Las chicas de alambre


Ya no llovía, y la terraza instalada sobre la acera de Gran Vía, al estar cubierta, tenía los 
asientos secos, o sería que los empleados acababan de volver a ponerlos no hacía mucho.
Algunas mesas estaban ocupadas y hasta el sol pugnaba por salir rápidamente por entre 
las nubes más pertinaces.
Cuatro  estudiantes  ociosos  de  una  de  las  mesas  cubrieron  a  Sofía  con  cuatro  densas 
miradas. Por sus caras adiviné sus pensamientos. Yo también había jugado a eso siendo 
más jovencito. Luego me miraron a mí, valorando qué tenía yo para estar con una chica 
tan guapa. Volvieron a lo suyo, aunque de todas formas me puse de espaldas a ellos. El 
efecto «catártico» de las modelos, aunque a lo mejor nadie sabe que lo son al verlas, es 
bastante sorprendente. Bueno, Sofía simplemente era atractiva. Tal vez no fuera el morbo 
interno de toda modelo o candidata a serlo.
Aún no  habíamos  hablado  cuando ya se  nos acercó  el camarero. Yo solamente quería 
tomar una cerveza; pero, dada la hora, no me sorprendió que Sofía pidiera un bocadillo.
—Podíamos haber ido al lado —le sugerí, señalando el restaurante contiguo, La Tramoia,
especialista en tapas rápidas pero buenas.


—Te debo una cena, ¿vale? 

Algo 
me dijo que vivía muy a salto de mata, y que era un nervio activo no siempre tensado en 






—¿Algo de tu trabajo? 
Estoy  investigando  lo que  pudo ser  de  una  famosa modelo de  hace diez  años: 

Me enseñaron fotos de ella en la academia.20 
—¿Fuiste a una academia de modelos? 


—Ya —no pareció estar muy de acuerdo con mi apreciación, aunque me parece que sabía 
que era verdad, porque después le cambió la  cara de fastidio a resignación, como si no 
No se ha vuelto a saber nada de ella, ¿verdad? 
Murieron sus dos amigas, Cyrille y Jess Hunt; el novio de esta 
última mató al dueño de la agencia que las tenía contratadas; después, a su vez, murió él,

—¡Jo, no me extraña! 

—¿Tienes alguna teoría? 


—¿Llevas mucho con el tema? 

—¿Y cuánto tiempo dedicas a investigar algo como eso? 


Sabía que después de dejarla  compraría Zonas Interiores para buscar  algo que  hubiese 
Y sabía que no tardaría  en  averiguar que me llamo igual que la directora y 

Pero también la suerte de ser bueno, de ser hijo 
de dos grandes profesionales del periodismo y la fotografía de los que aprendí, y de que 


Eso es lo que llamo yo tener 
¿Y tu padre? 

¿Tienes hermanos o hermanas? 

—Yo tampoco —me miró a los ojos de una forma especial—, y mi padre también murió 


—Oye, ¿tú crees lo que dijo John Lennon, que crecer sin padre te hace paranoico? 

—Un poco raros sí somos, ¿no? 
¿Cómo es tu madre? 

—¿Vives con ella? 
Compartimos un pequeño piso de dos habitaciones y paredes de 
Tampoco es que me21 
«Dándome la 

—¿Cómo decidiste ser modelo? 
—Tenía doce años  cuando hice el  cambio, me  estiré, me salieron todas estas cosas — 
movió  la  mano  con  desparpajo  por  delante  de sí  misma—, y  todo  el  mundo  decía  lo 
típico, que si estaba muy buena y que si era muy guapa y que si esto y que si lo otro y que 
Naturalmente lo que dijo mi madre era que a ver si pillaba un novio con 
O sea, que ser guapa me serviría para eso, ¿captas? Como 
Lo  que  intenté  fue  buscarme  la  vida, pero  también ser 
No tener que depender de nadie salvo de mí misma, hacer 
¿No decían que estaba buena? Pues fui a una academia y me 

—¿Qué edad tenías? 
Ya sé que empecé tarde, pero mi madre 
Tuve que 
No me ha sido fácil, ¿sabes? 

Pero  por  lo  menos  estoy  en  ello, tengo  algunas 
No creo en la 
La suerte y conocer 


Con mis años, ya soy 

—¿Diecinueve? 


Que si acabaría siendo una puta, que aunque lo lograra a los treinta 
Claro que aún tiene la esperanza 



—¿Qué harás si no te sale bien? 

—¿De verdad? 
Aunque si sigo así, no podré ir 
Por eso meto la nariz donde puedo, y hago pruebas para lo que 
Pero  en  cuanto  te  apuntas  a  un casting, te  das  cuenta  de  que  hay  cincuenta, cien,
doscientas que están como tú de buenas, y encima mejores, o se dejan hacer lo que sea 


—¿Trabajarías en alguna otra cosa? 
Pero por lo menos habría de ser algo que me 
gustase.22 

—¿Quién dijo eso? 

¿Eres buen fotógrafo? 

El  camarero se  acercaba ya  con  el pedido, atravesando la  calzada 




Dejé  mi  desordenado  apartamento  a  la  carrera  —es  tan  pequeño  que  cualquier  cosa  fuera  de  sitio  ya  crea  sensación de desorden y caos— y llegué a la redacción pasadas las diez y media, porque  no quise saltarme ningún semáforo pese a preferir la moto por razones obvias.
Sentada  allí  era  una  diosa, la  dueña  de  un  pequeño, muy  pequeño reino, pero diosa a fin de cuentas, con un prestigio ganado a pulso.
Los premios  que  llenaban  aquellas  paredes, algunos  de  mi  padre, pero  la  mayoría  de  ella, no  eran  gratuitos.
II ¿Quién tiene  la oportunidad de  buscar a  la  chica  que  le  hizo soñar  durante  la  primera  adolescencia, y encima que le paguen por ello?  Amo mi trabajo.
Pasé  la  mañana  haciendo  una  primera selección  de  material, desechando  lo conocido  o  lo  tópico, y  el resto, a  casa.
Ahí  estaban  las  tres, en Sports  Illustrated, con  aquellos  trajes  de  baño  tan  sexys, y  ellas  tan  jóvenes, tan  hermosas, tan distintas.
Vania, con su largo cabello  negro, sus ojos grises, profundos, dulcemente tristes siempre, la nariz recta y afilada, el  mentón redondo, los labios carnosos, su imagen de perenne inocencia juvenil que tantos  estragos había causado entre fans y admiradores.
Jess Hunt, rubia como el trigo, cabello  aún más largo y rizado con profusión, ojos verdes, siempre sonriente, chispeante, con su  enorme boca abierta  y  sus dientes blancos como una de  sus muestras de  identidad, mandíbulas firmes, frente y pómulos perfectos.
Y Cyrille, negra y de piel brillante como  el  azabache, cabello  corto, ojos  de  tigresa  oscuros  y  misteriosos, boca  pequeña, labios  rojos  de fresa, rostro  cincelado  por  un Miguel  Ángel  africano  capaz  de  consumar  una  obra maestra.
La  delgadez  que  las  llevó  primero  al  éxito, que  incluso  les  dio  un  nombre, y  que, finalmente, las acabó matando.
Conocía los datos, pero los detalles se me habían hecho borrosos en la mente por el paso  de  los  años;  así que  en  casa estuve  hasta pasadas  las  dos  de la  madrugada leyendo  y  rememorando todo aquello.
Con quince  años  y  caminando por los Campos Elíseos, Jean Claude Pleyel, cazatalentos y dueño de una de  las  mejores  agencias  de  Francia, supo  ver  en  ella  lo  que  muy  poco  después  verían  millones  de  ojos  en  el mundo:  que  era  especial, capaz  de  enamorar a  la  cámara  y  de  vender  lo  que  se  pusiera  encima, ya  fuera  ropa  o  un  perfume.
Por  voluntad  propia, porque  quería ser  modelo, se  matriculó  en  una  agencia  para  aprender siendo  una  niña, y  pasó  por  todos los  grados  de  la servidumbre  antes de dar el salto.
Después de andar con un noviete a los dieciséis años, noviete que por supuesto salió a la  luz  más  tarde  para  sacar  tajada  del  tema, a  los  diecisiete  le  había  llegado  el  éxito  internacional por aquella portada.
Y  a  los  veintitrés, su  boda  inesperada  con  un  marchante  de  arte  neoyorquino, seguida de un  divorcio rápido; todo  ello  en plena  cumbre profesional.
No era la primera vez que  debería hacer de detective privado siguiendo una pista, buscando un dato o guiándome  por  entre  vericuetos  impensables, con  el  objeto  de  dar  con  lo  que  necesitaba  para  un  reportaje.
Mi madre opina que «me hago querer» por las mujeres, que la mayoría  «quiere  adoptarme»  nada  más  me  ven, porque  les  despierto  de  forma  fulminante  su  «instinto maternal».
Después  del  juicio  por  el  asesinato de  aquel  hombre, estuvo  en  una clínica  para combatir  su  anorexia  antes  de  que fuera  tarde, y tras  eso…
De pronto un día me  llamaron a mí, por ser su único familiar legal ya que su padre no contaba, y me dijeron  que  tenía  que recoger  las  cosas  que  ella  había  dejado  en su  piso.
A veces  las  estrellas, del  tipo  que  sean, se  cansan  de  su  fama;  pero  tarde  o  temprano todas vuelven a ella.
Una portera de las de antes, rolliza y majestuosa, me preguntó cuál  era  mi  destino, aunque  por  mi  aspecto  ya sabía  más  o  menos  que  iba  al  estudio  fotográfico.
El fotógrafo que le  hizo  aquella  primera  gran sesión  y las fotos  que  le  abrieron camino, el noviete  de los  dieciséis  años, su  padre…
todos  eran  ingredientes  superfluos  en  la  parte  final  de  la  historia, la  desaparición  de  Vania, pero  esenciales  en  un reportaje  que  hablara  de  ella  desde el punto de vista de su vida, su carrera, su persona.
Sería  entrenador de fútbol.13  Carlos  Sanromán  rondaba  los  sesenta  años, y  me  abrió  la  puerta  armado  de  una  espectacular  Nikon  de  las  de  antes.
El conjunto hacía las  veces  de  sala  de  estar, salón  de  maquillaje  —porque  había  un  gran  espejo  lleno  de  luces— y, por supuesto, vestidor.
Las fotografías siempre  eran  pequeños  espacios14  acotados  en  los  que  todo  estaba  en su sitio, igual  que  en  las  películas.
Se  preciaba  de  hacer  la  única  revista  sin  el  morbo  del  sensacionalismo, o sea, sin nada «amarillo» en sus páginas, de la prensa libre española.
En aquellos  días  el  culto  al  esqueleto  más  que  a  la  forma  femenina  se  hizo  religión  oficial.
Te  podría  decir  la  clásica  frase  de  que  era  una  mujer  atrapada  en  un  cuerpo de niña y bla, bla, bla, pero era más.
La modelo, ya  vestida  de  calle, con  unos  vaqueros, una blusa y una cazadora, mucho más normal y discreta pese a que a mí seguía  pareciéndome  una monada, ni siquiera se  acercó  a  nosotros.
En segundo  lugar, acerté  al  desviarme  en  busca  de  un  camino  más  largo  pero  también  menos  conflictivo.
A los diecinueve o veinte  años, muchas  eran  veteranas  en  un  negocio  que  cada  vez  las  exigía  más  jóvenes  y las  quemaba  antes.
¿Por qué la afortunada vencía y se18  convertía en la nueva top del año, la promesa del futuro?  ¿Era aquello de lo que había  hablado  Carlos  Sanromán, ese  algo  indefinible  que  tiene  una  entre  un  millón, casi  mágico, que te atrapa y te enamora, seas de donde seas, tengas la edad que tengas y hagas  lo que hagas, mientras seas un ser humano con emociones? Trece, catorce, quince años.
Por  un lado  estaba  la  cola, todavía  una  docena de monadas con sus carpetas de fotos y sus currículos profesionales, y por el otro  los  que  tomaban  los  datos  y  los  que  hacían  las  pruebas, cámara  en  ristre, en  una  habitación cuya puerta se abría y cerraba a una velocidad de vértigo y que apenas si intuí.
Para  la  mayoría, todo  consistía  en  intentarlo, y  esperar  un  milagro, un  golpe  de  suerte, que  el  productor  o  el  director  descubrieran  algo  que  nadie  había  descubierto todavía.
Pese  a  lo  cual, cada  año, una  generación  de  nuevas  adolescentes  que se  convertían  en  aprendices  de mujeres  soñaban  con  ser modelos, con  lucir hermosos vestidos en  las  pasarelas, viajar, ser  famosas, ir a  fiestas, ganar  cinco  millones  de  pesetas  por día, y  enamorar a cantantes de rock o por lo menos a modelos masculinos tan de película como  lo pretendían ser ellas.
—¿Cómo decidiste ser modelo?  —Tenía doce años  cuando hice el  cambio, me  estiré, me salieron todas estas cosas —  movió  la  mano  con  desparpajo  por  delante  de sí  misma—, y  todo  el  mundo  decía  lo  típico, que si estaba muy buena y que si era muy guapa y que si esto y que si lo otro y que  si lo de más allá.
Pero  en  cuanto  te  apuntas  a  un casting, te  das  cuenta  de  que  hay  cincuenta, cien, doscientas que están como tú de buenas, y encima mejores, o se dejan hacer lo que sea  para conseguirlo.
VII Mi  puente  aéreo  con  destino  a Madrid salió  veinte  minutos  tarde, lo  cual, aun siendo  habitual, era  como  para respirar  aliviado  después  de  los  últimos retrasos  de  hasta  una  hora de la semana  anterior.
Y el  reportaje  debía  hablar  de  esas  muertes, de  cómo  unas  chicas  jóvenes, ricas, famosas  y  deseadas  habían  muerto  en  la  cumbre, justo por  aquello  por  lo  que  habían  luchado  siempre.
Me pareció casi desesperada, llena de rabia, como si el mundo  le  hubiese  prometido  algo  que  después  le  hurtó, le  escamoteó  sacándole  la  lengua.
Todos  los  hijos  ilegales  que se  hicieron famosos, y  pienso  que  también  los  que  no se  hicieron  famosos, por  propia  inercia  humana, en  un  momento  u  otro  buscaron  a  ese  hombre que  un  día  hizo  lo  justo, lo  mínimo, para  darles  la vida, aunque  después  les  dieran  la  espalda.
De pronto me di cuenta de que la sala era una especie de  mausoleo, llena  de  fotografías  por  todas  partes, en  la  repisa  de  la  chimenea, en  dos  mesitas, en el piano —porque había piano—, y hasta en una de las paredes.
Fue lo último que dije, además de: «Al aeropuerto, terminal 3», al taxista que me recogió, antes  de  llegar  al  puente  aéreo  de  Barajas, para  volver  a  tomer  un  avión  que  me  devolviera a Barcelona.
¿Qué  pasó?  Por  un lado, la  muerte  de sus  dos  mejores  amigas, dolor  para  empezar y soledad para  terminar;  por  otro, el  juicio  por  el asesinato de  Pleyel, que la  enfrentó  a  la  opinión  pública, la  situó en  el ojo  del  huracán  y  acabó  de destrozarla  anímicamente; en tercer lugar, el peligro que suponía su anorexia.
Tiene  todos  los  ingredientes  para  hacer  lo  que  hizo:  colgar  los  hábitos  y  largarse  al  último rincón  del  mundo.
Esta  vez  escuché  hasta  tres  zumbidos  antes  de  que  al  otro  lado  alguien  atendiera  mi  llamada.
IX El  primer  amor serio  de  Vania, pese  a  que  por  entonces, a  los  dieciséis  años, ya  iba  directa  a  la fama, había sido  de lo  más  vulgar.
Lo  mismo  que  el  primer  oscuro  marido  de Marilyn Monroe se  buscó la vida, a él no le importó ser lo mismo, el oscuro primer novio de la más famosa  de  las tops nacionales  de su  tiempo.
Será porque me parecen gigolós encubiertos, o chulos con licencia para ejercer, o depredadores de la noche cuyo  único propósito es meter gente en el local que les paga y, de paso, sacar la mejor de las  tajadas, en dinero o en carne.
Treinta y ocho  años, cabello  alborotado  y  agitanado, pelín largo, torso  peludo, un tatuaje  hortera  en  cada  brazo, un29  poco más abajo de los hombros, cuerpo trabajado por lo menos con un par de horas de  gimnasio al día, mandíbula cuadrada.
—¿Puedo  hablar  con  usted?  —me  negué  a  tutearle, aunque  a  mí  todo  el  mundo  me  tuteaba.
Conocí  a Vanessa, nos  enamoramos, perdí  el  culo  por  ella;  ella  creo  que  por  mí, aunque  después  lo  negó, y  vivimos uno de esos amores que dejan huella.
«No me  aprietes  los  brazos  que  me  dejas  marcas.»  «Cuidado  con el  cuello  que se  queda rojo  y  después se  nota.» «Ahora no…»  Ya tenía ganas de irme de allí, pero le hice aquella pregunta:  —¿Qué pensó al verla convertida en una de las chicas más admiradas del mundo?  —¿Qué querías que pensara? Pues que por lo menos yo había sido el que la estrenó.
Primero  estuvo  en  algunos  grupos de  Bilbao, tocando  la  guitarra, hasta  que  formó el suyo  propio, Kaos­Tia, y se erigió  en  cantante y líder absoluto del mismo.
De su  primer  álbum en  esa  nueva  etapa  vendió  más  de  medio  millón  de  copias, que se  dice  pronto.
Habría querido matar a Tomás Fernández por haber estado con una mujer a  la  que  había  amado  siendo  adolescente  y, en  cambio, respetaba  y  admiraba  a  Nando  Iturralde, cuando también había estado con ella.
¿De qué otra forma pueden enamorarse un cantante y una modelo  que  se  encuentran  una  noche  y  que, después, a  lo  peor ya  no  vuelven  a  cruzar  sus  destinos? Lo normal era eso: conocerse, mirarse, saber lo que iba a pasar, y ya no hacerle  ascos.
—Nando —me  acerqué  a la mesa para ser más  convincente—, no pretendo destruir su  imagen  ni  su  recuerdo, pero  en  aquel  tiempo  casi  todas  las  modelos  superdelgadas  estaban  en  manos de  la  heroína.
Caras  lánguidas, aspectos  enfermizos, cuerpos  esqueléticos —iba  a recordarle  que Jess  Hunt  murió de  una sobredosis, y  que Cyrille se  contagió de sida  por lo  mismo, no  por una  causa sexual, pero no me dejó acabar.
Y  es  lógico  que fuese  así: Vania  era  hija  ilegítima, tenía  un  padre  que  no quería saber  nada  de  ella  y dos  hermanastros  que  ni  conocía.
Pero Sofía, por desgracia para ella, pertenecía a  las  miles  y  miles  que sólo  pasarían  por  algunos  catálogos  baratos, que  harían  algunas  cosas con las que subsistir, tal vez incluso ganarse la vida decentemente, o que acabarían  de  azafatas  o  bustos  en  programas  de  televisión.
—¿No  te  hablé  de  Cyrille, y  de Jess  Hunt, o  de  la  propia  Vania?  Pagaron su  precio, ¿sabes?  —Mira, Jon: hay un millón de tías en el mundo que darían media vida por ser ellas, y yo  la primera.
—¿Tú crees?  —¿Estar arriba  como  estuvieron  ellas durante  siete  u  ocho  años, cuando  eres  joven, viajar, conocer gente, tener poder, ser admirada, ganar la pasta que ganan? ¡Vamos, Jon!  ¿Estás de broma? ¡Claro que vale la pena!  —Seguro que cuando Cyrille se suicidó, o cuando Jess Hunt supo que iba a morir a causa  de  aquella  sobredosis, pensaron:  «¿Ya  está?
Y si  mi  madre  me  dice  que  cuando se  está  mejor  es  a  los  treinta, y a los cuarenta y a los cincuenta, la creo.
—¡Eso lo dice porque ella ha pasado los treinta, y los cuarenta, y está en los cincuenta, por Dios!  —Entonces debe de ser porque pienso que el mundo de las supermodelos está viciado, y  que  juega  con  los sueños de sus protagonistas  tanto  como  con los  de las millones  de  adolescentes que las imitan.
Siempre he sabido reaccionar de forma cauta  ante  los  hechos  inesperados, las situaciones  de  emergencia  o  aquellas  en  que  hay  que  tomar decisiones rápidas.
¡Unos  llevan  una  botella  de  vino  cuando  van  a  cenar, y  yo  pensaba  que…! —me  miró como si  de repente fuese  un violador, con  asco, y suspiró  incrédula—: Eres increíble.
El  billete  de  diez  mil  pesetas seguía  en  el suelo, en  el  mismo  lugar  donde se  cayó  la  noche anterior.
No  abrí  la  bolsa  de  mano  hasta  que  el  vuelo  con  destino  a  Orly  estuvo  en  el  aire.
Se  llamaba  Evelyn  Nesbit, y  en  1901  llegó  a  Nueva  York, a  los  quince  años, acompañada de su inevitable madre —todas tienen una madre celosa y protectora, hasta  que  ellas  mismas se  independizan, cansadas  de su  celo—.
Se  pusiera lo  que se pusiera, y  la fotografiaran  con lo  que  la  fotografiaran, el resultado  era  inmediato, y  el  éxito, seguro.
Joel  Fender  fue  el  fotógrafo  que  la  lanzó  al  estréllate  en  la  ciudad  de  los  rascacielos, utilizándola  como modelo para lucir sombreros, zapatos, vestidos, etc.
Una top ha  de  tener  nervios  de  acero, ser  camaleónica, parecer  siempre  distinta  aún  siendo  ella  misma, mostrarse  vulnerable  pero  también  altiva, y  mezclar sentimientos como la tristeza con la desvergüenza, el carácter de una diosa con la  ternura de una novia.
Se  supone  que  tienen cuerpos  perfectos, moldeados  por  la  madre naturaleza  en una sutil  combinación  de armonía  y  estallido de  los sentidos.
Por  eso  ellas  hoy se  operan  la  nariz, los pómulos, los labios, se hacen ampliar la frente, se quitan los dientes del juicio o  los molares inmediatos a ellos para que sus rostros sean más chupados y, por encima de  todo, potencian esa palabra que antes he citado aparte: deseo.
¿Por qué hoy ha cambiado esto? ¿Por qué hoy  muchas modelos parecen muñecas frágiles, a punto de romperse, y lo que potencian es su  imagen lánguida, débil, triste  y hasta  ojerosa?  ¿Por  qué  lo que  podríamos  llamar  «el  efecto  Auschwitz»?
vulnerabilidad —ésa  es  una  de las  claves—, tanto  como  fuertes emociones que van desde la posesión hasta, por asociación, la enfermiza idea de  la muerte, que, no lo duden, continúa siendo un poderosísimo reclamo social.
La  azafata, una  morenita  no  precisamente  delgada  y  sí  muy  consistente, me  tendía  la  bandeja  con  mi  comida  envuelta  en  una  sonrisa.
Esas niñas tuteladas o no por madres  ansiosas, carecen  de  supervisión  psíquica, no  van a  la  escuela, trabajan  quince  horas  diarias, tienen  el jet  lag —cambios  de  horarios  entre  continentes—  perpetuamente  instalado en sus vidas, y su tensión les provoca un estrés que cuando se inicia no cesa.
A comienzos de los noventa se impuso el Heroin  chic  look, es  decir, la  imagen  chic, de  moda, creada  por  la adiccion  a  la  heroína  o  inspirada por ella.
La  muerte  por sobredosis  del  fotógrafo  Davide  Sorrenti, en  primavera  de  1997, hizo  que  hasta  el presidente Clinton  alertara desde la Casa Blanca sobre los peligros del Heroin  chic  look, advirtiendo  a  los fotógrafos, los  diseñadores  y las revistas  de  moda, que  no  potenciaran  la  muerte  a través  de  sus  páginas, porque  las  modelos  superdelgadas  incitaban a ser imitadas a cualquier precio, especialmente por las adolescentes.
Lo curioso  es  que  esas  mismas  agencias  acusaron  en su  momento a los fotógrafos, los estilistas, los directores de arte y los editores, tanto como a  los  diseñadores, de crear  una imagen positiva de  la heroína  en sus  pupilas.
La célebre protagonista de Cuatro bodas y un  funeral, la  actriz  Andie  MacDowell, reconoció  haber  tomado  primero  pastillas  para  adelgazar, y  cocaína  después  para mantenerse  delgada.
También  tenemos  el  famoso  Alprazolan, el  tranquilizante  de  moda  para las  chicas  de  la  pasarela, que  ayuda  a  contrarrestar  el  estrés.
»Muchas modelos, con unos kilos de más, perderían su estatus —el mismo contrato de Miss Universo  estipula  que  si  la  ganadora  del  certamen  engorda  un  5%  de  su  peso  durante el año de reinado, perderá la corona—.
Y no hay cuerpo que en la adolescencia  no sufra  cambios, ni  cuerpo  que  en  diez  años  no  experimente  una  mutación, un ligero  aumento de formas…
Tres  de  cada  cuatro  jóvenes  de  entre  catorce  y  veinticuatro  años  de  edad  han  seguido  algún  régimen.
Muchas  de  esas  preocupadas  chicas  acaban  en  brazos de  la  bulimia o la  anorexia, que  les  deja  huellas  irreversibles, cuando no las conduce a la muerte.
Frederick Dejonet había sido playboy y aventurero, «profesiones»  que  no  estaba  seguro  de  si  seguían  siendo  válidas  a  su  edad, aunque  visto  su  buen  aspecto…
Lo sorprendente fue que me recibiera sin más, con sólo darle mi tarjeta al mayordomo, o  lo  que fuera, que  me  abrió  la  puerta.
Frederick Dejonet  vestía  un  traje  impecable, americana azul oscuro, pantalones blancos, camisa azul cielo abierta, pañuelo  en  el  cuello, zapatos, también  blancos, sin  calcetines.
Apareció ante mí, en casa de mi buen  amigo  Harry  MacAnaman, y  fue  como  si  diez  mil  años  de  historia  de  África  se  concretaran  en su  cuerpo y  en su imagen.
Cada  año, en  diciembre, mientras una parte del mundo  celebra la Navidad;  en otra parte, a miles de  niñas  se  les amputa el  clítoris para  anularles  el  deseo, para que  no sientan el  placer  sexual, para convertirlas tan sólo en máquinas reproductoras.
Ese  cabrón  les  daba heroína  y cocaína  a sus  chicas, para  que siempre  estuviesen  delgadas, para  que  no  engordaran  y  también  para  tenerlas en un puño.
lo  de  las  Wire­girls  fue  un  invento  del  propio  Pleyel, así  que  tenía  que  mantenerlas  esqueléticas  para seguir  con  esa  leyenda.
Todo  el  mundo  acabó  incluso  más  convencido  de  que  había  sido  él;  pero  si  le  hubiera  conocido.
XIV La hemeroteca del Liberation estaba debidamente informatizada, así que me costó poco  encontrar  todos  los  datos  relativos  al  suicidio  de  Cyrille, la  muerte  de  Jess  Hunt, el  asesinato de Jean Claude Pleyel, la detención de Nicky Harvey, el juicio y finalmente la  muerte del novio de Jess debido a otra sobredosis.
La famosa top había sido encontrada en su apartamento parisino  por su  asistenta, ya cadáver, después  de  haber  ingerido  la  noche  anterior un cóctel  de  pastillas y fármacos diversos.
En  primer  lugar, la  autopsia  demostró  que  no  pudo  haber  tomado  todo  lo  que se  tomó  por  accidente.
Los dos meses anteriores a  su  muerte  los  había  pasado  sin  trabajar, hecha  una  ruina, y  dos  días  antes  del  fatal  desenlace  ella  y  Nicky  Harvey  habían decidido  ingresar  en  una  clínica  de  desintoxicación.
Pero  Nicky  Harvey, pese  a  no  tener  coartada  alguna  —aseguró  que, afectado  por  la  muerte de Jess, se había refugiado solo en una  cabaña  a las  afueras de París—, juró y  perjuró  que  él  era  inocente, que  no  había  matado  a  Pleyel.
Su  insistencia se  mantuvo  hasta el día del juicio, pero el fiscal logró reunir no pocas pruebas incriminatorias en su  contra: declaraciones de odio hacia la víctima, antes y después de la muerte de Jess, una  amenaza  telefónica  confirmada  por  la  recepcionista  de  la  Agencia  Pleyel  y  una  visita  furibunda a su casa, de la que fue testigo la esposa del asesinado, Trisha Bonmarchais.
Según el médico, Jess tenía  todavía  algunas  dudas, pero Nicky Harvey, padre  de  la  criatura, la  obligó  a  hacerlo, y  ella, sin voluntad apenas por su dependencia de las drogas, lo aceptó.
Recordé  las  palabras  de  la  tía  de  Vania  y  de  Nando  Iturralde:  aquella  era  la  criada, asistenta, secretaria, amiga, consejera y casi madre de la modelo.
La mujer negra protegía a Vania, la amparaba, la conducía, impedía  que se  le  acercaran  los  fotógrafos, desarrollaba  una suerte  de  energía  total  y  absoluta.
El desfile era incesante, y con  ellas o  ellos, pero  básicamente  con  ellas, el  del  ejército de  adláteres y  acólitos que los  acompañaban, desde  estilistas  a  fotógrafos, pasando  por  peluqueros, maquilladores,49  amantes, periodistas o simples devotos.
A través  de  algunas  puertas  vi  a  la  consabida fauna  y flora  interna, los bookers, el personal de cada equipo de selección o de lo que fuera, y mesas atiborradas de  papeles, ordenadores, diapositivas, fotografías y rostros de mujeres imposibles, cientos, miles  de  rostros.
Conservaba muchos de sus rasgos de top model, y había acrecentado  esa  personalidad  con  los  años  y su  nuevo  estatus  de  poder, especialmente  desde  que  contrajo  matrimonio  con  el  dueño  de  la  agencia.
Lo  abrí  y  pasé  varias  páginas  con  bolsas  de  plástico, en  cada  una  de  las  cuales  había  una  portada  de  una revista  o  una  fotografía publicitaria.
Son  adultas  a  los  trece  o  catorce  años, mujeres  a  los  quince  y  diosas  a  los  veinte.
No sé cómo lo hizo, pero antes de llegar  a  ella, ya  apareció  su  secretario, dispuesto  a  satisfacer  sus  exigencias  y  darme  lo  que  necesitaba.
Nunca  había  estado  en  la  trastienda  de  un  desfile  de  modas, con  un  enjambre  de bellezas  en  la  peluquería, viendo cómo  se  transformaban, y después en la antesala de la pasarela, siendo testigo del trajín, el vértigo, la locura que permitía que luego, ellas, caminaran frente al público, los fotógrafos y las  cámaras  de  televisión  como si  el  mundo se  detuviera  a  su  paso, sonrientes, firmes  y  seguras.
a  tu aire, sin  problemas —me saludó  el  peluquero  por  cuyas  manos  pasaban  las  cabezas  de  las bellas—.
¡Es la última sensación!  Me contó que las modelos llevaban desde las diez de la mañana en el lugar del desfile, una  antigua  estación reconvertida  como  por  arte  de  magia  en  pasarela  de  la  moda, en  Neuilly.
Y me quedé bastante impresionado.57  No sólo  una  buena  parte de  ellas  era  de  lo más normal, dentro  de los  cánones  de  la  belleza, sino que algunas, por lo menos dos, eran incluso…
Creía  que  enloquecería  mirando  a tantas  diosas  juntas, el  mayor  número  de  mujeres  hermosas por metro cuadrado reunidas ante mí a lo largo de mi vida, pero el primer golpe  de vista fue demoledor.
Cabellos  largos, cabellos  cortos, ojos  de  mirada  intensa, labios  carnosos  sin  faltar  en  ninguna, pechos apenas existentes en la mayoría, manos de largos dedos…
Entramos  en  el  autocar, modelos  y  legión  de  peluqueros  y  peluqueras armadas con sus aperos de trabajo, y tuve suerte: me senté al lado de una de  las modelos, solitaria y taciturna.
En los aeropuertos, aunque  vayas  normal, los  hombres  saben  que  eres  modelo  y  te  asaltan.»  «Nos  lo  contamos  todo, es  importante.
Hemos de protegernos unas a otras.» «¿Por qué siempre nos casamos con gente mayor, de  dinero  o famosa?  Será  porque  no se  acercan  a  nosotras  chicos  normales, o  porque  maduramos  demasiado  y muy rápido.
Ahí  pude  ver, en  global  y  muy  de  pasada por la rapidez con la que lo hacían todo, sus cuerpos, delgados, algunos en exceso, como en  su día  lo fueron  los  de  Vánia, Jess  y  Cyrille.
Marcia  Soubel, que  a  sus  catorce  años  no  podía  entrar  a  ver  según  qué  películas, llevaba uno de los más descarados: dos pequeños taponcitos en sus pechos y un  triángulo  entre  las  piernas, con  un  tul blanco  y  transparente  por  encima.
¡Ya sé que puedes caerte! ¡Pero hazlo, y recuerda:  pasos  cortos, caderas  fuera, movimiento!  ¡Mucho  movimiento  para  contrarrestar  los  pasos cortos!  Era Michel de Pontignac, cabello tintado en verde, una camiseta ajustada y dorada, hasta  un poco más arriba del ombligo, pantalones rojos y zapatos con tacones y alzas de cinco  centímetros.
A través del monitor interior, el director artístico contempló la sala, rebosante de gente, con las cámaras de los fotógrafos y las televisiones al fondo, y las primeras filas, a ambos  lados de la pasarela, con la gente bien del momento, el «todo­París», o el «todo­todo» en  el mundo de la moda internacional.
Y durante veinte minutos, puede que veinticinco, ellas salieron, caminaron, alucinaron al  personal, regresaron, se  cambiaron, mientras las  siguientes  lucían  sus  palmitos  y  sus  ropas, y  de  nuevo salían las primeras, y así, sin solución  de continuidad.
Los  trajes más  llamativos, al  final, incluido  un  imposible traje  de  novia  en  gasas  multicolores  transparentes con bragas y sujetadores blancos.
Sólo  entonces, cuando  todo  pasó, cuando  la  pasarela  cerró  la  luz  y  el  mundo  de  la  trastienda se aisló de nuevo del exterior, vi cómo tres de las chicas hablaban con tres de  los modelos, y cómo otra le hacia una seña a un cuarto indicando que luego se verían.
Oí  algo  de  «me  está  esperando  mi  novio», y  «me  voy  a  dormir, que mañana salgo para Milán», y «tengo una cena con…»  Volvían a ser hombres y mujeres, vivos, humanos, con instintos.
Salí  de  allí, de  la  estación, en Neuilly, solo, y  caminé  por  París, sin rumbo  aunque  en  dirección al centro, a la plaza de Charles de Gaulle en la que comenzaban los Campos  Elíseos, hasta que me metí en un restaurante, y anoté mis impresiones a lo largo de una61  hora.
Ya  era  tarde, así  que  me  acosté, y  antes  de tomar  el  vuelo  París­Nueva  York por  la  mañana, pasé por  allí.
Subí a  un taxi en  el aeropuerto después de  jurar  en  mi declaración de  entrada  que no  pensaba matar  al presidente de los Estados Unidos y de  convencer  al de pasaportes de  que  a  pesar de  que mi  vuelo de  vuelta  no  estaba  cerrado, no  pensaba  quedarme  allí  a  trabajar.
XIX De Nueva York a Los Ángeles, de costa Este a costa Oeste, hay cinco horas de vuelo, pero  nuevamente  contra  el  Sol;  así  que  a  las seis  horas  de  diferencia con  relación a  Europa, tuve que sumarle otras tres de diferencia entre costas.
La suma representaba que  yo llevaba algo así como un día y medio sin dormir desde que amanecí en París, y que  eran  las  no­sé­cuántas  de  la  madrugada  o  prácticamente  el  amanecer, aunque  en  Los  Ángeles fuese poco menos de media noche.
Empecé  a  dar  vueltas  en  la  cama  y  tuve  que  tomarme  una  aspirina, que  es  el  mejor  de  los  calmantes­sedantes­somníferos  que  conozco.
XX La mayoría de las series de televisión americanas, las populares sitcoms, es decir, series  de situación, con  una  duración  de media  hora  y filmadas  íntegramente  en  estudios, se  realizan en Burbank.
No es que Barbara fuese la  estrella  de  la  serie, sino  uno  de  los  personajes  secundarios;  pero  sabía  que  era  inútil  probar.
Claro  que  todo  aquello  eran  suposiciones, lo  poco  que  sabía  yo, lo  poco  que  había  averiguado Carmina  y lo  poco  que se  había  escrito  después  de  la muerte  de Jess.
Agatha  Hunt  me  recibió  en  cinco  minutos, después  de  que  una criada  con  rasgos  mexicanos  me  abriera  y  me  hiciera  entrar  dentro  llevándose  mi  tarjeta.
Di por sentado que Palmer Hunt  no estaba en casa por motivos laborales.66  La  mujer  que  un  día  le  dijo  a su  hija  mayor:  «Dios  te  hizo  hermosa para  algo;  de  lo  contrario te habría hecho como a cualquier otra mujer.
—Barbara regresará  dentro  de  veinte  minutos, media  hora  como  mucho, aunque  en  el  estudio suelen acabar puntuales, y más hoy, que es viernes y todo el mundo se escapa.
Ya sabíamos  que Jess se  había  escapado, que  estaba  fuera de control; pero creíamos que recordaría nuestras enseñanzas, el valor de la vida, todo  lo  que  hace  de  este  mundo  algo  importante  por  lo  que  luchar.
?  —No  deja  de ser  extraño que  en una familia de  tan  profundas  convicciones religiosas  como ustedes surjan dos estrellas, una de la moda y otra de la televisión y, posiblemente, del cine.
No hace mucho se cumplieron los diez años de la muerte  de  mi  hija, y  hubo  algunos  artículos  aquí, en  la  prensa  americana, en  Ohio, de  donde  provenimos, en  Nueva  York, San  Francisco y  Los  Ángeles.
Si  se  hubiera  hecho  esa  película, no  habría  sido  más  que  carnaza  para  amantes  de  las  sensaciones.
Oímos un  coche  en  el  exterior, un  claxon que  sonó  dos  cortas  veces  y un  ruido  procedente de la entrada: la criada, que iba a abrir la puerta.
Esperaba  que  no  quisiera  hablar  conmigo, que  dijera  que  estaba  cansada, que me pidiera que llamara a su agente para concertar una cita, o que incluso  pusiera esa cara tan americana de los que preguntan: «¿España?», y evocan un mapa de  Suramérica preguntándose dónde diablos caerá eso.
Ya le había dicho que su serie no se emitía en  España, pero  que  se  emitiría  muy  pronto  y  que  por  eso  estaba  yo  allí.
Con el  paso  del  tiempo, han  crecido  las  especulaciones;  pero  no  son  más  que  eso:70  especulaciones.
Hay  quien  piensa  que  ha  muerto  y la  noticia  no  ha  trascendido, y  hay  quien  piensa  que  vive, pero  que, por  alguna razón, está  apartada  de  todo.
Eso de nacer la última y descolgada del resto de la familia es  bastante rollo, ¿sabes?  —¿Te llevas mucho con tus hermanos?  —Palmer  Júnior  nació  dos  años  después  que  Jess, y  Richard  tres  años  después  que  Palmer Júnior.
La echo mucho  de menos.71  El resto de la habitación lo formaban muebles y armarios, libros y CD ‘s, un ordenador, un  par  de  guitarras, objetos  diversos  y  propios  del  mundo  de  alguien  como  Barbara.
Naturalmente fue  desestimada, pero se  habló mucho  del  tema, de  la  influencia  que  las  personas importantes, o presuntamente importantes, famosas, populares, ejercen sobre los  demás.
Si mi personaje  en la serie de televisión se  suicida  y  una  chica  lo  imita, ¿van  a  demandar  a  la serie, al  guionista, a  mí?  Cuando  alguien se encuentra enfermo, los demás no tenemos la culpa.
XXIII Me  desperté  muy  tarde, tardísimo, y  tuve  el tiempo  justo  de  ducharme  y  salir  de  la  habitación con la bolsa ya hecha.
Comí en los alrededores de Bakersfield y ya no paré hasta entrar en  Frisco, como lo llaman ellos, por el sur, a través del Silicon Valley.75  Al anochecer, un poco cansado después de la noche de marcha, y todavía con el cambio y  el  desfase  horario  afectándome, aterricé en  la  más  hermosa  —por  europea—  de las  ciudades americanas.
Cené; paseé por el muelle 39, que es una suerte de Maremagnum barcelonés sólo que con  la tradición de su historia;  compré  algunos regalos en las tiendas abiertas aún para los  turistas, ya que no había  comprado  nada para mamá, Elsa, Carmina…
y después ya no  jugué al  turista  típico, a  pesar  de ser sábado noche:  un  taxi  me  devolvió al  motel.
Devolví  el  automóvil  de  alquiler  en  las  oficinas  de  la  agencia  del  aeropuerto, y  tres  horas  después  subía  a  un vuelo  directo  a  Londres  —sólo  quedaba  primera—, con la única duda sobre el enlace de Iberia para Barcelona, todavía pendiente  y en lista de espera a confirmar a mi llegada a la capital del Imperio Británico, o lo que  quedase de él después de los Beatles.
Me  levanté, aunque  me  hubiera  dado  la  vuelta  con  gusto  para  dormir  dos  o tres  horas  más, y me  metí en  el  baño.
Se  detuvo  a  menos  de  un  metro, se  cruzó  de  brazos  y  me  miró  fijamente, con una leve sombra de ternura y envidia en los ojos.
Tú buscas el éxito, y  te  da  rabia no  lograrlo;  ver  cómo  la  fama  y  el  dinero son  para otros.
Como decía la canción: «Todo el mundo necesita a alguien.»  Cadafalch repitió su  expresión  de  disgusto  de  la  primera vez  al verme  plantado  en la  puerta  de  su  casa, esperándola.
Por Dios, si no era más que  la criada.82  ¿Le decía que era la mejor y única amiga de Vania, y más después de la muerte de Cyrille  y de Jess? ¿Le decía que allí donde ella, pese a ser su tía carnal, nunca había llegado, sí lo  hizo el corazón y la ternura de una mujer de Araba llamada Noraima? ¿Le recordaba que  era una mujer solitaria y amargada, tal vez marcada por la belleza de su hermana menor, o por su desliz al quedarse embarazada de un hombre casado, o celosa de su maternidad  pese a ello, o con un cierto desprecio hacia Vania por tratarse de…
También  había  recuerdos  típicos de  cualquier  persona:  algunos  posavasos  de  lugares  diversos, entradas de  cine, teatro, objetos tan dispares  como  unas  gafas de sol, un  viejo reloj ya83  detenido en unas pretéritas siete y veintinueve minutos, dos figuritas de porcelana, unos  anillos  baratos, unas  cajitas  con  llaveros…
¿Por qué se escribía a sí misma? Se  me  ocurrían  dos  únicas razones:  que  coleccionara  postales  y  de  esta forma  le  llegaban  después de su estancia en aquellos lugares, usadas y a través del correo, o…
Y  mi  mano  tembló, mitad  excitada, mitad  feliz, cuando  finalmente  encontré  una  con  sellos  de  Aruba;  aunque  me sentí  menos feliz  cuando  vi  que  en  el remite  únicamente  aparecía el nombre: «Noraima Briezen.»  Ninguna dirección.
Entonces me di cuenta de que llevaba una hora  sentado  con  el  contenido  de  aquellas  cajas, y  a solas, en  la salita  de  la  casa  de  Luisa  Cadafalch, sin que ella me hubiese interrumpido para nada.
Sabía, por ejemplo, que el baile  típico  es  el  limbo, y  que se  habla  el  papiamento, un idioma  que  mezcla  el  español, el  holandés, el inglés y  el portugués;  aunque  el idioma oficial  es  el holandés.
Ni se  dieron  cuenta  de  que  existía  hasta  que  les  dije  que  tenía  que  ir  al  lavabo.
¿Cómo podía definir todo aquello?  ¿Pastel de fresas? ¿Color Made in Colonialismo Caribeño? El impresionante Royal Plaza  Malí, por  ejemplo, tiene  una  cúpula  dorada, y  el  edificio  que  la rodea  está  pintado  de  rosa­rosa, con balaustradas blancas, toldos azules y mucha «alegría» visual.
El detalle diferencial es  que  tiene  una  isla  propia, a  la  que se  llega  en  canoa  desde  el  mismísimo  corazón  del  hotel, junto a la recepción.
No  podía  ponerme  a  buscar  la  casa  de  noche, por  lo  cual  decidí  no  precipitarme  ni  ponerme  nervioso.
Me  lo  dijo  en  papiamento, porque  no  me  enteré  de  nada, salvo  de  que  allí  no  había  ninguna Noraima.
Desayuné y88  salí  con  el coche dispuesto a  buscar  la casa  pintada  de  amarillo, con  tejas rojas, valla  blanca  y jardín  con  árboles  y flores.
El faro de California era mucho más hermoso y visible  que su primo hermano de abajo, blanco, redondo, con cuatro ventanas verticales en cada  uno  de  los  cuatro  «lados»  y  una base  octogonal.
Noraima Briezen  tendría unos cincuenta y algunos años, aunque si ya es difícil a veces calcularle la edad a  una  persona  blanca, más  lo  era  para  mí  calculárselo  a  ella, que  era  negra;  no  mulata, negra.
Creó  un  pequeño  mito  fugaz, y  un  día  reconoció  que  lo  único  que  deseaba  era  volver  a  ser  Vanessa;  pero  para  entonces  ya  era  tarde.
Vania  se  encontró sola  frente  al  mundo, y  lo  que  era peor:  la  muerte  de  dos  de  las  Chicas  de  Alambre la dejaba a ella desnuda y desguarnecida frente a ese mundo.
Estuve  a  punto  de  tener  un  accidente  a  la94  salida  de Malmok, y  después  aceleré  en  exceso  por  la  2A.
Se  juzgaba  la  belleza, se  juzgaba  la  fragilidad, se  juzgaba  el  hecho  de  que  millones de  adolescentes  en  el mundo quisieran  estar delgadas, se juzgaba  el hecho  de  que  ella fuese distinta.
No  había  nichos, sólo  pequeños  mausoleos, individuales  algunos  y  de  dos  pisos  otros, todos pintados con los mismos colores vivos que se utilizaban en la isla.
Temía  que  la  mujer  me  viese  o  algo  parecido, pero  nada se  movió  en su  interior  ni  en  los  alrededores.
Por  último, volví  a  la  iglesia  de  Santa  Ana, saqué  de  nuevo las  cámaras y fotografié el templo desde todos los ángulos, la placa de la entrada, el interior, la estatua de la plaza y el exterior del cementerio.
Por encima de la tristeza que  me  producía  aquel  hecho, por  otra  parte  lógico  pese  a  todo, debía  sentirme  feliz, satisfecho, orgulloso.
Como  cuando  ponen  una  imagen  subliminal en  una  película  y  tú  no  la  ves  pero  tu  subconsciente sí, y tu cerebro aún más.
Acabé  nervioso, irascible  y  mucho  más  inquieto;  así  que  puse  en  marcha  el  motor  y  regresé a Oranjestad.
Las iguanas se paseaban a mi lado mirándome de reojo, y  los  pelícanos  caían  del  cielo  para  engullir  peces  del supermercado  marino  como si  tal  cosa.
La isla, alargada, con protecciones para amortiguar las olas, que llegaban mansas a  sus  tres  playas, era  un  microuniverso  natural, y  nosotros, los  turistas, los  alienígenas  depredadores.
Aparqué, entré  en el  restaurante, uno  llamado  Buccaner, a la  derecha en  dirección  a  Noord, y  esperé  a  que  la  camarera me  iluminara  con su sonrisa, que  era  abundante  y  generosa.
Sus ojos seguían  siendo  grises, profundos;  pero  aquella  dulce tristeza  de  antaño  había  dado  paso  a la  mirada inteligente  de la  naturalidad  y  la  primera  madurez.
Mantenía  también su  nariz  recta  y  afilada, el  mentón  redondo, los  labios  carnosos  pero  aún  más  marcados  y  seductores que entonces.
Era  como tantas mujeres de treinta y cinco años, parecía estar en su punto; aunque su punto  fuese  el  heredero  de  los  años  en  los  que fue  una reina  de  las  pasarelas.
¿Ir  a  por  mis  cámaras  y  portarme como lo  que  nunca  había sido, un  vulgar paparazzi  capaz de robar la intimidad a las personas?  ¿Largarme feliz aunque atrapado por aquel  secreto? ¿Entrar y pedir la exclusiva de mi vida?  O simplemente llamar y…
—¿Qué es lo que quieres, una exclusiva?  Me  lo  preguntó  cuando  estaba bebiendo, así  que  tuve  que tragar  el  agua antes  de  responder.
—Dos  personas  me  dijeron  que  lo más seguro  era  que  te  hubieras  cansado  de  cuanto  sucedió  entonces, y que debías de  estar en  cualquier parte, viviendo muy tranquila, sin  resentimientos, como otra persona.
Supongo  que  da  para  un  buen  artículo  y  para recordar  que  una  vez  hubo  tres  chicas  que  alcanzaron  la  Luna  pero se  quemaron con el Sol, pero nada más.
—¿Cómo está mi tía?  Se  lo dije, y  durante  los siguientes  minutos seguimos  hablando, como  viejos  amigos, mientras Noraima, que  apenas si se  creía lo  que  estaba  viendo y  oyendo, acababa  sentándose en una silla, con los ojos muy fijos en ambos, tratando de entender qué estaba  pasando.
—Sería  un  libro  muy  útil  para  las  miles  de  adolescentes  que  cada  día  anhelan  ser  modelos.
Me parece que no son tan tontas; saben  que  es  duro, que  cuanto  más  arriba  quieres  llegar  más  te  cuesta  y  más  has  de  pagar.
Me dijo que el trabajo  ya  era suyo, que  a mi  madre  le  había  encantado  y  que  le  auguraba  un  buen  porvenir, porque le notaba casta.

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