Porque emborracha a Perucho Los pazos de Ulloa


Capitulo XXVIII

Aquel día fue el último que Perucho ayudó en misa al capellán. El muchacho se había ido de allí a desgana y sin las dos monedas que Julián le daba al terminar la misa. Récordó el niño que su abuelo le había dicho que le daría dos cuartos cuando le avisase de que doña Marcelina y el capellán estaban solos en la capilla después de la misa. El muchacho fue en busca del abuelo para recibir sus monedas a cambio de la información. El rapaz, pasando por la cocina, llegó a la habitación que Primitivo utilizaba como despacho y allí encontró al abuelo haciendo columnas de monedas. Tan pronto le dio la noticia Primitivo salíó y fue a preguntar a Sabel por dónde estaba el marqués. El muchacho estuvo tentado de coger un puñado de ochavos roñosos llamados “la moneda” del país ya que con ellos, en la feria, adquiría muchas cosas. Los aprisionó entre sus dedos pero después, quizá por la sangre de Moscoso que corría por sus venas, las soltó pues su conciencia le decía que eso era robar (no así tomar huevos, frutas o cualquier otro objeto que le pareciese bien hurtar). Salíó de allí y corríó tras Primitivo que iba en busca de don Pedro, que estaba cazando pollos de perdiz cerca de Cebre, para reclamarle sus dos cuartos. Por fin dio alcance a su abuelo y éste le dijo que si le ayudaba a encontrar al marqués y le decía lo mismo que le había dicho a él, le daría cuatro cuartos en lugar de dos. Perucho tuvo la fortuna de encontrar a don Pedro y, en cuanto le contó lo que había visto, el marqués salíó disparado hacia los Pazos. El rapaz, en un principio quedó confuso pero después fue en busca de su abuelo para contarle que había encontrado al marqués y para reclamarle los cuatro cuartos. De pronto escuchó las pisadas de un hombre que parecía no querer ser descubierto y el niño, escondido, pronto se dio cuenta de que era el Tuerto de Castrodorna, al cual conocía por la descripción que en varias ocasiones había escuchado a unos y otros en los Pazos, siempre hablando de él con terror. El hombre llevaba un trabuco. Desde su escondite Perucho pudo ver a su abuelo que iba a toda prisa en dirección a los Pazos pues debía haber visto al marqués ir hacia allí. Acto seguido el rapaz vio como el Tuerto disparaba a su abuelo y éste caía muerto. Perucho huyó a toda prisa hasta llegar lleno de magulladuras, sudoroso, jadeante y con la ropa hecha trizas a la capilla, y sin recordar los cuatro cuartos que habían sido el motivo de la aventura vivida. Al llegar allí el rapaz contempló una imagen que le impresiónó aún más que la que había contemplado en relación a la muerte de su abuelo. La señora de Moscoso recostada en el altar temblaba y su color era el de una muerta. El marqués vociferaba muy deprisa en tono amenazador, al tiempo que utilizaba frases injuriosas llenas de ira. Por su parte el capellán, que en un principio imploraba, desafiaba al marqués. El niño, sin saber la causa de todo ese alboroto, veía al marqués atrozmente enfadado y récordó escenas vividas por él y por su madre. Pensó que don Pedro mataría a Nucha y al capellán e incluso que podría quemar la capilla. Al pensar en ello y en la muerte de su abuelo creyó que era el día de la general matanza y de repente pensó en la posibilidad de que el marqués matase a la nené, la hija de don Pedro y de la señorita Marcelina. Ello le dio impulso y energía para acometer la empresa que en ese momento pasaba por su cabeza: salvar a la heredera de los Moscoso.
Perucho subíó a la habitación de Nucha tan sigilosamente que nadie le escuchó. Encontró la puerta entreabierta y entró muy despacio para no despertar a la nodriza que dormía en la cama de la esposa del marqués. La niña dormía y el rapaz la cogíó con mucho cuidado para no despertarla. Bajó las escaleras y salíó a través del claustro para no pasar por la cocina y ser visto. Allí pensó en el lugar donde podría esconder a la nené y decidíó hacerlo en el hórreo, al ser el lugar menos frecuentado y el más oscuro. Llegó allí y subíó por la escalera con mucha dificultad al portar a la pequeña. La niña despertó y lloró pero a Perucho ya no le importaba pues allí nadie podría oírla y quitársela. El niño, para a acallar a la pequeña, comenzó a decirla muchas chuscadas y zalamerías, utilizando el diminutivo. La niña calló en cuanto reconocíó al rapaz, sonriéndole mientras pasaba sus manitas por la cara del muchacho. Perucho entreténía a la niña jugando con las doradas espigas que en el hórreo había. La niña reía a carcajadas. El niño la mecía con tanta suavidad, precaución y ternura que parecía fuese su propia madre. Estando allí con la nené se había olvidado del trabucazo que había recibido su abuelo. Perucho contó a la niña un cuento en el que un rey malo quería comerse a la nené pero que un pajarito la salvaba. Al terminar el cuento la niña había quedado dormida. Perucho la tapó y, aunque quería mantenerse despierto, el cansancio por todo lo vivido le hizo quedarse dormido junto a su querida nené. El rapaz despertó sobresaltado, como de una pesadilla. Era el ama nodriza, sofocada y furiosa, que le estaba pegando pescozones y cachetadas mientras le tiraba del pelo. El niño no pudo detenerla y la nodriza se llevó a la pequeña. Perucho lloró desesperadamente durante media hora por haber perdido a su nené.

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