La novela después de la Guerra Civil


El género teatral, desde comienzos del s. XX hasta la guerra civil española se vio limitado por su estricta dependencia de las necesidades comerciales de los empresarios, que basaban su negocio en dar satisfacción al pueblo burgués.

Las tendencias con éxito fueron tres. Por un lado, el teatro “alta comedia”, continuador de formas nacidas con el Realismo cuyo máximo representante fue Jacinto Benavente. Su teatro, de poca acción, pero diálogo natural, retrata de forma levemente crítica a la burguésía de la época, por ejemplo, en su obra
Los intereses creados (1907). Por otro lado, en el teatro cómico, la fórmula más habitual fue la del costumbrismo, que cultivaron los hermanos Álvarez Quintero, donde nos presentaron una Andalucía típica y superficial. También fue costumbrista Carlos Arniches, en cuyos sainetes y comedias imitaba el habla y las costumbres madrileñas y que compuso también “tragedias grotescas”. Por último, Pedro Muñoz Seca escribíó con humor grotesco y disparatado, inaugurando el género del “astracán” (La venganza de don Mendo).  También tuvo éxito el teatro poético en verso, que expónía asuntos históricos o simbólicos con ideología tradicionalista y rasgos próximos al teatro Barroco y al ROMántico. Destaca Eduardo Marquina (Las hijas del Cid). En las generaciones del 98, del 27 y del 14 hubo autores que intentaron innovar sin éxito en el momento. En este sentido, Miguel de Unamuno (G. Del 98) abordó en sus dramas temas profundos mediante un planteamiento escénico y dramático austero y no realista al que llamó “teatro desnudo”. Pero el genio teatral de la generación del 98 fue Ramón María del Valle Inclán. Su producción comienza con obras modernistas en prosa, como El marqués de Bradomín, que transcurren en ambientes refinados y decadentes con exquisitos diálogos. Tras ello pasa a mostrar, en su trilogía Comedias Bárbaras y en Divinas Palabras, una visión mítica del mundo rural gallego. El siguiente paso es la experimentación con la farsa, en obras en verso inspiradas en la “Comedia del arte” italiana. Un ejemplo es “La marquesa Rosalinda”. Sin embargo, la cima del teatro de Valle-Inclán es el “esperpento”, que consiste en la deformación grotesca de la realidad, presentándola de modo ridículo y combinando todos los recursos de la lengua para hacer una crítica a la España del s. XX. La más representativa es Luces de Bohemia (1920). La trilogía Martes de Carnaval completa el ciclo esperpéntico. En la generación del 14 cabe mencionar el intento de Ramón Gómez de la Serva de construir fórmulas vanguardistas con su lengua “grequerizante” y a Jacinto Grau con el Señor de Pigmalión. Es, por último, en la Generación del 27, donde encontramos a la otra gran figura del género dramático: Federico García Lorca. En 1932 creó el teatro universitario “La Barraca” con el que realizó una entusiasta labor representando en pueblos españoles obras de nuestro teatro clásico. Sus primeras obras teatrales nacieron con cierta inclinación modernista (El maleficio de la mariposa) y más adelante compuso farsas donde refleja el choque entre los deseos del ser humano y las limitaciones de la sociedad. Ese choque se muestra ya con la virulencia en lo que Lorca llamó “teatro imposible” (Así que pasen cinco años) y que se caracteriza por la ruptura de la lógica argumental, la coherencia de los diálogos, la verosimilitud de las situaciones… Con sus obras posteriores como Bodas de sangre, Yerma, Doña Rosita la soltera o la Casa de Bernarda Alba obtuvo un gran éxito. El teatro de Lorca, escrito en verso o en prosa, es esencialmente poético. Se utilizan numerosos elementos musicales y sus temas evocan a la frustración. El protagonista de su teatro es la mujer, representada como un ser indefenso, apegado a las fuerzas elementales de la vida y al que se le niega la realización de sus pasiones. Sin embargo, la Guerra Civil fue el final de ese comienzo de renovación que estaban suponiendo las obras de Lorca, Alberti (El hombre deshabitado) y Alejandro Casona (La dama del Alba) entre otros. 

La Guerra Civil y la dictadura franquista supusieron un contexto marcado por la censura, la falta de libertad y el exilio.

En el género narrativo muchos tuvieron que publicar sus obras desde el exilio. La mayoría hablan de la España del periodo bélico o prebélico. Destacan Francisco de Ayala, Rosa Chacel (Memorias de Leticia Valle), Max Aub y Ramón J. Sender (Réquiem por un campesino español). 

En España, los años 40 estuvieron dominados por una narración triunfalista y exultante que respondía a los valores del nuevo régimen como las obras del “primer” Torrente Ballester (Javier Mariño). A partir de 1942 surge la “novela existencial”, con una visión pesimista de la vida y del ser humano. La familia de Pascual Duarte (1942) de Camilo José Cela fue la 1ª de estas obras. Con ella nacíó el “tremendismo” caracterizado por situaciones muy escabrosas. Destacó también Nada (1944) de Carmen Laforet y La sombra del Ciprés es alargada de Miguel Delibes, uno de los fundamentales narradores junto a Cela, con un mundo narrativo centrado en el mundo rural como se observa en El Camino (1950).

En los años 50 se desarrolla el Realismo social (Novela social), seguido por escritores que utilizan la literatura como arma de la denuncia social. Pretenden mostrar de forma crítica pero sin las exageraciones del tremendismo la sociedad española de la época: la acción pretendía mostrar situaciones de la vida cotidiana y se recurre al protagonista colectivo, el estilo sencillo y directo y al narrador objetivo. La Colmena (1951) de C.J. Cela abríó este camino. Delibes pasa también por un periodo “social” (Las ratas) pero destacó más la llamada “generación del medio siglo”. En la novela social se distinguen 2 tendencias: la novela objetivista, que pretende reflejar con verosimilitud los hechos y el Realismo crítico en el que el autor proyecta su ideología sobre los personajes. La novela objetivista más interesante y paradigmática es El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio (1956) y sobresale también Carmen Martín Gaite (Entre visillos). En cuanto al Realismo crítico destacan Juan Goytisolo, Ana Mª Matute y José Manuel Caballero Bonald.

En los años 60 gracias a cierta relajación en la censura, tiene lugar la novela experimental. El deseo de renovación está también influido por escritores como Marcel Proust, Franz Kafka o William Faulkner. Avanzada la década de los 60, el “Boom” de la narrativa hispanoamericana acabó de impulsar la experimentación. El comienzo de la renovación suele fecharse en 1962 con Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos que toma como modelo a al Ulises de Joyce utilizando gran variedad de procesos narrativos, estilos y perspectivas incluyendo la “corriente de conciencia”. Lo experimental llegó hasta hablar de la “muerte de la novela”. Algunas carácterísticas de la novela experimental son las siguientes: el argumento tiene menos importancia que en la novela tradicional, se utiliza el contrapunto, hay alternancia entre el punto de vista único y la perspectiva múltiple, son frecuentes el monólogo interior y el estilo indirecto libre, se incorpora una amplia gama de registros, se altera la puntuación y son significativas las digresiones del autor y la inmersión en la mente de los personajes.

Los autores de la generación del medio siglo fueron los 1ºs que se adelantaron en esta vía, por ejemplo Luis Martín-Santos y Juan Benet, autor de Volverás a Regíón. A estos se sumaron otros como Juan Goytisolo (Señas de identidad) y M. Caballero Bonald. También se adentraron por la experimentación los mayores como Cela (Oficio de Tinieblas 5); Delibes con Cinco horas con Mario, estructurada en torno al monólogo de la protagonista frente al cadáver de su marido; o Gonzalo Torrente Ballester (La saga/ fuga de JB).

El experimentalismo aún se mantuvo vivo después de la muerte de Franco, en 1975 pero en ese mismo año se publicó La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza que anticipaba el retorno a una narrativa de lectura más fácil, que daría nuevamente importancia a la intriga argumental. 

Durante el franquismo el teatro apenas se desarrolló por la censura. No obstante, se desarrollará plenamente tras la muerte de Franco (1975).

En los años 40 y 50 siguen representando sus obras dramaturgos como Benavente, Marquina, etc


En los años 40 predominan la comedia burguesa y el teatro cómico. El teatro comercial de evasión e intrascendente (comedia burguesa), común en ambas décadas, siguió las pautas de la “alta comedia” de Benavente. Destacó también Calvo Sotelo. El teatro cómico se caracterizaba por obras con situaciones ilógicas, juegos de palabras y argumentos próximos al “teatro del absurdo” que después desarrollarían Ionesco y Beckett. El gran éxito de Jardiel Poncela fue Eloísa está debajo de un almendro (1940) y Miguel Mihura escribíó Melocotón en almíbar y Tres sombreros de copa (1932). Esta última plantea la felicidad imposible a través del contraste entre el mundo burgués y el bohemio. A pesar de respetar las unidades clásicas de lugar, tiempo y acción es vanguardista por sus situaciones y lenguaje. 

En los 50 surge un teatro de preocupaciones existencialistas y sociales. Así, en 1949 se estrena Historia de una escalera de Antonio Buero Vallejo, de orientación existencial, que muestra unas familias humildes en el Madrid de posguerra. Pese a ser el autor de conocido republicanismo la obra pudo representarse porque había ganado el premio Lope de Vega. Sus obras siguientes denunciaban la sociedad, adoptando forma histórica y presentando situaciones del pasado que eran trasunto de las contemporáneas. Gracias a este subterfugio, sus obras sortearon la censura. El mayor defensor de un teatro social y comprometido fue Alfonso Sastre, con obras como Escuadra hacia la muerte (1953).

A la sombra de Buero y Sastre, surgen en los años 60 otros autores que cultivan un teatro crítico, comprometido y testimonial. Destacan Laura Olmo (La Camisa) y José María Recuerda. Avanzada la década de los 60 comienza el teatro experimental, inspirado en los renovadores del teatro europeo del Siglo XX. En 1975 los autores que se decantaron por el experimentalismo construyeron una corriente de “teatro soterrado” es decir, escrito, pero no representado. Destacan Fernando Arrabal creador del “teatro pánico” (El cementerio de automóviles) y Francisco Nieva con su “teatro furioso”.

En los 70 nace el “teatro independiente”. En este sentido, se formaron grupos de teatro que actuaban fuera de las salas convencionales con un gran espíritu de vanguardia. Acusan la influencia de Antonin Artaud y sus teorías sobre el teatro como “espectáculo total”. Entre estos grupos destacaron “Els joglars” “Tábano” y “La cuadra”.

Tras la muerte de Franco (1975) desaparecíó la cesura, se añadieron nuevos grupos a las existentes y continuó el teatro de corte tradicional en las salas privadas. Después de unos años de dominio del teatro experimental, se advierte una vuelta a la estética realista, se interesan por los temas de la vida contemporánea y cotidiana. Los nuevos dramaturgos, más proclives al humor y a la sátira, se inclinan por la comedia y la tragicomedia. Respecto a tendencia y autores teatrales cabe destacar la creación de José Luis Alonso de Santos con un teatro de testimonial social con cierta dosis de humor. Sus obras más destacadas son La estanquera de Vallecas (1986) y Bajarse al moro (1989). También hay obras de revisión del pasado y otras que revelan un alejamiento del Vanguardismo de los años 70 y presentan distintas facetas del hombre contemporáneo como las de Juan Mayorga (La paz perpetua). Por último, no podemos dejar de mencionar al ya fallecido Fernando Fernán Gómez con Las bicicletas son para el verano.

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