Leonardo, Rafael y Miguel Ángel: Tres Genios del Renacimiento
En la Italia del siglo XVI coincidieron tres grandes maestros de la pintura que marcaron la cima del Renacimiento: Leonardo da Vinci, Rafael Sanzio y Miguel Ángel Buonarroti.
Leonardo da Vinci (1452-1519): El Hombre del Renacimiento
Leonardo da Vinci representa el tránsito del siglo XV al XVI. Fue un hombre misterioso y polifacético, que aunó filosofía, ciencia y arte. Escribió numerosos manuscritos con observaciones acerca de muy diversos temas. Aunque trabajó también como escultor, Leonardo fue principalmente un ingeniero y un excelente pintor.
Como pintor, su gran aporte fue la creación del sfumato, una técnica que difumina los contornos para ofrecer una sensación de atmósfera. Leonardo consigue con ella imbuir su pintura en un ambiente nebuloso, en el que los personajes parecen enigmáticos y los paisajes misteriosos.
Leonardo no fue un artista prolífico. Trabajó en Florencia, en Milán para Ludovico Sforza y, en los últimos años de su vida, en Francia, al servicio de Francisco I. Sus obras más significativas son:
- La Santa Cena, realizada entre 1495 y 1497 para el refectorio de Santa María de las Gracias de Milán.
- Retrato de Mona Lisa, conocido como La Gioconda, en el que la expresión del rostro y las manos transmite una enigmática y plácida serenidad.
- Santa Ana, la Virgen y el Niño, una composición triangular en la que se entrelazan con dulzura los tres personajes.
Rafael Sanzio (1483-1520): El Maestro del Equilibrio y la Armonía
Rafael Sanzio es el artista del Cinquecento que mejor encarna el equilibrio y el clasicismo renacentista. En sus primeros pasos, recibió la influencia de la pintura de Piero della Francesca y de Perugino. Sus primeras obras tienen una composición ordenada y simétrica, organizada en planos paralelos, y sus personajes respiran una suave delicadeza.
Más adelante, conoció en Florencia a Leonardo y adoptó de éste las composiciones triangulares y equilibradas. En sus retratos femeninos y en sus Madonnas puede apreciarse la aplicación de la técnica del sfumato creada por da Vinci.
Posteriormente, Rafael se trasladó a Roma y entró en contacto con Miguel Ángel, de quien tomó la monumentalidad y vigor de las formas. En esta ciudad trabajó a las órdenes del Papa Julio II, para quien pintó los frescos de la estancia de la Signatura: La disputa del Sacramento y La escuela de Atenas. Esta última obra ilustra la verdad racional. Rafael representó en ella el “templo de la sabiduría” y a los sabios de la Antigüedad, encabezados por Aristóteles y Platón.
A la muerte de Julio II, continuó la decoración de las estancias vaticanas por encargo de León X. En estos años pintó El incendio de Borgo y La expulsión de Heliodoro. Entre las obras más destacadas de Rafael, además de las ya citadas, sobresale Los Desposorios de la Virgen, perteneciente a su primera etapa y cuya composición se organiza claramente en planos paralelos. En los últimos años realizó también cartones para la serie de tapices de los Hechos de los Apóstoles y La Transfiguración, en los que se dejan ya adivinar ciertos rasgos del Manierismo.
Miguel Ángel (1475-1564): La Fuerza y el Tormento
Miguel Ángel fue un artista del Renacimiento en todas sus dimensiones, ya que trabajó brillantemente como arquitecto, escultor y pintor, aunque él se consideraba especialmente un escultor. Quizá por ello, en su faceta como pintor, concedió una gran importancia al volumen y al dibujo de las formas anatómicas. Su deseo era crear cuerpos y formas vigorosos, con frecuencia en actitudes complicadas y retorcidas. De esta forma, el color y el paisaje quedan relegados a un lugar secundario en la obra de Buonarroti.
Miguel Ángel trabajó en Roma para el Papa Julio II. Allí creó su obra maestra: la bóveda y los lunetos de la Capilla Sixtina del Vaticano, realizada entre 1508 y 1512. Dividió el espacio, mediante elementos arquitectónicos fingidos, en compartimentos en los que representó todo un ciclo narrativo, desde la Creación hasta Moisés, con diversas escenas del Génesis y monumentales profetas y sibilas.
Unos años más tarde se le encargó decorar el muro central de la capilla, donde pintó el gran Juicio Final, de profundo dramatismo, que anticipa ya la pintura manierista de la segunda mitad del siglo. Se trata de una obra en la que aparecen representadas alrededor de trescientas figuras de voluminosos cuerpos y retorcidos escorzos. Constituye sin duda un elogio al desnudo (a pesar de que posteriormente uno de sus discípulos recibió el encargo de cubrir los cuerpos desnudos, probablemente como consecuencia del desarrollo del Concilio de Trento). La escena, carente de profundidad, se localiza en el aire. En el centro se sitúa el Cristo Juez, representado a través de una figura joven, bella y vigorosa. Sobre él, los ángeles portan los símbolos de la Pasión; en el plano inferior, los ángeles llaman a vivos y muertos con trompetas, los difuntos resucitan, los justos se elevan y los pecadores caen en el infierno. La influencia de Miguel Ángel es palpable en los artistas manieristas de la segunda mitad del siglo XVI.