heredero de su tío, y hasta su mayoría vos habríais gozado de su fortuna.
D’Artagnan se estremecíó hasta la médula de los huesos al oír a aquella suave criatura reprocharle, con aquella voz estridente que a ella tanto le costaba ocultar en la conversación, no haber matado a un hombre al que él la había visto colmar de amistad.
-Por eso -continuó Milady-, ya me habría vengado en él si el cardenal, no sé por qué, no me hubiera recomendado tratarlo con miramiento.
-Está bien -dijo Milady-, volved a vuestro cuarto y mañana tratad de tener una respuesta a la carta que os he dado.
D’Artagnan oyó la puerta que se cerraba, luego el ruido de dos cerrojos que echaba Milady a fin de encerrarse en su cuarto;
Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre Ketty fue tratar de saber por ells qué había sido de la señora Bonacieux;
pero la pobre muchacha juró sobre el crucifijo a D’Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar más que la mitad de sus secretos;
En cuanto a la causa que había estado a punto de hacer perder a Milady su crédito ante el cardenal, Ketty no sabía nada más;
pero en esta ocasión D’Artagnan estaba más adelantado que ella: como había visto a Milady en su navío acuartelado en el momento en que él dejaba Inglaterra, sospechó que aquella vez se trataba de los herretes de dia-mantés.
Pero lo más claro de todo aquello es que el odio verdadero, el odio profundo, el odio inveterado de Milady procedía de que no había matado a su cuñado.
Sin embargo, al final de la velada, la hermosa leona se dulcificó, escuchó sonriendo la frases dulces de D’Artagnan, incluso le dio la mano a besar.
pero como era un muchacho al que no se hacía fácilmente perder la cabeza, al tiempo que hacía su corte a Milady, había esbozado en su mente un pequeño plan.
Milady no comprendía nada del silencio del conde de Wardes, y le había ordenado entrar en su cuarto a las nueve de la mañana para coger una tercera carta.
Si os arrepentís de vuestra forma de comportaros conmigo, la joven que os entregue este billete os dirá de qué forma un hombre galante puede obtener su perdón.»
«Señora, hasta ahora había dudado de que fuese yo el destinatario de esos dos billetes vuestros, tan indigno me creía de semajante honor;
Pero hoy debo creer en el exceso de vuestras bondades porque no sólo vuestra carta, sino vuestra criada también, me asegura que tengo la dicha de ser amado por vos.
No tiene ella necesidad de decirme de qué manera un hombre galante puede obtener su perdón.
Por otro lado D’Artagnan, por confesión propia, sabía a Milady culpable de traición a capítulos más importantes y no tenía por ella sino una estima muy endeble.
Y sin embargo, pese a esa poca estima, sentía que una pasión insensata por aquella mujer le quemaba.
Milady puede descubrir que le has entregado el primer billete a mi criado en lugar de entregárselo al criado del conde;
Este reproche tuvo una respuesta con la que siempre se engañan las mujeres: D’Artagnan respondíó de forma que Ketty permaneciese en el error más grande.
Además le prometíó que aquella noche saldría temprano de casa de su ama y que al salir del salón del ama iría a su cuarto.
Desde que los cuatro amigos estaban a la caza cada cual de su equipo, no había entre ellos reuníón fija.
El servicio, por su lado, les llevaba también una buena parte de su precioso tiempo, que transcurría tan deprisa.
Habían convenido solamente en encontrarse una vez por semana, hacia la una en el alojamiento de Athos, dado que este último, según el juramento que había hecho, no pasaba del umbral de su puerta.
El mismo día en que Ketty había ido a buscar a D’Artagnan a su casa era día de reuníón.
Al cabo de un instante de conversación en la cual Porthos dejó entrever que una persona situada muy arriba había tenido a bien encargarse de sacarle del apuro, entró Mosquetón.
Venía a rogar a Porthos que pasase a su alojamiento, donde su presencia era urgente, según decía con aire muy lastimoso.
-Ese mendigo quiere forzosamente hablaros, y pretende que estaréis encantado de verlo.
pero vos, mi querido Athos, vos que tan generosamente habéis distribuido las pistolas del inglés que eran vuestra legítima, ¿que vais a hacer?
-Estoy muy contento de haber matado a ese maldito, querido, dado que es pan bendito matar un inglés, pero si me hubiera embolsado sus pistolas me pesarían como un remordimiento.
El señor de Tréville, que me hizo el honor de visitarme ayer, me dijo que frecuentáis a esos ingleses sospechosos que protege el cardenal.
-Ah, sí, la mujer rubia respecto a la cual os he dado consejos que naturalmente os habéis cuidado mucho de seguir.
sobre el pundonor, y en todo aquel pequeño plan que nuestro enamorado había fijado respecto a Milady había ciertas cosas que de antemano, estaba seguro de ello, no obtendrían el asentimiento del puritano;
prefirió, pues, guardar silencio, y como Athos era el hombre menos curioso de la tierra, las confidencias de D’Artagnan se quedaron ahí.
A la nueva de que el hombre que quería hablarle llegaba de Tours, ya hemos visto con qué rapidez el joven había seguido, o mejor, adelantado a Bazin;
Al entrar en su casa, encontró efectivamente a un hombre de estatura baja y ojos inteligentes, pero cubierto de harapos.
-Heló aquí -dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano incrustado de nácar-, heló aquí, mirad.
En efecto, Bazin, curioso por saber lo que el mendigo quería de su maestro, había acompasado el paso al suyo, y había llegado casi al mismo tiempo que él;
Una vez que Bazin salíó, el mendigo lanzó una mirada rápida en torno a él, a fin de asegurarse de que nadie podía verlo ni oírlo, y abriendo su vestido harapiento mal apretado por un cinturón de cuero, se puso a descoser la parte alta de su jubón, de donde sacó una carta.
Aramis lanzó un grito de alegría a la vista del sello, besó la escritura, y con un respeto casi religioso abríó la epístola, que conténía lo que sigue:
haced la campaña como gentilhombre valiente, y pensad en mí, que beso tiernamente vuestros ojos negros.
de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la mesa;
luego, abríó la puerta, saludó y partíó antes de que el joven, estupefacto, hubiera osado dirigirle la palabra.
Y besaba la carta con pasión sin mirar siquiera el oro que centelleaba sobre la mesa.
Bazin quedó estupefacto a la vista de aquel oro y olvidó que venía a anunciar a D’Artagnan, que, curioso por saber
-Os equivocáis, querido -dijo Aramis siempre discreto-, es mi librero, que acaba de enviarme el precio de aquel poema en versos de una sílaba que comencé allá.
pero tened cuidado, vais a perder esa carta que sale de vuestra casaca, y que sin duda también es de vuestro librero.
Aramis se puso rojo hasta el blanco de los ojos, volvíó a meter su carta y a abotonar su jubón.
y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo borgoña.
Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento, guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo que le había servido de talismán.
Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho de no salir, se encargó de hacerse traer a cena a casa;
como entendía a las mil maravillas los detalles gastronómicos, D’Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese importante cuidado.
Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.
yo lo vendí por eso en tres escudos, y debíó ser por el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras.
-¡Ah -dijo el criado- no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra duquesa!
-Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de…, pero perdón, mi amo me ha recomendado ser discreto.
Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver;
el marido se ha enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las ha sustituido por estos horribles animales!
Y continuó su camino hacia el paseo des Grands-Augustins, mientras los dos amigos iba a llamar a la puerta del infortunado Porthos.
Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont-Neuf, siempre arreando delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours.
luego, sin inquietarse por su suerte futura, volvíó en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.
Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde la mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador ordenó a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el çaballo y el mulo.
La furia que brillaba en los ojos del mosquetero, pese a la coacción que se impónía espantó a la sensible amante.
En efecto, Mosquetón no había ocultado a su amo que había encontrado a D’Artagnan y a Aramis, y que D’Artagnan había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a París y que había vendido por tres escudos.
La procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehúsó con aire lleno de majestad.
Todas las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de la procuradora.
-iPues bien, señora -dijo Porthos-, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es un ladrón!
-No, señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos más generosos.
Me he equivocado, lo reconozco, y no habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como vos.
La procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y marquesas que le lanzaban bolsas de oro a los pies.
Nuestro gascón vio a la primera ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su efecto.
Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con una sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se dio cuenta siquiera de la benevolencia de Milady.
D’Artagnan miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza se había equivocado al formarlas;
a la gran dama le había dado un alma venal y vil, a la doncella le había dado un corazón de duquesa.
miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D’Artagnan con un aire que quería decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os fueseis.
Como D’Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en el delirio de su alegría;
Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en un rincón donde había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el tapiz.
Por lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para ocultar su rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las luces del piso, a incluso de su habitación.
Milady parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la pretendida entrevista de la doncella con de Warder, cómo había recibido él su carta, cómo había respondido, cuál era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado;
y a todas estas preguntas la pobre Ketty, obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su ama ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!
Por fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar todo en su cuarto, y ordenó a Ketty volver a su habitación a introducir a de Wardes tan pronto como se presentara.
Apenas D’Artagnan hubo visto por el agujero de la cerradura de su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó de su escondite en el momento mismo en que Ketty cerraba la puerta de comunicación.
Si la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo un nombre que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado rival.
D’Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la habitación vecina.
-Sí, conde -decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano entre las suyas-;
sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras palabras me han declarado cada vez que nos hemos encontrado.
¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna prenda de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como podríais olvidarme, tomad!
Además, aceptándolo -añadió con voz conmovida- me hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.
jamás había creído que estos dos sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor extraño y en cierta forma diabólico.
D’Artagnan, en el momento de dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana siguiente.
La pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D’Artagnan cuando pasara por su habitación, pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.
-Vuestra Milady -le dijo- me parece una criatura infame, pero no por ello habéis dejado de equivocaros al engañarla;
Y al hablarle, Athos miraba con atención el zafiro rodeado de diamantes que había ocupado en el dedo de D’Artagnan el lugar del anillo de la reina, cuidadosamente puesto en un escriño.
-No -dijo D’Artagnan-: es un regalo de mi hermosa inglesa, o mejor, de mi hermosa francesa, porque, aunque no se lo he preguntado, estoy convencido de que ha nacido en Francia.
-Mirad -dijo al cabo de un instante-, D’Artagnan, quitaos ese anillo de vuestro dedo o volved el engaste para dentro;
-Pues bien, de verdad, hijo mío, tenéis razón -dijo el gentilhombre apretando la mano del gascón con un cariño casi paterno-;
ojalá quiera Dios que esa mujer, que apenas ha entrado en vuestra vida, no deje en ella una huella funesta.
Y Athos saludó a D’Artagnan con la cabeza, como hombre que quiere hacer comprender que no le molesta quedarse a solas con sus pensamientos.
Un mes de fiebre no habría cambiado a la pobre niña más de lo que lo estaba por aquella noche de insomnio y de dolor.
los consejos de su amigo unidos a los gritos de su propio corazón le habían decidido, ahora que su orgullo estaba a salvo y su venganza satisfecha, a no volver a ver a Milady.
Lo que hoy sería mirado como una vergüenza por un hombre galante era en ese tiempo algo sencillo y completamente natural, y los segundones de las mejores familias se hacían mantener por regla general por sus amantes.
D’Artagnan pasó su carta abierta a Ketty, que la leyó primero sin comprenderla y que estuvo a punto de enloquecer de alegría al releerla por segunda vez.
y cualquiera que fuese, dado el carácter arrebatado de Milady, el peligro que corría la pobre niña al entregar aquel billete a su ama, no dejo de volver a la Place Royale a toda velocidad de sus piernas.
quiso dar un paso hacia la ventana para ir en busca de aire, pero no pudo más que tendé los brazos, le fallaron las piernas y cayó sobre un sillón.
-He pensado que la señora se mareaba y he querido ayudarla -respondíó la sirvienta, completamente asustada por la expresión terrible que había tomado el rostro de su ama.
Al día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había pasado la víspera;
Por la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden relativa al gascón, mas, como la víspera, lo esperó en vano.
Al día siguiente Ketty se presentó en casa de D’Artagnan, no alegre y viva como los dos días anteriores, sino por el contrario triste hasta morir.
«Querido señor D’Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento en que se los va a dejar por tanto tiempo.
-Escucha, querida niña -dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de faltar a la promesa que le había hecho a Athos-, comprende que sería descortés no responder a una invitación tan positiva.
Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la interrupción de mis visitas, podría sospechar algo, y ¿quién puede decir hasta dónde iría la venganza de una mujer de ese temple?
Pero vais a seguir haciéndole la torte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro verdadero nombre y vuestro verdadero rostro, será mucho peor que la primera vez.
Era evidente que los criados que esperaban en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto como D’Artagnan aparecíó, antes incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corríó a anunciarlo.
estaba pálid y tenía los ojos fatigados, bien por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado desde hacía dos días.
-Pero entonces -dijo D’Artagnan-, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a retirarme.
Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su conversación.
Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios.
¿Sois tan cruel para hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que por vos y para vos?
¿Se habrá enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?»
-No me agobiéis con mi dicha -exclamó D’Artagnan precipitándose de rodillas y cubriendo de besos las manos que le dejaban.
«Véngame de ese infame de Wardes -murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»
«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente, hipócrita y peligrosa mujer -pensaba D’Artagnan por su parte-, y luego me reíré de ti con aquel a quien quieres matar por rni mano.»
-exclamó D’Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el don de encender en su corazón-.
Tras haber tenido siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla realidad.
Por otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su defensor, para que evitara explicaciones ante testigos con el conde.
pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin haberme dado al menos algo más que esperanza?
D’Artagnan había salido del palacete en vez de subir inmediatamenl a la habitación de Ketty, pese a las instancias que le había hecho la joven, y esto por dos razones: la primera, porque de esta forma evitaba los reproches, las recriminaciones, las súplicas;
Por un instante, D’Artagnan comprendíó que lo mejor que podría hacer sería regresar a su casa y escribirle a Milady una larga carta en la que le confesaría que él y de Wardes eran hasta el presente completamente el mismo, que por consiguiente no podía comprometerse, su pena de suicidio, a matar a de Wardes.
Dio cinco o seis veces la vuelta a la Place Royale, volvíéndose cada diez pasos para mirar la luz del piso de Milady, que se vislumbraba a través de las celosías;
récordó los detalles de la primera noche, y con el corazón palpitante la cabeza ardiendo, entró en el palacete y se precipitó en el cuarto de Ketty.
La joven, pálida como la muerte, temblando con todos sus miembros, quiso detener a su amante;
Todo esto era de un impudor increíble, de un descaro tan monstruoso que apenas si D’Artagnan podía creer en lo que veía y oía.
Los celos, el furor, el orgullo ofendido, todas las pasiones que, en fin, se disputan el corazón de una mujer enamorada la empujaban a una revelación;
D’Artagnan, por su parte, estaba en el colmo de todos sus deseos: no era ya un rival al que se amaba en él, era a él mismo a quien parecía amar.
Una voz secreta le decía muy en el fondo del corazón que no era más que un instrumento de venganza al que se acariciaba a la espera de que diese la muerte, pero el orgullo, el amor propio, la locura, hacían callar aquella voz, ahogaban aquel murmullo.
Luego, nuestro gascón, con la dosis de confianza que nosotros le conocemos, se comparaba a de Wardes y se preguntaba por qué, a fin de cuentas, no le iba a amar, también a él, por sí mismo.
Milady no fue para él aquella mujer de intenciones fatales que le habían asustado por un momento, fue una amante ardiente y apasionada abandonándose por entero a su amor que ella misma parecía experimentar.
Milady, que no tenía los mismos motivos que D’Artagnan para olvidar, fue la primera en volver a la realidad y preguntó al joven si las medidas que debían llevar al día siguiente a él y a de Wardes a un encuentro estaban fijadas de antemano en su mente.
Pero D’Artagnan, cuyas ideas habían adquirido un curso muy distinto, se olvidó como un imbécil y respondíó galantemente que era muy tarde para ocuparse de duelos a estocadas.
Aquella frialdad por los únicos intereses que la preocupaban, asustó a Milady, cuyas preguntas se volvieron más agobiantes.
Entonces D Artagnan, que nunca había pensado seriamente en aquel duelo imposible, quiso desviar la conversación, pero no tenía ya fuerza.
Milady lo contuvo en los límites que había marcado de antemano con su espíritu iresistible y su voluntad de hierro.
-En cualquier caso -dijo gravemente Milady-, me ha engañado, y desde el momento en que me ha engañado, ha merecido la muerte.
pero D’Artagnan creía estar a su lado hacía dos horas apenas cuando la luz aparecíó en las rendijas de las celosías y pronto invandió la habitación de claridad macilenta.
-¿No preferiríais, pues -replicó D’Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el combate?
Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a sus ojos claros una expresión extrañamente funesta.
es que ese pobre conde de Wardes me da verdaderamente pena desde que ya no lo amáis, y me parece que un hombre debe estar tan cruelmente castigado por la pérdida sola de vuestro amor, que no necesita de otro castigo.
-Al menos puedo creer ahora sin demasiada fatuidad que amáis a otro -dijo el joven en un tono cariñoso-, y os lo repito, me intereso por el conde.
D’Artagnan trató, con la sonrisa más dulce que pudo adoptar, de acercar sus labios a los labios de Milady, mar ella lo apartó.
Eso no es cierto -dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible que, si D Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.
El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se resolvería en lágrimas;
Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D’Artagnan con un violento golpe en el pecho, se balanzó fuera de la cama.
Entonces la batista se degarró dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, D’Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconocíó la flor de lis, aquella marca indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.
el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.
Y corríó al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abríó con mano febril y temblorosa, sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvíó de un salto sobre D’Artagnan medio desnudo.
Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada, aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes;
retrocedíó hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó de la funda.
Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo, y no se detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.
pero D’Artagnan la apartó siempre de sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.
Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los muebles para protegerse de ella, Ketty abríó la puerta.
D’Artagnan, que había maniobrado sin cesar para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cen ojos.
Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy superiores a las de una mujer;
luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.
-Es cierto -dijo D’Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía-, es cierto vísteme como puedas, pero démonos prisa;
El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady, también medio desnuda, gritaba por la ventana: -¡No abráis!
D’Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó medio París a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos.
El extravío de su mente, el terror que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos, no hicieron más que precipitar su camera.
a la vista de sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con un hombre.
-Grimaud -dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís hablar.
Athos reconocíó a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.
Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero que Athos le cogíó las manos al punto exclamando:
-Athos -dijo D’Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en camisón-, preparaos para oír una historia increíble, inaudita.
-Y bien -respondíó D’Artagnan inclínándose hacia él oído de Athos y bajando la voz-: Milady está marcada con una flor de lis en el hombro.
-¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le aplica.
Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto de Londres, os tiene en gran odio;
pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio de cardenal, tened cuidado.
-Por suerte -dijo D’Artagnan-, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.
-Mientras tanto -dijo Athos-, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas partes junto a vos;
porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no tendrá la atención de devolvéroslo.
Mi madre me lo dio, y yo, loco como estaba, en vez de guar dar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa miserable.
luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros
-Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino incluso de algún gran peligro;
o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de que, como a Polícatres, haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.
éste, inquieto por su maestro y curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos él mismo.
Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os espera, y ya sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.
Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta, encontró a la pobre niña toda temblorosa.
-Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera -dijo-;
Entonces he pensado que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice;
-No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en vuestra regíón por ejemplo.
Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez de una dama joven a la que habían raptado cierta noche?
-exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el pie sobre una culebra.
Compréndelo, niña mía -continuó D’Artagnan-, es la mujer de ese horrible mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.
-Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos sus altos conocimientos.
-Pues bien, la señora de Bois-Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive en provincias, una doncella segura;
-¡Oh, señor -exclamó Ketty- sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona que me dé los medios para dejar París!
-En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea -dijo Ketty-, me volveréis a encontrar tan amante como lo soy ahora de vos.
Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y dejando a Planchet para guardar la casa.
Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por el anillo.
Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.
Athos y D’Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero.
D’Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D’Artagnan comprendía que era bueno para él, pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.
El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y patas finas y elegantes, que tenía seis años.
Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un céntimo de las cincuentas pistolas de Athos.
D’Artagnan ofrecíó a su amigo que mordiera un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.
además, nunca tendríamos trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto.
Sus preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que las de sus propias y secretas inquietudes;
Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.
La otra era una gran epístola rectangular y resplandecinte con las armas terribles de Su Eminencia el cardenal duque.
A la vista de la carta pequeña, el corazón de D’Artagnan saltó, porque había creído reconocer la escritura;
y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su corazón.
«Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.»
a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.
-Pero si es una mujer la que escribe -dijo Aramis-, y esa mujer desea no ser vista, pensad que la comprometéis, D’Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.
en cuanto a mí, declaro, mi querido D’Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón .
un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.
-Por supuesto -contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa más sencilla-, por supuesto que os sacaremos;
pero entretanto, como debemos marcharnos pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.
-Hagamos otra cosa mejor -dijo Athos-: no le perdamos de vista durante la velada, y esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de nosotros;
Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos muertos.
-Pues bien -dijo Porthos-, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén preparados para las ocho;
-No, el tercero me ha sido traído esta misma mañana por un criado sin librea que no ha querido decirme a quién pertenecía y que me ha asegurado haber recibido la orden de su amo…
-Eso da igual -dijo Aramis poniéndose colorado- …Y que me ha asegurado, decía, haber recibido de su ama la orden de poner ese caballo en mi cuadra sin decirme de parte de quién venía.
-Aquí tenéis cuarenta pistolas dobles, mi querido amigo -dijo D’Artagnan sacando la suma de su bolsillo;
Un cuarto de hora después, Porthos aparecíó por la esquina de la calle Férou en un magnífico caballo berberisco;
Al mismo tiempo Aramis aparecíó por la otra esquina de la calle montado en un soberbio corcel inglés;
D’Artagnan y Athos descendieron, montaron junto a sus compañeros y los cuatro se pusieron en marcha: Athos en el caballo que debía a su mujer, Aramis en el caballo que debía a su amante, Porthos en el caballo que debía a su procuradora, y D’Artagnan en el caballo que debía a su buena fortuna, la mejor de las amantes.
y si la señora Coquenard se hubiera encontrado en el camino de Porthos y hubiera podido ver el gran aspecto que tenía sobre su hermoso berberisco español, no habría lamentado la sangría que había hecho en el cofre de su marido.
D’Artagnan aprovechó la circunstancia para hablar al señor de Tréville de la carta de gran sello rojo y armas ducales;
El señor de Tréville aprobó la resolución que había tomado, y le aseguró que si al día siguiente no había reaparecido, él sabría encontrarlo en cualquier sitio que estuviese.
D’Artagnan, guardado a algunos pasos por sus amigos, hundía sus miradas hasta el fondo de las carrozas, y no veía ningún rostro conocido.
Finalmente, al cuarto de hora de espera y cuando el crepúsculo caía completamente, aparecíó un coche llegando a todo galope por la ruta de Sèvres;
un presentimiento le dijo de antemano a D’Artagnan que aquel coche encerraba a la persona que le había dado cita;
Casi al punto una cabeza de mujer salíó por la portezuela, con dos dedos sobre la boca como para recomendar silencio, o como para enviar un beso;
D’Artagnan lanzó un leve grito de alegría: aquella mujer, o mejor dicho, aquella aparición, porque el coche había pasado con la rapidez de una visión, era la señora Bonacieux.
Por un movimiento involuntario y pese a la recomendación hecha, D’Artagnan lanzó su caballo al galope y en pocos saltos alcanzó el coche;
«Si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, permaneced inmóvil y como si nada hubierais visto.»
Se detuvo, por tanto, temblando no por él sino por la pobre mujer Rue, evidentemente, se había expuesto a un gran peligro dándole aquella cita.
Si era la señora Bonacieux y si volvía a París, ¿por qué aquella cita fugitiva, por qué aquel simple cambio de una mirada, por qué aquel beso perdido?
Y si por otro lado no era ella, lo cual era muy posible porque la escasa luz que quedaba hacía fácil el error, si no era ella, ¿no sería el comienzo de un golpe de mano montado contra él con el cebo de aquella mujer cuyo amor por ella era conocido?
Los tres habían visto perfectamente una cabeza de mujer aparecer en la portezuela, pero ninguno de ellos, excepto Athos, conocía a la señora Bonacieux.
pero menos preocupado que D’Artagnan por aquel bonito rostro, había creído ver una segunda cabeza una cabeza de hombre, al fondo del coche.
-Amigo -dijo gravemente Athos-, recordad que los muertos son los únicos a los que uno está expuesto a volver a encontrar sobre la tierra.
Sonaron las siete y media, el coche llevaba un retraso de veinte minutos respecto a la cita dada.
Los amigos de D’Artagnan le recordaron que tenía una visita que hacer, haciéndole observar también que todavía estaba a tiempo de desdecirse.
Llegaron a la calle Saint-Honoré, y en la plaza Palais-Cardinal encontraron a los doce mosqueteros convocados que se paseaban a la espera de sus camaradas.
D’Artagnan era muy conocido en el honorable cuerpo de los mosqueteros del rey, donde se sabía que un día ocuparía un puesto;
por otra parte, según todas las probabilidades, se trataba de jugar una mala pasada al señor cardenal y a sus gentes, y para tales expediciones aquellos gentileshombres estaban siempre dispuestos.
Aunque se sintiera vigorosamente apoyado, el joven no iba sin inquietud al subir paso a paso la escalinata.
Su conducta con Milady se parecía mucho a una traición, y sospechaba de las relaciones políticas que existían entre aquella mujer y el cardenal;
además, de Wardes, a quien tan mal había tratado, era uno de los fieles de Su Eminencia, y D’Artagnan sabía que si Su Eminencia era terrible con sus enemigos, era muy adicto a sus amigos.
-Si de Wardes le ha contado todo nuestro asunto al cardenal, cosa que no es dudosa, y si me ha reconocido, cosa que es probable, debo considerarme poco más o menos como un hombre condenado -decía D’Artagnan moviendo la cabeza-.
Es muy sencillo, Milady se habrá quejado contra mí con ese dolor hipócrita que la vuelve tan interesante, y este último crimen habrá hecho desbordar el vaso.
Afortunadamente -añadió-, mis buenos amigos estarán abajo y no dejarán que me lleven sin defenderme.
Sin embargo, la compañía de mosqueteros del señor de Tréville no puede hacer sola la guerra al cardenal, que dispone de las fuerzas de toda Francia, y ante el cual la reina carece de poder y el rey de voluntad.
Entregó su carta al ujier de servicio, que lo hizo pasar a la sala de espera y se metíó en el interior del palacio.
En aquella sala de espera había cinco o seis guardias del señor cardernal que, al reconocer a D’Artagnan y sabiendo que era él quien había herido a Jussac, lo miraban sonriendo de manera singular.
sólo que como nuestro gascón no era fácil de intimidar, o mejor, gracias a un orgullo natural de las gentes de su regíón, no dejaba ver fácilmente lo que pasaba en su alma cuando aquello que pasaba se parecía al temor, se plantó orgullosamente ante los señores guardias y esperó con la mano en la cadera, en una actitud que no carecía de majestad.
Siguió un corredor, atravesó un gran salón, entró en una biblioteca y se encontró frente a un hombre sentado ante un escritorio y que escribía.
de que el hombre del escritorio escribía o mejor corregía líneas de desigual longitud, contando las palabras con los dedos;
al cabo de un instante, el poeta cerró su manuscrito sobre cuya cubierta estaba escrito: MIRAME, tragedia en cinco actos, y alzó la cabeza.
El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al joven.
Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D’Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.
Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.
¿Sois vos quien salisteis hace siete a ocho meses más o menos de vuestra regíón para venir a buscar fortuna a la capital?
-Inútil, inútil -replicó el cardenal con una sonrisa que indicaba que conocía la historia tan bien como el que quería contársela-;
pero el señor de Tréville es un fisonomista hábil que conoce a los hombres a primera vista, y os ha colocado en la compañía de su cuñado, el señor des Essarts, dejándoos la esperanza de que un día a otro entraríais en los mosqueteros.
-Desde esa época os han pasado muchas cosas: os habéis paseado por detrás de los Chartreux cierto día que más hubiera valido que estuvieseis en otra parte;
A vuestro regreso, habéis sido recibido por una augusta persona, y veo con placer que habéis conservado el recuerdo que os ha dado.
D’Artagnan llevó la mano al diamante que tenía de la reina, y volvíó con presteza el engaste hacia dentro;
-Al día siguiente de esa fecha, habéis recibido la visita de Cavois -prosiguió el cardenal-;
Y la prueba, recordad la fecha del día en que os había dicho que vinierais a verme, buscad en vuestra memoria lo que pasó aquella misma noche.
D’Artagnan se estremecíó, y récordó que media hora antes la pobre mujer había pasado a su lado, arrastrada sin duda por la misma potencia que la había hecho desaparecer.
-En fin -continuó el cardenal- como no oía hablar de vos desde hace algún tiempo, he querido saber qué hacíais.
Además, me debéis alguna gratitud: vos mismo habréis observado con qué miramientos habéis sido tratado en todas las circunstancias.
-Eso -continuó el cardenal-, se debía no sólo a un sentimiento de equidad natural, sino además a un plan que yo me había trazado respecto a vos.
Y el cardenal indicó con el dedo una silla al joven, que estaba tan asombrado de lo que pasaba que, para obedecer, esperó una segunda indicación de su interlocutor.
no os asustéis -dijo sonriendo-, por hombres de corazón entiendo hombres de valor;
mas, pese a lo joven que sois y recién entrado en el mundo, tenéis enemigos poderosos;
-Pero me parece -dijo la Eminencia- que mis guardias son también los guardias de Su Majestad, y que con tal que se sirva en un cuerpo francés, se sirve al rey.
porque es bueno que sepáis, señor D’Artagnan, que he recibido quejas graves contra vos, vos no consagráis exclusivamente vuestros días y vuestras noches al servicio del rey.
-Por lo demás -continuó el cardenal posando su mano sobre un legajo de papeles-, tengo todo un informe que os concierne;
Os sé hombre de resolución, y vuestros servicios, bien dirigidos, en vez de perjudicaros pueden reportaros mucho.
-Vuestra bondad me confunde, Monseñor -respondíó D’Artagnan-, y reconozco en vuestra Eminencia una grandeza de alma que me hace tan pequeño como un gusano;
-Pues bien, diré a Vuestra Eminencia que todos mis amigos están en los mosqueteros y en los guardias del rey, y que mis enemigos, por una fatalidad inconcebible, están con Vuestra Eminencia;
yo serviré ante los ojos de Vuestra Eminencia, y si tengo la suerte de comportarme en ese sitio de tal forma que merezca atraer sus miradas, ¡pues bien!, luego tendré al menos detrás de mí alguna acción brillante para justificar la protección con que tenga a bien honrarme.
-Es decir, que rehúsáis servirme, señor -dijo el cardenal con un tono de despecho en el que apuntaba sin embargo cierta clase de estima-;
pero como comprenderéis bastante tiene uno con defender a sus amigos y recompensarlos, no debe nada a sus enemigos, y sin embargo os daré un consejo: manteneos alerta, señor D’Artagnan, porque en el momento en que yo haya retirado mi mano de vos, no compraría vuestra vida por un óbolo.
-Más tarde, y si en cierto momento os ocurre alguna desgracia -dijo Richelieu con intención-, pensad que soy yo quien ha ido a buscaros, y que ha hecho cuanto ha podido para que esa desgracia no os alcanzase.
-Pase lo que pase -dijo D’Artagnan poniendo la mano en el pecho a inclínándose-, tendré eterna gratitud a Vuestra Eminencia por lo que hace por mí en este momento.
os seguiré con los ojos, porque estaré allí -prosiguió el cardenal señalando con el dedo a D’Artagnan una magnífica armadura que debía endosarse-, y a vuestro regreso, pues bien, ¡hablaremos!
-Joven -dijo Richelieu-, si puedo deciros una vez más lo que os he dicho hoy, os prometo decíroslo.
Sin embargo, el rostro grave y severo de Athos se le aparecíó: si hacía con el cardenal el pacto que éste le propónía, Athos no volvería a darle la mano, Athos renegaría de él.
Fue este temor el que lo retuvo: ¡tan poderosa es la influencia de un carácter verdaderamente grande sobre cuanto le rodea!
D’Artagnan descendíó por la misma escalera por la que había entrado, y encontró ante la puerta a Athos y a los cuatro mosqueteros que esperaban su regreso y que comenzaban a inquietarse.
Con una palabra d’Artagnan los tranquilizó, y Planchet corríó a avisar a los demás puestos que era inútil montar una guardia más larga, dado que su amo había salido sano y salvo del Palais-Cardinal.
pero D’Artagnan se contentó con decirles que el señor de Richelieu lo había hecho ir para proponerle entrar en sus guardias con el grado de enseña, y que había rehusado.
A aquella hora se creía todavía que la separación de los guardias y de los mosqueteros sería momentanéa, porque aquel día tenía el rey su parlamento y debían partir al día siguiente.
La noche reuníó a todos los camaradas de la compañía de los guardias del señor des Essarts y de la compañía de los mosqueteros del señor de Tréville, que habían hecho amistad.
La noche fue por tanto una de las más ruidosas, como se puede suponer, porque en seme-jantes casos, no se puede combatir la extrema precaución más que con el extremo descuido.
Al día siguiente, al primer toque de las trompetas, los amigos se dejaron: los mosqueteros corrieron al palacio del señor de Tréville y los guardias al del señor des Essarts.
El rey estaba triste y parecía enfermo, lo cual quitaba algo a su gesto altivo.
En efecto, la víspera la fiebre lo había cogido en medio del parlamento y mientras ocupaba la presidencia.
y pese a las observaciones que se habían hecho, había querido pasar revista, esperando que el primer golpe de vigor vencería la enfermedad que comenzaba a apoderarse de él.
los mosqueteros debían partir sólo con el rey, lo que permitíó a Porthos ir a dar una vuelta, en su soberbio equipo, por la calle aux Ours.
Aquella vez los pasantes no tuvieron ninguna gana de reír: ¡tanta era la pinta que Porthos tenía de cortador de orejas!
El mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos ojillos grises brillaron de cólera al ver a su primo todo flamante.
es que por todas partes decían que la campaña sería ruda: en el fondo de su corazón esperaba dulcemente que Porthos muriera en ella.
Durante el tiempo que la procuradora pudo seguir con los ojos g su amante, agitó un pañuelo inclínándose fuera de la ventana, hasta el punto de que se creería que quería tirarse.
En la habitación vecina, Ketty, que debía partir aquella misma noche para Tours, esperaba aquella carta misteriosa.
pero como era solamente la Bastilla lo que miraba, no vio a Milady que, montada sobre un caballo overo, lo señalaba con el dedo a dos hombres de mala catadura que se acercaron al punto a las filas para reconocerlo.
Los dos hombres siguieron entonces a la compañía, y a la salida del barrio Saint-Antoine montaron en dos caballos completamente preparados que un criado sin librea tenía en la mano esperándolos.
El sitio de La Rochelle fue uno de los grandes acontecimientos políticos de Luis XIII, y una de las grandes empresas militares del cardenal.
Es por tanto interesante, a incluso necesario, que digamos algunas palabras, dado que muchos detalles de ese asedio están ligados de manera demasiado importante a la historia que hemos comenzado a contar para que los pasemos en silencio.
Se trataba por tanto de destruir aquel último baluarte del calvinismo, levadura peligrosa a la que venían a mezclarse jncesantemente fermentos de revuelta civil o de guerra extranjera,
Españoles, ingleses, italianos descontentos, aventureros de cuálquier nacíón, soldados de fortuna de toda secta acudían a la primera llamada bajo las banderas de los protestantes y se organizaban como una vasta asociación cuyas ramas divergían a capricho en todos los puntos de Europa.
La Rochelle, que había adquirido nueva importancia con la ruina de las demás ciudades calvinistas era, pues, el hogar de las disensiones y de las ambiciones.
Bassompierre, en fin, que ejercía un mando particular en el asedio de La Rochelle, decía cargando a la cabeza de muchos otros señores protes-tantes como él:
Pero, ya lo hemos dicho, al lado de estas miras del ministro nivelador y simplificador, y que pertenecen a la historia, el cronista está obligado a reconocer las pequeñas miras del hombre enamorado y del rival celoso.
si este amor tenía en él un simple objetivo político o era naturalmente una de esas profundas pasiones como las que inspiró Ana de Austria a quienes la rodeaban, es lo que no sabríamos decir;
pero en cualquier caso, por los desarrollos anteriores de esta historia, se ha visto que Buckingham había triunfado sobre él y que en dos o tres circunstancias, y sobre todo en la de los herretes, gracias al desvelo de los tres mosqueteros y al valor de D’Artagnan, había sido cruelmente burlado.
por lo demás, la venganza debía ser grande y clamorosa, y digna en todo un hombre que tiene en su mano, por espada de combate, las fuerzas de todo un reino.
Richelieu sabía que combatiendo a Inglaterra combatía a Buckingham, que venciendo a Inglaterra vencía a Buckingham, y que humillando a Inglaterra ante los ojos de Europa humillaba a Buckingham a los ojos de la reina.
Por su lado Buckingham, aunque ponía ante todo el honor de Inglaterra estaba movido por intereses absolutamente semejantes a los del cardenal;
Buckingham también perseguía una venganza particular: bajo ningún pretexto había podido Buckingham entrar en Francia como embajador, y quería entrar como conquistador.
De donde resulta que lo que realmente se ventilaba en esa partida que los dos reinos más poderosos jugaban por el capricho de dos hombres enamorados, era una simple mirada de Ana de Austria.
La primera ventaja había sido para el duque de Buckingham: llegado inopinadamente a la vista de la isla de Ré con noventa bajeles y veinte mil hombres aproximadamente, había sorprendido al conde Toiras, que mandaba en nombre del rey en la isla;
El conde de Toiras se retiro a la ciudadela Saint-Martín con la guarnición, y dejó un centenar de hombres en un pequeño fuerte que se que se llamaba de la Prée.
y a la espera de que el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que había podido disponer.
El rey, como hemos dicho, debía seguirlo tan pronto como hubiera terminado la solemne sesíón real pero al levantarse de aquel asiento real, el 28 de Junio se había sentido afiebrado;
de donde resultaba que D’Artagnan, que estaba pura y simplemente en los guardias, se había separado, momentáneamente al menos, de sus buenos amigos Athos, Porthos y Aramis;
esta separación, que no era para él más que una contrariedad, se habría convertido desde luego en inquietud seria si hubiera podido adivinar qué peligros desconocidos lo rodeaban.
No por eso dejó de llegar, sin incidente alguno al campamento establecido ante La Rochelle, hacia el 10 del mes de Septiembre del año 1627.
Todo se hallaba en el mismo estado: el duque de Buckingham y sus ingleses dueños de la isla de Ré, continuaban sitiando, aunque sin éxito, la ciudadela de Saint-Martín y el fuerte de La Prée, y las hostilidades con La Rochelle habían comenzado hacía dos o tres días a propósito de un fuerte que el duque de Angulema acababa de hacer construir junto a la ciudad.
Pero como sabemos, D’Artagnan, preocupado por la ambición de pasar a los mosqueteros, raramente había hecho amistad con sus camaradas;
En amor, la única mujer a la que había amado era la señora Bonacieux, y la señora Bonacieux había desaparecido sin que él pudiera descubrir aún qué había sido de ella.
En fortuna, se había hecho, débil como era, enemigo del cardenal, es decir, de un hombre ante el cual temblaban los mayores del reino, empezando por el rey.
Luego se había hecho también otro enemigo menos de temer, pensaba, pero que sin embargo instintivamente sentía que no era de despreciar: ese enemigo era Milady.
A cambio de todo esto había conseguido la protección y la benevolencia de la reina, pero la benevolencia de la reina era, en aquellos tiempos, una causa más de persecuciones;
Lo que en todo aquello había ganado en claro era el diamante de cinco o seis mil libras que llevaba en el dedo;
pero incluso de aquel diamante, suponiendo que D’Artagnan en sus proyectos de ambición quisiera guardarlo para convertirlo un día en señal de reconocimiento de la reina, no había que esperar, puesto que no podía deshacerse de él, más valor que de los guijarros que pisoteaba.
Decimos los guijarros que pisoteaba, porque D’Artagnan hacía estas reflexiones paseándose en solitario por un lindo caminito que conducía del campamento a la villa de Angoutin;
ahora bien, estas reflexiones lo habían llevado más lejos de lo que pensaba, y la luz comenzaba a bajar cuando al último rayo del crepúsculo le pareeió ver brillar detrás de un seto el cañón de un mosquete.
D’Artagnan tenía el ojo despierto y el ingenio pronto, comprendíó que el mosquete no había venido hasta allí completamente solo y que quien lo manejaba no estaba escondido detrás de un seto con intenciones amistosas.
El joven lanzó una ojeadas sobre el primer mosquete y vio con cierta inquietud que se bajaba en su dirección, pero tan pronto como vio el orificio del cañón inmóvil se arrojó cuerpo a tierra.
Al mismo tiempo salíó el disparo y oyó el silbido de la bala que pasaba por encima de su cabeza.
No había tiempo que perder: D’Artagnan se levantó de un salto en el mismo momento que la bala del otro mosquete hizo volar los guijarros en el lugar mismo del camino en que se había arrojado de cara contra el suelo.
D’Artagnan no era uno de esos hombres inútilmente valientes que buscan la muerte ridícula para que se diga de ellos que no han retrocedido ni un paso;
Y al punto, echando a todo correr, huyó en dirección del campamento con la velocidad de las gentes de su regíón, tan renombradas por su agilidad;
mas cualquiera que fuese la rapidez de su carrera, el primero que había disparado, habiendo tenido tiempo de volver a cargar su arma, le disparó un segundo disparo tan bien ajustado esta vez que la bala le atravesó el sombrero y lo hizo volar a diez pasos de él.
Sin embargo, como D’Artagnan no tenía otro sombrero, recogíó el suyo a la carrera, llegó todo jadeante y muy pálido a su alojamiento, se sentó sin decir nada a nadie y se puso a reflexionar.
La primera y más natural podía ser una emboscada de los rochelleses, a quienes no les habría molestado matar a uno de los guardias de Su Majestad, primero porque era un enemigo menos, y porque este enemigo podía tener una bolsa bien guarnecida en su bolso.
la exactitud del disparo le había dado ya la idea de que había sido dispardo por un arma particular: aquello no era, por tanto, una emboscada militar, puesto que la bala no era de calibre.
Se recordará que en el momento mismo en que gracias a aquel bienaventurado rayo de sol había divisado el cañón del fusil, él se asombraba de la longanimidad de Su Eminencia para con él.
Con personas con las que no tenía más que extender la mano rara vez recurría Su Eminencia a semejantes medios.
Tres o cuatro veces se despertó sobresaltado, imaginándose que un hombre se acercaba a su cama para apuñalarlo.
luego, todos los oficiales superiores se acercaron a él para hacerle séquito, el señor Des Essarts, capitán de los guardias, igual que los demás.
Al cabo de un instante le parecíó a D’Artagnan que el señor Des Essarts le hacía señas de acercarse: esperó un nuevo gesto de su superior, temiendo equivocarse, pero repetido el gesto, dejó las filas y se adelantó para oír la orden.
-Monsieur va a pedir hombres voluntarios para una misión peligrosa, pero que será un honor para quienes la cumplan;
En efecto, los rochelleses habían hecho una salida durante la noche y habían recuperado un bastión del que el ejército realista se había apoderado dos días antes;
y en cuanto a los cuatro o cinco voluntarios, Monsieur no tiene más que dar a conocer su intenciones, y no le faltarán hombres.
Se ignoraba si después de la toma del bastión los rochelleses lo habían evacuado o habían dejado allí guarnición;
D’Artagnan partíó con sus cuatro compañeros y siguió la trinchera: los dos guardias marchaban a su misma altura y los soldados venían detrás.
Los tres temerarios deliberaban si seguir adelante cuando, de pronto, un cinturón de humo ciñó al gigante de piedra y una docena da balas vinieron a silbar en torno a D’Artagnan y sus dos compañeros.
Al llegar al ángulo de la trinchera que iba a servirles de muralla uno de los guardias cayó: una bala le había atravesado el pecho.
D’Artagnan no quiso abandonar así a su compañero y se inclínó hacia él para levantarlo y ayudarlo a alcanzar las líneas;
pero en aquel momento salieron dos disparos de fusil: una bala vino a estrellarse sobre la roca tras haber pasado a dos pulgadas de D’Artagnan.
El joven se volvíó rápidamente porque aquel ataque no podía venir del bastión, que estaba oculto por el ángulo de la trinchera.
La idea de los dos soldados que lo habían abandonado le vino a la mente y le récordó a los asesinos de la víspera;
resolvíó, por tanto, saber a qué atenerse aquella vez y cayó sobre el cuerpo de su camarada como si estuviera muerto.
Vio al punto dos cabezas que se levantaban por encima de una obra abandonada que estaba a treinta pasos de allí;
D’Artagnan no se había equivocado: aquellos dos hombres no le habían seguido más que para asesinarlo, esperando que la muerte del joven sería cargada en la cuenta del enemigo.
Cuando estuvieron a diez pasos de él, D’Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.
Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel hombre, serían acusados por él;
Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban con qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido por una bala que le destrozó el hombro.
la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a atravesar el muslo del asesino que cayó.
-Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y se puede alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.
él tiene incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo que he oído decir.
-Bueno, en buena hora -dijo el joven riendo- estima que valgo algo: cien luises.
-exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.
así que no más retrasos ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado…
D’Artagnan cogíó el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.
Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.
El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D’Artagnan se compadecíó y mirándolo con desprecio:
-Pues bien -dijo-, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un cobarde como tú: quédate iré yo.
Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D’Artagnan llegó hasta el segundo soldado.
Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.
D’Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo que el enemigo hacía fuego.
Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.
D’Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.
Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados formaban la herencia del muerto.
Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abríó ávidamente la cartera.
En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido a buscar con riesgo de su vida:
«Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre;
si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.»
Por consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al herido.
Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.
Entonces el joven estremecíéndose, comprendíó qué terrible sed de venganza empujaba a aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la corte, puesto que lo había descubierto todo.
Mas, en medio de todo esto, comprendíó, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión.
Así quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.
Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y un convento no era inconquistable.
Se volvíó hacia el herido que seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendíó el brazo:
-Sí -dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad-, pero ¿no sera para hacer que me cuelguen?
El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador;
El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte de sus cuatro compañeros.
Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.
Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de D’Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido.
En efecto, D’Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.
Tras las noticias casi desesperadas del rey, el rumor de su convalecencia comenzaba a esparcirse por el campamento;
y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se decía que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en camino.
En este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado en su mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a arriesgar una gran empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde asediaban constantemente la ciudadela Saint-Martín y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban La Rochelle.
D’Artagnan, como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro pasado, y cuando el peligro parecíó desvanecido, sólo le quedaba una inquietud, la de no tener noticia alguna de sus amigos.
Pero una mañana a principios del mes de Noviembre, todo quedó explicado por esta carta, datada en Villeroi:
Los señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa y haberse divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del castillo, hombre muy rígido, los ha acuartelado algunos días;
he cumplido las órdenes que me dieron de enviar doce botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con su vino favorito.
Y D’Artagnan corríó a casa de dos guardias con los que había hecho más amistad que con los demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de llegar de Villeroi.
Al volver, D’Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias, recomendando que se las guardasen con cuidado;
luego, el día de la celebración, como la comida estaba fijada para la hora del mediodía, D’Artagnan envió a las nueve a Planchet para prepararlo todo.
a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo, llamado Fourreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D’Artagnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D’Artagnan le había salvado la vida.
Llegada la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los platos en la mesa.
Planchet servia, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las botellas, y Brisemont, tal era el nombre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal el vino que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino.
La primera botella estaba algo turbia hacia el final: de este vino Brisemont vertíó los posos en su vaso, y D’Artagnan le permitíó beberlo;
Los convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios cuando de pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf;
al punto, creyendo que se trataba de algún ataque imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre sus espadas;
En efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos etapas, y llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de tropa;
D’Artagnan, formando calle con su compañia, saludó con gesto expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo reconocíó al instante.
-D’Artagnan -preguntó Aramis en tono de reproche-, ¿cómo habéis podido creer que habíamos organizado un alboroto?…
Los primero que sorprendíó la vista de D’Artagnan al entrar en el comedor fue Brisemont tendido en el suelo y retorcíéndose en medio de atroces convulsiones.
pero era evidente que cualquier ayuda resultaba inútil: todos los rasgos del moribundo estaban crispados por la agonía.
-Digo que sois vos quien me habéis dado ese vino, digo que sois vos quien me ha dicho que lo beba, digo que habéis querido vengaros de mí, digo que eso es horroroso..
-Por el Evangelio -exclamó D’Artagnan precipitándose hacia el moribundo-, os juro que ignoraba que ese vino estuviese envenenado y que yo iba a beber como vos.
-murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor.
grandes personajes podrían estar pringados en lo que habéis visto, y el perjuicio de todo esto recaería sobre nosotros.
-Señores -dijo D’Artagnan dirigíéndose a los guardias-, comprenderéis que un festín semejante sólo sería muy triste después de lo que acaba de ocurrir;
Los dos guardias aceptaron cortésmente las excusas de D’Artagnan y, comprendiendo que los cuatro amigos deseaban estar solos, se retiraron.
Cuando el joven guardia y los tres mosqueteros estuvieron sin testigos, se miraron de una forma que quería decir que todos comprendían la gravedad de la situación.
Y los cuatro amigos salieron de la habitación, dejando a Planchet y a Fourreau el cuidado de rendir los honores mortuorios a Brisemont.
El hostelero les dio otra habitación en la que les sirvió huevos pasados por agua y agua que el mismo Athos fue a sacar de la fuente.
-Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia y que habrá sido marcada a raíz de su crimen.
-Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza -dijo Athos-, y que hay que salir de esta situación.
si no, voy en busca del canciller, voy en busca del rey, voy en busca del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en la esquina de cualquier guardacantón, como mataría a un perro rabioso.
-El tiempo, querido amigo, el tiempo trae la ocasión, la ocasión es la martingala del hombre;
¿No habéis visto, por la carta misma que habéis encontrado encima del miserable muerto, que estaba en un convento?
-Parece que hace mucho tiempo que no ha recibido nuevas de su amante -dijo en voz baja Athos-;
-Pero, pensando en ello -dijo Athos-, ¿no pretendéis querido D’Artagnan que ha sido la reina quien le ha escogido el convento?
Y con esta seguridad, los cuatro amigos, que habían acabado modesta comida, se separaron con la promesa de volverse a ver aquella misma noche;
D’Artagnan volvíó a los Mínimos, y los tres mosqueteros alcanzaron el acuartelamiento del rey, donde tenían que hacer preparar su alojamiento.
Apenas llegado al campamento, el rey, que tenía tanta prisa por encontrarse frente al enemigo y que, con mejor derecho que el cardenal, compartía su odio contra Buckingham, quiso hacer todos los preparativos, primero para
pero el cardenal, que temía que Bassompierre, hugonote en el fondo del corazón, acosase débilmente a ingleses y rochelleses, sus hermanos de religión, apoyaba por el contrario al duque de Angulema, a quien el rey, a instigación suya, había nombrado teniente general.
De ello resultó que, so pena de ver a los señores de Bassompierre y Schomberg abandonar el ejército, se vieron obligados a dar a cada uno un mando particular;
Finalmente, el alojamiento del cardenal estaba en las dunas, en el puente de La Pierre en una simple casa sin ningún atrincheramiento.
La coyuntura era favorable: los ingleses, que ante todo necesitan buenos víveres para ser buenos soldados, al no comer más que carnes saladas y mal pan, tenían muchos enfermos en su campamento;
además el mar, muy malo en aquella época del año en todas las costas del Océano, estropeaba todos los días algún pequeño navío;
y con cada marea la playa, desde la punta del Aiguillon hasta la trinchera, se cubría literalmente de restos de pinazas, de troncos de roble y de falúas;
de lo cual resultaba que, aunque las gentes del rey se mantuviesen en su campamento, era evidente que un día a otro Buckingham, que sólo permanecía en la isla de Ré por obstinación, se vena obligado a levantar el sitio.
Pero como el señor de Toiras hizo decir que en el campamento enemigo se preparaba todo par un nuevo asalto, el rey juzgó que había que terminar y dio las órdenes necesarias para un ataque decisivo.
No siendo nuestra intención hacer un diario de asedio, sino por el contrario contar sólo los sucesos que tienen que ver con la historia que contamos, nos contentaremos con decir en dos palabras que la empresa tuvo éxito para gran asombro del rey y a la mayor gloria del señor cardenal.
Los ingleses, rechazados paso a paso, batidos en todos los encuentros, aplastados al pasar por la isla de Loix, se vieron obligados a embarcar de nuevo, dejando en el campo de batalla dos mil hombres, entre ellos cinco coroneles, tres tenientes coroneles, doscientos cincuenta capitanes y veinte gentileshombres de calidad, cuatro piezas de cañón y sesenta banderas, que fueron llevadas a París por Claude de Saint-Simón y colgadas con gran pompa en las bóvedas de Notre-Dame.
El cardenal quedó, pues, dueño de proseguir el asedio sin tener, al menos momentáneamente, nada que temer de parte de los ingleses.
Un enviado del duque de Buckingham, llamado Montaigu, había sido capturado, y se le había encontrado la prueba de una liga entre el Imperio, España, Inglaterra y Lorena.
Además, en el alojamiento de Buckingham, que se había visto obligado a abandonar más precipitadamente de lo que habría creído, se habían encontrado papeles que confirmaban aquella liga y que, por lo que afirma el señor cardenal en sus Memorias, comprometían mucho a la señora de Chevreuse y por consiguiente a la reina.
por eso todos los recursos de su vasto ingenio estaban tensos día y noche, y ocupados en escuchar el menor rumor que se alzara en uno de los grandes reinos de Europa.
la política española y la política austríaca tenían sus representantes en el gabinete del Louvre, donde aún no tenían más que partidarios;
El rey, que pese a obedecerlo como un niño, lo odiaba como un niño odia a su maestro, lo abandonaba a las venganzas reunidas de Monsieur y de la reina;
Por eso se vieron correos, a cada instante más numerosos, sucederse día y noche en aquella casita del puente de La Pierre, donde el cardenal había establecido su residencia.
Eran monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían sobre todo a la Iglesia militante;
mujeres algo molestas en sus trajes de pajes, y cuyos largos calzones no podían disimilar por entero las formas redondeadas;
en fin, campesinos de manos ennegrecidas pero de pierna fina, y que olían a hombre de calidad a una legua a la redonda.
Luego otras visitas menos agradables, porque dos o tres veces corríó el rumor de que el cardenal había estado a punto de ser asesinado.
Cierto que los enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en campaña a asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar represalias;
Lo cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más encarnizados detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al duque de Angulema órdenes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey como para ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se deja-se entrar en su casa.
Por su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran severamente controlados y llevaban una vida alegre.
Y esto les era tanto más fácil, sobre todo a nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obténían fácilmente de él el llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con permisos particulares.
Pero una noche en que D’Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido acompañarlos, Athos, Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla, envueltos en capas de guerra y con una mano sobre la culata de sus pistolas, volvían los tres de una cantina que Athos había descubierto dos días antes en el camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier-Rouge, siguiendo el camino que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por temor a una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar, creyeron oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos;
Al cabo de un instante, y cuando precisamente salía la luna de una nube, vieron aparecer en una vuelta del camino dos caballeros que al divisarlos se detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su ruta o volver atrás.
Esta duda proporciónó algunas sospechas a los tres amigos y Athos, dando algunos pasos hacia adelante, gritó con su firme voz:
Los tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres estaban ahora convencidos de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que ellos;
Uno de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez pasos por delante de su compañero;
-repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma que dejaba el rostro al descubierto.
-Estos tres mosqueteros nos seguirán -dijo en voz baja-, no quiero que se sepa que he salido del campamento, y siguiéndonos estaré mos más seguros de que no lo dirán a nadie.
sé que no sois completamente amigos míos y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales gentileshombres y que se puede fiar de vosotros.
pues, el honor de acompañarme, vos y vuestros amigos, y entonces tendré una escolta como para dar envidia a Su Majestad si nos lo encontramos.
-Pues bien, por mi honor -dijo Athos-, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos con ella: hemos encontrado en el camino caras horribles, a incluso con cuatro de esas caras hemos tenido una querella en el Colombier-Rouge.
porque podría enterarse por otras personas distintas a nosotros y creer, por la falsa relación, que estamos en falta.
-Pues mi amigo Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo cual no le impedirá, como Vuestra Eminencie podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra Excelencia ordena h escalada.
-Yo, Monseñor -dijo Athos-, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he agarrado al que me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana.
-Yo, Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado a uno de esos bergantes un golpe que, según creo, le ha partido el hombro.
-Yo, Monseñor, como soy de temperamento dulce y como además, cosa que igual no sabe Monseñor, estoy a punto de tomar el hábito, quería separarme de mis camaradas cuando uno de aquellos miserables me dio traidoramente una estocada de través en el brazo úquierdo.
Entonces me faltó paciencia, saqué la espada a mi vez, y, cuando volvía a la carga, creo haber notado que al arrojarse sobre mí se había atravesado el cuerpo;
-Aquellos miserables estaban borrachos -dijo Athos-, y sabiendo que había una mujer que había llegado por la noche a la taberna querían forzar la puerta.
-Por eso no dudo de lo que me decís, señor Athos, no lo dudo ni un solo instante, pero -añadió para cambiar de
Los tres mosqueteros pasaron tras el cardenal, que se envolvíó de nuevo el rostro con su capa y echó su caballo a andar manteniéndose a ocho o diez pasos por delante de sus acompañantes.
sin duda el hostelero sabía qué ilustre visitante esperaba, y por consiguiente había despedido a los importunos.
Diez pasos antes de llegar a la puerta, el cardenal hizo seña a su escudero y a los tres mosqueteros de detenerse.
Un hombre envuelto en una capa salíó al punto y cambió algunas rápidas palabras con el cardenal, tras lo cual volvíó a subir a caballo y partíó en la dirección de Surgères, que era también la de París.
-Me habéis dicho la verdad, gentileshombres -dijo dirigíéndose a los tres mosqueteros-.
el cardenal arrojó la brida de su caballo a las manos de su escudero y los tres mosqueteros ataron las bridas de los suyos a los postigos.
-¿Tenéis alguna habitación en la planta baja donde estos señore puedan esperarme junto a un buen fuego?
El hostelero abríó la puerta de una gran sala, en la que precisament acababan de reemplazar una mala estufa por una gran chimenea excelente.
Y mientras los tres mosqueteros entraban en la habitación de la planta baja, el cardenal, sin pedir informes más amplios, subíó la escaler como hombre que no necesita que le indiquen el camino.
Era evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco y aventurero, nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien a quien el cardenal honraba con su proteción particular.
luego, viendo que ninguna de las respuesta que podía hacer su inteligencia era satisfactoria, Porthos llamó al hotelero y pidió los dados.
Al reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la estufa roto por la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y cada vez que pasaba y volvía a pasar, de un murmullo de palabras que terminó por centrar su atención.
Athos se acercó y distinguíó algunas palabras que sin duda le parecieron merecer un interés tan grande que hizo seña a sus compañeros de callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la altura del orificio interior.
-Un pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera en la desembocadura del Charente, en el fuerte de La Pointe: se hará a la vela mañana por la mañana.
y como quiero seguir mereciendo la confianza de Vuestra Eminencia, dignaos expónérmela en términos claros y precisos para que no cometa ningún error.
era evidente que el cardenal media por adelantado los términos en que iba a hablar y que Milady reunía todas sus facultades intelectuales para comprender las cosas que él iba a decir y grabarlas en su memoria cuando estuviesen dichas.
Athos aprovechó ese momento para decir a sus dos compañeros que cerraran la puerta por dentro y para hacerles seña de que vinieran a escuchar con él.
-Haré observar a Su Eminencia -dijo Milady- que, desde el asunto de los herretes de diamantes, que el duque siempre sospechó obra mía, Su Gracia desconfía de mí.
-Esta vez -dijo el cardenal- no se trata de captar su confianza, sino de presentarse franca y lealmente a él como negociadora.
-Iréis en busca de Buckingham de parte mía, y le diréis que sé todos los preparativos que hace, pero que apenas me preocupo por ello, dado que, al primer movimiento que haga, pierdo a la reina.
-Por supuesto, y le diréis que publico el informe de Bois-Robert y del marqués de Beutru sobre la entrevista que el duque tuvo en casa de la señora condestable con la reina, la noche en que la señora condestable dio una fiesta de máscaras;
le diréis, para que no dude de nada, que el fue vestido de Gran Mogol, traje que debía llevar el caballero de Guisa, y que compró a este último mediante la suma de tres mil pistolas.
-Todos los detalles de su entrada en el Louvre y de su salida, durante la noche en que se introdujo en Palacio con el traje de decidor de la buenaventura italiano, me son conocidos;
le diréis, para que tampoco dude de la autenticidad de mis informes, que tenía bajo su capa un gran traje blanco sembrado de lágrimas negras, de calaveras y de huesos en forma de aspa;
porque en caso de sorpresa, debía hacerse pasar por el fantasma de la Dama blanca que, como todo el mundo sabe, vuelve al Louvre cada vez que va a ocurrir algún gran suceso.
-Decidle que también sé todos los detalles de la aventura de Amiens, que haré escribir una novelita, ingeniosamente disfrazada, con un plano del jardín y los retratos de los principales actores de aquella escena nocturna.
-Decidle además que tengo en mi poder a Montaigu, está en la Bastilla, que no le han sorprendido ninguna carta encima, es cierto, pero que la tortura puede hacerle decir lo que sabe, a incluso…
-En fin, añadid que Su Gracia, en la precipitación que puso al dejar la isla de Ré, olvidó en su alojamiento cierta carta de la señora de Chevreuse que compromete especialmente a la reina, en la que ella demuestra no sólo que Su Majestad puede amar a los enemigos del rey, sino que incluso conspira con los de Francia.
-Pero -replicó aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador- ¿si pese a todas estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a Francia?
-El duque está enamorado como un loco, o mejor, como un necio -contestó Richelieu con profunda amargura-;
Si sabe que esta guerra puede costarle el honor y quizá la libertad de la dama de sus pensamientos, como él dice, os respondo de que se lo pensará dos veces.
-Sin embargo -dijo Milady con una persistencia que probaba que quería ver claro hasta el fin en la misión de que iba a encargarse-, sin embargo, ¿si persiste?
-Si Su Eminencia quisiera citarme alguno de esos acontecimientos en la historia -dijo Milady quizá comparta yo su confianza en el futuro.
Pues bien, mirad, por ejemplo –dijo Richelieu-, cuando en 1610, por un motivo más o menos parecido al que hace conmoverse al duque, el rey Enrique IV, de gloriosa memoria, iba a invadir a la vez Flandes y Italia para golpear a un mismo tiempo a Austria por dos lados, ¿no ocurríó entonces un acontecimiento que salvó a Austria?
-En todo tiempo y en todos los países, sobre todo si esos países están divididos por la religión, habrá fanáticos que no pedirán otra cola que convertirse en mártires.
-Pues que -continuó el cardenal con un sire indiferente- por el momento no se trataría, por ejemplo, sino de buscar una mujer hermosa, joven, hábil, que tuviera que vengarse del duque.
Tal mujer puede encontrarse: el duque es hombre de aventuras galantes y si ha sembrado muchos amores con sus promesas de constancia eterna, ha debido sembrar muchos odios también por sus continuas infidelidades.
sólo digo que si yo me llamara señorita de Montpensier, o reina María de Médicis, tomaría menos precauciones de las que tomo por llamarme simplemente lady Clarick.
-Vuestra Eminencia tiene razón -dijo Milady-, y soy yo quien está equivocada al ver en la misión con que me honra otra cosa de lo que realmente es, es decir, anunciar a Su Gracia, de parte de Su Eminencia, que conocéis los diferentes disfraces con ayuda de los cuales ha conseguido acercarse a la reina durante la fiesta dada por la señora condestable;
que tenéis pruebas de la entrevista concedida en el Louvre por la reina a cierto astrólogo italiano que no es otro que el duque de Buckingham;
que habéis encargado una novelita, de las más ingeniosas, sobre la aventura de Amiens, con el plano del jardín donde esa aventura ocurríó y retratos de los actores que figuraron en ella;
que Montaigu está en la Bastilla, y que la tortura puede hacerle decir cosas que recuerde, incluso cosas que habría olvidado;
finalmente, que vos poseéis cierta carta de la señora de Chevreuse, encontrada en el alojamiento de Su Gracia, que compromete de modo singular, no sólo a quien la escribíó, sino que incluso a aquella en cuyo nombre fue escrita.
Luego, si pese a todo esto persiste, como es a lo que acabo de decir a lo que se limita mi misión, no tendré más que rogar a Dios que haga un milagro para salvar a Francia.
-Pues ahora -dijo Milady sin parecer observar el cambio de tono del cardenal respecto a ella-, ahora que he recibido las instrucciones de Vuestra Eminencia a propósito de sus enemigos, ¿monseñor me permitirá decirle dos palabras de los míos?
-Es decir, estaba allí -prosiguió Milady-, pero la reina ha sorprendido una orden del rey, con ayuda de la cual la ha hecho llevar a un convento.
¡Ah, diantre -continuó-, si me fuera tan fácil desembarazarme de mi enemigo como fácil me es desembarazarme de los vuestros, y si fuera contra personas semejantes por lo que pedís vos la impunidad!…
pero tengo el deseo de seros agradable y no veo ningún inconveniente en daros lo que pedís respecto a una criatura tan ínfima;
Se hizo un instante de silencio que probaba que el cardenal estaba ocupado en buscar los términos en que debía escribirse el billete, o incluso si debía escribirlo.
Athos, que no había perdido una palabra de la conversación, cogíó a cada uno de sus compañeros por una mano y los llevó al otro extremo de la habitación.
-No esperaréis a que pregunte por mí, le diréis los primeros que he partido como explorador porque algunas palabras de nuestro hostelero me han hecho pensar que el camino no era seguro;
En cuanto a Athos, salíó sin ningún misterio, fue a tomar su caballo atado con los de sus amigos a los molinetes de los postigos, convencíó con cuatro palabras al escudero de la necesidad de una vanguardia Para el regreso, inspecciónó con afectación el fulminante de sus pistolas, se puso la espada en los dientes y siguió, como hijo pródigo, la ruta que llevaba al campamento.
abríó la puerta de la habitación en que habían entrado los mosqueteros y encontró a Porthos jugando una encarnizada partida de dados con Aramis.
-Monseñor -respondíó Porthos-, ha partido como explorador por algunas frases de nuestro hostelero, que le han hecho creer que la ruta no era segura.
Un poco más lejos, un grupo de dos hombres y de tres caballos aparecía en la sombra: aquellos dos hombres eran los que debían conducir a Milady al fuerte de La Pointe y velar por su embarque.
El cardenal hizo un gesto aprobador y emprendíó la ruta, rodéándose de las mismas precauciones que había tomado al partir.
mas una vez fuera de la vista, había lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una veintena de pasos, al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa;
una vez reconocidos los sombreros bordados de sus compañeros y la franja dorada de la capa del señor cardenal, esperó a que los caballeros hubieran doblado el recodo del camino, y habiéndoles perdido de vista, volvíó al galope al albergue que se le abríó sin dificultad.
Athos aprovechó el permiso, subíó la escalera con su paso más ligero, llegó a la meseta y a través de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su sombrero.
Athos estaba de pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubríéndole hasta los ojos.
-Sí, Milady -respondíó Athos-, el conde de La Fère en persona, que vuelve directamente del otro mundo para tener el placer de veros.
A estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un gemido sordo.
-Sí, el infierno os ha resucitado -prosiguió Athos-, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro;
uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea más devoradora a veces que un recuerdo.
-Quiero deciros que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de vista.
-Puedo contar día por día vuestras acciones, desde vuestra entrada al servicio del cardenal hasta esta noche.
sois vos quien, enamorada de De Wardes, y creyendo pasar la noche con él, habéis abierto vuestra puerta al señor D’Artagnan;
sois vos quien, cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido hacerlo matar por dos asesinos que enviasteis en su persecución;
sois vos quien, viendo que las balas habían fallado su tiro, habéis enviado vino envenenado con una carta falsa para hacer creer a vuestra víctima que aquel vino venía de sus amigos;
sois vos, en fin, quien en esta habitación, y sentada en la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el compromiso de hacer asesinar al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que él os ha hecho de dejaros asesinar a D’Artagnan.
-Quizá -dijo Athos-, pero en cualquier caso, escuchad bien esto: asesinéis o hagáis asesinar al duque de Buckingham, poco importa;
Pero no toquéis con la punta de los dedos ni un solo pelo de D’Artagnan, que es un fiel amigo a quien amo y a quien defiendo, a os juro por la cabeza de mi padre que el crimen que hayáis cometido será el último.
Athos fue arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella criatura, que no tenía nada de mujer, le traía recuerdos terribles;
pensó que un día, en una situación menos peligrosa que aquella en que se encontraba, había ya querido sacrificarla a su honor;
su deseo de crimen le volvíó quemándole y lo invadíó como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su cintura, sacó de él una pistola y la armó.
Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más que un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de una bestia fiera;
pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la imagen espantosa del terror.
Athos alzó lentamente su pistola, extendíó el brazo de manera que el arma tocase casi la frente de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema de una inflexible resolución:
-Señora -dijo-, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi alma que os salto la tapa de los sesos.
Athos cogíó el papel, volvíó a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó:
Richelieu» -Y ahora -dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la cabeza-, ahora que lo he amancado los dientes, víbora, muerde si puedes.
-Señores -dijo- la orden de Monseñor, ya lo sabéises conducir a esa mujer, sin perder tiempo, al fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a bordo.
Como estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido, inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.
sólo que, en lugar de seguir la ruta, tomó campo a través, picando con vigor a su caballo y deniéndose de vez en cuando para escuchar.
Entonces echó una nueva camera, restregó a su caballo con los brezales y las hojas de los árboles y vino a situarse de través en el camino, a doscientos pasos del campamento aproximadamente.
Al decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró a la derecha seguido de su escudero;
Y los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su acuartelamiento, excepto para dar la contraseña a los centinelas.
Sólo que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser relevado de trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los mosqueteros.
Por otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los hombres que la esperaban, no puso ninguna dificultad en seguirlos;
por un instante había tenido ganas de hacerse llevar ante el cardenal y contarle todo, pero una revelación por su parte llevaba a una revelación por parte de Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que ella estaba marcada;
pensó que más valía guardar silencio, partir discretamente, cumplir con su habilidad ordinaria la difícil misión de que se había encargado y luego, una vez cumplido todo a satisfacción del cardenal, ir a reclamar su venganza.
Por consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba en el fuerte de La Pointe, a las ocho había embarcado y a las nueve el navío, que con la patente de corso del cardenal se supónía en franquía para Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a Inglaterra.
Al llegar donde sus tres amigos, D’Artagnan los encontró reunidos en la misma habitación: Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía sus oraciones en un encantador librito de horas encuadernado en terciopelo azul.
en caso contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme descansar después de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión.
-Dicen -replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura- que el dique que ha hecho construir el señor cardenal lo echa a alta mar.
D’Artagnan, que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía inmediatamente en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las circunstancias eran graves, cogíó el brazo de Athos y salíó con él sin decir nada;
los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del huésped, no debían ser molestados.
acababan de tocar diana, todos sacudían el sueño de la noche, y para disipar el aire húmedo de la mañana venían a beber la copita a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos-ligeros se sucedíar con una rapidez que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, perc que cumplía muy mal las miras de los cuatro amigos.
-En efecto -dijo un caballo-ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un vaso de aguardiente que degustaba con lentitud-;
en efecto, esta noche estabais de trinchera, señores guardias, y me parece que andado en dimes y diretes con los rochelleses.
incluso hemos metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al estallar ha hecho una hermosa brecha;
-exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la lengua alemana, había tomado la costumbre de jurar en francés.
-Pero es probable -dijo el caballo-ligero- que esta mañana envíen avanzadillas para poner las cosas en su sitio en el bastión.
-Esperad -dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos que sosténían el fuego de la chimenea-, estoy con vosotros.
Hostelero maldito, una grasera en seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable ave.
-Tiene razón -dijo el suizo-, la grasa zuya, es muy fuena gon gonfituras.
-Pues bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros -dijo Athosa que mis tres compañeros, los señores Porthos, Aramis y D Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint-Gervais y que estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para desalojarnos.
-Pero -dijo D’Artagnan inclínándose al oído de Athos- vas a hacernos matar sin misericordia.
El cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo con la cabeza una señal de que aceptaba la proposición.
Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en un rincón y le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas traídas.
Grimaud comprendíó al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogíó la cesta, empaquetó las viandas, uníó a ello botellas y cogíó la cesta al brazo.
El hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se recuperó deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino de Champagne.
-Señor de Busigny -dijo Athos-, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís poner el mío con el vuestro?
-De acuerdo, señor -dijo el caballo-ligero sacando del bolsillo del chaleco un hermoso reloj rodeado de diamantes-;
Y saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el camino del bastión Saint-Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la obediencia pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en preguntarlo.
además eran seguidos por los curiosos que, conociendo la apuesta hecha, querían saber cómo saldrían de ella.
Pero una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno campo, D’Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento de pedir una explicación.
-Porque tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco minutos en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que saludan, que se pegan a la mesa;
-Me parece -dijo D’Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se aliaba en él a una bravura excesiva-, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar apartado en las dunas, a orillas del mar.
-Donde se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un cuarto de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos consejo.
-No hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde un pez no pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir de su madriguera, y creo que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal.
Más vale, pues, seguir nuestra empresa, ante la cual por otra parte ya no podemos retroceder sin ver-güenza;
hemos hecho una apuesta, una apuesta que no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión.
-No me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce cartuchos y un cebador.
-D’Artagnan ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y otros tantos rochelleses.
Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez de cuatro mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de disparos.
porque al ver que se continuaba caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón de su traje.
Athos cogíó de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la oreja de Grimaud.
Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es que había pasado de la retaguardia a la vanguardia.
Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento, y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto apostante.
Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra que llegó hasta ellos.
Como Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos tanto franceses como rochelleses.
-Señores -dijo Athos, que había tomado el mando de la expedición-, mientras Grimaud pone la mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos;
-Podríamos de todos modos echarlos en el foso -dijo Porthos-, después de habernos asegurado que no tienen nada en sus bolsillos.
Athos respondíó, siempre por gestos, que estaba bien a indicó a Grimaud una especie de atalaya donde éste comprendíó que debía quedarse de centinela.
Sólo que para suavizar el aburrimiento de la guardia, Athos le permitíó llevar un pan, dos chuletas y una botella de vino.
aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas personas allá abajo, como podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante.
¡Canalla de hostelero -exclamó-, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos vamos a dejar coger!
Sí -continuó-, una mujer encantadora que ha tenido bondades con nuestro amigo D’Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.
-Entonces -dijo D’Artagnan dejando caer su brazo con desaliento- es inútil seguir luchando más tiempo;
Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener que vérnoslas con un número de personas mucho mayor.
Considerando la gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por favor.
-Bueno, aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un vaso de vino a tu salud, D’Artagnan.
Luego, tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente, cogíó el primer fusil que había a mano y se acercó a una tronera.
Grimaud no hubiera debido hacer otra cosa que hacerles señas de que se fueran y estoy convencido de que nos habrían dejado tranquilos.
-¡A fe -dijo Aramis- confieso que me da repugnancia disparar sobre esos pobres diablos de burgueses!
Pero Athos no hizo caso alguno del aviso, y subíéndose a la brecha con el fusil en una mano y el sombrero en la otra:
-Señores -dijo dirigíéndose a los soldados y a los trabajadores, que, asombrados por su aparición se deténían a cincuenta pasos aproximadamente del bastión, y saludándolos cortésmente-, señores, algunos amigos y yo estamos a punto de desayunar en este bastión.
por tanto, os rogamos que, si tenéis algo que hacer inexorablemente aquí, esperéis a que hayamos terminado nuestra comida, o que volváis más tarde;
a menos que tengáis el saludable deseo de dejar el partido de la rebelión y de venir a beber con nosotros a la salud del rey de Francia.
En efecto, en aquel mismo instante cuatro disparos de fusil salieron y las balas vinieron a estrellarse junto a Athos, pero sin que una sola lo tocase.
Cuatro disparos de fusil los respondieron casi al mismo tiempo, pero éstos estaban mejor dirigidos que los de los agresores: tres soldados cayeron en el sitio, y uno de los trabajadores fue herido.
una segunda descarga siguió a la primera: el brigadier y dos zapadores cayeron muertos, el resto de la tropa huyó.
Y los cuatro amigos, lanzándose fuera del fuerte, llegaron hasta el campo de batalla, recogieron los cuatro mosquetes y el espontón del brigadier;
y convencidos de que los huidos no se detendrían hasta la ciudad, tomaron de nuevo el camino del bastión, trayendo los trofeos de la victoria.
Ahora que habéis terminado, Grimaud -continuó Athos-, tomad el espontón de nuestro brigadier, atadle una servilleta y plantadlo en lo alto de nuestro bastión, a fin de que esos rebeldes de los rochelleses vean que tienen que vérselas con valientes y leales soldados del rey.
Y Athos lanzó a quince pasos de él una botella que tenía en la mano y de la que acababa de trasvasar hasta la última gota a su vaso.
-Y sobre todo unas buenas sillas -añadió Porthos, que en aquel momento mismo llevaba en su capa el galón de la suya.
pero por el momento lo que más me preocupaba, y estoy seguro de que tú, D’Artagnan, me comprenderás, era recuperar de aquella mujer una especie de firma en blanco que había arrancado al cardenal, y con cuya ayuda ella debía desembarazarse de ti y quizá de nosotros impunemente.
-Pues probablemente -dijo despreocupado Athos- va a escribir al cardenal que un maldito mosquetero, llamado Athos, le ha arrancado por la fuerza su salvoconducto;
el cardenal recordará que son los mismos hombres que encontró en su camino entonces, una buena mañana hará detener a D’Artagnan y para que no se aburra solo, nos enviará a hacerle compañía a la Bastilla.
-¿Sabéis -dijo Porthos- que retorcerle el cuello a esa maldita Milady sería un pecado menor que retorcérselo a estos pobres diablos de hugonotes, que nunca han cometido más críMenes que cantar en francés salmos que nosotros cantamos en latín?
-Pero puesto que la teníais -dijo Porthos-, ¿por qué no la habéis ahogado, estrangulado, colgado?
la segunda es que aún tenemos cosas importantes que decir, la tercera es que todavía faltan diez minutos para que pase la hora.
-Es muy simple -respondíó Athos-:tan pronto como el enemigo esté al alcance del mosquete, nosotros hacemos fuego;
si lo que quede de la tropa quiere todavía subir al asalto, dejamos a los asaltantes bajar hasta el foso, y entonces les echamos encima de la cabeza ese lienzo de muralla que sólo está en pie por un milagro de equilibrio.
Decididamente, Athos, habéis nacido para general, y el cardenal, que se cree un gran hombre de guerra, es bien poca cosa a vuestro lado.
Entonces los disparos de fusil se sucedieron sin regularidad, pero siempre enviados con igual precisión.
Sin embargo, como si hubieran conocido la debilidad numérica de los amigos, los rochelleses continuaban avanzando a paso de carrera.
una última descarga los acogíó, pero no los detuvo: saltaron al foso y se aprestaron a escalar la brecha.
Y los cuatro amigos, secundados por Grimaud, se pusieron a empujar con el cañón de sus fusiles un enorme lienzo de muro que se inclínó como si el viento lo arrastrase, y desprendíéndose de su base cayó con horrible estruendo en el foso;
En efecto, tres o cuatro de aquellos desgraciados, cubiertos de barro y de sangre, huían por el camino encajonado y ganaban de nuevo la ciudad: era todo lo que quedaba de la tropilla.
Y el mosquetero, con su sangre fría habitual, fue a sentarse ante los restos del desayuno.
-Yo le pido permiso al señor de Tréville, bajo algún pretexto que vos encontraréis: yo no soy fuerte en eso de los pretextos, Milady no me conoce, me acerco a ell a sin que sospeche de mí y, cuando encuetre una ocasión, la estrangulo.
-No lo rechazo del todo -dijo Athos-, pero sólo quiero hacer observar a Aramis que él no puede abandonar el campamento;
que dos horas después de que el mensajero haya partido, todos los capuchinos, todos los alguaciles, todos los bonetes negros del cardenal sabrán vuestra carta de memoria, y que vos y vuestra hábil persona seréis detenidos.
-Sin contar -objetó Porthos- que la reina salvará al señor de Buckingham, pero que en modo alguno nos salvará a nosotros.
Me siento en vena, y resistiría ante un ejército con tal de que hubiera tenido la preocupación de coger una docena más de botellas.
-Grimaud -dijo Athos señalando a los muertos que yacían en el bastión-, vais a coger a estos señores, vais a enderezarlos contra la muralla, vais a ponerles su sombrero en la cabeza y su fusil en la mano.
-Esa Milady, esa mujer esa criatura ese demonio tiene un cuñado, según creo que me habéis dicho D’Artagnan.
-A fe -replicó Athos- que pedís demasiado, D’Artagnan, os he dado lo que tenía y os prevengo que es el fondo de mi bolso.
-En efecto -dijo Porthos-, si nosotros no podemos ausentarnos del campamento, nuestros lacayos pueden dejarlo.
Los cuatro amigos se miraron, y una nube pasó por las frentes que un instante antes estaban despejadas.
Grimaud hizo seña de que sí, y mostró una docena de muertos que había colocado en las actitudes más pintorescas: los unos sosteniendo las armas, los otros con pinta de echárselas a la cara, los otros con la espada en la mano.
Mirad cómo los puntos negros y los puntos rojos crecen visiblemente, y yo soy de la opinión de D’Artagnan: creo que no tenemos tiempo que perder para ganar nuestro campamento.
sólo que como los rochellese habían llegado a tiro de mosquete, hicieron un fuego terrible sobre aquel hombre que, como por placer, iba a exponerse a los disparos.
Pero se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su persona: las balas pasaron silbando a su alrededor y ninguna lo tocó.
Athos agitó su estandarte volvíéndoles la espalda a las gentes de la ciudad y saludando a las del campamento.
Pero Athos continuó caminando majestuosamente por más observaciones que le hicieran sus compañeros, los cuales, viendo que era inútil, regularon sus pasos por el suyo.
Por su parte, los franceses, al ver volver a los cuatro amigos, lanzaban gritos de entusiasmo.
Finalmente una nueva descarga de mosquetes se dejó oír, y esta vez las balas vinieron a estrellarse sobre los guijarros alrededor de los cuatro amigos y a silbar lúgubremente en sus orejas.
Ya lo hemos dicho, Athos amaba a D’Artagnan como a su hijo, y aquel carácter sombrío a inflexible tenía a veces por el joven solicitudes de padre.
-Pues yo pienso -dijo Aramis ruborizándose- que, al no venir su anillo de una amante, y por consiguiente al no ser una prenda de amor, D’Artagnan puede venderlo.
La descarga de fusilería continuaba, pero los amigos estaban fuera del alcance, y los rochelleses no disparaban más que por descargo de conciencia.
más de dos mil personas habían asistido, como a un espectáculo a la feliz fanfarronada de los cuatro amigos fanfarronada cuyo verdadero motivo estaban muy lejos de sospechar.
El señor de Busigny había venido el primero a estrechar la mano de Athos y a reconocer que la apuesta estaba perdida.
El dragón y el suizo lo habían seguido, todos los compañeros habían seguido al dragón y al suizo.
Aquello eran felicitaciones, apretones de manos, abrazos que no terminaban, risas inextinguibles a propósito de los rochelleses;
finalmente, un tumulto tan grande que el señor cardenal creyó que había motín y envió a La Houdinière, su capitán de los guardias, a informarse de o que pasaba.
-Y bien, Monseñor -dijo éste-,son tres mosqueteros y un guardia que han apostado con el señor de Busigny a que iban a desayunar al bastión Saint-Gervais, y mientras desayunaban han resistido allí al enemigo, y han matado no sé cuántos rochelleses.
Aquella noche misma, el cardenal habló al señor de Tréville de la hazaña de la mañana, que era la comidilla de todo el campamento.
El señor de Tréville, que conocía el relato de la aventura de la boca misma de los héroes, la volvíó a contar con todos sus detalles a Su Eminencia, sin olvidar el episodio de la servilleta.
-Está bien, señor de Tréville -dijo el cardenal-, hacedme llegar esa servilleta, os lo ruego.
Haré bordar en ella tres flores de lis de oro, y la daré por guión de vuestra compañía.
no es justo que, dado que esos cuatro valientes militares se quieren tanto, no sirvan en la misma compañía.
Aquella misma noche, el señor de Tréville anunció esta buena noticia a los tres mosqueteros y a D’Artagnan, invitando a los cuatro a almorzar al día siguiente.
-¡A fe -dijo D’Artagnan a Athos- que has tenido una idea victoriosa y que, como dijiste, hemos conseguido con ella gloria y hemos podido trabar una conversación de la mayor importancia!
-Que podemos proseguir ahora sin que nadie sospeche, porque, con la ayuda de Dios, en adelante vamos a pasar por cardenalistas.
Aquella misma noche D’Artagnan fue a presentar sun respetos al señor Des Essarts y a participarle el ascenso que había obtenido.
El señor den Essarts, que quería mucho a D’Artagnan, le ofrecíó entonces sun servicios: aquel cambio de cuerpo traía consign gastos de equipamiento.
pero, parecíéndole buena la ocasión, le rogó hacer estimar el diamante, que le entregó y que deseaba convertir en dinero.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, el criado del señor Des Essarts entró en el alojamiento de D’Artagnan y le entregó una bolsa de oro conteniendo siete mil libras.
como era poco más o menos de la misma talla que Aramis, y como Aramis, pagado con largueza, como se recordará, por el librero que le había comprado su poema, había hecho el doble de todo, había cedido a su amigo un equipo completo.
D’Artagnan habría estado en el colmo de todos sus deseos si no hubiera visto despuntar a Milady como una nube sombría en el horizonte.
Cada cual ofrecíó el suyo: Athos hablaba de la discreción de Grimaud, que sólo hablaba cuando su amo le descosía la boca;
Porthos ponderaba la fuerza de Mosquetón, que era de corpulencia capaz de dar una tunda a cuatro hombres de complexión ordinaria;
finalmente, D’Artagnan tenía fe completa en la bravura de Planchet, y recordaba la forma en que se había comportado en el espinoso asunto de Boulogne.
Estas cuatro virtudes disputaron largo tiempo el premio, y dieron lugar a magníficos discursos, que no referiremos aquí por miedo a que resulten largos.
-Por desgracia -dijo Athos-, será preciso que aquel a quien se envíe posea por sí solo las cuatro cualidades juntas.
-Señores -dijo Aramis-, lo principal no es saber cuál de nuestros cuatro lacayos es el más discreto, el rnás fuerte, el más diestro o el más bravo;
Añadid a su adhesión natural una buena suma que le proporcione algún desahogo, y entonces, en lugar de responder por él una vez, responderéis dos.
Os equivocaréis de todos modos -dijo Athos, que era optimista cuando se trataba de las cosas, y pesimista cuando se trataba de los hombres-.
-Las intrigas y los secretos de Estado -continuó D’Artagnan haciendo caso a la recomendación- no hay ni que decir que ¡todos nosotros seremos enrodados vivos!;
-Pues entonces pondremos simplemente: «Milord, ¿os acordáis de un pequeño cercado en el que se os salvó la
vida?» -Mi querido D’Artagnan -dijo Athos-, no seréis nunca otra cosa que un mal redactor: «¡En que se os salvó la vida!H ¡Quita de ahli Eso no es digno.
-Pues bien, sea -dijo D’Artagnan-, redactadnos esa nota, Aramis, pero, ¡por San Pedro!, hacedlo con cautela, porque os aviso que yo también os espulgaré.
-No pido otra cosa -dijo Aramis con esa ingenua confianza que todo poeta tiene en sí mismo-;
por aquí y por allá he oído decir que esa cuñada era una bribona, yo mismo he tenido pruebas de ello al escuchar su conversación con el cardenal.
Esto es lo que tengo que decir -prosiguió D’Artagnan-: «Milord, vuestra cuñada es una criminal, que quiso haceros matar para heredaros.
-Esta vez -prosiguió Athos interrumpiendo el primero el silencio D’Artagnan nos ha dado un programa excelente, y eso es lo primero que hay que escribir.
El mismo señor canciller se vería en apuros para redactar una epístola de esa fuerza, y sin embargo, el señor canciller redacta muy tranquilamente un atestado.
En efecto, Aramis cogíó la pluma, reflexiónó algunos instantes, se puso a escribir ocho o diez líneas de una encantadora y diminuta escritura de mujer, y luego, con voz dulce y lenta, como si cada palabre hubiera sido sopesada escrupulosamente, leyó lo que sigue:
«Milord: La persona que os escribe estas pocas líneas ha tenido el honor de cruzar la espada con vos en un pequeño cercado de la calle d’Enfer.
Como luego tuvisteis a bien declararos varias veces amigo de esta persona, ésta os debe agradecer esa amistad con un buen aviso.
Dos veces habéis estado a punto de ser víctima de un pariente próximo a quien creéis vuestro heredero, porque ignoráis que antes de contraer matrimonio en Inglaterra estaba ya casada en Francia.
Mas como el criado que partirá podría hacernos creer que ha estado en Londres y detenerse en Chátellerault, démosle sólo con la carta la mitad de la suma, prometíéndole la otra mitad a cambio de la respuesta.
Aramis volvíó a tomar la pluma, se puso a reflexionar de nuevo y escribíó las siguientes líneas, que sometíó al instante mismo a la aprobación de sus amigos:
«Mi querida prima, Su Eminencia el cardenal, a quien Dios conserve para felicidad de Francia y confusión de los enemigos del reino, está a punto de acabar con los rebeldes heréticos de La Rochelle: es probable que el socorro de la flota inglesa no llegue siquiera a la vista de la plaza;
me atrevería a decir incluso que estoy seguro de que el señor de Buckingham se verá impedido de partir por algún gran acontecimiento.
Su Eminencia es el político más ilustre de los tiempos pasados, del tiempo presente y probablemente de los tiempos futuros.
Pues bien, como cuenta con entrar en la iglesia al tiempo que yo, no desespera convertirse él también en Papa o al menos en cardenal: comprenderéis que un hombre que tiene semejantes miras no se dejará prender o, si es prendido, sufrirá el martirio antes que hablar.
ahora bien, Planchet tiene buena memoria y, os respondo de ello, si puede suponer una venganza posible, antes se dejará romper la crisma que renunciar a ella.
Ruego por tanto que se escoja a Planchet, quien además ya ha estado en Londres conmigo y sabe decir muy correctamente: London, sir, if you please y my máster lord D’Artagnan;
-En ese caso -dijo Athos-, es preciso que Planchet reciba setecientas libras para ir y setecientas libras para volver, y Bazin, trescientas libras para ir y trescientas para volver;
nosotros cogeremos mil libras cada uno para emplearlas como bien nos parezca, y dejaremos un fondo de mil libras que guardará el abate para los casos extraordinarios o para las necesidades comunes.
está acostumbrado a mis modales, y me quedo con él, el día de ayer ha debido baldarle, y ese viaje lo perdería.
-Ahora -continuó dirigíéndose a Planchet- tienes ocho días para llegar junto a lord de Winter, tienes otros ocho para volver aquí;
si al dieciseisavo día de tu partida, a las ocho de la tarde, no has llegado, nada de dinero, aunque sean las ocho y cinco minutos.
Piensa que si hablas, te vas de la lengua y callejeas haces cortar el cuello a tu amo, que tiene tanta confianza en tu fidelidad que nos ha respondido de ti.
Pero piensa también que si por tu culpa le ocurre alguna desgracia a D’Artagnan, te encontraré donde sea y será para abrirte el vientre.
-Y yo -continuó Aramis con su voz dulce y melodiosa-, piensa que te quemo a fuego lento como un salvaje.
no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido a las amenanzas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente unidos.
Quedó decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que, como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria.
Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D’Artagnan, que en el fondo sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.
-Escucha -le dijo-, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leído, le dirás: «Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar.» Pero esto, Planchet, es tan grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este secreto, y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.
Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la posta, Planchet partíó al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían hecho los mosqueteros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.
Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como fácilmente se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha.
Sus jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y de olfatear los correos que llegaban.
Por otra parte, tenían que guardarse de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.
La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su costumbre, entró en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo según el acuerdo fijado:
Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha;
Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin ortografía.
-preguntó el suizo, que estaba a punto de hablar con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.
Nada de nada -dijo Aramis-, una costurerita encantadora a la que amaba mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.
Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que hubieran podido nacer, leyó en alta voz:
Pero como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte de la inquietud que aguijoneaba a los cuatro ami gos.
Los días de la espera son largos, y D’Artagnan sobre todo hubieri apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas.
El decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tar visibles en D’Artagnan y sus dos amigos que no podían quedarse er su sitio, y vagaban como sombras por el camino por el que debía volver Planchet.
-Realmente -les decía Athos- no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan gran miedo.
¿De sér decapitados: Pero si todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponernos a algo peor que eso, porque una bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más cortándonos el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza.
dentro de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí: ha prometido estar aquí, y yo tengo grandísima fe ear las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy valiente.
Puede haberse caído del caballo, puede haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber corrido tan deprisa que haya cogido una fluxión de pecho.
Athos se estremecíó, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su vez con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.
Sin embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó;
-Queréis decir que hemos perdido -dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su bolsillo y arrojándolas sobre la mesa-.
Pero he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una sombra, cuya forma es familiar a D’Artagnan, y que una voz muy conocida le dice:
Planchet, sois un muchacho de palabra, y si alguna vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a mi servicio.
D’Artagnan tenía grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a la partida;
pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena calle, pareciese extraordinaria a algún transeúnte, y se contuvo.
Por fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se manténía en la puerta para que los cuatro amigos no fueran sorprendidos, D’Artagnan, con una mano temblorosa, rompíó el sello y abríó la carta tan esperada.
Conténía media línea de una escritura completamente británica y de una concisión completamente espartana: «Thank you, be easy.»
Athos tomó la carta de manos de D’Artagnan, la aproximó a la lámpara, la prendíó fuego y no la soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.
-Ahora, muchacho, puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa con un billete como éste.
Fatalidad Entretanto Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona a la que embarcan, había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la costa, porque no podía hacerse a la idea de que había sido insultada por D’Artagnan amenazada por Athos y que abandonaba Francia sin vengarse de ellos.
Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para ella que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán arrojarla junto a la costa;
mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posición, colocado entre los cruceros franceses a ingleses como el murciélago entre las ratas y los pájaros, tenía mucha prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehúsó obstinadamente obedecer a lo que tomaba por un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido recomendada particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest;
Nueve días después de la salida de Charente, Milady, completamente pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del Finisterre.
Calculó que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo menos tres días;
añadid esos cuatro días a los otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos acontecimientos importantes podían pasar en Londres.
Pen»dudablemente que el cardenal estaría furioso por su regreso y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían contra ella que las acusaciones que ella lanzarfa contra los otros.
Toda la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes bajeles recientemente terminados acababan de ser lanzados al mar;
de pie sobre la escollera engalanado de oro, deslumbrante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro adornado con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hombro, se vela a Buckingham rodeado de un estado mayor casi tan brillante como él.
El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte empurpurando a la vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las tomes y las viejas casas de la ciudad un último rayo de oro que hacía centellear los cristales como el reflejo de un incendio.
Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la tierra, al contemplar todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el poderío de aquel ejército que ella debía combatir sola -ella mujer- con algunas bolsas de oro, se comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campamento de los Asirios y cuando vio la masa enorme de carros, de caballos, de hombres y de armas que un gesto de su mano debía disipar como una nube de humo.
Entraron en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter formidablemente armado se aproximó al navío mercante declarándose guardacostas, a hizo echar al mar su bote, que se dirigíó hacia la escala.
El oficial se entretuvo algunos instantes con el patrón, le hizo leer un papel de que era portador y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y pasajeros, fue llevada al puente.
Cuando concluyó aquella especie de pase de lista, el official preguntó en voz alta del punto de partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las preguntas el capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad.
Entonces el official comenzó a pasar revista de todas las personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado, pero sin dirigirle una sola palabra.
y como si fuera a él a quien en adelante el navío debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al punto.
Entonces el navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con borda -a su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones;
mientras, la barca seguía la estela del navío, débil punto junto a la enorme masa.
Durante el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había devorado por su parte con la mirada.
Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de ojos de llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar, esta vez encontró un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubrimiento siguió a su investigación.
El official, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años;
su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que cabezonería;
una frente algo huidiza, como conviene a los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro.
La bruma espesaba aún más la oscuridad y formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso.
El official se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendíéndole su mano.
-¿Quién sois, señor -preguntó ella-, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan particularmente de mí?
-Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a tierra?
-Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los extranjeros sean conducidos a una hostería designada a fin de que queden bajo la vigilancia del gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.
-Pero yo no soy extranjera, señor -dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de Porstmouth a Manchester-, me llamo lady Clarick, y esta medida…
Y aceptando la mano del official, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le esperaba el bote.
El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el official la hizo sentar sobre la capa y se sentó junto a ella.
Los ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo golpe, y el bote parecíó volar sobre la superficie del agua.
El oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la caja, y, concluida esta operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la portezuela.
Al punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de indicarle su destino, el cochero partíó al galope y se metíó por las calles de la ciudad.
por eso, al ver que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se acodó en un ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presentaan a su espíritu.
Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se inclínó hacia la portezuela para ver adónde se la conducía.
Milady miró al oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y que raramente dejaban de causar su efecto;
el oficial se inclínó, la miró a su vez y parecíó sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto casi repelente.
-En nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un enemigo al que debo atribuir la violencia que se me hace.
-No se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una medida totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en Inglaterra.
Había tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady quedó tranquilizada.
Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de hierro que cerraba
un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y aislado.
Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido que reconocíó por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa escarpada.
El coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y cuadrado;
casi al punto la portezuela del coche se abríó, el joven saltó ágilmente a tierra y presentó su mano a Milady, que se apoyó en ella y descendíó a su vez con bastante calma.
-Lo cierto es -dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven oficial con la más graciosa sonrisa- que estoy prisionera;
pero sacando de su cintura un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres en los navíos de guerra, silbó tres veces, con tres modulaciones diferentes;
entonces aparecieron varios hombres, desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.
Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y entró con él bajo una puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una escalera de piedra que giraba en torno de una arista de piedra;
luego se detu-vieron ante una puerta maciza que, tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a Milady.
Era una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y muy severo para una habitación de hombre libre;
sin embargo, los barrotes en las ventanas y los cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión.
Por un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en las fuentes más vigorosas, la abandonó;
cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la cabeza y esperando a cada instante ver entrar a un juez para interrogarla.
Pero nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las cajas, los depositaron en un rincón y se retiraron sin decir nada.
El oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente le había visto Milady, sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con un gesto de su mano o a un toque de silbato.
Se hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no existía o resultaba inútil.
-En nombre del cielo, señor -exclamó-, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa?
-Esa persona, helá aquí, señora -dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose en actitud de respeto y sumisión.
Estaba sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus dedos.
y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de luz proyectado por la lámpara, Milady retrocedía involuntariamente.
-Sí, hermosa dama -respondíó lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés, mitad irónico-, yo mismo.
Luego, volvíéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas órdenes: -Está bien -dijo-, gracias;
Durante el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y acercar un asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundíó su mirada en las profundidades de la posibilidad, y descubríó toda la trama que ni siquiera había podido entrever mientras ignoró en qué manos había caído.
tilhombre, cabal cazador, jugador intrépido, emprendedor con las mujeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose de intriga.
Athos le había dicho algunas palabras que probaban que la conversación que había mantenido con el cardenal había caído en oídos extraños;
pero Buckingham era incapaz de entregarse a ningún exceso contra una mujer, sobre todo si supónía que aquella mujer había actuado movida por un sentimiento de celos.
Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en manos de su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un enemigo directo a inteligente.
-Sí, hablemos, hermano mío -dijo ella con una especie de jovialidad, decidida como estaba a sacar de la conversación, pese al disimulo que pudiera aportar a ella lord de Winter, las aclaraciones que necesitaba para regular su conducta futura.
-¿Os habéis, pues, decidido a volver a Inglaterra -dijo lord de Winter-, a pesar de la resolución que tan a menudo me manifestasteis en París de no volver a poner los pies sobre territorio de Gran Bretaña?
-Ante todo -dijo ella-, decidme cómo me habéis hecho espiar tan severamente para estar prevenidos de antemano no sólo de mi llegada, sino aun del día, de la hora y del puerto al que llegaba.
Lord de Winter adoptó la misma táctica que Milady, pensando que, puesto que su cuñada la empleaba, ésa debía ser la buena.
-Pero si vengo a veros -prosiguió Milady, sin saber cuánto agravaba, con esta respuesta, las sospechas que había hecho nacer en el espíritu de su cuñado la carta de D’Artagnan, y queriendo sólo captar la benevolencia de su oyente con una mentira.
Por mucho que fuera el poder que tuviera sobre sí misma, Milady no pudo impedir estremecerse, y como al pronunciar las últimas palabras que había dicho, lord de Winter había puesto la mano en el brazo de su hermana, ese estremecimiento no se le escapó.
La primera idea que vino al espíritu de Milady fue que había sido traicionada por Ketty, y que ésta le había contado al barón esa aversión interesada cuya señal había dejado escapar imprudentemente ante su criada;
récordó también la salida furiosa a imprudente que había hecho contra D’Artagnan cuando había salvado la vida de su cuñado.
Yo me entero de ese deseo, o mejor, sospecho que lo sentís, y a fin de ahorraros todas las molestias de una llegada nocturna a un puerto, todas las fatigas de un desembarco, envío a uno de mis oficiales a vuestro encuentro;
pongo un coche a sus órdenes y él os trae aquí, a este castillo, del que soy gobernador, al que vengo todos los días, y en el que, para que nuestro doble deseo de veros quede satisfecho, os hago preparar una habitación.
-Sin embargo es la cosa más simple, querida hermana: ¿no habéis visto que el capitán de vuestro pequeño navío había enviado por delante, al entrar en la rada, para obtener su entrada al puerto, un pequeño bote portador de su libro de corredera y de su registro de tripulación?
Mi corazón me ha dicho lo que acababa de confiarme vuestra boca, es decir, el motivo por el que os expóníais a los peligros de un mar tan peligroso o al menos tan fatigante en este momento, y he enviado mi cúter a vuestro encuentro.
Vos venís de un país donde deben ocuparse mucho de él, y sé que su armamento contra Francia preocupa mucho a vuestro amigo el cardenal.
pero ya volveremos a milord duque más tarde, no nos apartemos del giro sentimental que la conversación había tomado.
Por lo demás, si lo habéis olvidado, como aún vive podría escribirle y él me haría llegar informes a este respecto.
-O mejor, me insultáis -continuó ella apretando con sus manos crispadas los dos brazos del sillón y alzándose sobre sus muñecas.
-exclamó Milady, y, como movida por un resorte, saltó sobre el barón, que la esperó impasible, pero, sin embargo, con una mano sobre la guarda de su espada.
Sé que tenéis costumbre de asesinar a las personas, pero yo me defenderé, os lo prevengo, aunque sea contra vos.
además tendría mi excusa: mi mano no sería la primers mano de hombre que sería puesta sobre vos, según imagino.
Y el barón indicó con un gesto lento y acusador el hombro izquierdo de Milady, que casi tocó con el dedo.
Milady lanzó un rugido sordo y retrocedíó hasta el ángulo de la habitación como una pantera que quiere acularse para abalanzarse.
aquí no hay procuradores que arreglen de antemano las sucesiones, no hay caballero errante que venga a buscarme pelea por la hermosa dama que retengo prisionera, sino que tengo completamente dispuestos jueces que dispondrán de una mujer lo bastante desvergonzada para venir a deslizarse, bígama, en el lecho de lord de Winter, mi hermano mayor, y estos jueces, os lo advierto, os enviarán a un verdugo que os pondrán los dos hombros parejos.
Los ojos de Milady lanzaban tales destellos que, aunque él fuera hombre y armado ante una mujer desarmada, sintió el frío del miedo deslizarse hasta el fondo de su alma;
-Sí, comprendo, después de haber heredado de mi hermano, os habría sido dulce heredar de mí;
pero, sabedlo de antemano, podéis matarme o hacerme matar, mis precauciones están tomadas, ni un penique de cuanto poseo pasará a vuestras manos.
¿No sois lo bastante rica, vos, que poseéis cerca de un millón, y no podéis deteneros en vuestro camino fatal si no hacéis el mal más que por el goce infinito y supremo de hacerlo?
Mirad: os aseguro que si la memoria de mi hermano no fuera sagrada iríais a pudriros en un calabozo del Estado o a saciar en Tyburn la curiosidad de los marineros;
pero la víspera de mi partida vendrá a recogeros un bajel, que yo veré partir y que os conducirá a nuestras colonias del Sur;
y estad tranquila, os uniré un compañero que os levantará la tapa de los sesos a la primera tentativa que arriesguéis por volver a Inglaterra, o al continente.
-Sí, pero hasta entonces -continuó lord de Winter- permaneceréis en este castillo: los muros son espesos, las puertas son fuertes, los barrotes son sólidos;
los hombres de mi séquito, que me son fieles en la vida y en la muerte, montan guardia en torno a esta habitación, y vigilan todos los pasajes que conducen al patio;
si os matan, la justicia inglesa tendrá, como espero, alguna obligación conmigo por haberle ahorrado la tarea.
Viéndose adivinada, Milady se hundíó las uñas en la carne para domar todo movimiento que pudiera dar a su fisonomía una significación cualquiera distinta a la de la angustia.
-El oficial que manda aquí en mi ausencia -ya lo habéis visto y lo conocéis- sabe, como veis, observar una consigna, porque, os conozco, vos no habéis venido desde Portsmouth aquí sin haber tratado de hablarle.
Entre los dos personajes se hizo un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido de un paso lento y regular que se acercaba;
al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse una forma humana, y el joven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se detuvo en el umbral, esperando las órdenes del barón.
-Ahora -dijo el barón-, mirad a esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las seducciones de la tierra;
pues bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de tantos críMenes como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales;
su voz habla en su favor, su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo paga lo que ha prometido, es justicia que hay que hacerle;
Yo os he sacado de la miseria, Felton, os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez, ya sabéis en qué ocasión;
pues bien, os hago llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío, guárdame y sobre todo guárdate de esta mujer;
-Milord -dijo el joven oficial, cargando su mirada pura de todo el odio que pudo encontrar en su corazón-, milord, os juro que se hará como deseáis.
Milady recibíó aquella mirada como víctima resignada: era imposible ver una expresión más sumisa y más dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro.
Un instante después se oía en el corredor el paso pesado de un soldado de marina que hacía de centinela, el hacha a la cintura y el mosquete en la mano.
luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una expresión formidable de amenaza y desafío, corríó a escuchar a la puerta, miró por la ventana y volviendo a enterrarse en un amplio sillón, pensó.
Oficial Entre tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni siquiera enfadosa y amenazadora.
Aunque La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las precauciones tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podía durar mucho tiempo todavía;
y era una gran afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no tenía, por cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de Bassompierre, que estaba malquistado con el duque de Angulema.
La ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de motín para rendirse;
Por su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban a Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses.
El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en todos sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no le impedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a París, de suerte que, si hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se habría encontrado en muchos apuros.
No obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que se había cogido era portador de una carta.
pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos rendiremos», añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos muerto todos de hambre cuando llegue».
Era evidente que si un día se enteraban con certeza de que no había que contar ya con Buckingham, con la esperanza caería su valor.
El cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían anunciar que Buckingham no vendría.
El tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el consejo real, había sido descartado siempre;
en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable, pues el cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en este encuentro, en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado de sesenta años impreso en la política, y el cardenal era en aquella época lo que hoy se denomina un hombre de progreso.
En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o cuatro mil hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San Bartolomé en 1572;
y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada repugnaba al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los generales sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el hambre.
El cardenal no podía apartar de su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible emisaria, porque también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan pronto serpiente como león.
En cualquier caso la conocía lo bastante como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía inmóvil sin grandes impedimentos.
Por lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer esas cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir;
y sentía que por una causa o por otra, esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al peligro que la amenazaba.
Resolvíó, por tanto, hacer la guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito extraño más que como se espera una suerte afortunada.
mientras tanto, puso los ojos sobre aquella desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y, acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor político como él era predecesor de Robespierre, murmuró esta máxima del compadre de Tristán: «Dividir para reinar.»
el cardenal hizo arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta, egoísta y bárbara era la conducta de sus jefes;
adoptaban la máxima, porque también ellos tenían máximas, de que poco importaba que las mujeres, los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus murallas siguiesen fuertes y con buena salud.
Hasta entonces, bien por adhesión, bien por impotencia para reaccionar contra ella, esta máxima, sin ser generalmene adoptada, pasaba, sin embargo, de la teoría a la práctica;
Los billetes recordaban a los hombres que aquellos hijos, aquellas mujeres, aquellos viejos a los que se dejaba morir eran sus hijos, sus esposas y sus padres;
que sería más justo que todos fueran reducidos a la miseria común, a fin de que una misma posición hiciera adoptar resoluciones unánimes.
Estos billetes causaron todo el efecto que podía esperar quien los había escrito, dado que decidieron a un gran número de habitantes a iniciar negociaciones particulares con el ejército real.
Pero en el momento en que el cardenal veía fructificar ya su medio y se aplaudía por haberlo puesto en práctica, un habitante de La Rochelle, que había podido pasar a través de las líneas reales, Dios sabe cómo, pues tanta era la vigilancia de Bossompierre, de Schomberg y del duque de Angulema, vigilados ellos mismos por el cardenal, un ha-bitante de La Rochelle, decíamos, entró en la ciudad procedente de Porstmouth y diciendo que había visto una flota magnífica dispuesta a hacerse a la vela antes de ocho días.
Además, Buckingham anunciaba al alcalde que por fin iba a declararse la gran lucha contra Francia, y que el reino iba a ser invadido a la vez por los ejércitos ingleses, im-periales y españoles.
Esta carta fue leída públicamente en todas las plazas, se pegaron copias en las esquinas de las calles y los mismos que habían comenzado a iniciar las negociaciones las interrumpieron, resueltos a esperar este socorro tan pomposamente anunciado.
Esta circunstancia inesperada devolvíó a Richelieu sus inquietudes primeras, y lo forzó a pesar suyo a volver nuevamente los ojos hacia el otro lado del mar.
Durante este tiempo, libre de las inquietudes de su único y verdadero jefe, el ejército real llevaba una existencia alegre;
Coger espías y colgarlos, hacer expediciones audaces sobre el dique o por el mar, imaginar locuras, ponerlas en práctica, tal era el pasatiempo que hacía encontrar cortos al ejército aquellos días tan largos no sólo para los rochelleses roídos por el hambre y la ansiedad, sino incluso por el cardenal que los bloqueaba con tanto ardor.
A veces, cuando el cardenal, siempre cabalgando como el último gendarme del ejército, paseaba su mirada pensativa sobre las obras, tan lentas a gusto de su deseo, que alzaban por orden suya los ingenieros que había hecho venir de todos los rincones de Francia, encontraba algún mosquetero de la compañía de Tréville, se acercaba a él, lo miraba de forma singular y al no reconocerlo por uno de nuestros compañeros, dejaba it hacia otra parte su mirada profunda y su vasto pensamiento.
Cierto día en que, roído por un hastío mortal, sin esperanza en las negociaciones con la ciudad, sin nuevas de Inglaterra, el cardenal había salido sin más objeto que salir, acompañado solamente de Cahusac y de La Houdinière, costeando las playas arenosas y mezclando la inmensidad de sus sueños a la inmensidad del océano, llegó al paso de su caballo a una colina desde cuya altura percibíó detrás de un seto, tumbados sobre la arena y tomando de paso uno de esos rayos de sol tan raros en esa época del año, a siete hombres rodeados de botellas vacías.
Por otro lado, tenía una preocupación extraña: era creer que las causas mismas de su tristeza excitaban la alegría de los extraños.
Haciendo seña a La Houdinière y a Cahusac de detenerse, descendíó de su caballo y se aproximó a aquellos reidores sospechosos, esperando que con la ayuda de la arena que apagaba sus pasos, y del seto que ocultaba su marcha, podría oír algunas palabras de aquella conversación que tan interesante parecía;
a diez pasos del seto solamente reconocíó el parloteo gascón de D’Artagnan, y como ya sabía que aquellos hombres eran mosqueteros, no dudó que los otros tres fueran aquellos que llamaban los inseparables, es decir, Athos, Porthos y Aramis.
pero aún no había podido coger más que sílabas vagas y sin ningún sentido positivo cuando un grito sonoro y breve lo hizo estremecerse y atrajo la atención de los mosqueteros.
-Habláis en mi opinión de forma rara -dijo Athos alzándose sobre un codo y fascinando a Grimaud con su mirada resplandeciente.
Por eso Grimaud no añadió ni una palabra, contentándose con tener el dedo índice en la dirección del seto y denunciando con este gesto al cardenal y a su escolta.
-Monseñor -respondíó Athos, porque en medio del terror general sólo él había conservado aquella calma y aquella sangre fría de gran señor que no lo abandonaban nunca-, Monseñor, los mosqueteros, cuando no están de servicio o cuando su servicio ha terminado, beben y juegan a los dados, y son oficiales muy superiores para sus lacayos.
-Su Eminencia ve, sin embargo, que si no hubiéramos tomado esta precaución, nos habríamos expuesto a dejarle pasar sin presentarle nuestros respetos y ofrecerle nuestra gratitud por la gracia que nos ha hecho de reunirnos.
D’Artagnan -continuó Athos-, vos que hace un momento pedíais esta ocasión de expresar vuestra gratitud a Mon-señor, helá aquí, aprovechadla.
Estas palabras fueron pronunciadas con aquella flema imperturbable que distinguía a Athos en las horas de peligro, y con aquella excesiva cortesía que hacía de él en ciertos momentos un rey más majestuoso que los reyes de nacimiento.
D’Artagnan se acercó y balbuceó algunas palabras de gratitud, que pronto expiraron bajo la mirada ensombrecida del cardenal.
-No importa, señores -continuó el cardenal, al parecer por nada del mundo apartado de su intención primera por el incidente que Athos había suscitado-;
no importa, señores, no me gusta que simples soldados, porque tienen la ventaja de servir en un cuerpo privilegiado, hagan de esta forma los grandes señores, y la disciplina es la misma para ellos que para todo el mundo.
Athos dejó al cardenal acabar completamente su frase e, inclínándose en señal de asentimiento, replicó a su vez:
Si somos lo bastante afortunados para que Su Eminencia tenga alguna orden particular que darnos, estamos dis-puestos a obedecerle.
Monseñor ve -continuó Athos frunciendo el ceño porque aquella especie de interrogatorio comenzaba a impacientarlo- que, para estar dispuestos a la menor alerta, hemos salido con nuestras armas.
Y señaló con el dedo al cardenal los cuatro mosquetes en haz junto al tambor sobre el que estaban las camas y los dados.
-Tenga a bien Vuestra Eminencia creer -añadió D’Amagnan- que nos habríamos dirigido a su encuentro si hubiéramos podido suponer que era ella la que venía hacia nosotros con tan pequeña compañía.
Quizá se encontraría en vuestros cerebros el secreto de muchas cosas que son ignoradas si se pudiera leer en ellos como leéis en esa cama que habéis ocultado cuando me habéis visto venir.
-Monseñor -dijo Athos con una calma tanto más terrible cuanto que se jugaba la cabeza al dar esta respuesta-, la carta es de una mujer, pero no está firmada ni Marión de Lorme, ni señorita D’Aiguillon.
El cardenal se volvíó pálido como la muerte, un destello leonado salíó de sus ojos;
Athos vio el movimiento: dio un páso hacia los mosqueteros, sobre los que los tres amigos tenían fijos los ojos como hombres poco dispuestos a dejarse detener.
pero como no lo hay, permaneced donde estáis, acabad vuestras botellas, vuestra partida y vuestra carta.
Los cuatro jóvenes, de pie a inmóviles, lo siguieron con los ojos sin decir una sola palabra hasta que hubo desaparecido.
Todos tenían el rostro consternado, porque pese al adiós amistoso de Su Eminencia comprendían que el cardenal se iba con la rabia en el corazón.
-Estaba totalmente resuelto -dijo Aramis con su voz más aflautada-: si hubiera exigido que le fuera entregada la carta, le habría presentado la carta con una mano, y con la otra le habría pasado mi espada a través del cuerpo.
-En tal caso, que no vuelva a tratarse de lo que acaba de ocurrir, y que Aramis prosiga la carta de su prima donde el señor cardenal le ha interrumpido.
Aramis sacó la carta de su bolso, los tres amigos se acercaron a él y los tres lacayos se reunieron de nuevo junto a la damajuana.
«Querido primo, creo que me decidiré a partir para Stenay, donde mi hermana ha hecho entrar a nuestra pequeña criada en el convento de las Carmelitas;
esa pobre muchacha está resignada, sabe que no se puede vivir en ninguna otra parte sin que esté en peligro la salvación de su alma.
Sin embargo, si los asuntos de nuestra familia se arreglan como nosotros deseamos, creo que ella correrá el riesgo de condenarse, y que volverá junto a aquellos a los que echa de menos, tanto más cuanto que sabe que se piensa siempre en ella.
mas, después de todo, como ya os he dado pruebas de ello, querido primo, no soy demasiado torpe y me haré cargo de esa comisión.
Adiós, mi querido primo, dadnos nuevas de vos con la mayor frecuencia que podáis, es decir, cuantas veces creáis poder hacerlo con seguridad.
-dijo Athos vaciando un vaso de excelente vino de Burdeos, que sin tener en aquella época la reputación que tiene hoy, no por eso la merecía menos-.
-Para castigaros por haber hablado sin permiso, amigo mío, vais a comer este trozo de papel;
Grimaud sonrió y con los ojos fijos sobre el vaso que Athos acababa de llenar hasta el borde, trituró el papel y lo tragó.
Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser mudo era menos expresivo.
-Y ahora -dijo Athos-, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el vientre de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
La volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo hemos dejado, ahondando un abismo de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la esperanza;
En dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y traicionada, y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor para combatirla contra lo que ha fracasado: D’Artagnan la ha vencido a ella, esa invencible potencia del mal.
El la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fracasar en su ambición, y ahora la pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida.
D’Artagnan ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la tempestad con que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina.
Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en blanco con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada de las manos, y es D’Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo Botany-Bay, a algún Tyburn infame del océano Indico.
Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los destellos de sus rugidos sordos, que a veces escapan con su respiración del fondo de su pecho, acompañan perfectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse, como una desesperación eterna a impotente, contra las ro-cas sobre las cuales está construido ese castillo sombrío y orgulloso!
¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera tormentosa hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, sobre todo, contra D’Artagnan, magníficos proyectos de venganza, perdidos en las lejanías del futuro!
Sí, pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que horadar un muro, desempotrar los barrotes, agujerear el suelo;
empresas todas estas que puede llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las irritaciones febriles de una mujer.
Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses, años, y ella…, ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible carcelero.
¿Por qué, pues, el cielo se ha equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y delicado?
Por eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia que no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza.
Pero poco a poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos nerviosos que han agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está replegada sobre sí misma como una serpiente fatigada que reposa.
estaba loca al dejarme llevar así -dice hundiendo en el espejo, que refleja en sus ojos su mirada brillante, por la que parece interrogarse a sí misma-.
quizá si usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más débiles aún que yo, y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no soy para ellos más que una mujer.
Entonces, como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su fisonomía tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la cólera que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa.
Luego sus cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las ondulaciones que creyó que podían ayudar a los encantos de su rostro.
La prisionera no quiso perder tiempo, y resolvíó hacer, desde aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el terreno estudiando el carácter de las personas a las que su custodia estaba confiada.
Milady, que se había levantado, se lanzó vivamente sobre su sillón, la cabeza echada hacia atrás, sus hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo sus encajes chafados, una mano sobre el corazón y la otra colgando.
Esta doble orden que dio a los mismos individuos el joven teniente probó a Milady que sus servidores eran los mismos hombres que sus guardianes, es decir soldados.
Las órdenes de Felton eran ejecutadas por los demás con una silenciosa rapidez que daba buena idea del floreciente estado en que manténía la disciplina.
-Pero, mi teniente -dijo un soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado a Milady-, esta mujer no duerme.
-Tenéis razón -dijo Felton tras haber mirado a Milady desde el lugar en que se encontraba, sin dar un paso hacia ella-;
id a avisar a lord de Winter que su prisionera está desvanecida porque no sé qué hacer: el caso no estaba previsto.
El soldado salíó para cumplir las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un sillón que por azar se encontraba junto a la puerta y esperó sin decir una palabra, sin hacer un gesto.
Milady poseía ese gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a través de sus largas pestañas sin dar la impresión de abrir los párpados: vislumbró a Felton que le daba la espalda, continuó mirándolo durante diez minutos aproximadamente, y durante esos diez minutos el impasible guardián no se volvíó ni una sola vez.
Pensó entonces que lord de Winter iba a venir a dar, con su presencia, nueva fuerza a su carcelero: su primera prueba estaba perdida, adoptó su partido como mujer que cuenta con sus recursos;
-murmuró con aquella voz armoniosa que, semejante a la de las encantadoras antiguas, encantaba a todos a quienes quería perder.
Y al enderezarse en su sillón adoptó una posición más graciosa y más abandonada aún que la que tenía cuando estaba tumbada.
-Seréis servida de este modo tres veces al día, señora -dijo-: por la mañana, a las nueve;
Si no os va bien, podéis indicar vuestras horas en lugar de las que os propongo, y en este punto obraremos conforme a vuestros deseos.
-Se ha avisado a una mujer de los alrededores, mañana estará en el castillo, y vendrá siempre que deseéis su presencia.
En el momento en que iba a franquear el umbral lord de Winter aparecíó en el corredor, seguido del soldado que había ido a llavarle la nueva del desvanecimiento de Milady.
Demonios, Felton, hijo mío, ¿no has visto que te tomaba por un novicio y que representaba para ti el primer acto de una comedia cuyos desarrollos tendremos sin duda el placer de seguir?
pero como la prisionera es mujer después de todo, he querido tener los miramientos que todo hombre bien nacido debe a una mujer, si no por ella, al menos por uno mismo.
-O sea -prosiguió de Winter riendo-, esos hermosos cabellos sabiamente esparcidos, esa piel blanca y esa lánguida mirada, ¿no te han seducido aún, corazón de piedra?
-No, milord -respondíó el impasible joven-, y creedme, se necesita algo más que tejemanejes y coqueterías de mujer para corromperme.
-En tal caso, mi bravo teniente, dejemos a Milady buscar otra cosa y vayamos a cenar.
¡Ah!, tranquilízate, tiene la imaginación fecunda, y el segundo acto de la comedia no tardará en seguir al primero.
estáte tranquilo pobre monje frustrado, pobre soldado convertido, que te has cortado el uniforme de un hábito.
-A propósito -prosiguió de Winter deteniéndose en el umbral de la puerta-, no es preciso, Milady, que este fracaso os quite el apetito.
Me llevo bastante bien con mi cocinero, y como no tiene que heredar de mí, tengo en él plena y total confianza.
Era cuanto Milady podía soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus dientes rechinaron sordamente, sus ojos siguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord de Winter y Felton;
Si te hubiera escuchado, el cuchillo habría sido puntiagudo y de acero: entonces se acabó Felton, te habría degollado y después de ti a todo el mundo.
En efecto, Milady empuñaba aún el arma ofensiva en su mano crispada, pero estas últimas palabras, este supremo insulto, destensaron sus manos, sus fuerzas y hasta su voluntad.
-Tenéis razón, milord -dijo Felton con un acento de profundo disgusto que resonó hasta en el fondo del corazón de Milady-, tenéis razón y soy yo el que estaba equivocado.
Pero esta vez Milady prestó oído más atento que la primera vez, y oyó alejarse sus pasos y apagarse en el fondo del corredor.
-Estoy perdida -murmuró-, heme aquí en poder de gentes sobre las que no tendré más ascendiente que sobre estatuas de bronce o granito;
En efecto, como indicaba esta última reflexión, ese retorno instintivo a la esperanza, en aquella alma profunda el temor y los sentimientos débiles no flotaban demasiado tiempo.
Milady se sentó a la mesa, comíó de varios platos, bebíó un poco de vino español, y sintió que le volvía toda su resolución.
Antes de acostarse ya había comentado, analizado, mirado por todas su facetas, examinado desde todos los puntos de vista las palabras, los pasos, los gestos, los signos y hasta el silencio de sus carceleros, y de este estudio profundo, hábil y sabio, había resultado que Felton era, en conjunto, el más vulnerable de sus dos perseguidores.
quien la hubiera visto durmiendo la habría supuesto una muchacha soñando con la corona de flores que debía poner sobre su frente en la próxima fiesta.
Milady soñaba que por fin tenía a D’Artagnan, que asistía a su suplicio, y era la vista de su sangre odiosa corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora sonrisa sobre sus labios.
Felton estaba en el corredor: traía la mujer de que había hablado la víspera y que acababa de llegar;
Milady reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más se redoblaría la vigilancia de lord de Winter;
además, el médico podría declarar que la enfermedad era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la segunda.
-Entonces -dijo Felton impacientado-, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis seguir.
-Sin embargo, señora -dijo Felton-, si sufrís realmente se enviará a buscar un médico, y si nos engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no tendremos nada que reprocharnos.
pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se fundíó en lágrimas y estalló en sollozos.
-Creo que empiezo a verlo claro -murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose bajo las sábanas para ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción interior.
y ella había pensado que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería a ver a Felton.
Felton reaparecíó y, sin prestar atención a si Milady había tocado o no la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que ordinariamente traían completamente servida.
Milady, tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una virgen santa esperando el martirio.
-Lord de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y de las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día el ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el ritual.
Ante la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady, ante el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa con que las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al oficial.
Entonces, en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella frente pulida como el mármol, pero dura a impenetrable como él, reconocíó a uno de esos sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey Jacobo como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Bartolomé, venían a veces a buscar refugio.
Tuvo, pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las reciben en las grandes crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su vida.
Estas dos palabras: vuestra misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en efecto, toda la importancia de la respuesta que iba a dar.
Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó completamente formulada a sus labios:
-dijo con un acento de desdén, puesto al unísonó con aquel que había observado en la voz del joven oficial-, yo, señor, ¿mi misa?
-preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.
-Lo diré -exclamó Milady con exaltación fingida- el día en que haya sufrido lo suficiente por mi fe.
La mirada de Felton descubríó a Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse con esta sola frase.
Sin embargo, el joven oficial permanecíó mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.
-Estoy en manos de mis enemigos -prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía familiar a los puritanos-.
Y en cuanto a ese libro -añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto-, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.
Felton no respondíó, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había manifestado y se retiró pensativo.
-Parece – dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo indolentemente sus pies sobre el hogar-, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.
-Explicaos, milord -prosiguió la prisionera con majestad-, porque os declaro que oigo vuestras palabras pero que no las comprendo.
-Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros críMenes darían fe de ella.
-Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor -respondíó fríamente Milady-, y porque queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.
trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su segundo marido, un puritano de los más austeros.
continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le parecíó que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que parecía escuchar.
Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comíó poco y no bebíó más que agua.
Una hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no acompañaba a los soldados.
Se volvíó hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola sonrisa la habría denunciado.
Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:
Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido en piedra.
le parecíó que los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a dulcificar el corazón de sus carceleros.
Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celoso católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:
Vuestra canción es triste como un De profundis, y si además de estar de guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.
Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la seducción que el demonio había puesto en ella:
Aquella voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a inculta de estos salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados raramente encontraban en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos los recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres hebreos en el horno:
Esta estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de sembrar el desorden en el corazón del joven oficial;
abríó bruscamente la puerta y Milady lo vio aparecer pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi extraviados.
-Perdón, señor -dijo Milady con dulzura-, olvidaba que mis cantos no son de recibo en esta casa.
pero ha sido sin querer, os lo juro, perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es involuntaria.
Milady estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal expresión a su semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante sólo creía oír.
Y el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady hundía su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.
-Me callaré -dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz, con toda la resignación que pudo impnmir a su porte.
Y a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su severidad para con la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.
Había que retenerlo, o mejor, era preciso que se quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía conducirla a este resultado.
Porque Milady lo sabía de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la gama de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje celeste.
Y, sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba prevenido, y esto contra el menor azar.
Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus palabras, hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración, que se podía interpretar como un suspiro.
En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico a quien se acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de ocupar.
Permanecer muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que hicieran contraste con su resignación, tal era su proyecto.
pero sus labios se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y salíó.
Hacía un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de Inglaterra que ilumina pero no calienta, pasaba a través de los barrotes de la prisión.
de buena gana querríais, sobre un buen navío, hender las olas de ese mar verde como la esmeralda;
querríais de buena gana, bien en tierra, bien sobre el océano, tenderme una de esas buenas emboscadas que tan bien sabéis combinar.
Dentro de cuatro días os será permitida la orilla, os será abierto el mar, más abierto de lo que quisierais, porque dentro de cuatro días Inglaterra será desembarazada de vos.
En el momento en que salía, una mirada penetrante se coló por la puerta entreabierta, y ella vislumbró a Felton que volvía a su sitio rápidamente para no ser visto por ella.
Sólo entonces fingíó ella oír el ruido de los pasos de Felton y, alzándose rápida como el pensamiento, se ruborizó como si tuviera vergüenza de haber sido sorprendida de rodillas.
-¿Pensáis acaso, señora -respondíó Felton con su misma voz grave, aunque con un acento más dulce- que me creo con derecho de impedir a una criatura prosternarse ante su Creador?
sea el que fuere el crimen que haya cometido, un culpable a los pies de Dios me parece sagrado.
-Si estuvierais condenada, si fuerais mártir -respondíó Felton-, razón de más para rezar, y yo mismo os ayudaría con mis plegarias.
mirad, no puedo resistir por más tiempo, porque temo que me falten las fuerzas en el momento en que tenga que sostener la lucha y confesar mi fe;
Os engañan, señor, pero no se trata de esto, no os pido más que una gracia, y si me la concedéis, os bendeciré en este mundo y en el otro.
-Si habéis merecido esa vergüenza, señora, si habéis incurrido en esa ignominia, hay que sufrirla ofrecíéndola a Dios.
-Mas -exclamó Milady con un increíble acento de verdad-, ¿no sois, pues, su cómplice, no sabéis, pues, que él me destina a una vergüenza que todos los castigos de la tierra no podrían igualar en horror?
Felton no hacía sino expresar respecto al duque el sentimiento de execración que todos los ingleses habían consagrado a aquel a quien los mismos católicos llamaban el exactor, el concusionario, el disoluto, y a quien los puritanos llamaban simplemente Satán.
Cuando os suplico enviar a ese hombre el castigo que le es debido, sabéis que no es por venganza propia por lo que lo persigo, sino que es la liberación de todo un pueblo lo que imploro.
«Por fin me pregunta», se dijo a sí misma Milady en el colmo de la alegría por haber llegado tan pronto a tan gran resultado.
Felton sintió sin duda en sí mismo que su fuerza lo abandonaba, y dio algunos pasos hacia la puerta;
Sed bueno, sed clemente, escuchad mi ruego: ese cuchillo que la fatal prudencia del barón me ha quitado, porque sabe el uso que quiero hacer de él.
-¡He dicho señor -murmuró Milady bajando la voz y dejándose caer abatida sobre el suelo-, he dicho mi secreto!
-¡Oh!, ni una palabra -dijo con voz concentrada-, ni una palabra de cuanto os he dicho a ese hombre, o estoy perdida, y seréis vos, vos…
Luego, como los pasos se acercaban, ella se calló por miedo a que su voz fuera oída, apoyando con un gesto de terror infinito su hermosa mano sobre la boca de Felton.
Lord de Winter pasó ante la puerta sin detenerse, y se oyó el ruido de los pasos que se alejaban.
luego, cuando el ruido se hubo apagado por completo, respiró como un hombre que sale de un sueño, y se precipitó fuera de la habitación.
-dijo Milady escuchando a su vez el ruido de los pasos de Felton, que se alejaban en dirección opuesta a los de lord de Winter-.
-Si le habla al barón -dijo-, estoy perdida, porque el barón, que sabe de sobra que no me mataré, me pondrá delante de él un cuchillo en las manos, y él verá que toda esta gran desesperación no era más que un juego.
-Señor -le dijo Milady-, ¿vuestra presencia es un accesorio obligado de mi cautividad, o podríais ahorrarme ese aumento de torturas que causan vuestras visitas?
¿No me anunciasteis sentimentalmente, con esa linda boca tan cruel hoy para mí, que veníais a Inglaterra con el único fin de verme a vuestro gusto, goce cuya privación, según decíais, sentíais tanto que lo arriesgasteis todo por eso: mareo, tempestad, cautividad?
nunca en toda su vida quizá aquella mujer, que había experimentado tantas emociones potentes y opuestas, había sentido latir su corazón tan violentamente.
-Mirad -le dijo-, quería mostraros esta especie de pasaporte que yo mismo he redactado y que en adelante os servirá de número de orden en la vida que consiento en dejaros.
creyó que la orden estaba dispuesta a ser ejecutada: pensó que lord de Winter había adelantado su partida;
En su mente todo lo vio, pues, perdido durante un instante cuando de pronto se dio cuenta de que la orden no estaba adornada con ninguna firma.
pasado mañana volverá firmada por su puño y adornada con su sello, y veinticuatro horas después, y de eso yo soy quien os responde, recibirá su principio de ejecución.
explicaos con franqueza: aunque mi nombre, o mejor el nombre de mi hermano, se halle mezclado en todo esto, correré el riesgo del escándalo en un proceso público con tal de estar seguro de que al mismo tiempo me veré libre de vos.
Al punto oyó pasos más ligeros que los del centinela que venían del fondo del corredor y que se deténían ante su puerta.
Mas, aunque su voz dulce, plena y sonora vibró más armoniosa y más desgarradora que nunca, la puerta permanecíó cerrada.
En una de las miradas furtivas que lanzaba sobre un pequeño postigo, le parecíó a Milady vislumbrar a través de la reja cerrada los ojos ardientes del joven;
Sólo que instantes después de que ella terminara su canto religioso, Milady creyó oír un profundo suspiro;
Al día siguiente, cuando Felton entró en la habitación de Milady, la encontró de pie, subida sobre un sillón, teniendo entre sus manos una cuerda tejida con la ayuda de algunos pañuelos de batista desgarrados en tiras trenzadas unas con otras atadas cabo con cabo;
al ruido que Felton hizo al abrir la puerta, lady saltó con presteza al pie de su sillón, y trató de ocultar tras ella aquella cuerda improvisada que sosténía en la mano.
El joven estaba aún más pálido que de costumbre, y sus ojos enrojecidos por el insomnio indicaban que había pasado una noche febril.
Avanzó lantamente hacia Milady, que se había sentado, y cogiendo un cabo de la trenza asesina que por descuido, o adrede quizá, ella había dejado ver:
Felton dirigíó los ojos hacia el punto del muro de la habitación ante el que había encontrado a Milady de pie sobre el sillón en que ahora estaba sentada, y por encima de su cabeza divisó un gancho dorado, empotrado en el muro, y que servía para colgar bien los uniformes, bien las armas.
voy a deciros lo que hacíais, o mejor, lo que ibais a hacer: ibais a acabar la obra fatal que alimentáis en vuestro espíritu;
-Cuando Dios ve a una de esas criaturas injustamente perseguida, colocada entre el suicidio y el deshonor, creedme, señor, -respondíó Milady con un tono de profunda convicción-, Dios le perdona el suicidio;
Y con tal que presentéis un cadáver que sea reconocido por el mío, no se os exigirá más y quizá incluso tengáis recompensa doble.
-Pero ¿qué os he hecho yo -dijo Felton trastornado- para que me carguéis con semejante responsabilidad ante los hombres y ante Dios?
Dentro de algunos días os marcharéis muy lejos de aquí, señora, vuestra vida no estará ya bajo mi custodia, y entonces -añadió él con un suspiro- haréis lo que queráis.
-O sea -exclamó Milady como si no pudiera resistir a una santa indignación-, vos, un hombre piadoso, vos a quien se llama un justo, no pedís otra cosa: no ser inculpado, no ser inquietado por mi muerte.
-¿Creéis que el día del jucio final Dios separará los verdugos ciegos de los jueces inicuos?
Vos no queréis que yo mate mi cuerpo, y os hacéis el agente de quien quiere matar mi alma.
-Pero, os lo repito -prosiguió Felton transtornado-, ningún peligro os amenaza, y yo respondo por lord de Winter como de mí mismo.
-exclamó Milady- Pobre insensato que se atreve a responder de otro hombre cuando los más sabios, cuando los más grandes, según Dios, dudan en responder de ellos mismos, y que se coloca en el partido más fuerte y más feliz para abrumar a la más débil y más desdichada.
-Imposible, señora, imposible -murmuró Felton, que en el fondo de su corazón sentía la justicia de este argumento-;
-Sí -exclamó Milady-, pero perderé lo que es mucho más caro que la vida, perderé el honor, Felton, y seréis vos, vos, a quien yo haré responsable ante Dios y ante los hombres de mi vergüenza y de mi infamia.
Esta vez Felton, por más impasible que fuera o que fingiera ser, no pudo resistir a la influencia secreta que ya se había apoderado de él: ver a aquella mujer tan hermosa, blanca como la más cándida visión, verla alternativamente desconsolada y amenazadora, sufrir a la vez el ascendiente del dolor y de la belleza, era demasiado para un vi-sionario, era demasiado para un cerebro minado por los sueños ardientes de la fe extática, era demasiado para un corazón corroído a la vez por el amor del cielo que abrasa, por el odio de los hombres que devora.
Milady vio la turbación, sentía por intuición la llama de las pasiones opuestas que ardían con la sangre en las venas del joven fanático;
y como un general hábil que, viendo al enemigo dispuesto a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se levantó, bella como una sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen cristiana, y con el brazo extendido, el cuello al descubierto, los cabellos esparcidos, reteniendo con una mano su vestido púdicamente recogido sobre su pecho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el desorden a los sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con un aire vehemente de su voz tan dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un acento terrible:
¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el mundo con sus herejías y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo a quien los ciegos llaman duque de Buckingham y a quien los creyentes llaman el anticristo!
-Sí, sí -dijo Felton pasándose las manos por la frente cubierta de sudor como para arrancar de ella su última duda-;
sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco los rasgos del ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede dormir: «¡Golpea, salva a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás sin haber calmado a Dios!» ¡Hablad, hablad!
Por fugitiva que hubiera sido aquella luz homicida, Felton la vio y se estremecíó como si aquella luz hubiera iluminado los abismos del corazón de aquella mujer.
Antes de que Felton le hubiera respondido y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de sostener en el mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer se superpusiese al entusiamo del instante:
Os suplico, os imploro de rodillas: dejadme morir, y mi último suspiro será una bendición para mi salvador.
Ante esta voz dulce y suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se acercó.
Poco a poco la encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y quitaba a voluntad, es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre todo, el irresistible atractivo de la voluptuosidad mística, la más devoradora de las voluptosidades.
Pero vos, señora, tan bella en realidad, tan pura en apariencia, para que lord de Winter os persiga, habréis cometido iniquidades.
Milady lo miró largo tiempo con una expresión que el joven oficial tomó por duda, y que, sin embargo, no era más que una observación y, sobre todo, voluntad de fascinar.
pero esta vez el terrible cuñado de Milady no se contentó, como había hecho la víspera, con pasar delante de la puerta y alejarse: se detuvo, cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abríó y aparecíó él.
Mientras se habían cambiado esas dos palabras, Felton había retrocedido vivamente, y cuando lord de Winter entró, él estaba a algunos pasos de la prisionera.
El barón entró lentamente y dirigíó su mirada escrutadora de la prisionera al joven oficial.
Felton palidecíó y dio un paso adelante pensando que, en el momento en que él había entrado, Milady tenía una cuerda.
-Tenéis razón -dijo ésta-, y ya había pensado en ello -luego añadió con una voz sorda-: lo volveré a pensar.
Además, ten valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y donde la envíen no perjudicará a nadie.
-exclamó Milady con escándalo de tal forma que el barón creyó que ella se dirigía al cielo y que Felton comprendíó que era para él.
El barón tomó al oficial por el brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de no perder de vista a Milady hasta haber salido.
Sin embargo, Milady esperó con impaciencia, porque sospechaba que la jornada no pasaría sin volver a ver a Felton.
Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar, oyó que se hablaba en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abríó y reconocíó a Felton.
El joven avanzó rápidamente por el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y haciendo señal a Milady de callarse;
-Escuchad -respondíó Felton en voz baja-, acabo de alejar al centinela para poder permanecer aquí sin que se sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os digo.
-No, Felton, no, hermano mío -dijo ella-, el sacrificio es demasiado grande, y siento cuánto os cuesta.
Mi muerte será mucho más elocuente que mi vida, y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de la prisionera.
he venido para que me prometáis bajo palabra de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis contra vuestra vida.
-No quiero prometer -dijo Milady- porque nadie más que yo respeta el juramento y, si prometiera, tendría que cumplirlo.
Si cuando me hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo mismo os daré el arma que me habéis pedido.
Y se precipitó fuera del cuarto, volvíó a cerrar la puerta y esperó fuera, con el espontón del soldado en la mano, como si hubiera montado la guardia en su lugar.
Entonces, a través del postigo al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse con un fervor delirante a irse por el corredor con un transporte de alegría.
En cuanto a ella, volvíó a su puesto con una sonrisa de salvaje desprecio en sus labios, y repitió blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber aprendido nunca a conocerlo.
Milady había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus fuerzas.
No era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hombres prontos a dejarse seducir y a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa;
Milady era bastante hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para pasar por encima de todos los obstáculos del espíritu.
Mas esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible a fuerza de austeridad;
Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a proyectos tan tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese sentimiento que se nutre de ocio y crece con la corrupción.
Milady había abierto por tanto brecha, con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra ella, y con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro.
Finalmente, se había mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces, mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la religión podían someter a su estudio.
Sin embargo, durante la velada muchas veces había desesperado ella del destino y de sí misma;
no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa soberanía que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula árabe, un grano de Granada le basta para reconstruir un mundo perdido.
Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham (y Buckingham la firmaría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre falso, y que no podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos, el barón la haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a la deportación usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de la moda y un reflejo de
Ser una mujer condenada a una pena miserable a infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstáculo para volverse alguna vez poderosa.
es decir, una eternidad, volver cuando D’Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina, junto con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no podía soportar.
Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría hecho estallar los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante las proporciones de su espíritu.
¿Qué debía pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz;
el cardenal, no sólo su único apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino además el principal instrumento de su fortuna y de su venganza futura?
Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos soportados, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez por la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!»
Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en que había caído;
y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación inventiva.
Sin embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la campana al pasar, y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la prisionera.
A las nueve, lord de Winter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los muros, inspecciónó la chimenea y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa inspección ni él ni Milady pronunciasen una sola palabra.
Indudablemente los dos comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para perder el tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.
Ahora lo adivinaba ella como una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y despreciaba a la vez a aquel débil fanático.
-Escucha -dijo el joven al centinela- no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto, porque sabes que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su puesto un instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su puesto.
Yo -añadió- voy a entrar para inspeccionar por segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros proyectos contra sí misma y a la cual he recibido orden de cuidar.
Mi teniente -dijo-, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes comisiones, sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.
-dijo el joven que, pese a su dominio sobre sí mismo, sentía sus rodillas temblar y comenzar a brotar el sudor en su frente.
-No habléis de eso, señora -dijo Felton- no hay situación por terrible que sea que autorice a una criatura de Dios a darse la muerte.
-dijo Felton sacando de su bolsillo el arma que según su promesa había traído, pero que dudaba en entregar a su prisionera.
Felton tendíó el arma a Milady, que examinó atentamente su temple y probó la punta en el extremo de su dedo.
La recomendación era inútil: el joven oficial estaba de pie ante ella esperando sus palabras para devorarlas.
-Felton -dijo Milady con una severidad llena de melancolía-, Felton, si vuestra hermana, la hija de vuestro padre, os dijera: «Joven aún, bastante hermosa por desgracia, me hicieron caer en una trampa, resistí;
-Finalmente, una noche decidieron paralizar esa resistencia que no se podía vencer: una noche mezclaron en mi agua un poderoso narcótico;
me levanté, quise correr a la ventana, pedir socorro, pero mis piernas se negaron a llevarme;
un embotamiento irresistible se apoderaba de mí, me agarré a un sillón, sintiendo que iba a caer, mas pronto aquel apoyo fue insuficiente para mi brazos débiles, caí sobre una rodilla, luego sobre las dos;
Dios no me vio ni me oyó sin duda, y me deslizé por el suelo, presa de un sueño que se parecía a la muerte.
la única cosa que recuerdo es que me desperté acostada en una habitación redonda cuyo moblaje era suntuoso, y en la que la luz sólo penetraba por una abertura del techo.
Pasé mucho tiempo hasta que pude darme cuenta del lugar en que me encontraba y de todos los detalles que cuento, mi espíritu parecía luchar inútilmente para sacudir las pesadas tinieblas de aquel sueño al que no podía arrancarme;
tenía percepciones vagas de un espacio recorrido, de la rodadura de un coche, de un sueño horrible en el que mis fuerzas se agotarían;
pero todo aquello era tan sombrío y tan indistinto en mi pensamiento, que estos sucesos parecían pertenecer a otra vida distinta a la mía y, sin embargo, mezclada a la mía por una fantástica dualidad.
Me levanté vacilante, mis vestidos estaban junto a mí, sobre una silla: no recordaba ni haberme desnudado ni haberme acostado.
Entonces poco a poco la realidad se presentó a mí llena de púdicos terrores: yo no estaba ya en la casa en que vivía;
Todos mis movimientos lentos y embotados atestiguaban que la influencia del narcótico no se había disipado aún por completo.
y la coqueta más acabada no habría tenido un solo deseo que formular que, paseando su mirada por el cuarto, no hubiera visto completamente cumplido.
Tanteé todos los muros con objeto de descubrir una puerta: en todas las partes los muros devolvieron un sonido plano y sordo.
Durante este tiempo, la noche se acercaba rápidamente y con la noche aumentaban mis terrores: no sabía si debía quedarme donde estaba sentada;
un globo de fuego aparecíó encima de la abertura guarnecida de vidrios del techo arrojando una viva luz en mi habitación y vislumbré con terror que un hombre estaba de pie a algunos pasos de mí.
Una mesa con dos cubiertos, con una cena totalmente preparada, se había alzado como por magia en medio del cuarto.
Aquel hombre era el que me perseguía desde hacía un año, el que había jurado mi deshonor y el que, a las primeras palabras que salieron de su boca, me hizo comprender que lo había cumplido la noche anterior.
-exclamó Milady viendo el interés que el joven oficial, cuya alma parecía suspendida de sus labios, se tomaba en este extraño relato-.
Todo cuanto el corazón de una mujer puede contener de soberbio desprecio y de palabras desdeñosas lo arrojé sobre aquel hombre;
sin duda estaba habituado a reproches semejantes porque me escuchó tranquilo, sonriente y con los brazos cruzados sobre el pecho;
luego, cuan-do creyó que yo había dicho todo, se adelantó hacia mí: yo salté hacia la mesa, cogí un cuchillo y lo apoyé sobre mi pecho.
«Dad un paso más -le dije- y además de mi deshonor tendréis también mi muerte que reprocharos.» Sin duda, en mi mirada, en mi voz, en toda mi persona había esa verdad de gesto, de ademán y de acento que lleva la convicción a las almas más perversas, porque se detuvo.
Sois una amante encantadora para que consienta en perderos así, después de haber tenido la dicha de poseeros, una sola vez solamente.
El mismo ruido de una puerta que se abre y se cierra se reprodujo un instante después, el globo resplandeciente descendíó de nuevo y volví a encontrarme sola.
si aún tenía algunas dudas sobre mi desdicha, esas dudas se habían desvanecido en una desesperante realidad: estaba en poder de un hombre al que no sólo detestaba sino al que despreciaba;
porque a media noche más o menos, la lámpara se había apagado, y yo ya me había vuelto a encontrar en la oscuridad.
no me había atrevido a dormir ni un solo instante: el día me tranquilizó, fui a echarme sobre mi cama sin abandonar el cuchillo liberador que oculté bajo mi almohada.
Esta vez, pese a mis terrores, a pesar de mis an-gustias, se hizo sentir un hambre devoradora;
hacía cuarenta y ocho horas que no había tomado ningún alimento: comí pan y algunas frutas;
luego, acordándome del narcótico mezclado al agua que había bebido, no toqué la que estaba en la mesa y fui a llenar mi vaso en una fuente de mármol adosada al muro, encima de mi lavabo.
pero mis temores no estaban fundados esta vez: pasé la jornada sin experimentar nada que se pareciese a lo que temía.
Estaba resuelta a no comer más que objetos a los que fuera imposible mezclar ningún somnífero: dos huevos y algunas frutas compusieron mi comida;
A los primeros sorbos, me parecíó que no tenía el mismo gusto que por la mañana: una sospecha rápida se apoderó de mí, me detuve, pero ya había tragado medio vaso.
Sin duda, algún invisible testigo me había visto tomar el agua de aquella fuente, y había aprovechado mi confianza para asegurar mejor mi pérdida tan fríamente resuelta, tan cruelmente perseguida.
sólo que como aquella vez no había bebido más que medio vaso de agua, luché más tiempo, y en lugar de dormirme completamente, caí en un estado de somnolencia que me dejaba sentir lo que pasaba en torno mío, a la vez que me quitaba la fuerza de defenderme o de huir.
-Y lo que era más horroroso -continuó Milady con la voz alterada como si hubiera experimentado aún la misma angustia que en aquel momento terrible- es que aquella vez yo tenía conciencia del peligro que me amenazaba;
Milady vio de una sola mirada todo el sufrimiento que inspiraba a Felton, sopesándolo en cada detalle de su relato;
Ella continuó, pues, como si no hubiera oído su exclamación, o como si hubiera pensado que no había llegado aún el momento de responder a ella.
-Sólo que aquella vez el infame tenía que habérselas no ya con una especie de cadáver inerte, sin ningún sentimiento.
Ya os lo he dicho: aunque no conseguía recuperar el ejercicio completo de mis facultades, me quedaba el sentimiento de mi peligro: luchaba, pues, con todas mis fuerzas, y, sin duda, pese a lo debilitada que estaba, opónía una larga resistencia, porque lo oí exclamar: «¡Estas miserables puritanas!
Aquella resistencia desesperada no podía durar mucho tiempo, sentí que mis fuerzas se agotaban;
sólo el sudor corría sobre su frente de mármol, y su mano oculta bajo su uniforme desgarraba su pecho.
-Mi primer movimiento al volver en mí fue buscar bajo mi almohada aquel cuchillo que no había podido alcanzar;
sin duda ese eterno enemigo de nuestra alma, ese león que ruge sin cesar en torno de nosotros la soplaba a mi espíritu.
Resolví que tenía que llegar lo antes posible, no dudaba de que él volvería a la noche siguiente Por el día no tenía nada que temer.
Por eso, cuando vino la hora del almuerzo, no dudé en comer y beber: estaba resuelta a fingir que cenaba, pero no tomaría nada;
Sólo que oculté un vaso de agua sustraída a mi desayuno, dado que había sido la sed la que más me había hecho sufrir cuando había permanecido cuarenta y ocho horas sin beber ni comer.
El día transcurríó sin tener otra influencia sobre mí que afirmarme en la resolución tomada: sólo que tuve cuidado de que mi rostro no traicionase en nada el pensamiento de mi corazón, porque no dudaba de que era observada;
Comí sólo algunas frutas: fingí que me servía agua de la jarra, pero sólo bebí de la que había conservado en mi vaso;
la sustitución, por lo demás, fue hecha con la maña suficiente para que mis espías, si los tenía, no concibiesen sospecha alguna.
pero esta vez, como si sucumbiese a la fatiga o como si me familiarizase con el peligro, me arrastré hacia la cama a hice semblante de adormecerme.
En esta ocasión había encontrado mi cuchillo bajo la almohada y, al tiempo que fingía dormir, mi mano apretaba convulsivamente la empuñadura.
-Entonces -continuó Milady- entonces reuní todas mis fuerzas, me acordé de que el momento de la venganza, o, mejor dicho, de la justicia había sonado;
me recogí sobre mí misma, con mi cuchillo en la mano, y cuando lo vi junto a mí tendiendo los brazos para buscar a su víctima, entonces, con el último grito del dolor y de la desesperación, le golpeé en medio del pecho.
por encima del rey está Dios.» Por dueño que pareciese de sí mismo, mi perseguidor dejó traslucir un movimiento de cólera.
Yo no podía ver la expresión de su rostro, pero había sentido estremecerse su brazo sobre el que estaba puesta mi mano.
Yo moriré aquí y ya veréis si un fantasma que acusa no es más terrible aún que un vivo que amenaza.» «No se os dejará ningún arma.» «Hay una que la desesperación ha puesto al alcance de toda criatura que tenga el valor de servirse de ella.
Me dejaré morir de hambre.» «Veamos -dijo el miserable-, ¿no vale más la paz que una guerra como ésta?
A fe que a fin de cuentas estáis bien aquí: nada os faltará, y si os dejáis morir de hambre, será culpa vuestra.» Tras estas palabras se retiró, oí abrirse y volverse a cerrar la puerta y permanecí abismada, menos aún, lo confieso, en mi dolor que en la vergüenza de no haberme vengado.
-exclamé yo levantándome, porque al oír aquella voz aborrecida había vuelto a encontrar todas mis fuerzas-.
Juro, si alguna vez consigo salir de aquí, pedir venganza contra vos al género humano entero.» «¡Tened cuidado!
Tengo un recurso supremo, que no emplearé más que en último extremo, de cerraros la boca o al menos de impedir que alguien crea una sola palabra de lo que digáis.» Reuní todas mis fuerzas para responder con una carcajada.
Salid si no queréis que ante vuestros ojos me rompa la cabeza contra la pared.» «Está bien -replicó él-, vos lo habéis querido, hasta mañana por la noche.» «Hasta mañana por la noche», respondí yo dejándome caer y mordien-do la alfombra de rabia…
Felton se apoyaba sobre un mueble y Milady vela con alegría de demonio que quizá le faltara la fuerza antes del fin del relato.
Tras un momento de silencio, empleado por Milady en observar al joven que la escuchaba, continuó su relato: -Hacía casi tres días que no había comido ni bebido, sufría torturas atroces: a veces pasaban por mí como nubes
estaba tan débil que a cada instante me desvanecía y cada vez que me desvanecía daba gracias a Dios, porque creía que iba a morir.
pero yo reconí su paso, yo reconocí aquel aire imponente que el infierno ha dado a su persona para desgracia de la humanidad.
«Y bien -me dijo-, ¿estáis decidida a hacerme el juramento que os he pedido?» «Vos lo habéis dicho, los puritanos no tienen más que una palabra: la mía ya la habéis oído, ¡y es llevaros en la tierra ante el tribunal de los hombres;
en el cielo, ante el tribunal de Dios!» «¿Así que persistís?» «Juro ante Dios que me oye: tomaré el mundo entero por testigo de vuestro crimen, y esto hasta que encuentre un vengador.» «Sois una prostituta -dijo con voz tonante-, y sufriréis el suplicio de las prostitutas.
Marcada a los ojos del mundo que invocaréis, ¡tratad de probar a ese mundo que no so¡s culpable ni loca!» Luego, dirigíéndose al hombre que le acompañaba: «Verdugo -dijo-, cumple tu deber.»
-Entonces, pese a mis gritos, pese a mi resistencia, porque yo comenzaba a comprender que para mí se trataba de algo peor que la muerte, el verdugo me cogíó, me volcó sobre el suelo, me magulló con sus agarrones y, ahogada por los sollozos, casi sin conocimiento, invocando a Dios que no me escuchaba, lancé de pronto un espantoso grito de dolor y de vergüenza: un hierro ardiendo, un hierro candente, el hiero del verdugo, se había impreso en mi hombro.
-Mirad -dijo Milady, levantándose entonces con una majestad de reina-, mirad, Felton, ved cómo han inventado un nuevo martirio para la doncella pura y, sin embargo, víctima de la brutalidad de un malvado.
Aprended a conocer el corazón de los hombres, y en adelante haceos con menos facilidad instrumento de sus injustas venganzas.
Con rápido gesto, Milady abríó su vestido, desgarró la batista que cubría su seno y, ruborizada por una fingida cólera y una vergüenza teatral, mostró al joven la huella indeleble que deshonraba aquel hombro tan bello.
había que probar qué tribunal me la había impuesto, yo habría hecho una apelación pública a todos los tribunales del reino;
Pálido, inmóvil, aplastado por esta revelación espantosa, deslumbrado por la belleza sobrehumana de aquella mujer que se desnudaba ante él con un impudor que le parecíó sublime, terminó cayendo de rodillas ante ella como hacían los primeros cristianos ante aquellas puras y santas mártires que la persecución de los emperadores libraba en el circo a la sanguinaria lubricidad del populacho.
cuando Felton hubo visto volverse a cerrar bajo el velo de la castidad aquellos tesoros de amor que no se le ocultaban sino para hacérselos desear más ardientemente:
-El verdadero culpable -dijo Milady- es el estragador de Inglaterra, el perseguidor de los verdaderos creyentes, el cobarde rapaz del honor de tantas mujeres, el que por un capricho de su corazón corrompido va a hacer derramar tanta sangre a dos reinos, el que protege a los prostestantes hoy y que mañana los traicionará…
Milady ocultó su rostro en sus manos, como si no hubiera podido soportar la vergüenza que este hombre le recordaba.
-Escuchad, Felton -prosiguió Milady-, porque al lado de hombres cobardes y despreciables todavía hay naturalezas grandes y generosas.
-Buckingham se había ido la víspera, enviado como embajador a España, donde iba a pedir la mano de la infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de Gales.
-Sí -dijo Milady- lord de Winter, y ahora debéis comprenderlo todo, ¿no es así?: Buckingham permanecíó ausente más de un año.
El secreto terrible debía quedar oculto a todos hasta que estallase como el rayo sobre la cabeza del culpable.
Vuestro protector había visto con pesar este matrimonio de su hermano mayor con una joven sin fortuna.
Buckingham se enteró sin duda de mi regreso, habló de él a lord de Winter, ya prevenido contra mí, y le dijo que su cuñada era una prostituida, una mujer marcada.
Y tras estas palabras, como si todas sus fuerzasa estuvieran agotadas, Milady se dejó ir débil y lánguida entre los brazos del joven oficial que, ebrio de amor, de cólera y de voluptuosidades desconocidas, la recibíó con transporte, la apretó contra su corazón, todo tembloroso ante el aliento de aquella boca tan bella, todo extraviado al contacto de aquel seno tan palpitante.
-Me habíais dicho que abriese la puerta si oía pedir ayuda -dijo el soldado-, pero habéis olvidado dejarme la llave;
os he oído gritar sin comprender lo que decíais, he querido abrir la puerta, estaba cerrada por dentro y entonces he llamado al sargento.
El barón, atraído por el ruido, en bata, con la espada bajo el brazo, estaba de pie en el umbral de la puerta.
Milady comprendíó que estaba perdida si no daba a Felton una prueba inmediata y terrible de su valor.
Pero el cuchillo había encontrado, afortunadamente, deberíamos decir que hábilmente, la ballena de hierro que en esa época defendía como una coraza el pecho de las mujeres;
se había deslizado desgarrando el vestido y había penetrado al bies entre la carne y las costillas.
-Estad tranquilo, Felton -dijo lord de Winter-, no está muerta, los demonios no mueren tan fácilmente, tranquilizaos a id a esperarme en mi cuarto.
En cuanto a lord de Winter, se contentó con llamar a la mujer que servía a Milady, y cuando hubo venido le recomendó a la prisionera que seguía desvanecida, y la dejó sola con ella.
Sin embargo, como en conjunto, pese a sus sospechas, la herida podía ser grave, envió al instante un hombre a caballo a buscar un médico.
por eso, cuando se encontró sola con la mujer que el barón se había hecho llamar y que se afanaba en desnudarla, volvíó a abrir los ojos.
por eso la pobre mujer fue víctima completa de su prisionera a la que, pese a sus protestas, se obstinó en velar toda la noche.
No había ninguna duda, Felton estaba convencido, Felton era suyo: si un ángel se apareciese al joven para acusar a Milady, desde luego lo tomaría, en la disposición de espíritu en que se encontraba, por un enviado del demonio.
pero desde que Milady se había apuñalado la herida estaba ya cerrada: el médico no pudo, por tanto medir ni la dirección ni la profundidad;
Por la mañana, Milady, so pretexto de que no había dormido por la noche y que necesitaba descanso, despidió a la mujer que velaba a su lado.
No tenía más que un día: lord de Winter le había anunciado su embarque para el 23 y estaba en la mañana del 22.
el soldado respondíó que sí, y que tenía la orden de avisarlo en caso de que la prisionera deseara hablarle.
Felton había sido alejado, los soldados de marina habían sido cambiados;
aquella cama, en la que estaba por prudencia y para que se la creyese gravemente enferma, le quemaba como un brasero ardiente.
temía sin duda que por aquella abertura consiguiese, mediante algún recurso diabólico, seducir a los guardias.
podría, pues, entregarse a sus transportes sin ser observada: recorría la habitación con la exaltación de una loca furiosa o de una tigresa encerrada en una jaula de hierro.
Desde luego,si le hubiese quedado el cuchillo, habría pensado no en matarse a sí misma, sino esta vez en matar al barón.
Aquel hombre, en el que hasta entonces Milady no había visto sino un gentleman bastante necio, se había vuelto un magnífico carcelero: parecía preverlo todo, adivinarlo todo, prevenirlo todo.
Habíais comenzado a pervertir a mi pobre Felton: sufría ya vuestra infernal influencia, mas quiero salvarlo, no os verá más, todo ha terminado.
Si decís una sola palabra a quien quiera que sea antes de estar en el navío, mi sargento os levantará la tapa de los sesos, tiene esa orden;
si ya en el navío decís una palabra a quien quiera que sea antes de que el capitán os to permita, el capitán os hará arrojar al mar, está así acordado.
Milady había escuchado toda esta amenanzante parrafada con la sonrisa de desdén sobre los labios, pero con la rabia en el corazón.
Milady sintió que necesitaba fuerzas, no sabía qué podía pasar durante aquella noche que se aproximaba amenazante, porque gruesas nubes voltejeaban en el cielo y los relámpagos lejanos anunciaban una tormenta.
La tormenta estalló hacia las diez de la noche: Milady sentía un consuelo al ver a la naturaleza compartir el desorden de su corazón: el trueno bramaba en el aire como la cólera en su pensamiento;
le parecía que al pasar la ráfaga desmelenaba su frente como los árboles cuyas ramas curvaba y cuyas hojas se llevaba;
ella aullaba como el huracán, y su voz se perdía en el clamor de la naturaleza que parecía, también ella, gemir y desesperarse.
De pronto oyó golpear un cristal y a la claridad de un relámpago, vio el rostro de un hombre aparecer tras los barrotes.
Milady volvíó a cerrar la ventana, apagó la lámpara y fue, como le había recomendado Felton, a hacerse un ovillo en su cama.
En medio de las quejas de la tormenta, ella oía el chirrido de la lima contra los barrotes, y a la claridad de cada relámpago vislumbraba la sombra de Felton tras los cristales.
Pasó una hora sin respirar, jadeante, con el sudor sobre la frénté y el corazón oprimido por una angustia espantosa a cada movimiento que oía en el corredor.
Milady se subíó a un sillón y pasó la parte superior de su cuerpo por la ventana: vio al joven oficial suspendido sobre el abismo por una escala de cuerda.
Los dos permanecieron colgados, inmóviles y sin aliento a veinte pies del suelo;
Llegado al final de la escala, y cuando sintió que faltaba apoyo para sus pies, se pegó como una lapa con las manos;
llegado por fin al último escalón se dejó colgar en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo.
Luego levantó a Milady en sus brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al que había tomado la patrulla.
Pronto dejó el camino de ronda, descendíó por entre las rocas y llegado a la orilla del mar, dejó oír un toque de silbato.
Una señal parecida le respondíó y cinco minutos después vio aparecer una barca ocupada por cuatro hombres.
La barca se aproximó tan cerca como pudo a la orilla, pero no había suficiente fondo para que pudiera tocar tierra;
Afortunadamente la tempestad comenzaba a calmarse, y, sin embargo, el mar estaba todavía violento;
Mientras la barca avanzaba por su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores, Felton desataba la cuerda, luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.
-Como si desconfiase de mí, ha querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su lugar a hacer firmar a Buckingham la orden de vuestra deportación.
Felton subíó el primero a la escala y dio la mano a Milady, mientras los marineros la sosténían porque el mar estaba todavía muy agitado.
-Pues bien -dijo Milady-, si manténéis vuestra palabra, no serán quinientas pistolas, sino mil lo que os daré.
El capitán respondíó ordenando la maniobra necesaria, y hacia las siete de la mañana el pequeño navío arrojaba el ancla en la bahía designada.
Durante esta travésía, Felton había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a Londres, había fletado el pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla colocando en los intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar sus pies, y cómo, finalmente, llegado a los barrotes, había atado la escala.
pero a las primeras palabras que salieron de su boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser moderado que reafirmado.
Felton se despidió de Milady como un hermano que va a dar un simple paseo se despide de su hermana besándole la mano.
Toda su persona aparecía en un estado de calma ordinaria: sólo un resplandor desacostumbrado brillaba en sus ojos, semejante a un reflejo de fiebre;
sus dientes estaban apretados, y su palabra tenía un acento cortado y convulso que indicaba que algo sombrío se agitaba en él.
Mientras estuvo sobre la barca que lo conducía a tierra, permanecíó con el rostro vuelto hacia Milady que, de pie sobre el puente, lo seguía con los ojos.
Felton use el pie en tierra, escaló la pequeña cresta que conducía a lo alto del acantilado, saludó a Milady por última vez y tomó su camino hacia la ciudad.
Al cabo de cien pasos, como él terreno iba descendiendo, no podía ya ver más que el mástil de la balandra.
En seguida corríó en dirección de Portsmouth, cuyas torres y casas veía dibujarse frente a él, a media milla aproximadamente, en la bruma de la mañana.
Más allá de Portsmouth, el mar estaba cubierto de bajeles, cuyos mástiles se veían, semejantes a un bosque de álamos despojados por el invierno, balancearse bajo el soplo del viento.
En su marcha rápida, Felton repasaba lo que diez años de meditaciones ascéticas y una larga estancia en medio de los puritanos le habían proporcionado de acusaciones verdaderas o falsas contra el favorito de Jacobo VI y de Carlos I.
Cuando comparaba los críMenes públicos de este ministro, críMenes brillantes, críMenes europeos, si así se podía decir, con los críMenes privados y desconocidos con que lo había cargado Milady, Felton encontraba que el más culpable de los dos hombres que en sí conténía Buckingham era aquel cuya vida no conocía el público.
Es que su amor tan extraño, tan nuevo, tan ardiente, le hacía ver las acusaciones infames a imaginarias de lady de Winter como se ve a través de un cristal de aumento, en el estado de monstruos espantosos, los imperceptibles átomos en realidad comparados con un hormiga.
La rapidez de su carrera encendía aún su sangre: la idea de que detrás de sí dejaba, expuesta a una venganza espantosa, a la mujer que amaba o mejor, la que adoraba como a una santa, la emoción pasada, su fatiga presente, todo exaltaba su alma por encima de los sentimientos humanos.
Al nombre de lord de Winter, a quien se sabía uno de los íntimos de Su Gracia, el jefe del puesto dio la orden de dejar pasar a Felton, que por lo demás, llevaba el uniforme del oficial de marina.
En el momento en que entraba en el vestíbulo entraba también un hombre lleno de polvo, sin aliento, dejando a la puerta un caballo de posta que al llegar cayó sobre sus rodillas.
Felton nombró al barón de Winter, el desconocido no quiso nombrar a nadie, y pretendíó que sólo podía darse a conocer al duque.
Patrick, que sabía que lord de Winter estaba en tratos de servicio y en relaciones de amistad con el duque, dio preferencia a quien venía en su nombre.
El ayuda de cámara hizo atravesar a Felton una gran sala en la que esperaban los diputados de La Rochelle, encabezados por el príncipe de Soubise, y lo introdujo en un gabinete donde Buckingham, que salía del baño, acababa su aseo, al que en esta ocasión como en cualquier otra concedía una atención extraordinaria.
En aquel momento Buckingham arrojaba sobre un canapé una rica bata recamada de oro, para ponerse un jubón de terciopelo azul completamente bordado de perlas.
-Me ha encargado decir a Vuestra Gracia -respondíó Felton que lamentaba mucho no tener ese honor, pero que se hallaba impedido por la custodia que está obligado a hacer del castillo.
-Milord -dijo Felton-, el barón de Winter os ha escrito el otro día para rogaros que firmaseis una orden de embarco relativa a una joven llamada Charlotte Backson.
Entonces, dándose cuenta de que era lo que se le había anunciado, la puso sobre la mesa, cogíó una pluma y se dispuso a firmar.
-Perdón, milord -dijo Felton deteniendo al duque-, ¿Vuestra Gracia sabe que el nombre de Charlotte Backson no es el nombre verdadero de esa mujer?
-No puedo creer -continuó Felton con una voz que se hacía cada vez más cortante y brusca- que Su Gracia sepa que se trata de lady de Winter…
-Vaya, señor, ¿sabéis -le dijo- que me estáis haciendo preguntas extrañas y que soy muy tonto por responder a ellas?
Buckingham pensó que el joven, viniendo de parte de lord de Winter, hablaba sin duda en su nombre y se sosegó.
-No, milord, aún ruego, y os digo: una gota de agua basta para hacer desbordarse el vaso lleno, una falta ligera puede atraer el castigo sobre la cabeza perdonada a pesar de tantos críMenes.
Habéis seducido a esa joven, la habéis ultrajado y mancillado: reparad vuestros críMenes para con ella, dejadla partir libremente;
-dijo Buckingham mirando a Felton con asombro y haciendo hincapié en cada una de las sílabas de las tres palabras que acababa de pronunciar.
-Milord -continuó Felton exaltándose a medida que hablaba-, milord, tened cuidado, toda Inglaterra está harta de vuestras iniquidades;
-Os lo pido humildemente -dijo-, firmad la orden de puesta en libertad de lady de Winter;
-Vos no llamaréis -dijo Felton arrojándose entre el duque y la campanilla colocada sobre un velador inscrustado de plata-;
-En las manos del diablo, querréis decir -exclamó Buckingham alzando la voz para atraer a gente, sin llamar, sin embargo, directamente.
-Firmad, milord, firmad la libertad de lady de Winter -dijo Felton empujando un papel hacia el duque.
Pero Felton no le dio tiempo de sacarla: tenía abierto y oculto en su jubón el cuchillo con que se había herido Milady;
Felton lanzó los ojos en torno a él para huir, y al ver la puerta libre se precipitó en la habitación vecina que era aquella donde esperaban, como hemos dicho, los diputados de La Rochelle, la atravesó corriendo y se precipitó hacia la escalera;
pero en el primer escalón se encontró con lord de Winter, que al verlo pálido, extraviado, lívido, manchado de sangre en la mano y en el rostro, saltó a su cuello exclamando:
Al grito lanzado por el duque, a la llamada de Patrick, el hombre al que Felton había encontrado en la antecámara se precipitó en el gabinete.
Sin embargo, lord de Winter, los diputados, los jefes de la expedición, los oficiales de la casa de Buckingham, habían irrumpido en su habitación;
La nueva que llenaba el palacio de quejas y gemidos pronto se desparramó por doquier y se esparcíó por la ciudad.
En efecto, a las siete de la mañana habían ido a decirle que una escala de cuerda flotaba en una de las ventanas del castillo;
había corrido al punto a la habitación de Milady, había encontrado la habitación vacía y la ventana abierta los barrotes serrados, se había acordado de la recomendación verbal que le había hecho transmitir D’Artagnan por su mensajero, había temblado por el duque, y corriendo a la cuadra, sin perder tiempo siquiera de hacer ensillar su caballo, había saltado sobre el primero que encontró, había corrido a galope tendido y, saltando a tierra en el patio, había subido precipitadamente la escalera, y en el primer escalón se había encontrado, como hemos dicho, con Felton.
«Milord: Por cuanto he sufrido de vos y por vos desde que os conozco, os conjuro, si tenéis alguna preocupación por mi descanso, que interrumpáis el gran armamento que hacéis contra Francia y ceséis una guerra de la que en voz alta se dice que la religión es la causa visible, y en voz baja que vuestro amor por mí es la causa oculta.
Velad por vuestra vida, que amenazan y que me será cara en el momento en que no esté obligada a ver en vos un enemigo.
-Sí, monseñor: la reins me había encargado deciros que velaseis por vos, porque había recibido el aviso que os querían asesinar.
pero sus m¡radas oscurecidas por la muerte no encontraron más que el cuchillo caído de las manos de Felton echando aún el vaho de la sangre bermeja extendida en la hoja.
Aún pudo poner la bolsita en el fondo del cofre de plats, dejó caer allí el cuchillo haciendo seña a La Porte de que no podía ya hablar;
pero la muerte detuvo su pensamiento, que quedó grabado sobre su frente como un último beso de amor.
Se acercó al duque, cogíó su mano, la conservó un instante en la suya y la dejó caer.
Tan pronto como lord de Winter vio a Buckingham muerto, corríó a por Felton, a quien los soldados seguían custodiando en la terraza del palacio.
-dijo al joven que desde la muerte de Buckingham había encontrado aquella calma y aquella sangre fría que ya no iban a abandonarlo-.
-No sé lo que queréis decir -contestó tranquilamente Felton-, e ignoro de quién queréis hablar, milord: he matado al señor de Buckingham porque ha rehusado en dos ocasiones, a vos mismo, nombrarme capitán: lo he castigado por su injusticia, eso es todo.
De Winter, estupefacto, miraba a las, personas que ataban a Felton y no sabía qué pensar de semejante sensibilidad.
Una sola cosa ponía, sin embargo, una nube sobre la frente pura de Felton.
A cada ruido que oía, el ingenuo puritano creía reconocer los pasos y la voz de Milady viniendo a arrojarse en sus brazos para acusarse y perderse con él.
De pronto se estremecíó, su mirada se fijó en un punto del mar, que desde la terraza en que se encontraba se dominaba completamente;
con aquella mirada de ágüila de marino había reconocido, allí donde otro no hubiera visto más que una gaviota balanceándose sobre las olas, la vela de la balandra que se dirigía a las costas de Francis.
desde que oyó el cañonazo que anunciaba el fatal suceso, había dado la orden de levar el ancla.
-Dios lo ha querido -dijo Felton con la resiganción del fanático, pero sin poder, sin embargo, separar los ojos de aquel esquife a bordo del cual creía sin duda distinguir el blanco fantasma de aquella a quien su vida iba a ser sacrificada.
-Sé castigado solo primero, miserable -dijo lord de Winter a Felton, que se dejaba arrastrar con los ojos vueltos hacia el mar-;
El primer temor del rey de Inglaterra, Carlos I, al enterarse de esta muerte, fue que una noticia terrible desalentase a los rochelleses;
trató, dice Richelieu en sus Memorias, de ocultársela el mayor tiempo posible, haciendo cerrar los puertos por todo su reino y teniendo especial cuidado de que ningún bajel saliese hasta que el ejército que Bucking-ham aprestaba hubiera partido, encargándose él mismo, a falta de Buckingham, de supervisar la marcha.
Llevó incluso la severidad de esta orden hasta mantener en Inglaterra al embajador de Dinamarca, que se había despedido, y al embajador ordinario de Holanda, que debía llevar al puerto de Flessingue los navíos de Indias que Carlos I había hecho devolver a las Provincias Unidas.
Mas como pensó dar esta orden sólo cinco horas después del suceso, es decir, a las dos de la tarde, ya habían salido del puerto dos navíos: el uno llevando, como sabemos, a Milady, la cual, sospechando ya el acontecimiento, fue confirmada en su creencia al ver el pabellón negro desplegarse en el mástil del bajel almirante.
sólo el rey, que se aburría mucho, como siempre, pero quizá aún un poco más en el campamento que en otra parte, resolvíó ir de incógnito a pasar las fiestas de San Luis a Saint-Germain, y pidió al cardenal hacerle preparar una escolta de veinte mosqueteros sola-mente.
El cardenal, a quien a veces ganaba el aburrimiento del rey, concedíó con gran placer aquel permiso a su real lugarteniente, que prometíó estar de regreso hacia el 15 de Septiembre.
El señor de Tréville avisado por Su Eminencia, hizo su maletín de grupa, y como, sin saber el motivo, conocía el vivo deseo a incluso la imperiosa necesidad que sus amigos tenían de volver a París, los designó, por supuesto, para formar parte de la escolta.
Los cuatro jóvenes supieron la noticia un cuarto de hora después que el señor de Tréville, porque fueron los primeros a quienes se la comunicó.
Fue entonces cuando D’Artagnan apreció el favor que le había otorgado el cardenal al hacerle formar parte por fin de los mosqueteros: sin esta circunstancia, se habría visto obligado a permanecer en el campamento mientras sus compañeros partían.
Más tarde se verá que esta impaciencia de dirigirse a París tenía por causa el peligro que debía correr la señora Bonacieux al encontrarse en el convento de Béthune con Milady, su enemiga mortal.
Por eso, como hemos dicho, Aramis había escrito inmediatamente a Marie Michon, aquella costurera de Tours que tan buenos conocimientos tenía, para que obtuviese que la reina diese autorización a la señora Bonacieux de salir del convento y retirarse bien a Lorraine, bien a Bélgica.
La respuesta no se había hecho esperar, y ocho o diez días después, Aramis había recibido esta carta:
Aquí va la autorización de mi hermana para retirar a nuestra pequeña criada del convento de Béthune, cuyo aire vos pensáis que es malo para ella.
Mi hermana os envía esta autorización con gran placer, porque quiere mucho a esa muchacha, a la que se reserva serle útil más tarde.
«La superiors del convento de Béthune entregará a la persona que le entregue este billete la novicia que entró en su convento bajo mi recomendación y patronazgo.
Anne.» Como se comprenderá, estas relaciones de parentesco entre Aramis y una costurera que llamaba a la reina hermana suya habían amenizado la cháchara de los jóvenes;
pero Aramis, después de haberse ruborizado dos o tres veces hasta el blanco de los ojos ante las gruesas bromas de Porthos, había rogado a sus amigos que no volvieran a tocar el tema, declarando que si se le volvía a decir una sola palabra, no imploraría más a su prima como intermediaria en este tipo de asuntos.
No volvíó, pues, a tratarse de Marie Michon entre los cuatro mosqueteros, que, por otra parte, teman lo que querían: la orden de sacar a la señora Bonacieux del convento de las Carmelitas de Béthune.
Es cierto que esta orden no les serviría de gran cosa mientras estuvieran en el campamento de La Rochelle, es decir, en la otra esquina de Francia;
por eso D’Artagnan iba a pedir un permiso al señor de Tréville, confiándole buenamente la importancia de su partida, cuando le fue transmitida esta buena nueva tanto a él como a sus tres compañeros: que el rey iba a partir para París con una escolta de veinte mosqueteros, y que ellos formaban parte de la escolta.
El cardenal condujo a Su Majestad de Surgères a Mauzé, y allí el rey y su ministro se despidieron uno de otro con grandes demostraciones de amistad.
Sin embargo, el rey, que buscaba distracción, aunque caminando lo más deprisa que le era posible, porque deseaba llagar a París para el 23, se deténía de vez en cuando para cazar la picaza, pasatiempo cuyo gusto le fuera inspirado antaño por De Luynes, y por el que siempre había conservado gran predilección.
el rey dio las gracias al señor de Tréville, y le permitíó distribuir permisos por cuatro días, a condición de que ninguno de los favorecidos apareciese en algún lugar público, so pena de la Bastilla.
Es más, Athos obtuvo del señor de Tréville seis días en lugar de cuatro a hizo añadir a estos seis días dos noches de más, porque partieron el 24, a las cinco de la mañana, y, por complaciencia aún, el señor de Tréville posdató el permiso hasta el 25 por la mañana.
-Dios mío -decía D’Artagnan, que como se sabe nunca dudaba de nada-, me parece que ponemos muchas pegas a una cosa bien simple: en dos días, y reventando dos o tres caballos (poco me importa: tengo dinero), estoy en Béthume, entrego la carta de la reina a la superiora, y dejo al querido tesoro que voy a buscar no en Lorraine, tampoco en Bélgica, sino en París, donde estará mejor oculto, sobre todo mientras el señor cardenal esté en La Rochelle.
Luego, una vez de retorno a la campaña, mitad por la protección de su prima, mitad por el favor de lo que personalmente hemos hecho por ella, obtendremos de la reina cuanto queramos.
Mas pensad, D’Artagnan -dijo con una voz tan sombría que su acento dio escalofríos al joven-, pensad que Béthune es una villa donde el cardenal ha citado a una mujer que por doquiera que va lleva la desgracia consigo.
tenéis que habéroslas con esa mujer, vayamos los cuatro, y pliega al cielo que con nuestros cuatro criados seamos en número suficiente.
D’Artagnan examinó los rostros de sus compañeros, que, como el de Athos, llevaban la huella de una inquietud profunda, y continuaron camino al mayor trote que podían los caballos, pero sin añadir una sola palabra.
El 25 por la noche, cuando entraban en Arras, y cuando D’Artagnan acababa de echar pie a tierra en el albergue de la Herse d’Or para beber un vaso de vino un caballero salíó del patio de la posta, donde acababa de tracer el relevo tomando a todo galope, y con un caballo fresco, el camino de París.
En el momento en que pasaba del portalón a la calle, el viento entreabríó la capa en que estaba envuelto, aunque fuese el mes de Agosto, y se llevó su sombrero, que el viajero retuvo con su mano en el momento en que ya había abandonado su cabeza, y lo hundíó rápidamente hasta los ojos.
D’Artagnan, que tenía fijos los ojos sobre aquel hombre, palidecíó y dejó caer su vaso.
Los tres amigos acudieron y encontraron a D’Artagnan que, en lugar de encontrarse mal, corría hacia su caballo.
-Ese hombre maldito, mi genio malo, a quien he visto siempre cuando estaba amenazado por alguna desgracia;
el que acompañaba a la horrible mujer cuando la encontré por primera vez, aquel a quien buscaba cuando provoqué a Athos, aquél a quien vi la mañana del día en que la señora Bonacieux fue raptada.
El mozo de cuadra, encantado del buen día que había hecho, regresó al patio del hostal;
-Vamos, vamos, guardemos cuidadosamente este papel -dijo D’Artagnan-, quizá no haya perdido mi última pistola.
Los grandes criminales llevan con ellos una especie de predestinación que los hace superar todos los obstáculos, que los hace escapar de todos los peligros, hasta el momento en que la Providencia, cansada, ha marcado por escollo de su fortuna impía.
Y si al desembarcar en Portsmouth Milady era una inglesa a quienes las persecuciones de Francia echaban de La Rochelle, al desembarcar en Boulogne, tras dos días de travésía, se hizo pasar por una francesa a quien los ingleses
Milady tenía por otro lado el más eficaz de los pasaportes: su belleza, su gran aspecto y la generosidad con que repartía las pistolas.
Ex¡mida de las formalidades de costumbre por la sonrisa afable y las maneras galantes de un viejo gobernador del puerto que le besó la mano, no se quedó en Boulogne más que el tiempo de poner en la posts una carts concebida en estos términos:
La superiora vino ante ella: Milady le mostró la orden del cardenal, la abadesa le hizo dar la habitación y servir de desayunar.
Todo el pasado se había borrado ya a los ojos de esta mujer, y, con la mirada puesta en el porvenir, no veía más que la alta fortuna que le reservaba el cardenal, a quien tan felizmente había servido, sin que su nombre se hubiera
Las pasiones siempre nuevas que la consumían daban a su vida las apariencias de esas nubes que vuelan en el cielo, reflejando tan pronto el azul, tan pronto el fuego, tan pronto el negro opaco de la tempestad, y que no dejan más rastros sobre la tierra que la devastación y la muerte.
Tras el desayuno, la abadesa vino a visitarla: hay pocas distracciones en el claustro, y la buena superiora tenía prisa por trabar conocimiento con su nueva pensionista.
trató de ser amable: fue encantadora y sedujo a la buena superiora por su conversación tan variada y por las gracias esparcidas en toda su persona.
A la abadesa, que era una hija de la nobleza, le gustaban sobre todo las historias de corte, que rara vez llegan hasta las extremidades del reino y que, sobre todo, tanto les cuesta franquear los muros de los conventos, a cuyo umbral vienen a expirar los rumores mundanales.
Milady, por el contrario, estaba muy al corriente de todas las intrigas aristocráticas, en medio de las cuales había vivido constantemente desde hacía cinco o seis años;
se puso, pues, a entretener a la buena abadesa con las prácticas mundanas de la corte de Francia, mezcladas a las devociones extremadas del rey, le hizo la crónica escandalosa de los señores y las damas de la corte, que la abadesa conocía perfectamente de nombre, tocó de refilón los amores de la reina y de Buckingham, hablando mucho para que se hablase poco.
Pero se hallaba en apuros: ignoraba si la abadesa era realista o cardenalista: se mantuvo en un punto medio prudente;
pero la abadesa, por su parte, se mantuvo en una reserva más prudente aún, contentándose con hacer una profunda inclinación de cabeza todas las veces que la viajera pronunciaba el nombre de Su Eminencia.
Queriendo ver hasta dónde iría la discreción de aquella buena abadesa, se puso a hablar mal, muy disimulado primero, luego más circunstanciado, del cardenal, contando los amores del ministro con la señora de D’Aiguillon, con Marión de Lorme y con algunas otras mujeres galantes.
-Soy muy ignorante en todas estas materias -dijo por fin la abadesa-, pero por alejadas que estemos de la corte, por marginadas y apartadas de los intereses del mundo tenemos ejemplos muy tristes de cuanto nos contáis, y una de nuestras pensionistas ha sufrido muchas venganzas y persecuciones del señor cardenal.
Pero después de todo -prosiguió la abadesa-, quizá el señor cardenal tuviera motivos plausibles para actuar así, y aunque ella tiene el aire de un ángel, no hay que juzgar siempre a las personas por el aspecto.
-Y, sin embargo, hablo mal de él -prosiguió Milady, acabando el pensamiento de la superiora.
-¿O sea -dijo la abadesa mirando a Milady con interés creciente-, que lo que estoy viendo es también una pobre perseguida?
la casa en que estáis no será una prisión muy dura, y haremos todo lo necesario para haceros amar la cautividad.
Milady sonrió para sí misma y ante la idea que le había venido de que aquella mujer pudiera ser su antigua doncella.
Al recuerdo de esta joven se mezclaba un recuerdo de cólera, y un deseo de venganza había alterado los rasgos de Milady, que, por lo demás, casi al punto adoptaron la expresión calma y benévolá que esta mujer de cien rostros les había hecho perder momentáneamente.
Aunque Milady hubiera podido prescindir muy bien del sueño, sostenida como estaba por todas las excitaciones que una nueva aventura hacía experimentar a su corazón ávido de intrigas, no por eso dejó de aceptar el ofrecimiento de la superiora: desde hacía doce o quince días había pasado por tantas emociones diversas que, aunque su cuerpo de hierro podía aún soportar la fatiga, su alma necesitaba reposo.
Se despidió, pues, de la abadesa y se acostó, dulcemente acunada por las ideas de venganza que naturalmente le había traído el nombre de Ketty.
Sólo una cosa espantaba a Milady: era el recuerdo de su marido, el conde de La Fère, a quien había creído muerto o al menos expatriado, y que ahora volvía a encontrar bajo el nombre de Athos, el mejor amigo de D’Artagnan.
Pero, también, si era amigo de D’Artagnan, había debido prestarle ayuda en todas las intrigas, con ayuda de las cuales la reina había desbaratado los proyectos de Su Eminencia;
si era amigo de D’Artagnan, era enemigo del cardenal, y sin duda conseguiría ella envolverlo en la venganza en cuyos pliegues contaba con ahogar al joven mosquetero.
una joven de cabellos rubios, de tez delicada, que fijaba sobre ella una mirada llena de benevolente curiosidad.
El rostro de aquella joven le era completamente desconocido: las dos se examinaron con una atención escrupulosa, al tiempo que cambiaban los saludos de uso;
Sin embargo, Milady sonrió al reconocer que aventajaba con mucho a la joven mujer en clase y modales aristocráticos.
Es cieto que el hábito de novicia que llevaba la joven no era muy ventajoso para sostener una lucha de este género.
luego, cuando fue cumplida esta formalidad, como sus deberes la llamaban a la iglesia, dejó a las dos jóvenes mujeres solas.
La novicia, al ver a Milady acostada, quería seguir a la superiora, mas Milady la retuvo.
¿Apenas os he visto y ya queréis privarme de vuestra presencia, con la cual, sin embargo, contaba yo, os lo confieso, para el tiempo que tengo que pasar aquí?
llegáis vos, vuestra presencia iba a ser para mí una compañía encantadora, y he aquí que lo más probable es que de un momento a otro vaya a dejar el convento.
todas mis desgracias proceden de haber dicho más o rlenos lo que vos acabáis de decir, delante de una mujer a quien yo creía amiga mía y que me ha traicionado.
-No -dijo la novicia-, sino de mi desvelo por una mujer a la que yo quería, por quien hubiera dado mi vida, por la que aún la daría.
-He sido lo bastante injusta para creerlo, pero desde hace dos o tres días he obtenido prueba de lo contrario, y se lo agradezco a Dios;
Pero vos, señora -continuó la novicia- me parece que estáis libre, y que si quisierais huir, no dependería más que de vos.
-¿Dónde queréis que vaya sin amigos, sin dinero, en una parte de Francia que no conozco, adonde no he venido nunca?…
siempre viene en el momento en que el bien que se ha hecho defiende nuestra causa ante Dios, y mirad, quizá sea una suerte para vos, por humilde y sin poder que yo sea, que me hayáis encontrado;
porque si yo salgo de aquí, pues bien, tendré algunos amigos poderosos que, después de haberse puesto en campaña por mí, podrán también ponerse en campaña por vos.
Cuando he dicho que estaba sola -dijo Milady, esperando hacer hablar a la novicia hablando de ella misma-, no es por falta de tener algunos conocimientos situados arriba;
pero estos conocimientos tiemblan ante el cardenal: la reina misma no se atreve a sostener a alguien contra el cardenal;
tengo pruebas de que su majestad, pese a su excelente corazón, ha sido obligada más de una vez a abandonar a la cólera de Su Eminencia a personas que la habían servido.
cuanto más perseguidas son, más piensa en ellas, y con frecuencia, en el momento en que ellas menos lo piensan, tienen pruebas de su buen recuerdo.
-Es decir -replicó Milady, acorralada en sus posiciones-, a ella personalmente no tengo el honor de conocerla;
pero conozco a buen número de sus amigos más íntimos: conozco al señor de Putange, he conocido en Inglaterra al señor Dujart, conozco al señor de Tréville.
-dijo Milady, que una vez entrada en esta vía y dándose cuenta de que la mentira triunfaba, quería llevarla hasta el final.
Milady se puso tan pálida como las sábanas entre las que se acostaba, y por dueña que fuera de sí misma no pudo impedirse lanzar un grito cogiendo la mano de su interlocutora y devorándola con la mirada.
-No, pero ese nombre me ha sorprendido porque también yo he conocido a ese gentilhombre, y porque me parece extraño encontrar a alguien que le conozca mucho.
Luego notando la extraña expresión de la mirada de Milady: -Perdón, señora -dijo-, ¿a título de qué lo conocéis?
El rostro de Milady se encendíó de un fuego tan salvaje que en cualquier otra circunstancia la señora Bonacieux habría huido de espanto;
-Veamos: decís, señora -prosiguió la señora Bonacieux con una energía de la que se la hubiera creído incapaz-, qué habéis sido o sois su amante?
-¡No comprendéis que lo sé todo: vuestro rapto de la casita de Saint-Germain, su desaparición, la de sus amigos, sus búsquedas inútiles desde ese momento!
Y ¿cómo no queréis que me sorprenda, cuando sin sospechármelo me encuentro con vos, de quien hemos hablado con tanta frecuencia juntos, con vos, a quien él ama con toda la fuerza de su alma, con vos, a quien él me había hecho amar antes de haberos visto?
Y Milady tendíó sus brazos a la señora Bonacieux, que, convencida por lo que acababa de decirle, no vio ya en esta mujer, en quien un instante antes había creído su rival, más que una amiga sincera y abnegada.
Desde luego, si las fuerzas de Milady hubieran estado a la altura de su odio, la señora Bonacieux sólo hubiera salido muerta de aquel abrazo.
La pobre joven no podía sospechar lo que de horrorosamente cruel pasaba tras la muralla de aquella frente pura, tras aquelos ojos tan brillantes donde no leía otra cosa sino interés y compasión.
«Mi querida niña, estad preparada: nuestro amigo os verá muy pronto, y no os verá más que para arrancaros de la prisión en que vuestra seguridad exigía que estuvieseis oculta;
-No, sospecho solamente que haya prevenido a la reina de alguna nueva maquinación del cardenal.
-Sí, eso es sin duda -dijo Milady, devolviendo la carta a la señora Bonacieux y dejando caer su cabeza pensativa sobre su pecho.
un instante después se oyó el ruido de espuelas que resonaban en las escaleras, luego los pasos se acercaron, luego la puerta se abríó y aparecíó un hombre.
decidle que después de su partida uno de ellos subíó y me arrancó mediante la violencia el salvoconducto que me había dado;
decidle que el tercero, Aramis, es el amante de la señora de Chevreuse: hay que dejar vivir a éste, sabemos su secreto, puede ser útil;
pero una carta que la señora Bonacieux ha recibido de la señora de Chevreuse, y que ha cometido la imprudencia de comunicarme, me lleva a creer que por el contrario estos cuatro hombres están de camino y vienen a llevársela.
-Que reciba vuestros partes escritos o verbales, que vuelva al puesto, y cuando él sepa lo que habéis hecho, pensará en lo que debéis hacer.
en los alrededores del campamento podríais ser reconocida, y vuestra presencia, como comprenderéis, comprometería a Su Eminencia, sobre todo después de lo que acaba de pasar allá.
-Lo mostraréis a la abadesa diciendo que vendrán a buscarme, bien hoy, bien mañana, y que yo tendré que seguir a la persona que se presente en vuestro nombre.
-Ya os he contado los acontecimientos, tenéis buena memoria, repetid las cosas tal como os las he dicho, un papel se pierde.
-He visto bosques muy bonitos que deben lindar con el jardín del convento, decid que me está permitido pasear por esos bosques.
-Dentro de una hora: el tiempo de tomar un bocado, durante el cual enviaré a buscar un caballo de posts.
Nuestros lectores ya saben cómo había sido reconocido por D’Artagnan, y cómo este reconocimiento, inspirando temores a los cuatro mosqueteros, habían dado nueva actividad a su viaje.
Milady se levantó y fue a la puerta la abríó, miró en el corredor y volvíó a sentarse junto a la señora Bonacieux.
-Escuchad, lo que pasa es esto: mi hermano, que venía en mi ayuda para sacarme de aquí a la fuerza si era preciso, se ha encontrado con el emisario del cardenal que venía a buscarme;
Al llegar a un lugar del camino solitario y apartado, ha sacado la espada conminando al mensajero a entregarle los papeles de que era por-tador;
Entonces mi hermano ha resuelto sustituir la fuerza por la astucia: ha cogido los papeles y se ha presentado aquí como el emisario mismo del cardenal, y dentro de una hora o dos, un coche debe venir a recogerme de parte de Su Eminencia.
Os habrían llamado a la puerta, vos habríais creído que se trataba de amigos os raptaban y os llevaban a París.
El caballero alzó la cabeza, vio a las dos jóvenes y, rnientras seguía corriendo, hizo a Milady una seña amistosa con la mano.
-dijo ella volviendo a cerrar la ventana con una expresión de rostro llena de afecto y melancolía.
-En primer lugar -dijo Milady-, puede que yo me equivoque y que D’Artagnan y sus amigos vengan realmente en vuestra ayuda.
-Como creen que yo me marcho por orden del cardenal, no creerán que estéis deseosa de seguirme.
-Pues lo siguiente: el coche está en la puerta, vos me despedís, subís al estribo para estrecharme en vuestros brazos por última vez;
el criado de mi hermano que viene a recogerme está avisado, hace una señal al postillón y partimos al galope.
-A siete a ocho leguas todo lo más, nos sïtuamos junto a la frontera, por ejemplo, y a la primera alerta, salimos de Francia.
Milady había dicho la verdad, tenía la cabeza pesada porque sus proyectos mal clasificados entrechocaban como en un caos.
pero le hacía falta un poco de silencio y de quietud para dar a todas sus ideas, aún confusas, una forma nítida, un plan fijo.
Lo más acuciante era raptar a la señora Bonacieux, ponerla en lugar seguro y allí, llegado el caso, hacer de ella un rehén.
Por otra parte, sentía, como se siente venir una tormenta, que aquel resultado estaba cercano y no podía dejar de ser terrible.
No se aburriría, gracias a Dios, porque tendría el pasatiempo más dulce que los sucesos pueden conceder a una mujer de su carácter: una buena venganza que perfeccionar.
Milady era como un general que prevé juntas la victoria y la derrota, y que está preparado, según las alternativas de la batalla, para ir hacia adelante o batirse en retirada.
-Subid a vuestra habitación -le dijo a la señora Bonacieux-, tendréis algunas joyas que desearéis llevaros.
si por casualidad aparecían los mosqueteros, el coche partía al galope, daba la vuelta al convento a iba a esperar a Milady a una pequeña aldea situada al otro lado del bosque.
Si los mosqueteros no aparecían, las cosas marcharían como estaba convenido: la señora Bonacieux subía al coche so protexto de decirle adiós y Milady raptaba a la señora Bonacieux.
La señora Bonacieux entró y, para quitarle cualquier sospecha, si es que la tenía, Milady repitió ante ella al lacayo toda la última parte de sus instrucciones.
Milady hizo algunas preguntas sobre el coche: era una silla tirada por tres caballos, guiada por un postillón;
Era un error de Milady su temor a que la señora Bonacieux tuviera sospechas: la pobre joven era demasiado pura para sospechar en otra mujer semejante perfidia;
además, el nombre de la condesa de Winter, que había oído pronunciar a la abadesa, le era completamente desconocido, a ignoraba incluso que una mujer hubiera tenido parte tan grande y tan fatal en las desgracias de su vida.
Ese hombre va a dar las últimas órdenes: tomad algo, bebed una gota de vino y partamos.
Milady le hizo señas de sentarse ante ella, le puso un vasito de vino español y le sirvió una pechuga.
Pero en el momento en que lo acercaba a su boca, su mano quedó suspendida: acababa de oír en la ruta como el rodar lejano de un galope que se iba aproximando;
Aquel ruido la sacó de su alegría como un ruido de tormenta despierta en medio de un hermoso sueño;
palidecíó y corríó a la ventana mientras la señora Bonacieux, levantándose toda temblorosa, se apoyaba sobre su silla para no caer.
Sin embargo, el ruido se hacía tan nítido que se hubieran podido contar los caballos por el ruido irregular de sus herraduras.
-Sí, sí, huyamos -repitió la señora Bonacieux, pero sin poder dar un paso, clavada como estaba en su sitio por el terror.
En aquel momento se oyó el rodar de un coche, que, a la vista de los mosqueteros partíó al galope.
de un salto, como loca, corríó a la mesa, echó en el vaso de la señora Bonacieux el contenido de un engaste de anillo que abríó con una presteza singular.
Luego, cogiendo el vaso con una mano firme: -Bebed -dijo-, este vino os dará fuerzas, bebed.
D’Artagnan arrojó una pistola aún humeante que tenía en la mano y cayó de rodillas ante su dueña, Athos voivió a poner la suya en su cintura;
Mientras Porthos pedía ayuda con toda la potencia de su voz, Aramis corríó a la mesa para coger un vaso de agua;
pero se detuvo al ver la horrible alteración del rostro de Athos que, de pie ante la mesa, con los pelos erizados, los ojos helados de estupor, miraba uno de los vasos y parecía presa de la duda más horrible.
No es así como quería vengarme -dijo Milady dejando con una sonrisa infernal el vaso encima de la mesa-, pero a fe que se hace lo que se puede.
Varias veces, de terror sin duda, el sudor frío subíó a su frente ardiente.
Por fin, oyó el rechinar de las verjas que se abrían, el ruido de las botas y de las espuelas resonó por las escaleras: había un gran murmullo de voces que iban acercándose, en medio de las cuales le parecía oír pronunciar su nombre.
De pronto lanzó un gran grito de alegría y se lanzó hacia la puerta, había reconocido la voz de D Artagnan.
Los cuatro amigos lanzaron un solo y mismo grito, pero el de Athos dominó todos los demás.
En aquel momento, el rostro de la señora Bonacieux se volvíó lívido, un dolor sordo la abatíó y cayó jadeante en los brazos de Porthos y de Aramis.
Su rostro tan hermoso estaba todo transtornado, sus ojos vidriosos no teman ya mirada, un estremecimiento convulsivo agitaba su cuerpo, el sudor corría por su frente.
Luego, reuniendo todas su fuerzas, cogíó la cabeza del joven entre sus dos manos, lo miró un instante como si toda su alma hubiera pasado a su mirada y, con un grito sollozante, apoyó sus labios sobre los de él.
El joven lanzó un grito y cayó junto a su amante, tan pálido y helado como ella.
En aquel momento un hombre aparecíó en la puerta, casi tan pálido como los que estaban en la habitación, miró todo en torno suyo, vio a la señora Bonacieux muerta y a D’Artagnan desvanecido.
-Señores -prosiguió el recién llegado-, vos estáis como yo a la búsqueda de una mujer que -añadió con una sonrisa terrible- ha debido pasar por aquí, ¡porque veo un cadáver!
-Señores -continuó el extranjero-, puesto que no queréis reconocer a un hombre que probablemente os debe la vida dos veces, tendré que dar mi nombre: soy lord de Winter, el cuñado de esa mujer.
-Salí de Portsmouth cinco horas después que ella -dijo lord de Winter-, llegué a Boulogne tres horas después que ella, no la alcancé por veinte minutos en Saint-Omer;
Y, sin embargo, parece que pese a la diligencia que habéis puesto, ¡habéis llegado demasiado tarde!
-Ya lo veis -dijo Athos señalando a lord de Winter a la señora Bonacieux muerta y a D’Artagnan, al que Porthos y Aramis trataban de que recobrara el conocimiento.
Athos se levantó, se dirigíó hacia su amigo con paso lento y solemne, lo abrazó tiernamente y, como él estallaba en
Athos aprovechó aquel momento de fuerza que la esperanza de la venganza daba a su desdichado amigo para hacer señas a Porthos y Aramis de que fueran a buscar a la superiora.
-Señora -dijo Athos pasando el brazo de D’Artagnan bajo el suyo-, abandonamos a vuestros piadosos cuidados el cuerpo de esta desgraciada mujer.
Y se llevó a su amigo afectuoso como un padre, consolador como un cura, grande como hombre que ha sufrido mucho.
Los cinco, seguidos de sus criados, que llevaban sus caballos de la brida, avanzaron hacia la villa de Béthune, cuyo arrabal se divisaba, y se detuvieron ante el primer albergue que encontraron.
D’Artagnan tenía tal confianza en la palabra de su amigo, que bajó la cabeza y entró en el albergue sin responder nada.
-Ahora, señores -dijo Athos cuando estuvo seguro de que había cinco habitaciones libres en el hotel-, nos retiraremos cada uno a su cuarto;
-Sin embargo, me parece -dijo lord de Winter- que si hay alguna medida que tomar contra la condesa, eso me afecta: es mi cuñada.
D’Artagnan se estremecíó porque comprendíó que Athos estaba seguro de la venganza, puesto que revelaba semejante secreto;
Sólo que, D’Artagnan si no lo habéis perdido, entregadme ese papel que se escapó del sombrero de aquel hombre y sobre el que está escrito el nombre de la villa…
La desesperación de Athos había dejado sitio a un dolor concentrado que hacía más lúcidas aún las brillantes facultades de espíritu de aquel hombre.
Concentrado por entero en un solo pensamiento, el de la promesa que había hecho y de la responsabilidad que había tomado, se retiró el último a su habitación, pidió al hostelero que le procurase un mapa de la provincia, se inclínó encima, interrogó a las líneas trazadas, advirtió que cuatro caminos diferentes se dirigían de Béthune a Armen-tières, a hizo llamar a los criados.
Planchet, el más inteligente de los cuatro, debía seguir aquella por la que había desaparecido el coche contra el que los cuatro amigos
Athos puso en campaña primero a los criados porque desde que estos hombres estaban a su servicio y al de sus amigos había advertido en cada uno de ellos cualidades diferentes y esenciales.
En segundo lugar, criados que preguntan inspiran a los transeúntes menos desconfianza que sus amos, y hallan más simpatía en aquellos a quienes se dirigen.
Los cuatro debían hallarse al día siguiente, a las once, en el lugar indicado;
si habían descubierto el refugio de Milady, tres permanecerían custodiándola, el cuarto regresaría a Béthune para avisar a Athos y servir de guía a los cuatro amigos.
el hombre al que se dirigía retrocedíó con terror, sin embargo respondíó a las palabras del mosquetero con una indicación.
el vigilante nocturno dejó percibir el mismo tenor, rehúsó también acompañar a Athos y le mostró con la mano el camino que debía seguir.
Athos caminó en la dirección indicada y alcanzó el arrabal situado en el extremo opuesto de la villa, aquel por el que él y sus compañeros habían entrado.
El mendigo dudó un instante pero, a la vista de la moneda de plata que brillaba en la oscuridad, se decidíó y caminó delante de Athos.
Llegado a la esquina de una calle, le mostró de lejos una casita aislada, solitaria, triste;
Athos dio una vuelta a la casa antes de distinguir la puerta en medio del color rojizo con que aquella casa estaba pintada;
ninguna luz se colaba por las cortaduras de las contraventanas, ningún ruido dejaba suponer que estuviese habitada, era sombría y muda como una tumba.
finalmente, la puerta se entreabríó, y un hombre de talla alta, tez pálida, pelo y barba negros, aparecíó.
Athos y él cambiaron algunas palabras en voz baja, luego el hombre de talla alta hizo señas al mosquetero de que podía entrar.
El hombre al que Athos había venido a buscar tan lejos y al que había encontrado con tanto esfuerzo, lo hizo entrar en su laboratorio, donde estaba ocupado en sujetar con alambres ruidosos huesos de un esqueleto.
El resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias naturales: había tarros llenos de serpientes, etiquetados según las especies;
lagartos disecados relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra;
en fin, botes de hierbas silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas al techo y bajaban por las esquinas del cuarto.
Athos lanzó una ojeada fría a indiferente sobre todos estos objetos que acabamos de describir y, a invitación de aquel al que venía a buscar, se sentó a su lado.
mas apenas hubo expuesto su demanda, el desconocido, que estaba de pie ante el mosquetero, retrocedíó con terror y rehúsó.
Entonces Athos sacó de su bolsillo un breve papel sobre el que había escritas dos líneas acompañadas de una firma y un sello, y lo presentó a aquel que daba demasiado prematuramente aquellas señales de repugnancia.
El hombre de alta estatura, apenas hubo leído aquellas dos líneas, visto la firma y reconocido el sello, se inclínó en señal de que no tenía ya ninguna objeción que hacer, y que estaba dispuesto a obedecer.
se levantó, saludó, salíó, tomó al irse el mismo camino que había seguido para venir, volvíó a entrar en la hostería y se encerró en su cuarto.
Algunos instantes después, la superiora del convento hizo avisar a los mosqueteros de que el entierro de la víctima de Milady tendría lugar a mediodía.
sólo que debía haber huido por el jardín, en cuya arena habían reconocido la huella de sus pasos, y cuya puerta habían encontrado cerrada;
las campanas tocaban a duelo, la capilla estaba abierta, la verja del coro estaba cerrada.
En medio del coro estaba puesto el cuerpo de la víctima, revestida de sus hábitos de novicia.
A cada lado del coro, y tras las verjas que se abrían sobre el convento, estaba toda la comunidad de Carmelitas, que escuchaba desde allí el servicio divino y mezclaba su canto al canto de los sacerdotes, sin ver a los profanos ni ser vista por ellos.
y allí, sobre la arena, siguiendo los pasos ligeros de aquella mujer que había dejado un rastro ensangrentado por donde había pasado, avanzó hasta la puerta que dabá al bosque, se la hizo abrir y se metíó en el bosque.
Entonces todas sus dudas se confirmaron: el camino por el que el coche había desaparecido contorneaba el bosque.
ligeras manchas de sangre, que provénían de una herida hecha o al hombre que acompañaba el coche como correo o a uno de los caballos, salpicaban el cami-no.
Al cabo de tres cuartos de legua aproximadamente, a cincuenta pasos de Festubert, aparecía una mancha de sagre más amplia;
Entre el bosque y aquel lugar desnudo, un poco antes de la tierra lastimada, se encontraba la misma huella de breves pasos que en el jardín;
Satisfecho por este descubrimiento que confirmaba todas sus sospechas, Athos volvíó a la hostería y encontró a Planchet que lo esperaba con impaciencia.
Planchet había seguido la ruta, había observado, como Athos, las manchas de sangre, como Athos había reconocido el lugar en que los caballos se habían detenido;
pero había ido más lejos de Athos, de suerte que en la aldea de Festubert, mientras bebía en un albergue, sin haber tenido necesidad de preguntar, había sabido que la víspera, a las
ocho y media de la noche, un hombre herido, que acompañaba a una dama que viajaba en una silla de posta, se había visto obligado a detenerse, sin poder seguir delante.
El accidente habría sido cargado en la cuenta de ladrones que habían detenido la silla en el bosque.
El hombre había quedado en la aldea, la mujer había hecho el relevo y continuado su camino.
No había hablado diez minutos con las gentes del albergue cuando ya sabía que una mujer sola había llegado a las once de la noche, había alquilado una habitación, había hecho venir al dueño de la hostería y le había dicho que deseaba permanecer algún tiempo por aquellos alrededores.
Corríó al lugar de la cita, encontró a los tres lacayos puntuales en su puesto, los colocó como centinelas en todas las salidas de la hostería y volvíó en busca de Athos, que acababa de recibir los informes de Planchet cuando sus amigos regresaron.
A las ocho de la noche, Athos dio la orden de ensillar los caballos e hizo avisar a lord de Winter y a sus amigos de que se preparasen para la expedición.
Los cuatro caballeros miraron en torno suyo con sorpresa, porque buscaban inúltimente en su mente quién era aquel que podía faltarles.
Un cuarto de hora después volvíó, efectivamente, acompañado de un hombre enmascarado y envuelto en una gran capa roja.
Era triste al aspecto de aquellos seis hombres corriendo en silencio, sumidos cada cual en su pensamiento, taciturnos como la desesperación, sombríos como el castigo.
Era una noche tormentosa y lúgubre, gruesas nubes corrían por el cielo velando la claridad de las estrellas;
A veces, a la luz de un relámpago que brillaba en el horizonte, se vislumbraba la ruta que se desorrollaba blanca y solitaria;
A cada momento Athos invitaba a D’Artagnan, siempre a la cabeza de la pequeña tropa, a ocupar su puesto, que al cabo de un instante abandonaba de nuevo;
Cruzaron en silencio la aldea de Festubert, donde se había quedado el doméstico herido, luego bordearon el bosque de Richebourg;
Varias veces, lord de Winter, Porthos o Aramis, habían tratado de dirigir la palabra al hombre de la capa roja;
Los viajeros habían comprendido entonces que había una razón para que el desconocido guardase silencio, y habían dejado de dirigirle la palabra.
Además, la tormenta crecía, los relámpagos se sucedían rápidamente, el trueno comenzaba a gruñir, y el viento, precursor del huracán, silbaba en la llanura, agitando las plumas de los caballeros.
sentía placer en dejar correr el agua sobre su frente ardiente y sobre su cuerpo agitado por escalofríos febriles.
En el momento que la pequeña tropa hubo pasado Goskal a iba a llegar a la posta, un hombre, refugiado bajo un árbol, se separó del tronco con el que había permanecido confundido en la oscuridad, y avanzó hasta el medio de la ruta, poniendo sus dedos sobre sus labios.
Grimaud extendíó el brazo, y a la luz azulada de la serpiente de fuego se distinguíó una casita aislada, a orillas del río, a cien pasos de una barcaza.
Athos saltó de su caballo, cuya brida puso en manos de Grimaud, y avanzó hacia la ventana tras haber hecho señas al resto de la tropa de virar hacia el lado de la puerta.
La casita estaba rodeada por un seto vivo, de dos o tres pies de alto.
Athos franqueó el seto, llegó hasta la ventana privada de contraventanas, pero cuyas semicortinas estaban completamente echadas.
Se subíó sobre el reborde de piedra, a fin de que su mirada pudiera sobrepasar la altura de las cortinas.
A la luz de una lámpara vio a una mujer envuelta en un manto de color oscuro sentada en un escabel, junto a un fuego moribundo: sus codos estaban apoyados sobre una mala mesa, y apoyaba su cabeza en sus dos manos blancas como el marfil.
No se podía distinguir su rostro, pero una sonrisa siniestra pasó por los labios de Athos: no podía equivocarse, era la que buscaba.
Athos comprendíó que lo había reconocido, empujó la ventana con la rodilla y con la mano, la ventana cedíó, los cristales se rompieron.
D’Artagnan obedecíó, porque Athos tenía la voz solemne y el gesto poderoso de un juez enviado por el Señor mismo.
-Ante Dios y ante los hombres -dijo-, acuso a esta mujer de haber envenenado a Constance Bonacieux, muerta ayer tarde.
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haber querido envenenarme a mí mismo, con vino que había enviado de Villeroy, con una falsa carta como si el vino fuera de mis amigos;
-Ante Dios y ante los hombres, acuso a esta mujer de haberme empujado a asesinar al barón de Wardes;
Ante la carta de aviso que me escribisteis, hice detener a esta mujer, y la di para guardarla a un leal servidor;
ella corrompíó a aquel hombre, ella le puso el puñal en la mano, ella le obligó a matar al duque, y quizá en este momento Felton pague con su cabeza el crimen de esta furia.
Un estremecimiento corríó entre los jueces ante la revelación de estos críMenes aún desconocidos.
mi hermano, que os había hecho su heredero, murió en tres horas de una extraña enfermedad que deja manchas lívidas en todo el cuerpo.
-Asesina de Buckingham, asesina de Felton, asesina de mi hermano, pido justicia contra vos, y declaro que, si no me la hacen, me la haré yo.
Milady dejó caer su frente en sus dos manos y trató de recordar sus ideas confundidas por un vértigo mortal.
-Me toca a mí -dijo Athos, temblando como el león tiembla a la vista de la serpiente-, me toca a mí.
-exclamó Milady sofocada por el terror y cuyos cabellos se soltaron y se erizaron sobre su lívida cabeza como si hubieran estado vivos.
Incluso Athos lo miraba con tanta estupefacción como los otros, porque ignoraba cómo podía estar él mezclado en algo en el horrible drama que se desarrollaba en aquel momento.
Tras haberse acercado a Milady con paso lento y solemne, de modo que sólo la mesa lo separaba de ella, el desconocido se quitó la máscara.
Milady miró algún tiempo con un tenor creciente aquel rostro pálido enmarcado entre cabellos y patillas negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada.
-exclamó con una voz ronca y volvíéndose hacía el muro, como s¡ hubiera podido abrirse un paso con sus manos.
Todo el mundo se apartó, y el hombre de la capa roja permanecíó solo de pie en medio de la sala.
Todos los ojos estaban fijos en aquel hombre cuyas palabras esperaban con una ávida ansiedad.
pero para marcharse de la regíón, para huir juntos, para alcanzar otra parte de Francia donde pudieran vivir tranquilos porque serían desconocidos, hacía falta dinero;
Juré entonces que esta mujer que lo había perdido, que era más que su cómplice, puesto que lo había empujado al crimen, compartiría por lo menos el castigo.
Sospeché el lugar en que estaba oculta, la perseguí, la alcancé, la agarroté y le imprimí la misma marca que había impreso en mi hermano.
Al día siguiente de mi regre so a Lille, mi hermano consiguió escaparse, se me acusó de complicidad y se me condenó a permanecer en prisión en su puesto mientras no se constituyera él prisionero.
El señor de la tierra en que estaba situada la iglesia del curato vio aquella pretendida hermana y se enamoró de ella, enamorándose hasta el punto de que le propuso desposarla.
Todos los ojos se volvieron hacia Athos, cuyo verdadero nombre era aquél, y que hizo señal con la cabeza de que cuanto había dicho el verdugo era cierto.
-Entonces -prosiguió aquél-, loco, desesperado, decidido a quitarse su existencia, a quien ella había quitado todo, honor y felicidad, mi hermano regresó a Lille, y, enterándose del juicio que me había condenado en su lugar, se constituyó prisionero y se colgó la misma noche del tragaluz de su calabozo.
Milady lanzó un aullido horroroso y dio algunos pasos hacia sus jueces arrastrándose de rodillas.
-Anne de Breuil, condesa de La Fère, milady de Winter -dijo-, vuestros críMenes han cansado a los hombres en la tierra y a Dios en el cielo.
A estas palabras que no dejaban ninguna esperanza, Milady se alzó en toda su estatura y quiso hablar, pero las fuerzas le faltaron;
sintió que una mano potente a implacable la cogía por lo pelos y la arrastraba tan irrevocablemente como la fatalidad arrastra al hombre: no trató siquiera de hacer resistencia y salíó de la cabaña.
Los criados siguieron a sus amos y la habitación quedó solitaria con su ventana rota, su puerta abierta y su lámpara humeante que ardía tristemente sobre la mesa.
la luna, escoltada por su menguante y ensangrentada por las últimas huellas de la tormenta, se alzaba tras la pequeña aldea de Armentières, que destacaba sobre su claridad macilenta la silueta sombría de sus casas y el esqueleto de su alto campanario recortado a la luz.
Enfrente, el Lys hacía rodar sus aguas semejantes a un río de estaño fundido, mientras que en la otra orilla se veía la masa negra de los árboles perfilarse sobre un cielo tormentoso invadido por gruesas nubes de cobre que hacían una especie de crepúsculo en medio de la noche.
A la izquierda se alzaba un viejo molino abandonado, de aspas inmóviles, en cuyas ruinas una lechuza dejaba oír su grito agudo, periódico y monótono.
Aquí y allá, en la llanura, a izquierda y derecha del camino que seguía el lúgubre cortejo, aparecían algunos árboles bajos y achaparrados que parecían enanos disformes acuclillados para acechar a los hombres en aquella hora siniestra.
De vez en cuando un largo relámpago abría el horizonte en toda su amplitud, serpenteaba por encima de la masa negra de árboles y venía como una espantosa cimitarra a cortar el cielo y el agua en dos partes.
el suelo estaba húmedo y resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, y las hierbas reanimadas despedían su olor con más energía.
pero si me entregáis a vuestros amigos, tengo aquí cerca vengadores que os harán pagar cara mi muerte.
-Sois unos cobardes, sois unos miserables asesinos, os hacen falta diez para degollar a una mujer;
-Vois no sois una mujer -dijo fríamente Athos-, no pertenecéis a la especie humana, sois un demonio escapado del infierno y vamos a devolveros a él.
-El verdugo uede matar sin ser por ello un asesino, señora- dijo el hombre de la capa roja golpeando sobre su larga espada-;
Y cuando la ataba diciendo estas palabras, Milady lanzó dos o tres gritos salvajes que causaron un efecto sombrío y extraño volando en la noche y perdíéndose en las profundidades del bosque.
-Pero si soy culpable, si he cometido los críMenes de los que me acusáis -aullaba Milady-, llevadme ante un tribunal;
-La mujer que envenenasteis en Béthune era más joven aún que vos, señora, y, sin embargo, está muerta -dijo D’Artagnan.
Aquellos gritos tenían algo tan desgarrador que D’Artagnan, que al principio era el más encarnizado en la persecución de Milady, se dejó deslizar sobre un tronco a inclínó la cabeza, tapándose las orejas con las palmas de sus manos;
-De buena gana, monseñor -dijo el verdugo-, porque, tan cierto como que soy católico, creo firmemente que soy justo al cumplir mi función en esta mujer.
os perdono mi futuro roto, mi honor perdido, mi honor mancillado y mi salvación eterna comprometida por la desesperación a que me habéis arrojado.
-Yo os perdono -dijo- el envenenamiento de mi hermano, el asesinato de Su Gracia lord de Buckingham, yo os perdono la muerte del pobre Felton, yo os perdono las tentativas contra mi persona.
-Y a mí -dijo D’Artagnan- perdonadme, señora, haber provocado vuestra cólera con un engaño indigno de un gentilhombre;
y a cambio, yo os perdono el asesinato de mi pobre amiga y vuestras vene ganzas crueles contra mí, yo os perdono y lloro por vos.
Entonces se levantó por sí misma y lanzó en torno suyo una de esas miradas claras que parecían brotar de unos ojos de llama.
La barca se deslizaba lentamente a lo largo de la cuerda de la barcaza, bajo el reflejo de una nube pálida que estaba suspendida sobre el agua en aquel momento.
comprendíó que el cielo le negaba su ayuda y permanecíó en la actitud en que se encontraba, con la cabeza inclinada y las manos juntas.
Entonces el verdugo se quitó su capa roja, la extendíó en tierra, depositó allí el cuerpo, arrojó allí la cabeza, la ató por las cuatro esquinas, se la echó al hombro y volvíó a subir a la barca.
Llegado al centro del Lys, detuvo la barca, y, suspendido su fardo sobre el río: -¡Dejad pasar la justicia de Dios!
-Y bien, señores -les preguntó el bravo capitán-, ¿os habéis divertido en vuestra excursión?
Conclusión El 6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar París para volver a La Rochelle, salíó de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa de esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.
Aunque prevenida de que el hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina, cuando se le anunció esta muerte, no quiso creerla;
Pero al día siguiente tuvo que creer en aquella fatal noticia: La Porte, retenido como todo el mundo en Inglaterra por las órdenes del rey Carlos I, llegó portador del último y fúnebre presente que Buckingham enviaba a la reina.
sentía que al volver al campamento iba a recuperar su esclavitud, y, sin embargo, volvía allí.
Athos alzaba de vez en cuando sólo su amplia frente: un destello brillaba en sus ojos, una sonrisa amarga pasaba por sus labios;
Tan pronto como llegaba la escolta a una villa, cuando habían conducido al rey a su alojamiento, los cuatro amigos se retiraban o a la habitación de uno de ellos o a alguna taberna apartada, donde ni jugaban ni bebían;
Un día en que el rey había hecho un alto en la ruta para cazar la picaza y en que los cuatro amigos, según su costumbre, en vez de seguir la caza, se habían detenido en una taberna sobre la carretera, un hombre que venía de La Rochelle a galope tendido se detuvo a la puerta para beber un vaso de vino y hundíó su mirada en el interior de la habitación donde estaban sentados a la mesa los cuatro mosqueteros.
en nombre del rey os detengo, y digo que tenéis que entregarme vuestra espada, señor, y sin resistencia;
-Soy el caballero de Rochefort -respondíó el desconocido-, el escudero del señor cardenal de Richelieu, y tengo orden de llevaros junto a Su Eminencia.
-Volvemos junto a Su Eminencia, señor caballero -dijo Athos adelantándose- y aceptaréis la palabra del señor D’Artagnan, que va a dirigirse en línea recta a La Rochelle.
-Señores -dijo-, si el señor D’Artagnan quiere entregarme su espada y unir su palabra a la vuestra, me contentaré con vuestra promesa de conducir al señor D’Artagnan al campamento del señor cardenal.
Rochefort se quedó un instante pensativo, luego, como no estaba más que a una jornada de Surgères, hasta donde el cardenal debía ir ante el rey, resolvíó seguir el consejo de Athos y volver con ellos.
El ministro y el rey intercambiaron muchas caricias, se felicitaron por el venturoso azar que desembarazaba a Francia del encarnizado enemigo que amotinaba a Europa contra ella.
Tras lo cual, el cardenal, que había sido avisado por Rochefort de que D’Artagnan estaba detenido, y que tenía prisa por verlo, se despidió del rey invitándolo a ver al día siguiente los trabajos del dique que estaban acabados.
Al volver aquella noche a su acampada del puente de La Pierre, el cardenal encontró de pie, ante la puerta de la casa que habitaba, a D’Artagnan sin espada y a los tres mosqueteros armados.
Su Eminencia fruncíó el ceño, se detuvo un instante, luego continuó su camino sin pronunciar una sola palabra.
Su Eminencia se dirigíó a la habitación que le servía de gabinete e hizo seña a Rochefort de introducir al joven mosquetero.
-Si monseñor quiere decirme primero los críMenes que se me imputan, yo le diré luego los hechos que he realizado.
-Se os imputa haber mantenido correspondencia con los enemigos del reino, se os imputa haber sorprendido los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar los planes de vuestro general.
Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado a un hombre en Francia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su segundo marido y que ha intentado envenenarme a mí mismo.
D’Artagnan contó entonces el envenenamiento de la señora Bonacieux en el convento de las Carmelitas de Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del Lys.
Pero, de pronto como sufriendo la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del cardenal, sombrío hasta entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta serenidad.
-Así -dijo con una voz cuya dulzura contrastaba con la severidad de sus palabras-, así que os habéis constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y castigan son asesinos.
-Sí, lo sé, sois un hombre de corazón, señor -dijo el cardenal con una voz casi afectuosa-;
Y D’Artagnan presentó al cardenal el preciso papel que Athos había arrancado a Milady, y que había dado a D’Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.
Richelieu.» El cardenal, tras haber leído estas dos líneas, cayó en una meditación profunda, pero no devolvíó el papel a D’Artagnan.
Finalmente, alzó la cabeza, fijó su mirada de ágüila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente, leyó en aquel rostro surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado desde hacía un mes, y pensó por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel muchacho de veintiún años, y qué recursos podría ofrecer a un buen amo su actividad, su valor y su ingenio.
El cardenal se acercó a la mesa y, sin sentarse, escribíó algunas líneas sobre un pergamino cuyos dos tercios ertaban ya cubiertos y puso su sello.
-Tomad, señor -dijo el cardenal al joven-, os he cogido un salvoconducto y os devuelvo otro.
-Sois un muchacho valiente, D’Artagnan -interrumpíó el cardenal palmeándolo familiarmente en el hombro, encantado por haber vencido a aquella naturaleza rebelde-.
En efecto, aquella misma noche D’Artagnan se dirigíó al alojamiento de Athos, a quien encontró a punto de vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba religiosamente todas las noches.
Le contó lo que había pasado entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su bolso: -Tomad, mi querido Athos -dijo-, a vos os corresponde, naturalmente.
Lo encontró vestido con un magnífico traje, cubierto de espléndidos brocados y mirándose a un espejo.
-De maravilla -dijo D’Artagnan-, pero vengo a proponeros un traje que aún os iría mejor.
D’Artagnan contó a Porthos su entrevista con el cardenal, y sacando el despacho de su bolso: -Tomad, querido -dijo-, escribid vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para mí.
de suerte que, querido amigo, dado que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda.
lo habéis merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre seguidos con tan felices resultados.
Guardad ese despacho, D’Artagnan: el oficio de las armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado capitán.
D’Artagnan, con los ojos húmedos de gratitud y resplandecientes de alegría, volvíó a Athos, a quien encontró aún en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la lámpara.
Y dejó caer su cabeza entre sus dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.
-Sois joven -respondíó Athos-, y vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse en dulces recuerdos.