1.2La genealogía de la moral es sin duda una de las obras más emblemáticas de Nietzsche. Su importancia es doble: por un lado, asienta las bases de un método de investigación que será muy utilizado a lo largo de todo el Siglo XX, como es el método genealógico. Por otro lado, desata una crítica radical contra la moral, que también estará muy presente en autores posteriores. En esta obra, el autor alemán demuestra no solo su gran talento filológico, sino también su “olfato” para desatar lo que él mismo denominó “filosofía a martillazos”: una crítica radical y devastadora contra todas las señas de identidad de Occidente, que afectará no sólo a la moral, sino también a la ciencia, la religión y, en última instancia, también a la propia filosofía. El punto de partida de la crítica genealógica bien puede recordarnos a algunos planteamientos de El nacimiento de la tragedia: se trata de desplegar un análisis filológico para investigar cómo las palabras clave de la moral, “bueno” y “malo” han ido evolucionando en su significado a lo largo del tiempo, adquiriendo nuevos matices que terminan invirtiendo el sentido original de ambas palabras. En efecto, si nos fijamos en los héroes homéricos y en los primeros textos de la civilización occidental, encontramos que la palabra “bueno” alude a aquellos que pertenecen a una clase superior, que son nobles y fuertes. El bueno es el que hace gala de su fuerza, de su poder, y el que impone y realiza su voluntad allá donde va. Es bueno el que vence a los demás, el que no muestra debilidad. Por el contrario, “malo” aparece siempre referido a la clase más baja, y tiene el sentido de “vulgar”, “plebeyo”. Es malo aquel que no tiene iniciativa propia, que depende de las decisiones de los demás precisamente por su debilidad. Las virtudes del “malo”, entonces, son las del rebaño: la piedad, el perdón, la compasión, la solidaridad. Los “buenos” no necesitan de estas virtudes, sino que más bien ponen en práctica la soberbia, el orgullo, la autoafirmación. Encontramos entonces una doble moral, que aparece incluso en el título de la pregunta: la moral de los señores es una moral aristocrática de la fuerza, del poder. De la voluntad de poder, podríamos también decir: el señor es aquel que vence a la vida, venciendo a los demás y vencíéndose a sí mismo, súperándose permanentemente. En el polo opuesto estaría la moral de los esclavos: para ellos la compasión y la ayuda mutua es indispensable, piensa Nietzsche. Sólo los débiles, argumenta, necesitan colaborar entre ellos, unirse para poder plantar cara entre todos al señor. Este enfoque filológico se completa con un estudio histórico: contemplar el pasado de Occidente es asistir a la traición callada y progresiva a los valores de los señores. Nietzsche personifica esta tendencia en dos figuras históricas imprescindibles para comprender las señas de identidad de Occidente: Sócrates y Jesucristo. El primero se opuso firmemente a los sofistas que en cierta forma representan la voluntad de poder, al ser capaces de convencer a los demás de aquello que más les conviene. Someter el logos y la verdad a la voluntad de cada cual es para Nietzsche una señal de fuerza que se impone sobre el resto, en un nuevo contexto político en el que el lenguaje cobra una especial importancia. Sin embargo, encuentra esta tendencia un serio obstáculo en la figura de Sócrates, el más terrible de los sofistas utilizó sus artimañas para convencer al resto de que existen verdades universales, y de que hay valores que cuentan también con una validez universal, superando así el subjetivismo tan próximo a la filosofía nietzscheana. A la labor socrática, se añadió unos siglos después la de Jesucristo, que culminó esta inversión de los valores: si nos fijamos en el conocido sermón de la montaña, lo que se nos dice es precisamente que los miserables y los esclavos son los buenos. Todo el mensaje de la religión cristiana resulta nefasto, tanto por la negación de esta vida que lleva implícito, como por la exaltación de la parte más pobre y débil de la humanidad. La genealogía y la historia apuntan entonces a una traición de la moral originaria, de aquella que encontramos en el nacimiento de Occidente y que le dió su empuje inicial como cultura y civilización. En sus primeros momentos de vida, la cultura griega basculó en torno a valores como la fuerza, la pasión, el deseo, el orgullo, la voluntad de poder. Pero todo esto fue traicionado por el judeoristianismo y la filosofía socrático-platónica, cediendo así protagonismo a valores como una verdad que lo es solo pretendida, al igual que ocurre con la justicia, la compasión o el perdón. Son todos ellos valores construidos sobre el resentimiento de la parte más débil de la sociedad que uniendo sus fuerzas se rebelan sobre los auténticos creadores de valores y logran imponerse sobre ellos. Se podría decir, que quien sigue los valores occidentales se deja guiar por una moral de la falsedad y la apariencia: desea unas cosas, pero por ajustarse al discurso oficialmente dominante, ha de esconder sus auténticos deseos e intenciones, mostrando su capacidad para desarrollar un comportamiento socialmente aceptable, es decir, ajustado a la moral convencional.
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1.2La genealogía de la moral es sin duda una de las obras más emblemáticas de Nietzsche. Su importancia es doble: por un lado, asienta las bases de un método de investigación que será muy utilizado a lo largo de todo el Siglo XX, como es el método genealógico. Por otro lado, desata una crítica radical contra la moral, que también estará muy presente en autores posteriores. En esta obra, el autor alemán demuestra no solo su gran talento filológico, sino también su “olfato” para desatar lo que él mismo denominó “filosofía a martillazos”: una crítica radical y devastadora contra todas las señas de identidad de Occidente, que afectará no sólo a la moral, sino también a la ciencia, la religión y, en última instancia, también a la propia filosofía. El punto de partida de la crítica genealógica bien puede recordarnos a algunos planteamientos de El nacimiento de la tragedia: se trata de desplegar un análisis filológico para investigar cómo las palabras clave de la moral, “bueno” y “malo” han ido evolucionando en su significado a lo largo del tiempo, adquiriendo nuevos matices que terminan invirtiendo el sentido original de ambas palabras. En efecto, si nos fijamos en los héroes homéricos y en los primeros textos de la civilización occidental, encontramos que la palabra “bueno” alude a aquellos que pertenecen a una clase superior, que son nobles y fuertes. El bueno es el que hace gala de su fuerza, de su poder, y el que impone y realiza su voluntad allá donde va. Es bueno el que vence a los demás, el que no muestra debilidad. Por el contrario, “malo” aparece siempre referido a la clase más baja, y tiene el sentido de “vulgar”, “plebeyo”. Es malo aquel que no tiene iniciativa propia, que depende de las decisiones de los demás precisamente por su debilidad. Las virtudes del “malo”, entonces, son las del rebaño: la piedad, el perdón, la compasión, la solidaridad. Los “buenos” no necesitan de estas virtudes, sino que más bien ponen en práctica la soberbia, el orgullo, la autoafirmación. Encontramos entonces una doble moral, que aparece incluso en el título de la pregunta: la moral de los señores es una moral aristocrática de la fuerza, del poder. De la voluntad de poder, podríamos también decir: el señor es aquel que vence a la vida, venciendo a los demás y vencíéndose a sí mismo, súperándose permanentemente. En el polo opuesto estaría la moral de los esclavos: para ellos la compasión y la ayuda mutua es indispensable, piensa Nietzsche. Sólo los débiles, argumenta, necesitan colaborar entre ellos, unirse para poder plantar cara entre todos al señor. Este enfoque filológico se completa con un estudio histórico: contemplar el pasado de Occidente es asistir a la traición callada y progresiva a los valores de los señores. Nietzsche personifica esta tendencia en dos figuras históricas imprescindibles para comprender las señas de identidad de Occidente: Sócrates y Jesucristo. El primero se opuso firmemente a los sofistas que en cierta forma representan la voluntad de poder, al ser capaces de convencer a los demás de aquello que más les conviene. Someter el logos y la verdad a la voluntad de cada cual es para Nietzsche una señal de fuerza que se impone sobre el resto, en un nuevo contexto político en el que el lenguaje cobra una especial importancia. Sin embargo, encuentra esta tendencia un serio obstáculo en la figura de Sócrates, el más terrible de los sofistas utilizó sus artimañas para convencer al resto de que existen verdades universales, y de que hay valores que cuentan también con una validez universal, superando así el subjetivismo tan próximo a la filosofía nietzscheana. A la labor socrática, se añadió unos siglos después la de Jesucristo, que culminó esta inversión de los valores: si nos fijamos en el conocido sermón de la montaña, lo que se nos dice es precisamente que los miserables y los esclavos son los buenos. Todo el mensaje de la religión cristiana resulta nefasto, tanto por la negación de esta vida que lleva implícito, como por la exaltación de la parte más pobre y débil de la humanidad. La genealogía y la historia apuntan entonces a una traición de la moral originaria, de aquella que encontramos en el nacimiento de Occidente y que le dió su empuje inicial como cultura y civilización. En sus primeros momentos de vida, la cultura griega basculó en torno a valores como la fuerza, la pasión, el deseo, el orgullo, la voluntad de poder. Pero todo esto fue traicionado por el judeoristianismo y la filosofía socrático-platónica, cediendo así protagonismo a valores como una verdad que lo es solo pretendida, al igual que ocurre con la justicia, la compasión o el perdón. Son todos ellos valores construidos sobre el resentimiento de la parte más débil de la sociedad que uniendo sus fuerzas se rebelan sobre los auténticos creadores de valores y logran imponerse sobre ellos. Se podría decir, que quien sigue los valores occidentales se deja guiar por una moral de la falsedad y la apariencia: desea unas cosas, pero por ajustarse al discurso oficialmente dominante, ha de esconder sus auténticos deseos e intenciones, mostrando su capacidad para desarrollar un comportamiento socialmente aceptable, es decir, ajustado a la moral convencional.