2. La industrialización y los transportes
España siguió siendo un satélite en el mundo industrial europeo, y sólo se desarrollaron algunas esferas y algunas regiones clave. Importantes sectores como el minero siguieron controlados por capitales extranjeros. La demanda continental de hierro, cobre y plomo, explica el gran período de explotación de las minas de las Sierras Béticas, de Sierra
Morena, de la Cordillera Cantábrica y de los Montes Vascos. Sólo en el caso del hierro vasco, parte del capital procedía de empresarios locales. Como ocurría en la agricultura, la industria española se vio perjudicada por el librecambismo, que perduró de 1869 a 1891, y luchaba por el proteccionismo, es decir, por el establecimiento de aranceles aduaneros que agravaban los productos extranjeros. El tendido del ferrocarril fue ocasión perdida de desarrollo industrial, porque hasta 1896 las empresas importaban maquinaria y material extranjero.
La ampliación del tendido ferroviario permitió ir construyendo un mercado nacional. Además de proteccionismo, la industria se benefició de encargos oficiales, del ejército y de la armada, y del casi monopolio conque actuaba en las colonias del Caribe. España llevó a cabo su industrialización con retraso respecto a los países de su entorno. Aunquelas cifras referidas al siglo XIX ofrecen un crecimiento industrial medio en el contexto europeo, lo cierto es que las tentativas de industrialización anteriores a 1850 fueron, en su mayoría, infructuosas. Además, durante toda la centuria coexistió la producción artesanal con otras estructuras superiores propias de la Revolución Industrial. El retraso se produjo, esencialmente, por dos factores: por un lado los demográficos, ya que las cifras de población española estaba lejos de ofrecer el incremento demográfico imprescindible para garantizar el crecimiento de la demanda; por otro, los económicos: la ausencia de una burguesía emprendedora y de los capitales precisos para acometer inversiones provocaron que la industrialización se sostuviera mediante la iniciativa del Estado y las inversiones extranjeras. Además de técnicos, porque a diferencia de otras zonas, en España la extracción de carbón era muy costosa. La falta de innovaciones técnicas autóctonas generó una profunda dependencia de los técnicos extranjeros.
Cataluña se convirtió en la primera región fabril de España. El despegue de esta industrialización se dio a finales del siglo XVIII, gracias a las mejoras agrarias, el incremento de la demanda interior y la expansión del comercio con la América española. Se desarrolló como potencia textil, sobre todo algodonera. La Restauración supuso un aumento de la
demanda, sobre todo por las medidas proteccionistas y por la progresiva reducción de los costos debida al progreso técnico. Las prendas de vestir de algodón se impusieron en toda la Península: eran mucho más cómodas, prácticas y baratas que las de lana y competían bien con las de lino y seda.
Por otro lado en Málaga se realizó un intento siderúrgico que fracasó. Fue una región pionera en la apertura de altos hornos. Los capitales del puerto de Málaga, la riqueza mineral de la región y el carbón vegetal fueron los ingredientes de una tentativa llevada a cabo entre 1830 y 1874, pero que desde mediados de siglo dio muestras de su precariedad. El relevo de Andalucía lo tomó el País Vasco. En 1882 se creó la Sociedad de Altos Hornos y Fábricas de Hierro y Acero de Bilbao. La apuesta industrial vasca se basaba en que disponían de mineral de hierro, pero no de carbón, que importaban. Los vascos no utilizaban todo el mineral de hierro en sus siderurgias, y exportaban una gran parte del mismo a Gran Bretaña, de donde importaban el carbón. El capital acumulado por estos negocios, y por las empresas navieras, se invertía en otras actividades industriales en las provincias de Vizcaya y
Guipúzcoa. Con ello se consolidó la burguesía industrial vasca. Asturias obtuvo cierta presencia industrial desde 1850, aprovechando los yacimientos hulleros de la cuenca del Nalón. En 1868, el foco de la siderurgia asturiana se encontraba en pleno proceso de expansión, y el eje Mieres-La Felguera absorbió la mitad de la producción nacional.
A finales del siglo XIX sólo Cataluña, El País Vasco y Asturias respondían a las características económicas, técnicas y culturales de lo que se denomina revolución industrial. En el resto de España los talleres artesanales convivían con fábricas más modernas, diseñando un panorama que ofrecía un crecimiento industrial inferior al francés o al belga, similar al italiano y superior al portugués, el griego y, en general, al de toda Europa Oriental. Por lo que se refiere a los transportes, podemos decir que a mediados del siglo XIX, la complicada orografía española, la ausencia de canales de navegación y las deficiencias de la red viaria hacían indispensable la instalación de una red ferroviaria que asegurase la articulación del mercado nacional, posibilitase la eficacia de un Estado centralizador y facilitase la movilidad espacial de las personas. El ferrocarril llegó a España con retraso respecto de otros países europeos. Las variables que influyeron en estas circunstancias eran
las guerras carlistas, las dificultades de consolidación del estado liberal, la reducida capacidad tecnológica y la escasez de capitales interiores y de empresarios emprendedores. La primera línea férrea se inauguró en 1848 entre Barcelona y Mataró. En 1851 se puso en marcha el que unía Madrid y Aranjuez. Estas iniciativas fueron minoritarias y antes de 1855 sólo funcionaban 475 kilómetros. Fue durante el Bienio Progresista cuando se crearon las condiciones para el despegue definitivo del ferrocarril en España, que se produjo en las dos décadas siguientes.
La Ley de Ferrocarriles de 1855 estableció un clima de confianza y un marco eficaz para el desarrollo ferroviario. En ella se regulaba la explotación y la inversión, y sobre todo se diseñaba un sistema de subvenciones estatales. Igualmente se debía determinar cuál sería el soporte financiero para la construcción del ferrocarril. Resultaba evidente la necesidad de importar capital extranjero. La Ley de Sociedades de Crédito de 1856, sentó las bases de un
sistema de financiación que animó la entrada de capital extranjero, mayoritariamente de origen francés.
La red básica de ferrocarril español se construyó en la década siguiente. Se optó por una estructura radial con centro en Madrid, tal y como disponía la idea centralista del Estado propuesta por los liberales. En las décadas siguientes se consolidó la trama ferroviaria española, que combinaba líneas fundamentales con otras transversales. Un hecho importante fue el establecimiento del ancho de vía de 1,67 metros, diferente al de los ferrocarriles europeos. Esta circunstancia se explica por dos factores: uno de ellos era de seguridad nacional, ya que se intentó evitar una conexión con Francia, que hubiera convertido una posible invasión en imparable. El otro tenía que ver con la orografía. Su carácter abrupto exigía una anchura de ejes que garantizase la estabilidad de los convoyes ante los grandes desniveles. Las consecuencias de esta decisión fueron muy negativas, pues acrecentaron la incomunicación de España con el resto de Europa. Todavía hoy la red ferroviaria española padece esa falta de adecuación al ancho de vía europeo. coetánea a la construcción del ferrocarril fue la creación de un moderno sistema de comunicaciones basado en el correo y el telégrafo, que posibilitó los primeros ensayos del teléfono a finales del siglo XIX. El nuevo sistema tuvo una repercusión enorme como elemento modernizador. Contribuyó a articular el Estado liberal, porque permitió la transmisión en breves instantes de las órdenes y disposiciones gubernamentales; fue pilar del sistema financiero y facilitó en nacimiento de la prensa de información, cuyos primeros exponentes fueron La Correspondencia de España (1860) y El Imparcial (1867). El correo había dado sus primeros pasos como servicio público en el siglo XVIII, pero se modernizó en el siglo XIX. Tras la aparición del sello, en 1850, las tarifas se abarataron, con el consiguiente incremento de su uso. En 1868 el correo llegaba a los rincones más apartados de España.
También el telégrafo jugó un papel fundamental en la modernización de las comunicaciones.
España siguió siendo un satélite en el mundo industrial europeo, y sólo se desarrollaron algunas esferas y algunas regiones clave. Importantes sectores como el minero siguieron controlados por capitales extranjeros. La demanda continental de hierro, cobre y plomo, explica el gran período de explotación de las minas de las Sierras Béticas, de Sierra
Morena, de la Cordillera Cantábrica y de los Montes Vascos. Sólo en el caso del hierro vasco, parte del capital procedía de empresarios locales. Como ocurría en la agricultura, la industria española se vio perjudicada por el librecambismo, que perduró de 1869 a 1891, y luchaba por el proteccionismo, es decir, por el establecimiento de aranceles aduaneros que agravaban los productos extranjeros. El tendido del ferrocarril fue ocasión perdida de desarrollo industrial, porque hasta 1896 las empresas importaban maquinaria y material extranjero.
La ampliación del tendido ferroviario permitió ir construyendo un mercado nacional. Además de proteccionismo, la industria se benefició de encargos oficiales, del ejército y de la armada, y del casi monopolio conque actuaba en las colonias del Caribe. España llevó a cabo su industrialización con retraso respecto a los países de su entorno. Aunquelas cifras referidas al siglo XIX ofrecen un crecimiento industrial medio en el contexto europeo, lo cierto es que las tentativas de industrialización anteriores a 1850 fueron, en su mayoría, infructuosas. Además, durante toda la centuria coexistió la producción artesanal con otras estructuras superiores propias de la Revolución Industrial. El retraso se produjo, esencialmente, por dos factores: por un lado los demográficos, ya que las cifras de población española estaba lejos de ofrecer el incremento demográfico imprescindible para garantizar el crecimiento de la demanda; por otro, los económicos: la ausencia de una burguesía emprendedora y de los capitales precisos para acometer inversiones provocaron que la industrialización se sostuviera mediante la iniciativa del Estado y las inversiones extranjeras. Además de técnicos, porque a diferencia de otras zonas, en España la extracción de carbón era muy costosa. La falta de innovaciones técnicas autóctonas generó una profunda dependencia de los técnicos extranjeros.
Cataluña se convirtió en la primera región fabril de España. El despegue de esta industrialización se dio a finales del siglo XVIII, gracias a las mejoras agrarias, el incremento de la demanda interior y la expansión del comercio con la América española. Se desarrolló como potencia textil, sobre todo algodonera. La Restauración supuso un aumento de la
demanda, sobre todo por las medidas proteccionistas y por la progresiva reducción de los costos debida al progreso técnico. Las prendas de vestir de algodón se impusieron en toda la Península: eran mucho más cómodas, prácticas y baratas que las de lana y competían bien con las de lino y seda.
Por otro lado en Málaga se realizó un intento siderúrgico que fracasó. Fue una región pionera en la apertura de altos hornos. Los capitales del puerto de Málaga, la riqueza mineral de la región y el carbón vegetal fueron los ingredientes de una tentativa llevada a cabo entre 1830 y 1874, pero que desde mediados de siglo dio muestras de su precariedad. El relevo de Andalucía lo tomó el País Vasco. En 1882 se creó la Sociedad de Altos Hornos y Fábricas de Hierro y Acero de Bilbao. La apuesta industrial vasca se basaba en que disponían de mineral de hierro, pero no de carbón, que importaban. Los vascos no utilizaban todo el mineral de hierro en sus siderurgias, y exportaban una gran parte del mismo a Gran Bretaña, de donde importaban el carbón. El capital acumulado por estos negocios, y por las empresas navieras, se invertía en otras actividades industriales en las provincias de Vizcaya y
Guipúzcoa. Con ello se consolidó la burguesía industrial vasca. Asturias obtuvo cierta presencia industrial desde 1850, aprovechando los yacimientos hulleros de la cuenca del Nalón. En 1868, el foco de la siderurgia asturiana se encontraba en pleno proceso de expansión, y el eje Mieres-La Felguera absorbió la mitad de la producción nacional.
A finales del siglo XIX sólo Cataluña, El País Vasco y Asturias respondían a las características económicas, técnicas y culturales de lo que se denomina revolución industrial. En el resto de España los talleres artesanales convivían con fábricas más modernas, diseñando un panorama que ofrecía un crecimiento industrial inferior al francés o al belga, similar al italiano y superior al portugués, el griego y, en general, al de toda Europa Oriental. Por lo que se refiere a los transportes, podemos decir que a mediados del siglo XIX, la complicada orografía española, la ausencia de canales de navegación y las deficiencias de la red viaria hacían indispensable la instalación de una red ferroviaria que asegurase la articulación del mercado nacional, posibilitase la eficacia de un Estado centralizador y facilitase la movilidad espacial de las personas. El ferrocarril llegó a España con retraso respecto de otros países europeos. Las variables que influyeron en estas circunstancias eran
las guerras carlistas, las dificultades de consolidación del estado liberal, la reducida capacidad tecnológica y la escasez de capitales interiores y de empresarios emprendedores. La primera línea férrea se inauguró en 1848 entre Barcelona y Mataró. En 1851 se puso en marcha el que unía Madrid y Aranjuez. Estas iniciativas fueron minoritarias y antes de 1855 sólo funcionaban 475 kilómetros. Fue durante el Bienio Progresista cuando se crearon las condiciones para el despegue definitivo del ferrocarril en España, que se produjo en las dos décadas siguientes.
La Ley de Ferrocarriles de 1855 estableció un clima de confianza y un marco eficaz para el desarrollo ferroviario. En ella se regulaba la explotación y la inversión, y sobre todo se diseñaba un sistema de subvenciones estatales. Igualmente se debía determinar cuál sería el soporte financiero para la construcción del ferrocarril. Resultaba evidente la necesidad de importar capital extranjero. La Ley de Sociedades de Crédito de 1856, sentó las bases de un
sistema de financiación que animó la entrada de capital extranjero, mayoritariamente de origen francés.
La red básica de ferrocarril español se construyó en la década siguiente. Se optó por una estructura radial con centro en Madrid, tal y como disponía la idea centralista del Estado propuesta por los liberales. En las décadas siguientes se consolidó la trama ferroviaria española, que combinaba líneas fundamentales con otras transversales. Un hecho importante fue el establecimiento del ancho de vía de 1,67 metros, diferente al de los ferrocarriles europeos. Esta circunstancia se explica por dos factores: uno de ellos era de seguridad nacional, ya que se intentó evitar una conexión con Francia, que hubiera convertido una posible invasión en imparable. El otro tenía que ver con la orografía. Su carácter abrupto exigía una anchura de ejes que garantizase la estabilidad de los convoyes ante los grandes desniveles. Las consecuencias de esta decisión fueron muy negativas, pues acrecentaron la incomunicación de España con el resto de Europa. Todavía hoy la red ferroviaria española padece esa falta de adecuación al ancho de vía europeo. coetánea a la construcción del ferrocarril fue la creación de un moderno sistema de comunicaciones basado en el correo y el telégrafo, que posibilitó los primeros ensayos del teléfono a finales del siglo XIX. El nuevo sistema tuvo una repercusión enorme como elemento modernizador. Contribuyó a articular el Estado liberal, porque permitió la transmisión en breves instantes de las órdenes y disposiciones gubernamentales; fue pilar del sistema financiero y facilitó en nacimiento de la prensa de información, cuyos primeros exponentes fueron La Correspondencia de España (1860) y El Imparcial (1867). El correo había dado sus primeros pasos como servicio público en el siglo XVIII, pero se modernizó en el siglo XIX. Tras la aparición del sello, en 1850, las tarifas se abarataron, con el consiguiente incremento de su uso. En 1868 el correo llegaba a los rincones más apartados de España.
También el telégrafo jugó un papel fundamental en la modernización de las comunicaciones.