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El sexenio revolucionario (1868-1874)
Este periodo es uno de los más turbulentos de la Historia de España y a la vez la primera oportunidad democrática. Un ensayo político culminado en fracaso por el doctrinarismo, la desuníón y la falta de Realismo de los grupos de izquierdas, la falta de preparación política de las masas y las intrigas de los partidos burgueses que se negaron a abolir las quintas y los consumos, rompiendo sus promesas electorales y desencantando al pueblo que veía en la política una actividad corrupta que en nada contribuía a aliviar sus problemas. Si a ello sumamos la persistencia del problema carlista, la insurrección cubana, el cantonalismo y la pervivencia de los grupos monárquicos que se orientaban ahora hacia el príncipe Alfonso, tendremos un panorama claro de las condiciones que propiciaron su fracaso y la restauración de la dinastía borbónica en 1875.
En los últimos años del reinado de Isabel II, la situación llegó a ser tan grave que, de forma inaudita, y pese a las muy evidentes contradicciones entre sus elementos, se decidíó la colaboración de todas las fuerzas de la oposición en el Pacto de Ostende
. En 1866 Progresistas, Unionistas y Demócratas, unidos frente al Régimen, formaron un gobierno de concentración en el exilio, que, lentamente, fue aunando fuerzas para derribar la monarquía caduca.
España, en 1868, padecíó una fuerte crisis alimenticia, propia de un país que manténía aún una agricultura de subsistencia. Fue la última del siglo que poseyó un alcance global pues, en el futuro, el desarrollo de la producción cerealística, la integración de mercados y la posibilidad de trasvase y reenvío de granos entre las regiones, el problema quedaría reducido al ámbito local.
Sus consecuencias primeras fueron, por este orden, la subida de los precios del pan, la escasez general, la escasez específica -por clases- y el hambre. A ello contribuyó la inexistencia de reservas, debido a las fuertes exportaciones a Cuba e Inglaterra. Las consecuencias últimas fueron el desprestigio del Gobierno, las discriminaciones regionales de precios (variables en función de los accesos de las capitales a distintos mercados), y el definitivo hundimiento del mundo rural, indefenso, aislado y marginado por el poder central.
La crisis financiera de 1866 pesó lo suyo en la desestabilización de notables que dio a luz «La Gloriosa». Si el comienzo de la depresión se dio en 1864 con la quiebra de los ferrocarriles en suelo peninsular, su colofón coincidíó con el hundimiento internacional, que retrajo su empuje, recogíó sus capitales y provocaron la ausencia de inversión, el paro, los déficit y, en suma, el desconcierto.
Las fuerzas políticas
La revolución de 68 fue obra de tres partidos:
Demócrata, Progresista y Uníón Liberal.
Los demócratas se escindirán posteriormente en demócratas monárquicos y demócratas republicanos o intransigentes. El triunfador en las primeras elecciones y el protagonista de la primera etapa del sexenio será el partido progresista.
Suya será la Constitución de 1869 y su jefe Prim el alma de la etapa. Con su muerte el nuevo rey Amadeo de Saboyá se verá sin el apoyo de su principal valedor y hará que la balanza se incline hacia el republicanismo.
Más tarde, cuando los errores republicanos y la situación del país pidan a gritos una solución moderada Cánovas conseguirá que triunfe la causa alfonsina y se restaure a los borbones.
Al margen de los tres partidos grandes, los carlistas, los moderados y la Federación Regional Española de la Iª Internacional, activos y en progresión creciente, esperaban su momento.
Los progresistas
Este partido político, que iba a alcanzar en primer lugar el poder, estaba encabezado por Prim y era, como tal partido, un nido de contradicciones. Pragmáticos -exclusivamente pragmáticos- y carentes de ideología, encontraban dificultades para definir su posición, máxime si tenemos en cuenta su filiación irrenunciablemente monárquica. Su absoluta falta de cohesión como partido era un grave obstáculo a la funcionalidad deseada, pero la personalidad de Prim obraba de aglutinante y les permitíó formar un gobierno, en el cual el propio Prim era ministro de guerra.
El problema interior más grave con el que se enfrentaron fue el de instaurar una nueva dinastía. Los contactos se orientaron, inicialmente, hacia los Coburgo, portugueses, que al tiempo de permitir una unificación de los tronos de ambos países, induciría la uníón de los pueblos. Optaron en principio por Luis I de Portugal, pero la oposición general de la opinión pública de este país les hizo replantear la elección; primero, por Don Fernando, padre del anterior, y, ante la absoluta imposibilidad de llevar a buen término el empeño, por las dinastías Saboyá y Hohenzollern. Como centristas, los progresistas estuvieron presentes siempre en los gobiernos del sexenio, a excepción de los republicanos.
Los unionistas
Partido de notables y oligarcas, genuino representante de las clases sociales del Antiguo Régimen, contaba también en sus filas con un buen puñado de militares resentidos.
Reacios a todo lo que no fuera conservar el poder y monárquicos a ultranza, a duras penas consintieron en la instauración del sufragio universal. En principio, su objetivo era retomar el poder dentro de una nueva y más flexible estructura institucional, y, para ello, la más importante era paralizar toda posible reforma y aliarse con los progresistas en el Gobierno. Representantes de la oligarquía terrateniente, de los coloniales y negreros, del poder económico, en suma, cuando consiguieron lo que buscaban se plantaron en bloque y comenzaron a solicitar la Restauración.
Montpensieristas en 1868 (la duquesa de Montpensier era la hermana de Isabel II), monárquicos a secas cuando esa tesis les falló, los unionistas aceptaron, no sin presiones, la solución de Prim, a quien alejaron de los demócratas para evitar todo peligro reformista. El hecho de ver a Serrano al frente del Gobierno Provisional les tranquilizó profundamente: ya, nada «malo» podía ocurrir.
Los demócratas
Era el partido de la pequeña burguésía de comerciantes, funcionarios e intelectuales. Sus pretensiones se ceñían a la abolición de las quintas, la institucionalización del sufragio universal y la desgravación de los consumos.
Su ala derecha corríó a vincularse a la idea monárquica, pero el grueso del partido se identificó con las posturas republicanas. Dirigido por intelectuales, buscaron incesantemente la cooperación de los partidos, intentando saltar por encima de las obvias posturas de clase que la hacían imposible. Ese mismo planteamiento interclasista fue el que hizo estallar al partido desde dentro. Si, en 1868, aparecían unidos, la posesión momentánea del poder disipó toda veleidad en ese sentido. Los obreros y jornaleros se separaron de los profesores, y éstos de los comerciantes, de forma que cada capa social adoptó una posición propia, y el partido se desmoronó.
Sin embargo, sus figuras, Orense, Salmerón, Pi y Margall, Castelar, conservaron un gran poder de convocatoria, y en todas las facciones quedó la triple impronta que caracterizó al partido demócrata: el republicanismo, la descentralización, como salida histórica a la corrupción e incompetencia administrativas y la laicización de todas las estructuras del país.
La Revolución de Cádiz
La revolución de 1868, aunque inicialmente supusiera una ruptura radical con la línea del sistema, no lo fue al fin y al cabo porque quienes la organizaron, miembros de la oligarquía «inteligente» y la burguésía industrial nunca lo pretendieron. Si en algún momento, dentro del sexenio, la situación parecíó írseles de las manos, pronto la recuperaron, para, tras sucesivos cambios de apariencia, plasmarla en una Restauración más que centenaria.
El 19 de Septiembre de 1868 un grupo de altos mandos castrenses desembarcó en Cádiz y se pronunció contra la Monarquía isabelina. Detrás de los militares del pronunciamiento se hallaban las alianzas de progresistas, demócratas y unionistas, y, al frente, Dulce, Serrano, Nonvilas, Prim, Primo de Rivera… Todos generales emigrados. Topete, jefe de la escuadra sublevada en Cádiz, les apoyaba, y el pueblo de la ciudad también.
A la ciudad del extremo sur siguieron, en el pronunciamiento, las provincias sevillana, malacitana, cordobesa, onubense, ferrolana… En otras poblaciones no fue la gente de cuartel, sino el pueblo, quien se sublevó. Tras el triunfo de los sublevados en el Puente de Alcolea, Isabel II, aconsejada, cruzaba la frontera de Irún, adonde los temores y el verano la habían conducido.
La Revolución comienza en Cádiz con el pronunciamiento de Topete y su famoso manifiesto España con honra en el que declara solemnemente que niega su obediencia al Gobierno que reside en Madrid, seguro de que es leal intérprete de los ciudadanos que, en el dilatado ejercicio de la paciencia, no hayan perdido el sentimiento de la dignidad.
Los sucesos de Cádiz obtuvieron un amplio eco en todo el país. En parte, el fenómeno es debido a la inmediata puesta en pie de las Juntas, pero, por otra, al grado de malestar provocado por la crisis económica, y a la agitación fomentada por clubs políticos y conspiradores de vario pelaje. Influye también la esperanza levantada por la inclusión en los programas de algunas promesas largo tiempo esperadas por el pueblo. En la mayoría de las ciudades, los barrios populares, donde la tensión era permanente, saltaron al grito de ¡abajo las quintas! Y ¡abajo los consumos!.
En el campo, de forma aislada, como corresponde a la infraestructura productiva agrícola, los movimientos de apoyo se agruparon en torno a una reivindicación clásica: la propiedad de la tierra. La burguésía, artífice del alzamiento, veía sus intereses defendidos, al menos en un primer momento, por el “frente popular” que se agitaba en los campos y ciudades de España convencido de que el pronunciamiento, simple instrumento de cirugía social en manos de los propietarios del capital, era una revolución contra el capital.
El resto del mundo, sin embargo, no pensó lo mismo y ello explica el rápido reconocimiento del nuevo régimen español por parte de los países europeos. Disipado todo recelo por la presencia de Serrano y Prim en el gobierno, los EEUU reconocen al gobierno provisional y al reconocimiento se adhieren Portugal, Francia, Italia, Austria y Bélgica. Las dos últimas de las potencias, Prusia y Gran Bretaña, junto con Grecia lo reconocieron poco más tarde. Lo mismo sucedíó en hispanoamérica donde la buena disposición de todos los nuevos países permitíó solventar las diferencias de España con Argentina y Colombia, al tiempo que se desvanecían las diferencias armadas recientemente habidas con Chile y Perú. En general, los lazos fueron más cordiales, las relaciones más amplias y la distensión más completa. La excepción fue el Vaticano, pero eso estaba previsto desde la manifestación expresa de libertad de cultos establecida por la Constitución.
La reacción positiva se extendíó a las bolsas y las cotizaciones de las compañías ferroviarias españolas, en quiebra en 1866, subieron en París y Londres, prueba de que los sectores financieros europeos miraban con simpatía la evolución pro capitalista del Estado español. El gobierno provisional era para ellos una firme garantía.
Las Juntas
Tres elementos operativos habían funcionado eficazmente: por un lado, el Ejército; por otro, la política de gabinetes; por último, la actividad popular organizada en las Juntas revolucionarias.
Apenas estaban formalizadas en 1867, intentando sentar las bases del futuro orden político, que para ellos no era el mismo que para los militares y políticos profesionales, como es fácil suponer (era el caso de las Juntas de Madrid, Zaragoza y Barcelona). Otras, elegidas en el mismo momento del golpe militar, celebraron elecciones en los días siguientes, respetuosas de la más rigurosa legitimidad. Y funcionaron con rapidez y eficacia. Ellas mantuvieron el orden y sustituyeron a los ayuntamientos monárquicos y ellas armaron al pueblo. No hubo, pues, vacío de poder alguno, sino al contrario: la Juntas consolidaron el alzamiento e hicieron posible su éxito.
Aunque su composición social variaba según las ciudades o regiones, todas se manifestaron por la reforma inmediata (sufragio universal, libertad religiosa), aunque, en ocasiones, esmaltada de un conservadurismo social intenso (defensa del orden, mantenimiento de la propiedad). En conjunto, al lado de los notables de la localidad, se integraban en las Juntas los líderes más revolucionarios. A veces, sin embargo, la exclusión de alguna de las partes provocaba tensiones, o creación de Juntas paralelas, con la consiguiente desorganización y enfrentamientos. Sin embargo, y pese a ello, las Juntas, que ya habían aparecido y funcionado cuando el poder central se desmoronó con la crisis de 1808, volvieron a concitar en sí mismas la clave de la continuidad del poder. Su papel fue fundamental, decisivo, y los problemas más graves surgieron cuando el gobierno provisional pretendíó disolverlas, so pretexto de que la situación «irregular» había terminado.
La mayoría de ellas siguieron en activo, considerando que, hasta que la nueva autoridad local (Ayuntamientos) se hiciera cargo de la organización de los hombres y cosas, eran ellas las depositarias de la voluntad popular.
El Gobierno provisional
El 9 de Octubre quedó constituido el Gobierno que, con carácter de provisional, iba a hacerse cargo del Poder.
Serrano, presidente, conglomeró componentes de los progresistas, de la Uníón Liberal (pues no era de desdeñar un vínculo estrecho con los conservadores y el generalato aislado) y de los demócratas, en forma de intelectuales escogidos como López de Ayala.
La composición política del Gobierno quedaba así: por los de la Uníón Liberal, Topete, Ayala y Romero; por el progresista, Prim, Ruiz Zorrilla, Sagasta, Lorenzana y Figuerola. Los demócratas, al no aceptar Rivera la cartera de Gracia y Justicia, se contentaron con la alcaldía de Madrid, importante pieza para el menos elitista de los componentes políticos del gobierno provisional.
Con el decreto del 6 de Diciembre comenzó el Gobierno Provisional la propaganda monárquica, al declarar que sería «neutral», pero no «escéptico». Sus palabras eran éstas: «Hará -el gobierno- que sean profundamente respetadas y libérrimamente expresadas todas las opiniones; pero ni puede ni debe ocultar que él también tiene y utiliza el derecho de profesar la suya».
Estaba, pues, claro. Al manifestar su preferencia por la monarquía, en lo esencial -relegando a la corona isabelina al ámbito de lo accidental-, el gobierno no hacía sino reiterar sus preferencias.
El gobierno, pues, apostaba, y arriesgaba su futuro a la suerte de la monarquía liberal, cosa que de nuevo enunció con motivo de otro manifiesto, éste de 11 de Enero de 1869, en el que anunciaba textualmente: «Salvo el respeto a la suprema decisión de las Cortes Constituyentes, juzga el Gobierno que tienen más seguro porvenir las instituciones liberales garantizadas en la solemne y sucesiva estabilidad del principio monárquico que sometidas al peligroso ensayo de una forma nueva -por la República-, sin precedentes históricos en España y sin ejemplos en Europa dignos de ser imitados .
Programa económico
El programa de acción económica de los septembrinos se estructura en torno a 3 claves fundamentales: resolver los problemas presupuestarios, establecer el librecambio y llevar á cabo una reforma monetaria.
De estos tres objetivos, sólo el último se cumplíó: a primeros de Octubre de 1868 -menos de un mes tras el pronunciamiento-, Figuerola establecía la peseta como unidad monetaria y comenzaba los trabajos preparatorios para introducir el patrón bimetálico -oro y plata- en la regulación del tipo de cambio español.
El equilibrio presupuestario era prácticamente inalcanzable, dados los altos niveles de gasto, si la condición era -y lo era- no tocar las fortunas de los poderosos, y sobrevivir a base de exacciones fiscales indirectas. En ningún momento durante, el Sexenio, a pesar del alza de exportaciones de 1873-4, pudo equilibrarse el total de las Cuentas Públicas. El librecambio, lógico si se consideran los principales factores interiores y exteriores en ese sentido, se opónía al deseo de los industriales catalanes, quienes, a pesar de la pérdida colonial, aún monopolizaban buna parte del mercado peninsular. Tanto era así que expresaron, a poco de las primeras negociaciones para implantar la reforma arancelaria, su repulsa a Prim. El arancel liberal enemistó definitivamente al Gobierno con los proteccionistas, y el auge del movimiento obrero y las constantes presiones de éste, con el consiguiente malestar de la burguésía industrial ahondó las diferencias entre éstos y aquéllos, y propició el crecimiento cuantitativo del partido canovista. En conjunto, y a pesar de las flagrantes desigualdades de fortuna que se daban en la España de la época, el Gobierno provisional no emprendíó ninguna medida para intentar una redistribución de la renta, bastándole la defensa del orden y la propiedad, como correspondía a la inspiración política de los componentes del Gobierno.
Las Quintas
El servicio militar era odiado por el conjunto del pueblo español por varias razones: En principio, el trato al soldado era brutal y carente de cualquier consideración. Añádase a ello que su duración se cifraba en 7 años, y que el riesgo de ser enviado a las colonias era grande -así como el morir allí, una vez embarcado-, y se comprenderá el porqué de las revueltas populares. Si, a pesar de todo, uno volvía vivo de las colonias, o cuerdo del cuartel, quedaba el riesgo de ser movilizado como reservista, lo que no dejaba de ser frecuente en un período de la historia española caracterizado por los motines, revueltas y enfrentamientos.
Injustamente, el peso de este sistema descansaba exclusivamente sobre los hombros populares. Una ley de 1851 fijaba la posibilidad de librarse de las Quintas pagando a un sustituto o indemnizando al Estado con 80.000 reales. Conocida la importancia de la cantidad con respecto a los salarios de la época, pronto aparecieron con objeto de interesar a las clases medias en sus prácticas, unas Sociedades de Seguros contra las Quintas, las cuales, a cambio de pagos diferidos en el tiempo, permitían a quienes querían hipotecar su futuro escapar de las penalidades del ejército. Muchos comerciantes y pequeños propietarios, endeudándose, salvaron la marcha -y pérdida real- de sus hijos. Sin embargo, lo que la pequeña burguésía podía conseguir, a cambio de sus deudas, los obreros y campesinos no podían llegar a entreverlo siquiera.
Por eso, cuando los progresistas y unionistas, que enla campaña electoral habían prometido suprimir las Quintas, faltaron a su palabra, movidos por el principio de la guerra cubana, el pueblo perdíó toda esperanza y se lanzó a la calle. Sólo los republicanos mantuvieron el principio de la abolición, y ello les valíó un buen puñado de las muchas adhesiones que recibieron.
Las Quintas, hasta 1872, siguieron en vigor, en parte porque los voluntarios no hubieran podido hacer frente solos a los compromisos del ejército y en parte también porque un enorme número de políticos de la época tenía intereses en el negocio de las Sociedades de Seguros contra Quintas y no estaban dispuestos a verlo volatilizarse tan fácilmente.
Los consumos
La contribución de consumos gravaba los artículos de primera necesidad. Eran, por tanto, impopulares, tanto más cuanto que el alza de precios llevaba consigo otra porcentual de aquéllos.
Las Juntas abolieron los consumos, así como los monopolios de sal y tabaco, de forma que el Gobierno Provisional se vio en la tesitura de renovar sus fuentes de ingresos para enfrentarse al déficit creciente. Otro impuesto, la capitación, reemplazaba al anterior, obligando a todos los mayores de 14 años. Además, volvían los productos estancados (sal, tabaco, timbres), si bien a un precio inferior. Todo, cualquier cosa, menos implantar los necesarios impuestos directos a las fortunas lo que supondría un ataque a los intereses de los mentores del Gobierno oligarca.
Revueltas populares
En 1869, la situación económica y social, fundamentalmente en el campo, comenzaba a ser más que alarmante. Los informes de los Ayuntamientos avisaban de que la crisis agrícola, de carácter estructural, agravada por la sequía y el desempleo, estaba generando un malestar amplio y profundo. Las subsistencias fallaban, la emigración desbordaba la capacidad de acogida de las ciudades, la mendicidad se extendía. Como consecuencia de ello, motines reclamando alimentos y trabajo tenían lugar por las tierras periféricas (Galicia, Levante, Andalucía) y en la Mancha. En Cataluña, el verano de 1869 vio el resurgir carlista, así como Tarragona vio nacer revueltas republicanas, reprimidas con dureza.
Por otro lado, la resistencia que las Juntas Provinciales opusieron a su disolución, y la consiguiente aparición de milicias armadas integradas en sus «comités de defensa y vigilancia», incitó a las autoridades a desarmarles, máxime si tenemos en cuenta la condición republicana de que tales milicias, o «Voluntarios de la Libertad» hacían gala.
La negativa de éstos a ser desarmados provocó luchas armadas en algunas ciudades andaluzas, ya revueltas por la situación social. Tuvo el Ejército que intervenir para restablecer el orden, y ello le hizo perder en gran parte las simpatías populares que había despertado el Pronunciamiento de Cádiz. Barcelona y Madrid representaron los focos de fuerte resistencia juntera, que no cedíó más que por una conjugación de presiones militares, judiciales y vitales (pago en metálico por cada fusil entregado, trabajo con ese mismo objeto y a cambio de lo mismo).
Por otro lado, la gestión que de los argumentos populares llevó a cabo el republicanismo no hizo sino exacerbar los temores que hacia ellos sentían los miembros del respetable Gobierno de la oligarquía. A pesar de las divisiones internas del partido republicano, el número creciente de simpatizantes y afiliados y su cuasi-monopolio de la opinión en las ciudades periféricas y entre los obreros lo convertían en peligroso enemigo de los partidos Unionista y Progresista.
La insurrección republicana del otoño de 1869 puso de relieve la diferencia entre la España oficial y la real. Ahí se acabó la suposición interesada de que el consenso sobre los logros gubernativos era general.
La Constitución de 1869
De acuerdo con lo previsto en el Pacto de Ostende, el Gobierno Provisional convocó elecciones constituyentes por sufragio universal masculino. El gabinete, claramente proclive a la solución monárquica, y no ocultándolo, sino al contrario, se proclamó, sin embargo, neutral frente a una posible decisión en favor de la institucionalización de la República.
Eran éstas las primeras elecciones a celebrar por medio del sufragio universal, en lo que a los varones se refería, y, según se pensaba, ello podía hacer inclinar la balanza del lado republicano. En un intento de evitarlo, el Gobierno provisional se apresuró a diferenciar entre la monarquía borbónico-absolutista y la monarquía democrática que ellos propugnaban.
La campaña electoral fue enormemente agitada, tanto por los eventos de masas que en ella tuvieron lugar como por la febril actividad que desarrollaron partidos y medios de expresión. La propaganda periódica llegó a amplias capas de la población, tanto en la capital como en las ciudades de la periferia. Todos se lanzaron a defender sus opciones con verdadero entusiasmo.
La circunscripción electoral era la provincial, salvo que el alto número de habitantes de alguna de ellas aconsejara la subdivisión. En total, la estructuración del Ministerio Sagasta (Gobernación) fue de 82 circunscripciones electorales. Votó el 25 % de la población total (varones mayores de 25 años). Vencíó la opción gubernamental, como estaba previsto, aunque la causa republicana fue dominante, también como era de temer por parte del Gobierno, en Valencia, Barcelona, Sevilla, Cádiz, Alicante, Málaga, Gerona, Lérida y Zaragoza.
Fue encargada de redactar la Constitución una comisión de 12 diputados cuyo presidente era Olózaga. En veinticinco días darán fin a su tarea, presentando el resultado el 30 de Marzo. Constaba de once títulos y una disposición transitoria (acerca de la fecha de elección del nuevo monarca).
Figueras, Castelar y Cánovas presentaron «enmiendas a la totalidad», y su defensa corríó a cargo de Olózaga y Montero Ríos. Castelar y Figueras arremetieron contra el principio de monarquía como contra la intolerancia en materia de religión. Por el contrario, a Cánovas le repugnaba el sufragio universal (como bien lo demostró en su momento, llegada la Restauración), y a duras penas consentía en la división religiosa de los fieles del país. Los partidos que compónían el Gobierno, de acuerdo en lo relativo a la monarquía, disentían en materia de libertad religiosa. Los unionistas (la derecha del Gobierno de derechas) no pasaban de conceder una discreta tolerancia, manteniendo, además el presupuesto de Culto y Clero. Por el contrario, los demócratas abogaban por la total libertad de cultos, y, además, por la separación entre la Iglesia y el Estado. Para zanjar la discusión, Olózaga inspiró una fórmula transaccional que fue aceptada.
En dos meses -sólo 60 días- se discutíó el proyecto. Entretanto era elegido un nuevo rey, Serrano, por 144 contra 45 votos, obtuvo la Regencia.
La constitución fue votada y aprobada en Junio de 1869, con 214 votos a favor y 55 en contra.
Su carácter doctrinal y democrático queda reflejado en el reconocimiento de los derechos y libertades individuales enumeradas así:
seguridad personal, propiedad privada, derecho de reuníón y asociación, de expresión e imprenta, derecho al ejercicio de cualquier culto y sufragio universal
Las garantías individuales podían, sin embargo, ser suspendidas por la ley si la seguridad del Estado así lo exigía.
Otra carácterística de la Constitución radicaba en el reconocimiento de que la soberanía residía en la Nacíón, expresada a través de la forma monárquica de gobierno; ésta, a su vez, era competente sólo en el ámbito ejecutivo, pues los otros dos poderes, el judicial y el legislativo quedaban encomendados a los tribunales y a las Cortes compuestas de Congreso y Senado, ambos colegisladores, si bien la entrada en este último organismo se hallaba restringida. Los ministros eran responsables ante las Cortes.
No a todos satisfizo la Constitución, la más democrática de las promulgadas en España en el XIX. Los católicos se opusieron a la libertad religiosa, pero al tiempo, los librepensadores se indignaron por el mantenimiento del culto. A los republicanos les dolíó el principio monárquico expresado en el texto, mientras los carlistas se debían a una monarquía tradicional jamás recobrada.
Demasiado avanzada para unos, demasiado estrecha y tímida para otros, la Constitución de 1869 no parecíó satisfacer más que a sus auspiciadores. Redactada bajo la influencia de la Constitución americana (manifestada a través de la legislación de los derechos individuales y la supeditación de los poderes públicos a aquéllos), también se reflejaba el derecho consuetudinario británico, sobre todo en lo relativo a las capacidades o poderes del rey.