Miguel Hernández: Trayectoria Poética, Estilos y Simbolismo


Miguel Hernández: Un Poeta entre Tradición y Vanguardia

Miguel Hernández está considerado como uno de los poetas más significativos del siglo XX. Aunque cronológicamente pertenece a la Generación del 36, varios factores lo relacionan estrechamente con la del 27. El más importante es la fusión de tradición e innovación en su obra, fruto de la temprana lectura de los clásicos españoles y de la influencia de las vanguardias. Se inspira en la tradición literaria. Garcilaso, Quevedo, Lope de Vega y, sobre todo, Luis de Góngora son sus principales referentes. De hecho, el gongorismo es una tendencia que se aprecia en Perito en lunas, se inserta en la corriente de la poesía pura e incorpora recursos característicos del creador del Polifemo: hermetismo, complejidad metafórica, léxico culto, hipérbatos. Se trata pues de un volumen hermético cuyos poemas se transforman en verdaderos acertijos poéticos, es decir, en imágenes vanguardistas cercanas a la greguería, lo que lo aproxima a Ramón Gómez de la Serna, autor novecentista que le sirvió de inspiración. El rayo que no cesa, entronca con el surrealismo, y con la tradición, de la que toma la métrica clásica —domina el soneto quevedesco— y los motivos temáticos, que nos remiten al Cancionero de Petrarca, donde la amada es idealizada y presentada como la causa del sufrimiento del poeta. Gustavo Adolfo Bécquer influyó igualmente en Miguel Hernández. En este sentido, Cancionero y romancero de ausencias representa un hito en la utilización del cantar, enlazando de esta manera con una corriente revitalizadora que se inicia con los posrománticos españoles y que continúa con Machado y la Generación del 27. Esta obra póstuma se fue nutriendo con poemas escritos desde la cárcel. Otra de las influencias es el neopopularismo, presente en su último poemario, y en Viento del pueblo. Hernández busca ahora una poesía más directa y cercana a los oprimidos que pone de manifiesto, su carácter oral y épico y emplea preferentemente el romance y el verso octosilábico. Por otra parte, en los años treinta llega una nueva vanguardia: el surrealismo, que va a producir una «rehumanización del arte», un nuevo romanticismo e irracionalismo que dará cabida a lo humano, lo social y lo político, se aprecia en El rayo que no cesa —que fusionará la poesía impura y la metáfora surrealista con la tradición literaria española— y en Viento del pueblo, que plasma con mayor evidencia el giro hacia la poesía impura: una poesía comprometida y combativa de tono eminentemente épico. Se puede concluir que en la obra de Miguel Hernández se origina una clara simbiosis entre tradición y vanguardia, y que el predominio de una u otra influencia viene determinado por la propia evolución del artista y por las necesidades expresivas de cada etapa.


Etapas en la Trayectoria Literaria de Miguel Hernández

En su trayectoria literaria se pueden apreciar varias etapas: poesía pura, neorromántica, de compromiso y popular. Como homenaje al estilo de Luis de Góngora, escribe en 1932 su primer poemario, Perito en lunas, uno de los exponentes más originales de la poesía pura. Formado por cuarenta y dos octavas reales, constituyen una sucesión de acertijos poéticos en los que el autor ostenta una gran destreza verbal e imaginativa y en los que incorpora una amplia gama de recursos característicos: hermetismo, complejidad metafórica, léxico culto hipérbatos… Se trata, en síntesis, de un volumen hermético cuyos poemas constituyen imágenes vanguardistas cercanas a la greguería, lo que lo aproxima a Ramón Gómez de la Serna, autor novecentista que sirvió de inspiración. Tras Perito en lunas, en 1936 publica El rayo que no cesa, de estética neorromántica, de temática amorosa compuesto principalmente por sonetos y otras composiciones memorables como la Elegía a Ramón Sijé. En esta obra, el amor aparece tratado de un modo que resulta cercano al de los cancioneros medievales, en especial al Cancionero de Petrarca, donde la amada es idealizada y presentada como la causa del sufrimiento del poeta. Durante esta etapa, se debate entre una moral rígida que ahoga cualquier manifestación amorosa y una libertad deseada, dualidad que será decisiva para comprender el poemario: por un lado, se produce una exaltación del amor como fuerza benefactora; pero por otro, se lamenta enérgicamente de las limitaciones, las represiones y la frustración que supone la insatisfacción plena de ese deseo amoroso. Con la llegada de la guerra civil española, Miguel Hernández se adentra en la poesía comprometida con Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1939). Durante estos años, Hernández cree necesario convertir el arte en un arma de combate y en un instrumento útil para mantener bien alta la moral del soldado. Viento del pueblo, es un poemario épico y optimista que recoge diversas composiciones escritas a lo largo de doce meses y publicadas en revistas, diarios de diferentes ciudades o periódicos impresos en el frente, formada por múltiples poemas que denuncian las injusticias y se solidarizan con el pueblo oprimido. La voz poética se alza para proclamar el amor a la patria, para educar a los suyos en la lucha por la libertad y para increpar a quienes tiranizan al ser humano. El hombre acecha, presenta un giro hacia el pesimismo intimista: el poeta se aflige por la muerte colectiva que acarrea el conflicto bélico y por los heridos, las cárceles y el odio entre hermanos. Su último poemario, Cancionero y romancero de ausencias, entronca con ese neopopularismo ya presente en Antonio Machado o en algunos miembros de la Generación del 27 como García Lorca o Rafael Alberti. Iniciado en 1938 a raíz de la muerte de su primer hijo, esta obra póstuma se fue nutriendo con poemas escritos desde la cárcel. Alcanza, así la madurez poética con unas composiciones que beben de la sencillez de la lírica popular y abordan los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus «tres heridas». En suma, la obra de Miguel Hernández no muy extensa, pero sí muy variada, fusiona gongorismo, simbolismo y ultraísmo (Perito en lunas) y explora los territorios del surrealismo y de la poesía impura (El rayo que no cesa), sin olvidar su incursión en la poesía social y cívica (Viento del pueblo) o su aproximación al neopopularismo del Cancionero y romancero de ausencias.


Compromiso Social y Político

Cuando en marzo de 1934 viaja por segunda vez a Madrid, comienza para él una nueva etapa en la que se introducirá en la intelectualidad de la capital y se desprenderá del influjo del ambiente oriolano, lo que provocará una crisis personal y poética de la que saldrá su voz definitiva. Empezará a colaborar en la revista Cruz y raya y entablará amistad con miembros de la Generación del 27, sobre todo con Vicente Aleixandre, cuyo poemario La destrucción o el amor se convertirá en su libro de cabecera, con lo que se decantará por la poesía impura. En 1931 se incorporará a las «Misiones Pedagógicas», un proyecto educativo español creado en el seno de la Segunda República para difundir la cultura general en aldeas y villas, donde los índices de analfabetismo eran altísimos. Es así como comienza el compromiso social del autor de Perito en lunas (1932). El estallido de la guerra civil en julio de 1936 obliga a Hernández a dar el paso al compromiso político. Ingresa como voluntario en el Quinto Regimiento y más tarde es nombrado Jefe del Departamento de Cultura, puesto desde el que se encargará de la edición de varias publicaciones, de la organización de la biblioteca y de la propagación de su poesía en el frente a través de los altavoces. Esta poesía quedará recogida en Viento del pueblo, obra publicada en Valencia en 1937 que demuestra que Hernández comprende el poder transformador de la palabra así como su función social y política, poemario comprometido formado por múltiples composiciones que denuncian las injusticias y se solidarizan con el pueblo. La voz poética se alza para proclamar el amor a la patria, educar a los suyos en la lucha por la libertad y para increpar a quienes tiranizan al ser humano. El optimismo de Miguel Hernández comienza a diluirse al comprobar la insensibilidad de Europa hacia el drama que se vive en España. Esto, y el cruento espectáculo de un conflicto bélico que se dilata en el tiempo, le provoca una profunda depresión. Pese a la alegría por el nacimiento de su primer hijo, la poesía hernandiana deriva hacia un progresivo pesimismo intimista, con lo que su fe en el hombre se va debilitando. A esta etapa pertenece El hombre acecha (1939), el poeta pasa de cantar a susurrar amargamente, de exaltar a los héroes a lamentarse por las víctimas. Al acabar la guerra, Miguel Hernández es detenido. Al salir provisionalmente de la cárcel y antes de volver a ella de manera definitiva, entregó a su esposa, un cuaderno manuscrito que había titulado Cancionero y romancero de ausencias, que contenía poemas que comenzó a escribir a raíz de la muerte de su primer hijo, se fue ampliando con poemas escritos desde la cárcel que los editores recogieron posteriormente. Con este último poemario, alcanza la madurez poética con unas composiciones que beben de la sencillez de la lírica popular y abordan los temas más obsesionantes de su mundo poético: el amor, la vida y la muerte, sus «tres heridas». En síntesis, el compromiso social y político de Miguel Hernández se percibe con nitidez en su voz poética, que exalta a los hombres que luchan por la justica, lamenta el dolor de las víctimas oprimidas y reprende a los explotadores de la patria.


El Universo Poético de Miguel Hernández

Su universo poético se va forjando a medida que evoluciona su concepción del mundo, creando así una obra propia y personal que lo convierte en un artista complejo y original que lo somete a la influencia de la imaginería de los clásicos del Siglo de Oro o de los grandes poetas contemporáneos, modelos líricos de Hernández desde bien temprano.

Fases del Lenguaje Poético

Su lenguaje poético atraviesa por las siguientes fases:

  1. El gongorismo presente en Perito en Lunas (1932), donde el autor ostenta una gran destreza verbal e imaginativa, incorpora una amplia gama de recursos característicos: hermetismo, complejidad metafórica, léxico culto…
  2. El neorromanticismo de El rayo que no cesa (1936), poemario de temática amorosa que nos remite al Cancionero de Petrarca y en el que emplea la metáfora surrealista. Se trata de un volumen especialmente rico en recursos retóricos: aliteraciones, hipérboles…
  3. El lenguaje directo y claro de Viento del pueblo (1937), formado por una serie de poemas comprometidos que pretenden defender la libertad e increpar a los tiranos.
  4. El neopopularismo de Cancionero y romancero de ausencias, integrado por composiciones de verso corto y de rima asonante que beben de la sencillez de la lírica popular y que concentran, por consiguiente, recursos que favorecen la musicalidad (anáforas, paralelismos, estribillos, estructuras circulares…) o la expresividad (símiles, personificaciones…).

Símbolos en la Poesía de Hernández

Respecto a los símbolos que le sirven a Hernández como vehículo expresivo, se aprecia que varían en intensidad y significado según la etapa evolutiva y la trayectoria poética. La crítica establece dos fuentes esenciales en la simbología hernandiana, y ambas proceden de la naturaleza. La primera nos conecta con lo telúrico, con los elementos terrenales (toro, tierra…); la segunda, en cambio, se vincula con lo cósmico (luna, rayo, lluvia, viento…).

La luna, motivo central en la obra de Miguel Hernández, adquiere dos significados claramente diferenciados: por una parte, sugiere el paso del tiempo o el ciclo de la vida; por otra, es signo de fatalidad y de muerte, en contraposición al sol, emblema de luz y vida. A partir de su segunda etapa, aparecen elementos punzantes como el rayo, el cuchillo, la navaja o la espada, asociados al dolor, a la frustración amorosa o al deseo no satisfecho. Con todo, en los poemas pertenecientes a la etapa bélica, el rayo se transmuta en símbolo de la fuerza y el coraje de los soldados. La lluvia y el viento son también dos de las metáforas constantes en Hernández. Elemento vital para la vida, la lluvia se relaciona con la pena que provoca el amor; y el viento, que se alza como símbolo predominante en uno de los poemarios del oriolano, se vincula, esencialmente, con la fuerza del pueblo y la voz del poeta, quien anima a los oprimidos a luchar por su libertad. Por último, la tierra y el toro son otras referencias características del autor. Metonimia de la naturaleza, la tierra es la madre, la cuna y sepultura del hombre. El toro, símbolo hernandiano por excelencia, ha sido representación de la muerte en Perito en lunas, de la virilidad o el impulso erótico en El rayo que no cesa y del valor del combatiente en Viento del pueblo. En definitiva, el lenguaje poético de Miguel Hernández experimenta una serie de cambios a lo largo de la trayectoria del poeta; transformaciones que afectan del mismo modo a una métrica que varía en función de la temática y la intención expresiva del autor. Octavas reales, sonetos, tercetos encadenados, romances, silvas o versos carentes de rima inundan las composiciones de una de las figuras más representativas de las letras castellanas del siglo pasado.


La Naturaleza y los Temas Centrales

Desde siempre ha estado muy ligado a la naturaleza, como poeta y como persona. Su labor como cabrero, asignada por un padre de talante severo, le llevará a aprender a cuidar el rebaño, a limpiar el establo, a recolectar fruta, a repartir leche… No es de extrañar su arraigo al terruño y la presencia constante de la naturaleza en su imaginario poético. En sus versos de adolescencia plasma la belleza de la realidad circundante. Todo este material inicial le llevará a la publicación de su primer poemario, Perito en lunas (1932), en el que mantiene esa tendencia de reflejar una naturaleza embellecida a través del empleo de inagotables recursos literarios. Pero a partir de El rayo que no cesa (1936), la naturaleza se convierte en parte sustancial del imaginario poético hernandiano; ya no se trata tan solo de una fuente de inspiración, sino que se integra en la temática creando símbolos y sistemas de asociaciones. Así, las flores, vergeles y vegas remiten al amor; el huerto, a la fecundidad; y el oasis, a la amada. Lo mismo sucede con los fenómenos atmosféricos, ligados a la fuerza de los sentimientos. Surge de este modo el campo asociativo del viento, que encarna las ansias de libertad, o de la tormenta, representación del dolor. La poesía hernandiana se nutre, además, de símbolos del animalario. Desde El rayo que no cesa hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino trágico de dolor y de muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza y la pena. En contraposición al toro, el buey representará después, en «Vientos del pueblo me llevan», la mansedumbre, la sumisión y la cobardía. En esta poesía de guerra, el ruiseñor, símbolo de la primavera en el huerto hernandiano de la producción poética anterior, se convertirá en el trasunto del poeta-cantor del pueblo. Por otra parte, la poesía del oriolano se modula en torno a otros tres grandes motivos, tres grandes asuntos que todo lo invaden y que constituyen tres grandes temas de la poesía de siempre: el amor, la vida y la muerte. El rayo que no cesa, su principal poemario amoroso, nos remite al Cancionero de Petrarca, de ahí que este sentimiento universal se perciba como fatal tortura. Los ejes dominantes de este volumen son, pues, la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte. El agitado ambiente de la República y el estallido de la guerra civil en julio de 1936 arrastran a Hernández a una poesía de testimonio y denuncia que se materializará en el volumen Viento del pueblo (1937), en el que el tema del amor se funde con una poética de combate y se supedita al enfoque político-social. A medida que avanza el conflicto bélico, la posibilidad de la victoria se aleja y el espectáculo cruento del enfrentamiento fratricida se intensifica. El tono vigoroso, entusiasta, combativo y vital de Viento del pueblo se atempera en El hombre acecha (1939), un texto donde el poeta pasa de cantar a susurrar amargamente; o dicho de otra manera, de exaltar a los héroes a lamentarse por las víctimas. Las últimas vivencias del poeta —el fallecimiento de su hijo, la derrota, la caída de la República, su encarcelamiento, su soledad— se plasman en su último poemario: Cancionero y romancero de ausencias. Iniciado en 1938 a raíz de la muerte de su primer hijo, esta obra póstuma se fue nutriendo con poemas escritos desde la cárcel que los editores recogieron posteriormente. El oriolano alcanza así la madurez poética con unas composiciones que beben de la sencillez de la lírica popular y abordan los temas más obsesionantes de su mundo lírico: el amor, la vida y la muerte, sus «tres heridas». Se puede concluir que en la obra de Miguel Hernández se origina una clara simbiosis entre tradición y vanguardia, y que el predominio de una u otra influencia viene determinado por la propia evolución del artista y por las necesidades expresivas de cada etapa. El trayecto del poeta oriolano es, en consecuencia, una acertada recopilación de todas las tendencias poéticas del momento, lo cual enriquece sobremanera la obra de una de las figuras más representativas de las letras castellanas del siglo pasado.


La Muerte como Eje Central

Podríamos decir que toda su producción es una constatación de la terrible definición del filósofo alemán Heidegger: “el hombre es un ser para la muerte”. En efecto, en la poesía de Miguel Hernández se da perfectamente un discurrir dramático que comienza con la vida más elemental y balbuceante, una vida casi festiva, inconsciente y de ficción, que poco a poco, conforme se va configurando el sufrimiento y se va desarrollando la funesta historia personal del poeta, acaba por deslizarse por la pendiente de la tragedia. La mayor parte de los primeros poemas contiene un soporte de cierta despreocupación consciente, de vitalismo despreocupado y hasta, en ciertas ocasiones, de optimismo natural: en esta época su vida va por un camino (sueña con poder vivir para dedicarse a la poesía) y su obra por otro (contempla el mundo desde la perspectiva de sus poetas leídos y admirados). Podríamos afirmar que el primer espacio poético hernandiano estaría contagiado por la idea del primer Jorge Guillén, el de Cántico, el de la armonía esencial, el que proclamaba que el mundo estaba bien hecho. En su primera etapa, son muchos los poemas en los que se rinde homenaje a la naturaleza circundante con un júbilo casi exultante: las plantas, las piedras, los insectos, etc. Todo lo vivo es bello, todo lo vivo inspira una gracia contagiosa y sin aristas. Más allá de la vida que confiere a las cosas, el vitalismo de Miguel Hernández percibe los objetos como si estuvieran vivos: la piedra amenaza, la luna se diluye en las venas, la palmera le pone tirabuzones a la luna, la espiga aplaude al día, a la vida. Aquí no hay muerte; si acaso, una muerte anunciada por la llegada de los atardeceres, una muerte poetizadora y literaria que representa una suerte de melancolía escritural. Las «heridas» hernandianas («la de la vida, la del amor y la de la muerte») comienzan a sentirse en El rayo que no cesa (1936), cancionero de la pena amorosa, del sentimiento trágico del amor y de la idea de que la vida es muerte por amor. El toro se convierte aquí en la figura que representa la coherencia de la voz del poeta: grito, mugido, rabia indisimulada, fracaso amoroso anunciado, presagio de destrucción… En las composiciones de este poemario, la vida siempre se presenta amenazada por fuerzas incontrolables (el rayo, el cuchillo…) y el amor está marcado por un sino sangriento. Y es que en la poesía de Miguel Hernández, amor y muerte se plasman en los símbolos del toro y la sangre, a los que se une una constelación de elementos cortantes e hirientes como la espada, el cuchillo, el rayo, los cuernos o el puñal, instrumentos fulminadores para el poeta. Estos instrumentos del dolor que proporcionan alguna suerte de herida adquieren una expresividad dramática, agónica y desesperanzada en la «Elegía» dedicada a su amigo Ramón Sijé. En ella aparecen unos términos que, acompañados por sus correspondientes adyacentes, configuran un mosaico de rabia y de malestar inconsolables: ‘manotazo duro’, ‘golpe helado’, ‘hachazo invisible y homicida’, ‘empujón brutal’, ‘tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes’, ‘dentelladas secas y calientes’… Estos versos coléricos contra la muerte, con el poeta andando sobre “rastrojos de difuntos”, nos hablan de la concepción de M. Hernández en este poemario y este momento de su vida: vivir es amar, penar y morir. Con la llegada de la guerra, la voz poética adquiere un tono combativo en Viento del pueblo (1937), donde la muerte se convierte en parte de la lucha por la victoria. Pero el optimismo inicial deriva en dolor y pesimismo por la dilatación y crudeza del conflicto bélico. Así se aprecia en El hombre acecha (1939), donde los muertos ya no son héroes sino víctimas y donde el último estertor rige el destino de los oprimidos. Sin embargo, es en Cancionero y romancero de ausencias, su último volumen, donde los poemas se oscurecen definitivamente con el desengaño y la carencia de todo. La muerte de su primer hijo, la pérdida de la guerra, el odio de la posguerra, la condena a muerte, la posterior enfermedad y la soledad configuran este poemario de la desolación, cercano a la desnudez de la verdad más dura y terrible.

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