La valoración de la gravedad del comportamiento de conflicto social en adolescentes
La valoración de la gravedad de dicho comportamiento de conflicto social y de la situación del adolescente depende de varios factores:
- El tipo de conducta mostrada por el adolescente. La agresividad o violencia intensas hacia personas u objetos y la grave intimidación hacia personas son conductas que han de calificarse como graves.
- El grado de reincidencia.
- El grado en que el adolescente asume responsabilidad sobre su conducta, reconoce sus efectos y manifiesta motivación de cambio.
- La respuesta del adolescente a intervenciones anteriores dirigidas a cambiar su conducta (de sus padres o responsables legales, del centro escolar, servicios de salud mental, SS.SS.).
La entidad responsable en la Comunidad de Madrid de atender los casos de menores infractores es la Agencia para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor, creada en 2004. Dicha agencia cuenta con sus propios programas y centros especializados para realizar su tarea en colaboración con la Fiscalía y los Juzgados de Menores.
Autoridad y menores: criterios educativos
Plantear los aspectos básicos del proceso educativo no debe llevarnos a creer que los padres y madres no tienen la capacidad de educar a sus hijos. En nuestro caso se trata de ver de qué manera se plantean los ejes para la práctica educativa de la familia en beneficio de todos sus miembros y, por tanto, prevenir trastornos y disarmonías.
Educar es intervenir, guiar, posibilitar que se incida de forma sistemática y regulada en el proceso evolutivo de la persona para potenciar y optimizar su desarrollo y madurez. No se trata de pretender unos logros ya predeterminados, sino posibilitar el desarrollo de actitudes, favorecer la estructuración de la personalidad para lograr un equilibrio emocional y la adquisición de pautas positivas para la socialización, culturalización y maduración personal. Teniendo presente la complejidad de este proceso, veremos que es importante establecer los criterios que han de permitir lograr estos objetivos.
Cuando hablamos de criterios hacemos referencia a unas normas intelectuales, a unos juicios que permiten guiar el discurso, el análisis y, por tanto, las respuestas con relación a un contexto y objetivos determinados. Por lo tanto, es preciso partir de las creencias y formas de ser de los adultos que rodean a estos menores y de su interpretación de la realidad para poder tomar decisiones buscando estrategias comunes que serán las que van a guiar las actuaciones concretas.
Pero hay creencias e interpretaciones de cómo hacer esta labor que hasta ahora estaban vigentes y se han rechazado o se han puesto en cuestionamiento, lo que ha generado una mayor desorientación en los criterios educativos de las familias: “no se debe frustrar a los niños porque se les puede traumatizar”, “los padres deben ser amigos de los hijos”, “no hay que obligar a los menores a hacer lo que no les gusta”…
Es necesario establecer colectivamente criterios comunes para prevenir posibles disfunciones a corto y largo plazo, ya que es fundamental, desde el punto de vista psicológico, que haya una actuación estable que garantice que se den las condiciones óptimas, pues las repercusiones que se pueden dar a largo plazo serán factores de riesgo de inadaptaciones y trastornos en un futuro.
Los criterios educativos deben ser el referente. Lo más importante es que sean coherentes y deben regular las actuaciones, tanto en situaciones de tranquilidad como ante situaciones de frustración o de rebeldía. Esta coherencia es un factor determinante en el equilibrio de los menores y un factor de protección ante las dificultades que puedan presentarse, tanto en los aprendizajes como en el proceso de socialización y de adaptación al entorno. Si se trata de población con un cierto riesgo académico y/o de dificultades personales, estos criterios son aún más imprescindibles, ya que, en muchos casos, la inestabilidad familiar y la inseguridad parentales constituyen otro factor de riesgo mayor en los menores.
Afectividad y autoridad
Afectividad
Lo que da consistencia a la familia es la afectividad y, como consecuencia, las relaciones emocionales. En el momento del nacimiento del bebé, los primeros estímulos que reciben deben estar muy impregnados de un diálogo afectivo, que se irá construyendo y que determinará su mundo interior y la posibilidad de establecer un diálogo con el exterior. Las madres, en primer término, potencian el desarrollo de unas competencias para establecer su relación con el mundo circundante.
Este diálogo afectivo se encuentra altamente condicionado por las representaciones, expectativas y atribuciones que los adultos hayan construido previamente al nacimiento y también estará condicionado por las experiencias propias de cada uno de los miembros. Las repercusiones de estas relaciones son claras a corto y a largo plazo, ya que son la base sobre las que se empiezan a construir las primeras experiencias del bebé y donde el modelaje tiene una concreción que irá determinando las competencias emocionales, la forma de comunicarse con el exterior y el aprendizaje de pautas de comportamiento.
Por ello, es muy importante esta etapa por las proyecciones que hacen los adultos, tanto con relación a los parámetros de género (explícitos o implícitos), a la dinámica que se establecerá entre los menores y los adultos, así como en los aprendizajes más funcionales, como pueden ser los hábitos, el proceso de socialización y la propia estructura de la personalidad.
Por otra parte, es fundamental comprender que esta afectividad no debe llevar a los adultos a ser “manejados” por sus bebés. Una afectividad mal entendida llevará a los adultos a dejar que sean los niños quienes decidan lo que se debe hacer, tanto en lo que se refiere a la alimentación, sueño como en otros cuidados básicos o en la dinámica familiar.